lunes, marzo 31, 2025

51 P2 Historia de Kamar y de la experta Halima - segunda de dos partes

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51 Historia de Kamar y de la experta Halima      




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Y cuando llegó la 784ª noche

Ella dijo:
"... y de traer contigo cien dinares de oro para mi esposo el barbero, que es un pobre!" Y Kamar contestó con el oído y la obediencia y salió de la casa del barbero, repitiéndose, para grabarlas bien en su memoria, las instrucciones de la vendedora de perfumes, esposa del barbero. Y bendecía a Alah, que en su camino puso, como piedra indicadora, a aquella mujer de bien.
Y de tal suerte llegó al zoco de los joyeros y orfebres, en donde todo el mundo se apresuró a indicarle la tienda del jeique de los joyeros Osta-Obeid. Y entró en la tienda y vió entre sus aprendices al joyero, a quien saludó con la mayor cortesía, llevándose la mano al corazón, a los labios y a la cabeza, y diciendo: "¡La paz sea contigo!"
Osta-Obeid le devolvió la zalema y le recibió con finura y le rogó que se sentara. Y Kamar sacó entonces de su bolsa una gema escogida, pero de la especie menos hermosa de las cuatro que poseía, y le dijo: "¡Oh maestro! ¡anhelo vivamente que para esta gema me hagas una montura digna de tus capacidades, pero de la manera más simple y con un peso que no exceda de un miskal!" Y al mismo tiempo le entregó veinte monedas de oro, diciendo: "¡Esto ¡oh maestro! no es más que un ínfimo anticipo de la cantidad con que pienso remunerar el trabajo que me hagas!" Y asimismo entregó una moneda de oro a cada uno de los numerosos aprendices, y también a cada uno de los numerosos mendigos que habían hecho su aparición en la calle en cuanto vieron entrar en la tienda a aquel joven extranjero vestido tan suntuosamente. Y tras de portarse de tal modo, se retiró él, dejando a todo el mundo maravillado de su liberalidad, de su belleza y de sus modales distinguidos.
En cuanto a Osta-Obeid, no quiso retrasar lo más mínimo la confección de la sortija, y como estaba dotado de una destreza extraordinaria y tenía a su disposición medios que ningún otro joyero poseía en el mundo, la empezó y la concluyó al terminar el día, dejándola toda cincelada y limpia. Y como el joven Kamar no debía volver hasta el día siguiente, se la llevó consigo por la noche para enseñársela a su esposa, la joven consabida, pues la piedra le parecía maravillosa, y de un agua tan limpia, que daba gana de humedecerse con ella la boca.
Cuando la joven esposa de Osta-Obeid hubo visto la sortija, la encontró muy hermosa, y preguntó: "¿Para quién?" El contestó: "Para un joven extranjero, que es mucho más deslumbrador que esta maravillosa gema. Porque has de saber que el dueño de esta sortija que ya me ha pagado de antemano como nunca se me pagó trabajo alguno, es hermoso y encantador, con ojos que hieren de deseo, mejillas como pétalos de anémona en un parterre lleno de jazmines, una boca como el sello de Soleimán, labios empapados en sangre de cornalinas, y un cuello como el cuello del antílope, que soporta graciosamente su cabeza fina cual un tallo soporta su corola. Y para resumir lo que está por encima de toda alabanza, bástete oír que es hermoso, verdaderamente hermoso, y tan encantador como hermoso, lo que le hace parecerse a ti, no sólo por sus perfecciones, sino también por su tierna edad y por las facciones de su rostro".
Así describió el joyero a su esposa al joven Kamar, sin advertir que sus palabras acababan de encender en el corazón de la joven una pasión repentina y tanto más viva cuanto que el objeto de ella era invisible. Y aquel propietario de una frente en que iban a crecer cuernos como cohombros en un terreno estercolado, olvidaba que no existe tercería peor ni de éxito más seguro que la de un marido que ante su esposa ensalza los méritos y la belleza de un desconocido, sin cuidarse de las consecuencias. Así es como Alah el Altísimo, cuando quiere que se cumplan los designios decretados con respecto a sus criaturas, las hace tantear en las tinieblas de la ceguera.
