viernes, junio 21, 2024

30 P2 Historia de los artificios de Dalila la taimada y de su hija Zeinab la embustera con Ahmad-La-Tiña, Hassan-La-Peste y Ali-Azogue - segunda de cuatro partes

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30 Historia de los artificios de Dalila la taimada y de su hija Zeinab la embustera con Ahmad-La-Tiña, Hassan-La-Peste y Ali-Azogue (de la noche 432 a la 465)

       30.1 Alí Azogue y de sus aventuras con Dalila y su hija Zeinab, y con Zaraik, el hermano de Dalila y con el mago judío Azaria






Pero cuando llegó la 441ª noche

Ir a la primera parte

Ella dijo:
... Pero estaba escrito que el arriero sería el primero que se encontrase con la vieja taimada, mientras recorría ella la ciudad en busca de alguna nueva estratagema. En efecto, no bien la divisó el arriero, la reconoció, a pesar de su disfraz, y se abalanzó a ella, gritando: "¡Maldita seas, vieja decrépita, astilla seca! ¡Por fin te encuentro!" Ella preguntó: ¿Qué te ocurre hijo mío?"
El exclamó: "!El burro! ¡Devuélveme el burro!"
Ella contestó con voz enternecida: "¡Hijo mío, habla bajo y cubre lo que Alah ha cubierto con su velo! ¡Veamos! ¿Qué pides? ¿Tu burro o los efectos de los otros?"
El contestó: "¡Mi burro solamente!"
Ella dijo: "Hijo mío, sé que eres pobre y no he querido, por tanto, privarte de tu burro. Le he dejado en casa del barbero moghrabín Hagg-Mass'ud, que tiene su tienda ahí enfrente. Voy a buscarle ahora mismo y a rogarle que me entregue el asno. ¡Espérame un instante!" Y se adelantó a él, y entró llorando en casa del barbero Hagg-Mass'ud, le cogió de la mano, y dijo: "¡Ay de mí!"
El barbero le preguntó: "¿Qué te pasa, buena tía?" Ella contestó: "¿No ves a mi hijo que está de pie ahí enfrente de tu tienda? Tenía el oficio de arriero conductor de burros. Pero cayó malo un día a consecuencia de un aire que le corrompió y trastornó la sangre, ¡y ha perdido la razón y se ha vuelto loco! Desde entonces no cesa de pedirme su asno. Al levantarse, grita: "¡Mi burro!"; al acostarse, grita: "¡Mi burro!", vaya por donde vaya, grita: "¡Mi burro!" Y he aquí que me ha dicho el médico entre los médicos: "Tu hijo tiene la razón dislocada y en peligro. ¡Y nada podrá curarle y volverle a ella, como no le saquen las dos últimas muelas de la boca y le cautericen en las sienes con dos cantáridas o con un hierro candente! Aquí tienes, pues, un dinar por tu trabajo, y llámale y dile: "Tengo tu burro en mi casa. ¡Ven!".
Al oír estas palabras contestó el barbero: "¡Que me quede un año sin comer si no le pongo su burro entre las manos, tía mía!" Luego, como tenía a su servicio dos oficiales de barberos acostumbrados a todos los trabajos propios del oficio, dijo a uno de ellos: "¡Pon al rojo dos clavos!" Después gritó al arriero: "¡Oye, hijo mío, ven aquí! ¡Tengo tu burro en mi casa!" Y al tiempo que el arriero entraba en la tienda, salía la vieja y se paraba a la puerta.
Así, pues, una vez que hubo entrado el arriero, el barbero le cogió de la mano y le llevó a la trastienda, dentro de la cual le aplicó un puñetazo en el vientre, echándole la zancadilla, y le hizo caer de espalda en el suelo, donde los dos ayudantes le agarrotaron sólidamente pies y manos y le impidieron hacer el menor movimiento. Entonces se levantó el maestro barbero y empezó por meterle en el gaznate dos tenazas como las de los herreros, que le servían para dominar los dientes recalcitrantes; luego, dando una vuelta a las tenazas le extirpó las dos muelas a la vez. Tras de lo cual, a pesar de los rugidos y contorsiones del paciente, cogió con unas pinzas, uno después de otro, los dos clavos al rojo, y le cauterizó a conciencia las sienes, invocando el nombre de Alah para que la cosa tuviese éxito.
Cuando el barbero hubo terminado ambas operaciones, dijo al arriero: "¡Ualahí!" ¡bien contenta estará de mí tu madre! ¡Voy a llamarla para que compruebe la eficacia de mi trabajo y tu curación!" Y en tanto que el arriero se debatía entre los puños de los ayudantes, el barbero entró en su tienda y allí... ¡vio que la tienda estaba vacía y limpia como por una ráfaga de viento! ¡No quedaba ya nada! ¡Navajas, espejos de nácar de mano, tijeras, suavizadores, bacías, jarros, paños, taburetes, todo había desaparecido! ¡No quedaba ya nada! ¡Ni la sombra de todo aquello! ¡Y también había desaparecido la vieja! ¡Nada! ¡Ni siquiera el olor de la vieja! Y además, la tienda estaba muy barrida y regada, como si acabasen de alquilarla de nuevo en aquel instante.
Al ver aquello, el barbero, en el límite del furor, se precipitó a la trastienda, y cogiendo por el cuello al arriero, le zarandeó como a una banasta, y le gritó: "¿Dónde está la alcahueta de tu madre?"
Loco de dolor y de rabia, le dijo el pobre arriero: "¡Ah hijo de mil zorras! ¿Mi madre? ¡Pero si mi madre está en el país de Alah!" El otro siguió zarandeándole, y le gritó: "¿Dónde está la vieja zorra que te trajo aquí y que se ha ido después de haberme robado toda la tienda?" Iba el arriero a responder, agitado su cuerpo por temblores, cuando de pronto entraron en la tienda, de vuelta de sus pesquisas infructuosas, los otros tres chasqueados: el tintorero, el joven mercader y el judío. Y los vieron riñendo, al barbero con los ojos fuera de las órbitas y al arriero con las sienes cauterizadas e hinchadas por dos anchas ampollas, y con los labios espumeantes de sangre, y colgándole aún a ambos lados de la boca las dos muelas. Entonces exclamaron: "¿Qué sucede?" Y el arriero gritó con todas sus fuerzas: "¡Oh musulmanes, justicia contra este marica!"
Y les contó lo que acababa de ocurrir. Entonces preguntaron al barbero: "¿Por qué has obrado así con este arriero, ¡oh maese Massud!?"
Y el barbero les contó a su vez cómo acababa la vieja de limpiarle la tienda. A la sazón ya no dudaron que era también la vieja quien había hecho aquel nuevo desaguisado, y exclamaron: "¡Por Alah, la causante de todo es la vieja maldita!" Y acabaron por explicarse todo y ponerse de acuerdo. Entonces el barbero se apresuró a cerrar su tienda, uniéndose a los cuatro burlados para ayudarles en sus pesquisas. Y el pobre arriero no cesaba de gimotear: "¡Ay de mi burro! ¡Ay de mis muelas perdidas! ...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.


Pero cuando llegó la 442ª noche

Ella dijo:
"¡... Ay de mi burro! ¡Ay de mis muelas perdidas!"
De esta manera estuvieron recorriendo durante mucho tiempo los diversos barrios de la ciudad; pero de improviso, al volver una esquina el arriero fué también el primero en divisar y reconocer a Dalila la Taimada, cuyo nombre y cuya vivienda ignoraban todos ellos. Y no bien la vió, se abalanzó a ella el arriero, gritando: "¡Hela aquí! ¡Ahora va  a pagarnos todo!" Y la arrastraron a casa del walí de la ciudad, que era el emir Khaled.
Llegados que fueron al palacio del walí, entregaron la vieja a los guardias, y les dijeron: "¡Queremos ver al walí! Los guardias contestaron: "Está durmiendo la siesta. ¡Esperad un poco a que se despierte! Y los cinco querellantes esperaron en el patio, mientras los guardias hacían entrega de la vieja a los eunucos para que la encerraran en un cuarto del harén hasta que se despertase el walí.
En cuanto llegó al harén, la vieja taimada consiguió escurrirse hasta el aposento de la esposa del walí, y después de las zalemas y de besarla la mano, dijo a la dama, que estaba lejos de suponer la verdad: ¡Oh ama mía, desearía ver a nuestro amo el walí!" La dama contestó: "¡ El walí está durmiendo la siesta! Pero, ¿qué quieres de él?" La vieja dijo: "Mi marido, que es mercader de muebles y esclavos, antes de partir para un viaje me entregó cinco mamelucos con encargo de vendérselos al mejor postor. Y precisamente los vió conmigo nuestro amo el walí, y me ofreció por ellos mil doscientos dinares, consintiendo yo en dejárselos por ese precio. ¡Y vengo ahora a entregárselos!" Y he aquí que, efectivamente, el walí tenía necesidad de esclavos, y la misma víspera, sin ir más lejos, había dado a su esposa mil dinares para que los comprara. Así es que no dudó ella de las palabras de la vieja, y le preguntó: "¿Dónde están los cinco esclavos?" La vieja contestó: "¡Ahí, en el patio del palacio, debajo de tus ventanas!" Y la dama se asomó al patio y vio a los cinco chasqueados que esperaban a que el walí se despertase. Entonces dijo: "¡Por Alah! ¡son muy hermosos, y especialmente uno de ellos vale él sólo los mil dinares!" Luego abrió su cofre y entregó a la vieja mil dinares, diciéndole: "Mi buena madre, te debo todavía doscientos dinares para completar el precio. Pero, como no los tengo, espérate a que se despierte el walí". La vieja contestó: "¡Oh ama mía! ¡de esos doscientos dinares te rebajo ciento en gracia a la jarra de jarabe que me has dado a beber, y ya me pagarás los otros ciento en mi próxima visita! ¡Ahora te ruego que me hagas salir del palacio por la puerta reservada para el harén, con el fin de que no me vean mis antiguos esclavos!" Y la esposa del walí la hizo salir por la puerta secreta, y el Protector la protegió y la dejó llegar sin obstáculos a su casa.
Cuando la vio entrar su hija Zeinab, le preguntó: "¡Oh, madre mía!, ¿qué hiciste hoy?" La vieja contestó: "Hija mía, he jugado una mala pasada a la esposa del walí, vendiéndole por mil dinares, como esclavos, ¡al arriero, al tintorero, al judío, al barbero y al joven mercader! Sin embargo, hija mía, entre todos ellos no hay más que uno que me preocupe y cuya perspicacia temo: ¡el arriero! ¡Siempre me reconoce ese hijo de zorra!" Y le dijo su hija: "¡Entonces, madre mía, déjate ya de salidas!" Cuida ahora de la casa, y no olvides el proverbio que dice:
¡No es cierto que el jarro
No se rompa nunca, por mucho que le tiren!
Y trató de convencer a su madre de que no saliese en lo sucesivo; pero inútilmente.
¡He aquí lo que les ocurrió a los cinco! Cuando el walí se despertó de su siesta, le dijo su esposa: "¡Ojalá te haya endulzado la dulzura del sueño! ¡Me tienes muy contenta con los cinco esclavos que compraste!"
El preguntó: "¿Qué esclavos?" Ella dijo: "¿Por qué me lo quieres ocultar? ¡Así te engañen ellos como tú me engañas!" El dijo: "¡Por Alah, que no he comprado esclavos! ¿Quién te ha informado tan mal?" Ella contestó: "¡La misma vieja a quien se los compraste por mil doscientos dinares los trajo aquí y me los enseñó en el patio, vestido cada cual con un traje que por sí solo vale mil dinares!" El preguntó: "¿Y le has dado el dinero?" Ella dijo: "¡Si, por Alah!" Entonces el walí bajó al patio, donde no vio a nadie más que al arriero, al barbero, al judío, al joven mercader y al tintorero, y preguntó a sus guardias: "¿Dónde están los cinco esclavos que la vieja comerciante acaba de vender a vuestra ama?" Le contestaron: "¡Durante toda la siesta de nuestro amo, no hemos visto más que a esos cinco que están ahí!" Entonces el walí se encaró con los cinco y les dijo: "¡Vuestra ama, la vieja, acaba de venderos a  mí por mil dinares! ¡Vais a dar comienzo a vuestro trabajo limpiando los pozos negros!" Al oír estas palabras, exclamaron los cinco querellantes, en el límite de la estupefacción: "¡Si así es como haces justicia, no nos queda más remedio que recurrir a nuestro amo el califa para quejarnos de ti! ¡Somos hombres libres que no se nos puede vender ni comprar! ¡Yalah! ¡Ven con nosotros a ver al califa! ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.