Y he aquí que la joven esposa del joyero oyó aquellas palabras y las retuvo en el fondo de su espíritu, pero sin dejar traslucir, ni por asomo, los sentimientos que la agitaban. Y dijo a su esposo con acento indiferente: "¡Déjame ver esa sortija!" Y Osta-Obeid se la entregó, y ella la miró con aire distraído y se la puso en el dedo, impensadamente. Luego dijo: "¡Parece que la han hecho a medida de mi dedo! ¡Mira qué bien me está!" Y contestó el joyero: "¡Vivan los dedos de las huríes!  ¡Por Alah, ¡oh mi señora! que, como el propietario de esta sortija está dotado de generosidad y de galantería, mañana le rogaré que me la venda al precio que sea, y te la traeré!"
Mientras tanto, Kamar había ido a dar cuenta a la esposa del barbero de la manera como se había conducido con arreglo a sus instrucciones; y le entregó cien monedas de oro en calidad de regalo para aquel pobre barbero. Y preguntó a su protectora qué le quedaba que hacer. Y ella le dijo: "¡Mira! Cuando veas al joyero, no admitas la sortija que te tenga hecha. Finges que te está muy estrecha en el dedo, y se la das de regalo; y preséntale otra gema mucho más hermosa que la primera, de las que valen a setecientos dinares la pieza, y dile que te la monte con cuidado. Al mismo tiempo, dale sesenta dinares de oro para él y dos para cada uno de sus obreros, como gratificación. Y tampoco olvides a los mendigos de la puerta. Y conduciéndote así, irán a tu gusto las cosas. ¡Y no te olvides ¡oh hijo! de volver a darme cuenta del asunto y de traer contigo algo para mi pobre esposo el barbero!"
Y contestó Kamar: "¡Escucho y obedezco!"
Y salió de casa de la mujer del barbero, y al día siguiente no dejó de ir al zoco en busca del joyero Osta-Obeid, el cual en cuanto le advirtió, levantose en honor suyo, y después de las zalemas y cumplimientos, le presentó la sortija. Y Kamar hizo como que se la probaba, y dijo después: "Por Alah, ¡oh maestro Obeid! que la sortija está muy bien hecha, pero me viene un poco estrecha al dedo. ¡Toma! ¡te la doy para que se la regales a cualquiera de las numerosas esclavas de tu harem! Y aquí tienes otra gema, que prefiero a la anterior, y que, montada sencillamente, resultará mucho más hermosa". Y así diciendo, le entregó una gema de setecientos dinares de oro; y al mismo tiempo le dió sesenta dinares de oro para él y dos para cada uno de sus aprendices, diciendo: "¡Sólo es para que refresquéis con un sorbete pero, si este trabajo se acaba con prontitud, espero que quedaréis satisfechos del modo como seréis remunerados!" Y salió, distribuyendo a derecha e izquierda monedas de oro a los mendigos congregados delante de la puerta de la tienda.
Cuando el joyero vió tanta liberalidad en su joven cliente, quedó extremadamente sorprendido. Y a la noche, una vez que hubo entrado en su casa, no se cansaba de alabar en presencia de su esposa a aquel generoso extranjero, del que decía: "¡Por Alah, que no se contenta con ser hermoso, como jamás lo fueron los más hermosos, sino que tiene la mano abierta de los hijos de los reyes!" Y cuanto más hablaba, hacía incrustarse más en el corazón de su mujer el amor sentido por el joven Kamar. Y cuando él la hubo entregado la sortija, don de su cliente, se la puso ella lentamente en el dedo, y preguntó: "¿Y no te ha encargado otra?" El dijo: "¡Sí, por cierto! Y tanto he trabajado en ella todo el día, que aquí la tienes acabada". Ella dijo: "¡Déjamela ver!" Y la cogió, la miró, sonriendo, y dijo: "¡Quisiera quedarme con ella!" El dijo: "¿Quién sabe? ¡Capaz es de dejármela, como ha hecho con su hermana! "
Mientras tanto, Kamar había ido a concertarse con la esposa del barbero acerca de lo que había pasado y de lo que tenía que hacer. Y le entregó cuatrocientos dinares de oro para su pobre esposo el barbero.