Pero cuando llegó la 443ª noche

Ella dijo:
"... ¡Yalah! ¡Ven con nosotros a ver al califa!" Entonces el walí les dijo: "¡Si no sois esclavos, seréis estafadores y ladrones! ¡Porque vosotros fuisteis quienes trajisteis a la vieja y combinasteis con ella semejante estafa! Pero ¡por Alah, que a mi vez os venderé a extranjeros por cien dinares cada uno!"
Mientras tanto, entró en el patio del palacio el capitán Azote de-las-Calles, que venía a querellarse ante el walí de la aventura acaecida a su esposa la jovenzuela. Porque, al regreso de su viaje, había visto en cama a su esposa, enferma de vergüenza y de emoción, y por ella había sabido cuanto le sucedió, y añadió ella: "¡Todo esto me ha pasado sólo por culpa de tus palabras duras, que me decidieron a recurrir a los buenos oficios del jeique Multiplicador!"
Así es que cuando el capitán Azote divisó al walí, hubo de gritarle: "¿Eres tú quien así permite que las viejas alcahuetas penetren en los harenes y estafen a las esposas de los emires? ¿Para eso nada más tienes tu oficio? Pero ¡por Alah!, que te hago responsable de la estafa cometida conmigo y de los daños y perjuicios causados a mi esposa!"
Al oír estas palabras del capitán Azote-de-las-Calles, los cinco exclamaron: "¡Oh, emir! ¡Oh valiente capitán Azote! ¡También nosotros ponemos nuestro pleito entre tus manos!" Y les preguntó él: "¿Qué tenéis que reclamar también vosotros?" Entonces le contaron ellos toda su historia, que es inútil repetir. Y les dijo el capitán Azote: "¡Ciertamente, también fuisteis burlados vosotros! ¡Y está muy equivocado ahora el walí si cree que va a poder encarcelaros!"
Cuando el walí hubo oído todas estas palabras dijo al capitán Azote: "¡Oh emir! ¡De mi cuenta corre el pago de las indemnizaciones que te corresponden y la restitución de los efectos de tu esposa, y me comprometo a dar con la vieja estafadora!" Luego se encaró con los cinco, y les preguntó: "¿Quiénes de vosotros sabrá reconocer a la vieja?" El arriero contestó, coreado por los demás: "¡Todos sabremos reconocerla!" Y añadió el arriero: "¡Entre mil zorras la conocería yo por sus ojos azules y brillantes! ¡Danos solamente diez de tus guardias para que nos ayuden a apoderarnos de ella!" Y cuando el walí les dio los diez guardias pedidos salieron del palacio.
Y he aquí que apenas habían andado por la calle algunos pasos, con el arriero a la cabeza, cuando se tropezaron precisamente con la vieja que acababa de evadírseles. Pero consiguieron atraparla y le ataron las manos a la espalda y la arrastraron a presencia del walí, que le preguntó: "¿Qué has hecho de todas las cosas que robaste?" Ella contestó: "¿Yo? ¡Nunca he robado nada a nadie! ¡Y nada he visto ni comprendo lo que dices!" Entonces el walí se encaró con el celador mayor de las prisiones, y le dijo:
"¡Métela hasta mañana en el calabozo más húmedo que tengas!"
Pero contestó el carcelero: "¡Por Alah, que me guardaré muy mucho de cargar con semejante responsabilidad! ¡Estoy seguro de que sabrá dar con alguna estratagema para escaparse de mi custodia!"
Entonces se dijo el walí: "¡Lo mejor será tenerla expuesta a todas las miradas para que no pueda escaparse, y hacer que la vigilen durante toda esta noche para que podamos juzgarla mañana!" Y montó a caballo, y seguido por toda la banda hizo que la arrastraran fuera de las murallas de Bagdad y la ataran por los cabellos a un poste en pleno campo. Después, para tener mayor seguridad, encargó a los cinco querellantes que la vigilaran por sí mismos aquella noche hasta la mañana.
Así es que los cinco, principalmente el arriero, empezaron por vengar su resentimiento en ella motejándola con todos los dicterios que les sugerían las vejaciones y engaños sufridos por ellos. Pero como todo tiene fin, hasta el fondo del saco de maldiciones de un arriero, y la bacía de malicias de un barbero, y el túnel de ácidos de un tintorero, y como les tenía, además, rendidos la falta de sueño durante tres días y las emociones experimentadas, los cinco querellantes, una vez terminada su cena, acabaron por amodorrarse al pie del poste en que estaba sujeta por los cabellos Dalila la Taimada.
Y he aquí que ya había transcurrido gran parte de la noche, y alrededor del poste roncaban los cinco individuos, cuando acertaron a pasar por el paraje en que se hallaba presa Dalila dos beduinos a caballo, que iban al paso charlando uno con otro. Y la vieja oyó que cambiaban impresiones. Porque uno de los beduinos preguntaba a su compañero: "Oye; hermano, ¿qué es lo mejor que hiciste durante tu estancia en la maravillosa Bagdad? ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.





Y cuando llegó la 444ª noche

Ella dijo:
"... Oye, hermano, ¿qué es lo mejor que hiciste durante tu estancia en la maravillosa Bagdad? Después de una pausa, contestó el otro: "¡Por Alah! ¡he comido deliciosos buñuelos de miel y crema, que tanto me gustan! ¡Y ahí tienes lo mejor que hice en Bagdad!"
Entonces exclamó su interlocutor como venteando por el aire el olor de imaginarios buñuelos fritos en aceite y rellenos de crema y endulzados con miel: "Por el honor de los árabes, que ahora mismo me vuelvo a Bagdad para comer ese delicioso bocado que no probé en mi vida durante mis correrías por el desierto!". A la sazón, el beduino que ya había comido, buñuelos rellenos de crema y miel se despidió de su engolosinado compañero para seguir su camino, en tanto el otro, volviendo sobre sus pasos a Bagdad, llegaba al poste y descubría allí a Dalila atada por los cabellos y con los cinco hombres dormidos en torno suyo.
Al ver aquello, se aproximó a la vieja y le preguntó: "¿Qué te ocurre? ¿Y por qué estás ahí?" Ella dijo llorando: "¡Oh jeique de los árabes, bajo tu protección me pongo!" Dijo él: "¡No hay mayor Protector que Alah! Pero, ¿por qué estás atada a ese poste?" Ella contestó: "Has de saber, ¡oh jeique árabe! ¡oh honorabilísimo! que tengo por enemigo a un pastelero vendedor de buñuelos rellenos de crema y miel, que sin duda es el más reputado de Bagdad por lo a punto que confecciona y fríe esos buñuelos. Pues bien; para vengarme de una injuria que me había inferido, el otro día me acerqué a su mostrador y escupí en sus buñuelos. Entonces el pastelero fué a querellarse contra mí al walí el cual me condenó a estar atada a este poste y permanecer en él mientras no pueda comerme de una sentada diez bandejas enteramente llenas de buñuelos. Y mañana por la mañana es cuando deben presentarme las diez bandejas de buñuelos. Pero el caso es ¡por Alah! ¡oh jeique de los árabes! que a mi alma siempre la disgustaron todos los dulces, y principalmente es refractaria a los buñuelos rellenos de crema y miel. ¡Ay de mí!" Al oír estas palabras, exclamó el beduino: "¡Por el honor de los árabes! ¡no me separé de mi tribu y no volví a Bagdad más que para satisfacer mi deseo de buñuelos! ¡Si quieres, mi buena tía, yo me comeré por ti los de las bandejas!" Ella contestó: "¡No te dejarán, a no ser que estés atado en mi lugar a este poste! ¡Y como precisamente he llevado velado siempre el rostro, no me ha visto nadie ni sabrán adivinar el cambio! ¡No tienes más que trocar tus trajes por los míos después de desatarme!" El beduino, que no deseaba otra cosa, se apresuró a desatarla, y luego de cambiar de traje con ella, hizo que le atara al poste en lugar suyo, tras de lo cual, vestida con el albornoz del beduino y ceñida la cabeza con sus cordones negros de pelo de camello, la vieja saltó al caballo y desapareció en la lejanía camino de Bagdad.
Al día siguiente, cuando abrieron los ojos, los cinco recomenzaron con sus invectivas de la noche para dar los buenos días a la vieja. Pero les dijo el beduino: "¿Dónde están los buñuelos? ¡Mi estómago los  anhela ardientemente!"
Al oír aquella voz, exclamaron los cinco: "¡Por Alah! ¡si es un hombre! ¡Y habla como los beduinos!"
Y el arriero saltó sobre sus pies y se acercó a él, y le preguntó: "¡Ya Badawi! ¿qué haces ahí? ¿Y cómo te atreviste a desatar a la vieja?"
El interpelado contestó: "¿Dónde están los buñuelos? ¡En toda la noche no he comido! ¡Sobre todo, no economicéis la miel! Ella, la pobre vieja, tenía un alma que aborrecía las confituras; pero a la mía le gustan mucho".
Al oír estas palabras, comprendieron los cinco que, como a ellos, también había chasqueado la vieja al beduino, y después de golpearse la cara con fuerza en su desesperación, exclamaron: "¡Nadie puede rehuír su Destino ni evitar que se cumpla lo que está escrito por Alah!"
Y mientras permanecían indecisos sin saber qué hacer, llegó el walí acompañado de sus guardias al paraje en que se encontraban y se acercó al poste. Entonces le preguntó el beduino: "¿Dónde están las bandejas con buñuelos de miel?" Al oír estas palabras, el walí alzó la vista hacia el poste y vió al beduino en lugar de la vieja; y preguntó a los cinco: "¿Qué es esto?"
Le contestaron: "¡Es el Destino!" Y añadieron: "La vieja se escapó embaucando a este beduino. Y a ti es ¡oh walí! a quien hacemos responsable ante el califa de su fuga; porque si nos hubieras dado guardias para vigilarla, no hubiera conseguido escaparse. ¡Nosotros no somos guardias, como tampoco somos esclavos a quienes se vende o se compra!"
Entonces el walí se encaró con el beduino y le preguntó qué había pasado; y éste, con un sin fin de exclamaciones de deseo, le contó su historia, y terminó diciendo: "¡Pronto, que me traigan los buñuelos!" Al oír tales palabras, el walí y los guardias lanzaron una carcajada considerable, mientras los cinco, con los ojos rojos de sangre y de venganza, le decían: "¡No nos separaremos de ti más que ante nuestro amo el Emir de los Creyentes!" Y acabando de comprender que se habían burlado de él, el beduino dijo igualmente al walí: "¡Yo a ti solo te hago responsable de la pérdida de mi caballo y de mi traje!" Entonces el walí se vio en la precisión de llevarlos con él a Bagdad, al palacio del Emir de los Creyentes, el califa Harún Al-Raschid...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.


Y cuando llegó la 445ª noche

Ella dijo:
... de llevarlos con él a Bagdad, al palacio del Emir de los Creyentes, el califa Harún Al-Raschid.
Se les concedió audiencia y entraron al diwán, donde ya se había adelantado a ellos el capitán Azote-de-las-Calles, que era uno de los primeros querellantes.
El califa, que obraba por sí mismo siempre, empezó por interrogarles uno tras de otro, al arriero el primero y al walí el último. Y cada cual contó al califa su historia con todos los detalles.
Entonces el califa, extremadamente maravillado con aquel asunto, les dijo a todos: "¡Por el honor de mis abuelos los Bani-Abbas, os doy seguridad de que todo lo que se os robó os será devuelto! ¡Tú, arriero, tendrás tu burro y una indemnización! ¡Tu, barbero, tendrás todos tus muebles y utensilios! ¡Tú, mercader, tu bolsa y tus vestiduras! ¡Tú, judío, tus alhajas! ¡Tú, tintorero, una tienda nueva! ¡Y tú, jeique árabe, tu caballo, tu traje y tantas bandejas de buñuelos de miel como pueda anhelar la capacidad de tu alma! ¡Pero lo que hace falta ante todo es encontrar a la vieja!"
Y se encaró con el walí y con el capitán Azote, y les dijo: "¡A ti, emir Khaled, te serán igualmente restituidos tus mil dinares! Y a ti, emir Mustafá, las alhajas y los vestidos de tu esposa, amén de una indemnización. ¡Pero tenéis que encontrar a la vieja! Os dejo encargados de ello.
Al oír estas palabras, el emir Khaled sacudió sus vestiduras y alzó al cielo los brazos, exclamando: "¡Por Alah, excúsame, oh Emir de los Creyentes! ¡No me atrevo a volver a encargarme de semejante tarea! ¡Después de todas las jugarretas que me ha hecho esa vieja, no respondo que no dé ella con algún otro medio para lucrarse a mis expensas!"
Y el califa se echó a reír y le dijo: "¡Encarga a otro de esa misión entonces!" El walí dijo: "En ese caso, ¡oh Emir de los Creyentes! da tú mismo la orden de buscar a la vieja al hombre más hábil de Bagdad, que es el propio jefe de policía de Tu Derecha, Ahmad-la-Tiña! ¡Hasta ahora no ha tenido nada que hacer, no obstante su habilidad, los servicios que puede prestar y el importante sueldo que cobra!"
Entonces llamó el califa: "¡Ya mokaddem Ahmad!" Y al punto avanzó Ahmad-la-Tiña entre las manos del califa, y dijo: "A tus órdenes, ¡oh Emir-de los Creyentes!"
El califa dijo: "¡Escucha, capitán Ahmad! ¡hay una vieja que hace tales y cuales cosas! ¡Y tú eres el encargado de encontrarla y traérmela!" Y dijo Ahmad-la-Tiña: "Te garantizo de que te la traeré, ¡oh Emir de los Creyentes!" Y salió seguido de sus cuarenta alguaciles, mientras el califa hacía que se quedaran con él los cinco y el beduino.
Y he aquí que el jefe de los alguaciles de Ahmad-la-Tiña era un hombre ducho en esta clase de pesquisas, y que se llamaba Ayub Lomo-de-Camello. Como estaba acostumbrado a hablar con libertad a su jefe el antiguo ladrón Ahmad-la-Tiña, se acercó a él, y le dijo: "Capitán Ahmad, en Bagdad hay más de una vieja, ¡y por mi barba, que va a ser difícil la captura!" Y Ahmad-la-Tiña le preguntó: "¿Qué quieres decirme con eso, ¡oh Ayub Lomo-de-Camello!?" El otro contestó: "Jamás seremos lo bastante numerosos para conseguir atrapar a la vieja, y opino que debemos convencer al capitán Hassán-la-Peste para que nos acompañe con sus cuarenta alguaciles, pues él tiene más experiencia que nosotros en esta clase de expediciones". Pero Ahmadla-Tiña, que no quería compartir con su colega la gloria de la captura, contestó en alta voz para que le oyese Hassán-la-Peste, que estaba en la puerta principal del palacio: "¡Por Alah! ¡oh Lomo-de-Camello! ¿desde cuándo tenemos necesidad de otro para resolver nuestros asuntos?" Y pasó orgullosamente a caballo, con sus cuarenta alguaciles, por delante de Hassán-la-Peste, a quien mortificó mucho aquella respuesta y también la elección que el califa hizo escogiendo sólo a Ahmadla-Tiña y desdeñándole a él, a Hassán. Y se dijo: "¡Por la vida de mi cabeza afeitada, que tendrán necesidad de mí!"
Volviendo a Ahmad-la-Tiña, una vez que llegó a la plaza enclavada delante del palacio del califa, arengó a sus hombres para animarlos y les dijo: "¡Oh bravos míos! vais a dividiros en cuatro grupos para hacer indagaciones en los cuatro barrios de Bagdad. ¡Y mañana a mediodía tornaréis a reuniros conmigo en la taberna de la calle Mustafá para darme cuenta de lo que hicisteis o encontrasteis!" Y tras de acordar de esta manera el punto de cita, se dividieron en cuatro grupos, cada uno de los cuales fué a recorrer un barrio diferente, mientras que por su parte, Ahmad-la-Tiña se dedicaba a husmear el aire a su paso.
En cuanto a Dalila y su hija Zeinab no tardaron en enterarse, por el rumor público, de las indagaciones que el califa encargó a Ahmad-la-Tiña con objeto de detener a una vieja bribona cuyas bellaquerías eran la comidilla de todo Bagdad. Al saber tal noticia, Dalila dijo a su hija: "¡Oh hija mía! nada tengo que temer de todos ellos no yendo en su compañía Hassán-la-Peste! porque Hassán es en Bagdad el único hombre cuya perspicacia me pone en cuidado, pues sólo él me conoce y te conoce, y en cuanto quisiera, hoy mismo, podía venir a detenernos, sin que nos fuera posible la menor estratagema para escaparnos de él. ¡Demos, pues, gracias al Protector que nos protege!" Su hija Zeinab contestó: "¡Oh madre mía! ¡qué buena ocasión es ésta para jugarles alguna mala pasada a ese Ahmad-la-Tiña y a sus cuarenta idiotas! ¡qué alegría, oh madre mía!" Dalila contestó: "¡Oh hija de mis entrañas! como hoy me siento un poco indispuesta, cuento contigo para mofarnos de esos cuarenta y un bandidos. ¡La cosa es fácil, y no dudo de tu sagacidad!" Entonces Zeinab, que era una joven graciosa y esbelta, con ojos oscuros en un rostro encantador y claro...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.