Y ella le dijo: "Hijo mío, tu asunto va por el camino mejor. Cuando veas al joyero, no admitas la sortija encargada, sino haz como que te está muy grande, y déjasela de regalo. Luego entrégale otra piedra preciosa, de las que valen casi a novecientos dinares de oro la pieza; y en espera de que terminen el trabajo, da cien dinares para el maestro y tres para cada uno de los aprendices. ¡Y al volver a darme cuenta de la marcha del asunto, no te olvides de traer para mi pobre esposo el barbero algo con que pueda comprarse un pedazo de pan! Y Alah te guarde y prolongue tus días preciosos, ¡oh hijo de la generosidad!"
Y he aquí que Kamar siguió puntualmente el consejo de la vendedora de perfumes. Y el joyero no encontró ya palabras ni expresión con qué pintar a su mujer la liberalidad del hermoso extranjero. Y ella le dijo, probándose la nueva sortija: "¿No te da vergüenza ¡oh hijo del tío! no haber invitado todavía a tu casa a un hombre que tan generoso se ha mostrado contigo? ¡Y sin embargo, gracias a los beneficios de Alah, no eres avaro ni descendiente de una familia de avaros; pero me parece que a veces faltas a las prácticas sociales! ¡Así, es absolutamente un deber de parte tuya rogar a ese extranjero que venga a tomar mañana la sal de tu hospitalidad!
Por su parte, Kamar, después de haber consultado a la mujer del barbero, a la cual entregó para aquel pobre hombre ochocientos dinares de gratificación, lo preciso para que comprara un pedazo de pan, no dejó de presentarse en la tienda del joyero, a fin de probarse la tercera sortija. Y después de ponérsela en el dedo, se la sacó, la miró un instante con cierto desdén, y dijo: "Está bastante bien; pero no me gusta del todo esta piedra. ¡Quédate, pues, con ella para una de tus esclavas, y móntame esta otra gema! Y aquí tienes un anticipo de doscientos dinares y cuatro para cada uno de tus aprendices. ¡Y perdóname todas las molestias que te causo!" Y así diciendo, le entregó una gema blanca y maravillosa que valía mil dinares de oro. Y en el límite de la confusión, le dijo el joyero: "¡Oh mi señor! ¿querrías honrar mi casa con tu presencia y concederme la gracia de ir a cenar conmigo esta noche? ¡Porque tus beneficios están por encima de mí, y mi corazón se siente atraído por tu mano generosa!"
Y contestó Kamar: "¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos!" Y le dió las señas del khan donde paraba.
Y he aquí que, llegada la noche, el joyero se presentó en el khan consabido para recoger a su invitado. Y le condujo a su casa...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 785ª noche

Ella dijo:
"… Y le condujo a su casa, donde le festejó con una recepción suntuosa y un espléndido festín. Y tras de retirar las bandejas de manjares y bebidas, una esclava les sirvió sorbetes preparados por las  propias manos de la joven dueña de la casa. No obstante, a pesar del deseo que de ello tenía, no quiso infringir la costumbre de las recepciones, donde las mujeres jamás toman parte en las comidas, y permaneció en el harem. Y se limitó a esperar allí que produjese efecto su estratagema. Y he aquí que, apenas Kamar y su huésped probaron el delicioso sorbete, cayeron ambos en un profundo sueño; porque la joven había tenido cuidado de echar en las copas un polvo adormecedor. Y la esclava que les servía se retiró en cuanto los vió tendidos sin movimiento.