Pero cuando llegó la 446ª noche

Ella dijo:
...Entonces Zeinab, que era una joven graciosa y esbelta con ojos oscuros en un rostro encantador y claro, se levantó al punto y se vistió con gran elegancia y se veló la cara con una ligera muselina de seda, de modo que el brillo de sus ojos era más aterciopelado y subyugante. Adornada a la sazón de esta manera, fué a abrazar a su madre, y le dijo:
"¡Oh madre! ¡juro por la integridad de mi candado intacto y cerrado, que me adueñaré de los cuarenta y uno y serán mi juguete!" Y salió de la casa y se fue a la calle Mustafá, y entró en la taberna de Hagg-Karim el de Mossul.
Empezó por hacer una zalema muy amable al tabernero Hagg-Karim, quien se la devolvió con creces, encantado. Entonces le dijo ella: "¡Ya Hagg-Karim! ¡he aquí cinco dinares para ti si quieres alquilarme hasta mañana la sala interior grande, adonde voy a invitar a algunos amigos, sin que puedan penetrar allí tus parroquianos habituales!"
El tabernero contestó: "¡Por tu vida!, ¡oh mi ama! y por la vida de tus ojos, hermosos ojos, que consiento en alquilarte por nada mi sala grande, con la sola condición de que no escatimes las bebidas a tus invitados!" Ella sonrió, y le dijo: "¡Aquellos a quienes invito son jarras cuyo fondo se olvidó de cerrar el alfarero que hubo de construirlas, y por ellas pasarán todos los líquidos de tu tienda! ¡No tengas cuidado por eso!" Y volvió en seguida a su casa cogiendo el burro del arriero y el caballo del beduino, cargándolos con colchones, alfombras, taburetes, manteles, bandejas, platos y otros utensilios, y a toda prisa regresó a la taberna, descargando al asno y al caballo de todas aquellas cosas para colocarlas en la sala grande que había alquilado. Extendió los manteles, puso en orden los frascos de bebidas, las copas y los platos que compró, y cuando hubo acabado este trabajo, fué a apostarse en la puerta de la taberna.
No hacía mucho tiempo que se hallaba allí, cuando vio asomar por las inmediaciones a diez de los alguaciles de Ahmad-la-Tiña llevando a la cabeza a Lomo-de-Camello, que tenía un aspecto muy feroz. Y precisamente se encaminaba él a la tienda con los otros nueve; y a su vez vio a la bella joven, que había tenido cuidado de levantarse, como por inadvertencia, el ligero velo de muselina que le cubría la cara. Y Lomo-de-Camello quedó deslumbrado y a la par que encantado de aquella tierna belleza tan agradable, y le preguntó: "¿Qué haces ahí, ¡oh jovenzuela!?"
Ella contestó, asestándole de soslayo una mirada lánguida: "¡Nada! ¡Espero mi Destino! ¿Acaso eres el capitán Ahmad?" El dijo: "¡No, por Alah! Pero puedo reemplazarle si se trata de hacerte algún servicio que tengas que pedirle, porque soy el jefe de sus alguaciles, Ayub Lomo-de-Camello, tu esclavo, ¡oh ojos de gacela!"
Ella le sonrió otra vez, y le dijo: "¡Por Alah!, ¡oh jefe alguacil! que si la cortesía y las buenas maneras quisieran elegir un domicilio seguro, tomarían como guías a vuestros cuarenta! ¡Entrad, pues, aquí y bienvenidos seáis! ¡La acogida amistosa que encontraréis en mí no es más que un homenaje merecido por tan encantadores huéspedes!" Y les introdujo en la sala dispuesta de antemano, e invitándoles a que se sentaran en torno a las bandejas grandes con bebidas, les dió de beber vino mezclado con el narcótico bang. Así es que a las primeras copas que vaciaron los diez se cayeron de espaldas como elefantes borrachos o como búfalos poseídos por el vértigo, y se sumergieron en un profundo sueño.
Entonces Zeinab los arrastró de los pies uno por uno y los arrojó a lo último de la tienda, amontonándolos unos sobre otros, y escondiéndolos debajo de una manta grande, corrió por delante de ellos una amplia cortina, y salió para apostarse de nuevo en la puerta de la taberna.
Enseguida apareció la segunda patrulla de diez alguaciles, que también quedó hechizada por los ojos oscuros y el rostro claro de la bella Zeinab, y sufrió el mismo trato que la patrulla anterior, e igual hubo de ocurrirles a la tercera y a la cuarta patrullas. Y después de haber amontonado unos encima de otros detrás de la cortina a todos los alguaciles, la joven puso en orden la sala y salió a esperar la llegada del propio Ahmad-la-Tiña.
No hacía mucho que se encontraba allí, cuando apareció en su caballo Ahmad-la-Tiña, amenazador y con los ojos relampagueantes y los pelos de la barba y del bigote erizados cual los de la hiena hambrienta. Llegado que fue a la puerta, se apeó de su caballo y ató la brida del animal a una de las anillas de hierro empotradas en los muros de la taberna, y exclamó: "¿Dónde están todos esos hijos de perro? ¡Les ordené que me esperasen aquí! ¿Los has visto?
Entonces Zeinab balanceó sus caderas, asestó una mirada dulce a la izquierda, luego a la derecha, sonrió con los labios, y dijo: "¿A quién, ¡oh mi amo?”
Y he aquí que tras las dos miradas que le lanzó la joven, Ahmad sintió que sus entrañas le trastornaban el estómago y que gemía el niño, única herencia que le quedaba como capital e intereses.
Entonces dijo a la sonriente Zeinab, que permanecía inmóvil en una postura candorosa: "¡Oh jovenzuela, a mis cuarenta alguaciles!"
Como súbitamente poseída por un sentimiento de respeto al oír estas palabras, Zeinab se adelantó hacia Ahmad-la-Tiña y le besó la mano, diciendo: "¡Oh capitán Ahmad, jefe de la Derecha del califa! los cuarenta alguaciles me han encargado que te diga que al extremo de la callejuela han visto a la vieja Dalila que buscas y que iban en su persecución sin pararse aquí; pero aseguraron que volverían con ella pronto; y ya no tienes más que esperarles en la sala grande de la taberna, donde yo misma te serviré con mis ojos".
Entonces, precedido por la joven, Ahmad-la-Tiña entró en la tienda, y embriagado con los encantos de aquella bribona y subyugado por sus artificios, no tardó en ponerse a beber copa tras copa, cayendo como muerto bajo el efecto operado en su razón por el bang adormecedor con las bebidas.
A la sazón Zeinab, sin pérdida de tiempo, empezó por quitar a Ahmad-la-Tiña toda la ropa y cuanto llevaba encima de él, no dejándole sobre el cuerpo más que la camisa y el amplio calzoncillo; luego fue adonde estaban los otros y les despojó de la propia manera. Tras de lo cual recogió todos sus utensilios y todos los efectos que acababa de robar, los cargó en el caballo de la-Tiña, en el del beduino y en el burro del arriero, y enriquecida así con aquellos trofeos de su victoria, regresó sin incidentes a su casa, y se lo entregó todo a su madre Dalila, que hubo de abrazarla llorando de alegría.
En cuanto a Ahmad-la-Tiña y sus cuarenta compañeros...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.


Pero cuando llegó la 447ª noche

Ella dijo:
...En cuanto a Ahmad-la-Tiña y sus cuarenta compañeros, estuvieron durmiendo durante dos días y dos noches, y cuando por la mañana del tercer día despertaron de su sueño extraordinario, no supieron explicarse al pronto su presencia allí dentro, y a fuerza de suposiciones, acabaron por no dudar ya de la jugarreta de que habían sido víctimas. Aquello les humilló mucho, especialmente a Ahmad-la-Tiña, que había mostrado tanta seguridad en presencia de Hassán-la-Peste y que estaba muy avergonzado a la sazón por tener que salir a la calle de aquella manera. Sin embargo, hubo de decidirse a abandonar la taberna, y precisamente la primera persona con quien se encontró por su camino fué Hassán-la-Peste, quien al verle vestido sólo con la camisa y el calzoncillo y seguido por sus cuarenta alguaciles ataviados como él, comprendió al primer golpe de vista la aventura que acababa de ocurrirles.
Ante semejante espectáculo, Hassán-la-Peste se regocijó hasta el límite del regocijo, y se puso a cantar estos versos:
¡Las jóvenes candorosas creen parecidos a todos los hombres! ¡No saben que no nos parecemos más que en nuestros turbantes!
¡Entre nosotros, unos son sabios y otros imbéciles! ¿No hay en el cielo estrellas sin fulgor y otras como perlas?
¡Las águilas y los halcones no comen carne muerta, en tanto que los buitres impuros se posan sobre los cadáveres!
Cuando Hassán-la-Peste hubo acabado de cantar, se aproximó a Ahmad-la-Tiña, y habiéndolo reconocido , le dijo:
"¡Por Alah, mokaddem Ahmad, las mañanas son frescas a orillas del Tigris, y cometéis una imprudencia al salir así sólo con la camisa y el calzoncillo!"
Y contestó Ahmad-la-Tiña: "¡Y tú, ya Hassán, eres aun más pesado y más frío de ingenio que la mañana! Nadie escapa a su suerte, y nuestra suerte fué vernos burlados por una joven. ¿Acaso la conoces?"
Hassán contestó: "¡La conozco y conozco a su madre! Y si quieres, al instante te las capturaré".
Ahmad preguntó: "¿Y cómo?" Hassán contestó: "¡No tienes más que presentarte al califa, y para hacer patente tu incapacidad, agitarás tu collar, y has de decirle que me encargue a mí de la captura en lugar tuyo!"
Entonces Ahmad-laTiña, después de vestirse, fué al diwán con Hassán-la-Peste, y el califa le preguntó: "¿Dónde está la vieja, mokaddem Ahmad?" El aludido agitó su collar y contestó: "¡Por Alah, ¡oh Emir de los Creyentes! que no la encuentro! ¡El mokaddem Hassán cumplirá mejor esa misión! ¡La conoce, y hasta afirma que la vieja no ha hecho todo eso más que para que se hable de ella y atraerse la atención de nuestro amo el califa!"
Entonces Al-Raschid se encaró con Hassán, y le preguntó: "¿Es cierto, mokaddem Hassán? ¿Conoces a la vieja? ¿Y crees que no ha hecho todo eso más que para merecer mis favores?" El interpelado contestó: "¡Es cierto, oh Emir de los Creyentes!"
Entonces exclamó el califa: "¡Por la tumba y el honor de mis antecesores, que perdonaré a la tal vieja si restituye a todos éstos lo que les ha robado!"
Y dijo Hassán-la-Peste: "Si así es, ¡oh Emir de los Creyentes! dame para ella el salvoconducto de seguridad". Y el califa tiró su pañuelo a Hassán-la-Peste en prenda de seguridad para la vieja.
Al punto salió del diwán Hassán, tras de haber recogido la prenda de seguridad, y corrió directamente a casa de Dalila, a quien conocía de larga fecha. Llamó a la puerta y fué a abrirle la propia Zeinab. Preguntó él: "¿Dónde está tu madre?" Ella dijo: "¡Arriba!" Dijo él: "Vé a decirle que abajo está Hassán, el mokaddem de la Izquierda, que trae para ella de parte del califa el pañuelo de seguridad, pero con la condición de que restituya todo cuanto ha robado. ¡Y dile que baje por buenas, pues si no me veré obligado a emplear con ella la fuerza!"
Y he aquí que Dalila, la cual había oído estas palabras, exclamó desde dentro: "¡Tírame el pañuelo de seguridad! ¡Y te acompañaré a la presencia del califa con todas las cosas robadas!" Entonces Hassán-la-Peste le tiró el pañuelo, que Dalila hubo de anudarse al cuello; luego ayudada por su hija, empezó a cargar al burro del arriero y a los dos caballos con todos los objetos robados. Cuando acabaron, Hassán dijo a Dalila: "¡Todavía faltan los efectos de Ahmad-la-Tiña y sus cuarenta hombres!" Ella contestó: "¡Por el Nombre Más grande, que no fui yo quien se apoderó de ellos!"
Hassán se echó a reír y dijo: "¡Es verdad! ¡Fué tu hija Zeinab la que hizo esa jugarreta! ¡Guárdalos, pues!" Luego, seguido por las tres acémilas, que guiaba él en reata con una cuerda, se llevó a Dalila y la condujo al diwán entre las manos del califa...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.