Entonces la joven, vestida solamente con su camisa, y preparada toda ella como para la primera entrada nupcial, levantó el cortinaje y penetró en la sala del festín. Y quien hubiese visto a aquella joven, en todo el esplendor de su belleza, con sus ojos cargados de crímenes, habría sentido que se le desmenuzaba el corazón y que la razón se le huía. Avanzó ella, pues, hasta Kamar, a quien hasta entonces no había entrevisto más que por la ventana, cuando entraba él en la casa, y se puso a contemplarle. Y vió que era en absoluto de su conveniencia. Y empezó por sentarse junto a él, y se puso a acariciarle el rostro dulcemente con la mano. Y de pronto, aquella gallina hambrienta se arrojó glotonamente sobre el jovenzuelo y empezó a picotearle los labios y las mejillas con tanta violencia, que hizo saltar la sangre. Y aquellos picotazos crueles duraron algún tiempo y fueron reemplazados por tales movimientos, que sólo Alah sabría lo que pudo ocurrir a consecuencia de toda aquella agitación de la gallina montada a horcajadas sobre el joven gallo dormido.
Y con aquel juego transcurrió la noche entera.
Pero cuando apareció la mañana, aquella ardiente jovenzuela se decidió a levantarse; y se sacó del seno cuatro tabas de cordero y se las metió en el bolsillo de Kamar. Y hecho lo cual, le dejó y volvió al harem. Y mandó a la sala del festín a la esclava confidente que de ordinario ejecutaba sus órdenes, la misma que llevaba el alfanje desnudo al paso del cortejo por los zocos de Bassra. Y la esclava, para disipar el sueño del joven Kamar y del viejo joyero, les echó en las narices unos polvos que eran poderoso antídoto. Y no tardaron en producir su efecto aquellos polvos, porque los dos durmientes se despertaron después de estornudar. Y la joven esclava dijo al joyero: "¡Oh amo vuestro! nuestra ama Halima me envía a despertarte y te dice: "Es la hora de la plegaria de la mañana, y he aquí que desde el minarete el muezín hace el llamamiento a los creyentes. ¡Y he aquí, además, la palangana para las abluciones!" Y exclamó el viejo, aturdido aún: "¡Por Alah ! ¡qué pesadamente se duerme en esta habitación! ¡Siempre que me acuesto aquí no me despierto hasta muy entrado el día!"
Kamar no supo qué responder. Pero, al levantarse para hacer sus abluciones, sintió que le ardían como el fuego los labios y el rostro, sin contar lo que no se veía. Y se asombró de ello en extremo, y dijo al joyero: "No sé qué será, pero siento que los labios y el rostro me arden como el fuego y me queman como carbones encendidos. ¿A qué obedecerá?"
Y el viejo contestó: "¡Oh! eso no es nada. ¡Sencillamente picaduras de mosquitos!" Y dijo Kamar: "Está bien; pero ¿cómo es que en tu rostro no veo trazas de picaduras de mosquitos, si has dormido a mi lado?" El otro contestó: "¡Por Alah, que es verdad! Sin embargo, has de saber ¡oh cara hermosa! que a los mosquitos les gustan las mejillas jóvenes y vírgenes de pelo, y detestan los rostros barbudos. Y he aquí que bajo tu lindo semblante circula una sangre delicada, mientras que de mis mejillas descienden unas barbas luengas". Dicho esto, hicieron sus abluciones, se dedicaron a la plegaria y almorzaron juntos. Tras de lo cual, Kamar se despidió de su huésped, y salió para ir en busca de la mujer del barbero.
Y he aquí que se encontró con que estaba ella esperándole. Y le acogió riéndose, y le dijo: "¡Vamos, ¡oh hijo! cuéntame la aventura de esta noche, por más que la veo escrita con mil signos en tu rostro!" El dijo: "¡Estos signos son simples picaduras de mosquitos y nada más, madre mía!" Y la mujer del barbero se rió aun más fuerte al oír estas palabras, y dijo: "¿De verdad son picaduras de mosquitos? ¿Y no ha tenido otros resultados tu visita a la casa de la que amas?" El contestó: "¡Por Alah, que no, a no ser estas cuatro tabas de jugar los niños, y que me he encontrado en el bolsillo, sin saber cómo han entrado en él!"
Ella dijo: "¡Enséñamelas!" Y las cogió, las miró un momento, y continuó diciendo: "Eres muy inocente, hijo mío, al no haber adivinado que en tu cara llevas todavía la huella, no de picaduras de mosquitos, sino de besos apasionados de la que amas. En cuanto a esos huesos, que ella misma te ha metido en el bolsillo, son un reproche que te dirige por haberte pasado el tiempo durmiendo, pudiéndolo emplear mejor con ella. Ha querido decirte: "Eres un niño que se pasa el tiempo durmiendo. Aquí tienes unas tabas, como cumple a los niños que no saben divertirse con otro juego". Tal es la explicación de estas tabas, hijo mío. Y ha sido hablar bastante claro para la primera vez. Y por otra parte, no tienes más que hacer la prueba esta misma noche. En efecto, te aprovecharás de la invitación del joyero, el cual, sin duda, te convidará de nuevo a cenar, ¡y creo que no te olvidarás de portarte de manera que te satisfaga y la satisfaga, y hagas dichosa a tu madre que te quiere, hijo mío! ¡Y para cuando estés de vuelta en mi casa, ¡oh pupila del ojo! piensa en la miserable condición de mi pobrísimo esposo el barbero!"
Y Kamar contestó: "¡Por encima de la cabeza y de los ojos!" Y regresó al khan en que se alojaba. Y he aquí lo referente a él.
En cuanto a la joven Halima, preguntó a su esposo, el viejo joyero, cuando fué él a buscarla al harem: "¿Cómo te has portado con tu huésped el joven extranjero?" El contestó: "Con todas las galanterías y todas las consideraciones, ¡oh Halima! ¡Pero ha debido pasar muy mala noche, porque le han picado con encarnizamiento los mosquitos!" Ella dijo: "Tú tienes la culpa por no haberle hecho dormir con mosquitero. Pero, sin duda, estará menos incómodo la próxima noche. Pues supongo que le invitarás otra vez. ¡Y es lo menos que con él puedes hacer en agradecimiento por todas las pruebas de generosidad con que te ha colmado!" Y el joyero sólo pudo responder con el oído y la obediencia, máxime cuando él también sentía gran afecto por el joven.
Así es que, cuando Kamar llegó a la tienda, no dejó de invitarle el joyero, y aquella noche sucedió lo mismo que la anterior, a pesar del mosquitero. Porque, una vez que la bebida adormecedora hubo surtido su efecto, la joven Halima se pasó toda la noche agitándose y moviéndose a horcajadas sobre el gallo dormido, y de manera aun más extraordinaria que la primera vez. Y cuando, por la mañana, el joven Kamar salió de su profundo sueño, merced a los polvos que le echaron en las narices, sintió que le ardía el rostro y que tenía todo el cuerpo acribillado a succiones, mordiscos y otras cosas semejantes realizadas por su ardiente enamorada. Pero no dejó entrever nada al joyero, que le interrogaba sobre cómo había dormido, y tras de despedirse de él, salió para ir a dar cuenta a la mujer del barbero de lo que había pasado. Y al mirar en su bolsillo, encontró un cuchillo que le habían metido allí.
Y enseñó a su protectora aquel cuchillo, dándole quinientos dinares de oro de gratificación para aquel pobre barbero esposo suyo. Y después de besarle la mano, exclamó la vieja al ver el cuchillo: "¡Alah os resguarde de la desgracia, ¡oh hijo mío! He aquí que tu bienamada está irritada, y te amenaza con matarte si te vuelve a encontrar dormido. ¡Porque ésa es la explicación del cuchillo encontrado en tu bolsillo!" Y preguntó Kamar, muy perplejo: "¿Pero qué voy a hacer para no dormirme? ¡La noche última estaba yo resuelto a velar a todo trance, pero no lo conseguí!" Ella contestó: "Pues bien; para ello, no tendrás más que dejar beber al joyero solo y fingiendo que te tomas la copa de sorbete, cuyo contenido arrojarás detrás de ti, simularás dormir en presencia de la esclava. ¡Y de tal suerte conseguirás el objeto deseado!" Y Kamar contestó con el oído y la obediencia, y no dejó de seguir exactamente aquel excelente consejo.