Pero cuando llegó la 448ª noche

Ella dijo:
... se llevó a Dalila y la condujo al diwán entre las manos del califa.
Cuando Al-Raschid vió entrar a aquella vieja diabólica, no pudo por menos de ordenar en alta voz que la arrojaran inmediatamente en la alfombra de la sangre para ejecutarla. Entonces, exclamó ella: "Estoy bajo tu protección, ¡oh Hassán!"
Y Hassán-la-Peste se levantó y besó las manos del califa, y le dijo: "Perdónala, ¡oh Emir de los Creyentes! Le has dado la prenda de seguridad. ¡Mírala en su cuello!" El califa contestó: "¡Es cierto! ¡Así que la perdono por consideración hacia ti!" Luego se encaró con Dalila, y le dijo: "Ven aquí, ¡oh vieja! ¿Cuál es tu nombre?" Ella contestó: "¡Mi nombre es Dalila, y soy la esposa del antiguo director de tus palomares!"
Dijo él: "En verdad que eres astuta y estás llena de estratagemas. ¡Y en adelante te llamarás Dalila la Taimada!" Luego le dijo: "¿Puedes decirme, por lo menos, con qué objeto hiciste todas esas jugarretas a esta gente que ves aquí y levantaste tanto ruido, fatigándonos los corazones?" Entonces Dalila se arrojó a los pies del califa, y contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! créeme que no fué por avaricia por lo que obré así. ¡Pero cuando oí hablar de las pasadas estratagemas y jugarretas hechas en otro tiempo en Bagdad por los jefes de Tu Derecha y de Tu Izquierda Ahmad-la-Tiña y Hassán-la-Peste, se me ocurrió hacer lo mismo que ellos a mi vez, y aun superarlos, a fin de poder obtener de nuestro amo el califa los sueldos y el cargo de mi difunto marido, padre de mis pobres hijas!"
Al escuchar estas palabras, el arriero se levantó con viveza, y exclamó: "¡Juzgue y sentencie Alah entre esta vieja y yo! ¡No solamente no se ha contentado ella en robarme el borrico, sino que impulsó al barbero moghrabín que está aquí a que me arrancara las dos últimas muelas y me cauterizara las sienes con clavos al rojo!"
Y también el beduino se levantó, y exclamó: "¡Juzgue y sentencie Alah entre esta vieja y yo! ¡No solamente no se ha contentado ella con atarme al poste en su lugar y robarme el caballo, sino que me impidió satisfacer mi deseo de buñuelos rellenos de miel!"
Y a su vez el tintorero, el barbero, el joven mercader, el capitán Azote, el judío y el walí se levantaron pidiendo a Alah reparación de los daños que les causó la vieja. Así es que el califa, que era magnánimo y generoso, empezó por devolver a cada cual los objetos que se le habían robado, y les indemnizó ampliamente por cuenta de su peculio particular. Y especialmente al arriero, pues hizo que le dieran mil dinares de oro, a causa de la pérdida de sus dos muelas y de las cauterizaciones sufridas, y le nombró jefe de la corporación de arrieros. Y todos salieron del diwán felicitándose de la generosidad del califa y de su justicia, y olvidaron sus tribulaciones.
En cuanto a Dalila, le dijo el califa: "¡Ahora, ¡oh Dalila! puedes pedirme lo que anheles!" Ella besó la tierra entre las manos del califa, y contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡no anhelo de tu generosidad más que una cosa, y es ser reintegrada en el cargo y sueldo de mi difunto marido, el director de las palomas mensajeras! Y sabré llenar estas funciones, pues en vida de mi marido era yo quien, ayudada por mi hija Zeinab, daba de comer a las palomas y les ataba al cuello las cartas y limpiaba el palomar. Y era yo igualmente quien cuidaba el khan grande que hiciste construir para las palomas y que guardaban de día y de noche cuarenta negros y cuarenta perros, los mismos que tomaste al rey de los afghans, descendientes de Soleimán, cuando venciste a aquel soberano".
Y contestó el califa: "¡Sea, oh Dalila! Al instante voy a hacer que se te adjudique la dirección del khan grande de las palomas mensajeras y el mando de los cuarenta negros y los cuarenta perros ganados al rey de los afghans, descendientes de Soleimán. Y con tu cabeza responderás entonces la pérdida de cualquiera de esas palomas que para mí son más preciosas que la misma vida de mis hijos. ¡Pero no dudo de tus aptitudes!" A la sazón añadió Dalila: "También quisiera ¡oh Emir de los Creyentes! que mi hija Zeinab habitara conmigo en el khan para que me ayudase en la vigilancia general". Y el califa le dió autorización para ello.
Entonces, después de haber besado las manos del califa, Dalila regresó a su casa, y ayudada por su hija Zeinab, hizo transportar sus muebles y efectos al khan grande, y escogió para habitación el pabellón construido a la misma entrada del khan. Y el propio día tomó el mando de los cuarenta negros, y vestida con traje de hombre y tocada la cabeza con un casco de oro, se presentó a caballo ante el califa para tomar órdenes e informarse de los mensajes que tenía que expedir él a las provincias. Y cuando llegó la noche, soltó en el patio principal del khan, para que lo guardaran, a los cuarenta perros de la raza de aquellos que sirvieron a los pastores de Soleimán. Y siguió presentándose a caballo en el diwán todos los días, tocada con el casco de oro rematado por una paloma de plata, y acompañada por el cortejo de sus cuarenta negros vestidos de seda roja y de brocado. Y para adornar su nueva vivienda, colgó en ella los trajes de Ahmad-la-Tiña, de Ayub Lomo-de-Camello y de sus cuarenta compañeros.
¡Y así fué como Dalila la Taimada y su hija Zeinab la Embustera obtuvieron en Bagdad, merced a su destreza y a sus artificios, el honorable cargo de la dirección de los palomares y el mando de los cuarenta negros y los cuarenta perros guardianes nocturnos del khan grande! ¡Pero Alah es más sabio!
Pero ya es hora ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazada- de hablar de Alí Azogue y de sus aventuras con Dalila y su hija Zeinab, y con Zaraik, el hermano de Dalila, que era vendedor de pescado frito, y con el mago judío Azaria. ¡Porque esas aventuras son infinitamente más asombrosas y más extraordinarias que todas las oídas hasta el presente!"
Y dijo para sí el rey Schahriar: "¡Por Alah, que no la mataré mientras no haya oído las aventuras de Alí Azogue!" Y al ver aparecer la mañana, Schehrazada se calló discretamente.