Y he aquí que pasaron las cosas de la manera prevista por la vieja. Porque el joyero, por consejo de su esposa, invitó a Kamar a la tercera cena, con arreglo a la costumbre que exige sea el huésped invitado tres noches seguidas. Y cuando la esclava que había llevado los sorbetes vió dormidos a ambos hombres, se retiró para anunciar a su señora que ya se había producido el efecto deseado.
Al escuchar esta noticia, la ardiente Halima, furiosa de ver que el joven no había comprendido ninguna de sus advertencias, entró en la sala del festín, cuchillo en mano, dispuesta a hundirlo en el corazón del imprudente. Pero de pronto Kamar se irguió sobre ambos pies, riendo, y se inclinó hasta tierra ante la joven, que hubo de preguntarle: "¡Ah! ¿y quién te ha enseñado esa estratagema?" Y Kamar no le ocultó que había obrado de acuerdo con los consejos de la mujer del barbero. Y ella sonrió, y dijo: "¡Es lista la vieja! Pero en adelante sólo tienes que tratar conmigo. ¡Y no te arrepentirás!" Y así diciendo, atrajo hacia ella al jovenzuelo, de carne virgen todavía de todo contacto de mujer, y manipuló con él de manera tan experta...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 786ª noche

Ella dijo:
"... y manipuló con él de manera tan experta, que el joven aprendió de pronto a declinar todos los casos sin vacilar, a poner el régimen pasivo en acusativo, y a exigir el régimen directo en su misión activa. ¡Y en aquella batalla de piernas y de muslos se portó con tanta valentía y tal maestría de choques de vaivén, que aquella noche fué la noche del gallo por excelencia! ¡Loores a Alah, que da alas al primer vuelo de los pájaros, que hace danzar al cabrón desde su nacimiento, que hace desarrollarse el cuello del león joven, que hace saltar al río brotando de la roca y que pone en el corazón de sus creyentes un instinto invencible y hermoso como el canto del gallo por la aurora!
Cuando por medio de aquel valiente justador, que acababa de romper el cascarón, la experta Halima hubo aplacado el ardor que la consumía, le dijo, entre mil caricias: "Sabe ¡oh fruto de mi corazón! que ya no podré pasarme sin ti. ¡Por tanto, no te creas que me bastarán una o dos noches, una o dos semanas, uno o dos meses, uno o dos años! Quiero pasarme contigo la vida entera, abandonando al esposo viejo y feo, y siguiéndote a tu patria. Escúchame, pues, y si me amas y te ha satisfecho la experiencia de esta noche, haz lo que voy a decirte. ¡Helo aquí!
Cuando mi anciano esposo te invite a cenar una vez más, contéstale: "¡Por Alah, tío mío, que Ibn-Adán es demasiado pesado por naturaleza, y tiene muy densa la sangre! ¡Y cuando reitera las visitas a casa de los demás, hace que se harten de él ricos y pobres! ¡Excúsame, por no poder aceptar tu graciosa oferta, pues temería cometer una indiscreción reteniéndote tres o cuatro noches fuera de tu harem!" Y tras de hablarle así, le rogarás que alquile para ti una casa en la vecindad nuestra, con pretexto de que así podréis veros cómodamente ambos y pasar juntos, por turno, parte de la noche, sin que ello resulte importuno para uno ni para otro. Desde luego, sé que mi marido vendrá a consultármelo, y le afirmaré en ese proyecto. ¡Y cuando lo realicemos, Alah se encargará de lo demás!" Y el joven Kamar contestó: "¡Oír es obedecer!" Y le juró conformarse con todos sus deseos, y para sellar su juramento, hizo con ella una repetición de regímenes todavía más detallada que la primera. Y en verdad que aquella noche funcionó con celo el báculo del peregrino sobre el camino allanado ya por la primera marcha del jinete.