Pero cuando llegó la 449ª noche

Ella dijo:
He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que en tiempos de Ahmadla-Tiña y Hassán-la-Peste, había en Bagdad otro ladrón tan sagaz y tan escurridizo que jamás consiguió capturarle la policía; pues no bien creía tenerle ya cogido, se le escapaba como se escurre entre los dedos una bola de azogue que se quisiera sujetar. A eso obedecía que en El Cairo, su patria, le pusieran el apodo de Alí Azogue.
Porque antes de su llegada a Bagdad, Alí Azogue vivía en El Cairo, y partió de allí para ir a Bagdad con motivo de cosas memorables que merecen ser mencionadas al comienzo de esta historia.
Un día estaba sentado, triste y ocioso, en medio de sus compañeros, dentro del subterráneo que les servía de punto de reunión, y viendo los demás que tenía el corazón apretado y oprimido el pecho, trataban de distraerle; pero él seguía adusto en su rincón con el semblante enfurruñado, contraídas las facciones y fruncidas las cejas. Entonces le dijo uno de ellos: "¡Oh jefe nuestro! ¡para dilatarte el pecho, nada hay mejor que un paseo por las calles y zocos de El Cairo!" Y Alí Azogue acabó por levantarse y salir, caminando sin rumbo por los barrios de El Cairo, aunque no se le aclaró su negro humor. Y llegó de tal suerte a la calle Roja, mientras a su paso la gente se retiraba presurosa en prueba de consideración y respeto hacia él.
Cuando desembocaba en la calle Roja y se disponía a entrar en una taberna donde acostumbraba a embriagarse, vio cerca de la puerta a un aguador con su odre de piel de cabra a la espalda y el cual seguía por su camino haciendo tintinear, al chocar una con otra, las dos tazas de cobre en que echaba de beber a los sedientos. Y canturreaba su pregón, diciendo unas veces que su agua era como miel y otras veces que era como vino, a medida de todos los deseos. Y aquel día, acompasando su pregón al tintineo de las dos tazas que se entrechocaban, cantaba de este modo:
¡De la uva se saca el licor mejor! ¡No hay dicha sin un amigo de corazón! ¡La dicha duplica su valor en él! ¡Y el sitio de honor es para el que habla bien!
Cuando vio el aguador a Alí Azogue, hizo tintinear en honor suyo las dos tazas sonoras, y cantó:
¡Oh transeúnte! ¡he aquí la pura, la dulce, la deliciosa, la fresca agua! ¡mi agua, que es el ojo del gallo! ¡mi agua, que es el cristal! ¡mi agua, que es el ojo, la alegría de las gargantas, el diamante! ¡agua, agua, mi agua!
Luego preguntó: "¿Quieres una taza, mi señor?" Azogue contestó: "¡Dámela!" Y el aguador le llenó una taza, que tuvo cuidado de enjuagar previamente, y se la ofreció, diciendo: "¡Es una delicia!" Pero Alí Azogue cogió la taza, la miró un instante, la volcó y tiró el agua al suelo, diciendo: "¡Dame otra!" Entonces se puso serio el aguador, considerándole con la mirada, y exclamó: "¡Por Alah! ¿y qué encuentras en esta agua, más clara que el ojo del gallo, para tirarla al suelo así?" Alí contestó: "¡Me da la gana! ¡Échame otra taza!" Y el aguador llenó de agua por segunda vez la taza y se la ofreció religiosamente a Alí Azogue, quien la cogió y la vertió de nuevo, diciendo: "¡Llénamela otra vez!" Y exclamó el aguador: "¡Ya sidi, si no quieres beber, déjame proseguir mi camino!" Y le brindó una tercera taza de agua. Pero aquella vez Azogue vació de un sorbo la taza y se la entregó al aguador, depositando en ella como gratificación un dinar de oro. Y he aquí que el aguador, lejos de mostrarse satisfecho por semejante ganancia, midió con la mirada a Azogue y le dijo con tono zumbón: "¡Que tengas buena suerte, mi señor, y que yo tenga buena suerte! ¡Una cosa es la gentuza, y los grandes señores son otra cosa muy distinta!"
Al oír estas palabras, Alí Azogue, que no necesitaba tanto para que le hiciese estornudar la cólera, cogió de la ropa al aguador, le administró una andanada de puñetazos, zarandeándoles a él y a su odre,  le arrinconó contra el muro de la fuente pública de la calle Roja, y le gritó: "¡Ah hijo de alcahuete! ¿te parece que un dinar de oro es poco por tres tazas de agua? ¡Ah! ¿conque es muy poco? ¡Pues si tal como está tu odre valdrá apenas tres monedas de plata, y la cantidad de agua que he tirado al barro no llega ni a una pinta!"
El aguador contestó: "¡Así es, mi señor!" Azogue preguntó: "Pues entonces, ¿por qué me hablaste de esa manera? ¿Habrás encontrado en tu vida a alguien más generoso de lo que yo fui contigo?"
El aguador contestó: "¡Sí, por Alah! He encontrado en mi vida a alguien más generoso que tú! ¡Porque mientras estén encinta las mujeres y engendren hijos, habrá siempre sobre la tierra hombres de corazón  generoso!" Azogue preguntó: "¿Y podrías decirme quién es ese hombre que encontraste más generoso que yo?"
El aguador contestó: "¡Ante todo, suéltame, y siéntate ahí, en el escalón de la fuente! ¡Y te contaré mi aventura, que es extremadamente extraña!"
Entonces soltó Azogue al aguador; y después de sentarse ambos en una de las gradas de mármol de la fuente pública, junto al odre que dejaron en el suelo, el aguador contó ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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