Hecho lo cual, Kamar, por consejo de su enamorada, fué a tenderse junto al joyero, como si nada hubiese pasado. Y por la mañana, cuando los polvos antídotos despertaron al joyero, Kamar quiso despedirse de él, como tenía por costumbre. Pero el otro le retuvo a la fuerza, y le invitó a compartir con él una vez más la comida de la noche. Y Kamar no olvidó la recomendación de su enamorada, y no quiso aceptar la invitación del joyero pero le participó el plan concertado, y le dijo  que era el único medio de no importunarse uno a otro en lo sucesivo. Y contestó el viejo joyero: "¡No hay inconveniente!" Y sin más tardanza se levantó y fué a alquilar la casa inmediata a la suya, la amuebló ricamente e instaló en ella a su joven amigo. Y por su parte, la experta Halima se cuidó de hacer practicar, con gran secreto, en la medianería, una abertura grande, que se disimulaba por ambos lados con un armario.
Así es que, al día siguiente, quedó Kamar extremadamente asombrado al ver entrar en su aposento a su enamorada, como si surgiera de lo invisible. Pero ella, tras de haberle colmado de caricias, le descubrió el misterio del armario, y acto seguido le hizo seña de que se dedicara a su oficio de gallo. Y Kamar se prestó a ello con diligencia y celeridad, y manejó siete veces seguidas el báculo del peregrino. Tras de lo cual, la joven Halima, húmeda aún del ardor satisfecho, sacó de su seno un puñal espléndido de la pertenencia de su esposo el joyero, que lo había labrado por sí mismo con el mayor cuidado y cuyo puño había adornado con hermosas piedras preciosas, y se lo entregó a Kamar, diciéndole: "Guárdate este puñal en el cinturón y preséntate en la tienda de Osta-Obeid, mi marido; enséñale el puñal y pregúntale si le gusta y cuánto vale. Y te preguntará cómo es que lo tienes; dile entonces, que, al pasar por el zoco de los armeros, has oído a dos hombres hablar entre sí y que uno de ellos decía al otro: "¡Mira el regalo que me ha hecho mi amante, que me da los objetos que pertenecen a su anciano marido, el más feo y el más repugnante de los maridos ancianos!" Y añade que, cuando se te acercó el hombre que así hablaba, le compraste el puñal. ¡Abandona la tienda luego y ven a toda prisa a casa, donde me encontrarás en el armario para recoger el puñal!" Y tomando el puñal, Kamar se presentó en la tienda del joyero, donde desempeñó el papel que le había indicado su amada.
Cuando el joyero vió el puñal y oyó las palabras de Kamar, se sintió muy turbado, y contestó con frases entrecortadas, como hombre a quien se le extravía la razón. Y al ver el estado del joyero, Kamar salió de la tienda y corrió a devolver el puñal a su amada, que ya le esperaba en el armario. Y le pintó el estado cruel y el desvarío en que hubo de dejar a su marido el joyero.
En cuanto al desdichado Osta-Obeid, corrió a su vez a la casa, presa de los tormentos de los celos y silbando cual una serpiente furiosa. Y entró, con los ojos fuera de las órbitas, gritando: "¿Dónde está mi puñal?" Y Halima aparentando el aire más inocente, contestó, abriendo unos ojos muy extrañados: "Está en su sitio, en la arquilla. ¡Pero, por Alah, que me guardaré de dártelo, ¡oh hijo del tío! porque veo que tienes extraviada la razón y temo que quieras herir con él a alguien!" Y el joyero insistió, jurando que no quería herir a nadie. Entonces, abriendo la arquilla, le presentó ella el puñal. Y exclamó él: "¡Oh, prodigio!" Ella preguntó: "Pues, ¿qué tiene de sorprendente?" El dijo: "¡Hace un instante creí ver este puñal en el cinturón de mi joven amigo!" Ella dijo: "¡Por mi vida! ¿has podido abrigar sospechas infundadas de tu esposa, ¡oh el más indigno de los hombres!?" Y el joyero le pidió perdón y se esforzó cuanto pudo por aplacar la cólera de la joven.
Y he aquí que, al día siguiente, Halima, tras de haber jugado con su amante una partida de ajedrez en siete asaltos, pensó de qué medio se valdría para hacer que el viejo joyero se divorciara de ella, y dijo a Kamar: "Ya has visto que el primer medio no nos ha dado resultado. Ahora voy a vestirme de esclava, y me conducirás a la tienda de mi marido. Y me levantarás el velo, diciéndole que acabas de comprarme en el mercado. ¡Y veremos si eso le abre los ojos!" Y se levantó y se vistió de esclava, efectivamente, y acompañó a su amante a la tienda de su marido. Y dijo Kamar al anciano joyero "Mira qué esclava acabo de comprar por mil dinares de oro. ¡A ver si te gusta!" Y así diciendo, le levantó el velo. Y el joyero creyó desmayarse al reconocer a su mujer, adornada con magníficas pedrerías labradas por él mismo y llevando en los dedos las sortijas que le había regalado Kamar. Y exclamó: "¿Cómo se llama esta esclava?" Y Kamar contestó: "¡Halima! " Y al oír estas palabras, el joyero sintió que se le secaba la garganta, y cayó de espaldas. Y Kamar y la joven se aprovecharon del desmayo para retirarse.
Cuando Osta-Obeid volvió de su desvanecimiento, corrió a su casa con todas sus fuerzas, y estuvo a punto de morirse de sorpresa y de espanto al encontrar a su esposa con el mismo atavío con que acababa de verla, y exclamó: "¡No hay fuerza y protección más que en Alah el Omnisciente!" Y ella le dijo: "Y bien, ¡oh hijo del tío! ¿de qué te asombras?" El dijo: "¡Alah confunda al Maligno! ¡Acabo de ver una esclava que ha comprado mi amigo y que parece ser tú misma, de tanto como se te asemeja!" Y Halima, fingiendo sofocarse de indignación, exclamó: "¿Cómo ¡oh calamitoso de barba blanca! te atreves a ultrajarme con sospechas tan vergonzosas? ¡Ve a convencerte por tus propios ojos, y corre a casa de tu vecino para ver si encuentras allí a la esclava!" El dijo: "¡Tienes razón! ¡No hay sospecha que ceda a semejante prueba!" Y bajó la escalera, y salió de su casa para ir a la de su amigo Kamar.
Y como había pasado por el armario, ya se encontraba allí Halima cuando entró su esposo. Y confuso ante tan gran parecido, el infortunado no supo más que murmurar: "¡Alah es grande! ¡El crea los juegos de la Naturaleza y cuanto le place!" Y regresó a su casa en el límite de la turbación y de la perplejidad; y al encontrar a su mujer como la había dejado, no pudo por menos de colmarla de elogios y pedirle perdón. Luego se volvió a su tienda.
En cuanto a Halima, fué a reunirse con Kamar, pasando por el armario, y le dijo: "¡Ya ves que no hay medio de abrir los ojos a ese padre de la barba vergonzosa! Ya sólo nos queda marcharnos de aquí sin tardanza. ¡He tomado mis medidas, y están prontos los camellos cargados, así como los caballos, y la caravana no espera a nadie más que a nosotros para partir!" Y se levantó, y envolviéndose en sus velos, le decidió a llevarla al sitio en que se hallaba la caravana. Y montaron ambos en los caballos que les aguardaban, y partieron. Y Alah les escribió la seguridad, y llegaron a Egipto sin ningún incidente desagradable.
Cuando llegaron a la casa del padre de Kamar, y el venerable mercader se enteró del regreso de su hijo, la alegría dilató todos los corazones, y Kamar fué recibido con lágrimas de dicha. Y cuando Halima entró en la casa, todos los corazones quedaron deslumbrados por su belleza. Y el padre de Kamar preguntó a su hijo: "¡Oh hijo mío! ¿es una princesa?" El joven contestó: "No es una princesa, sino aquella cuya hermosura motivó mi viaje. Pues de ella es de quien nos habló el derviche. ¡Y ahora me propongo casarme con ella conforme a la Sunnah y a la Ley!" Y contó a su padre, desde el principio hasta el fin, toda su historia. Pero no hay utilidad en repetirla.
Al saber aquella aventura de su hijo, el venerable mercader Abd el-Rahmán exclamó: "¡Oh hijo mío! ¡Sea contigo mi maldición en este mundo y en el otro si persistes en querer casarte con esa mujer salida del infierno! ¡Ah! ¡teme ¡oh hijo mío! que un día se conduzca contigo de manera tan desvergonzada como con su primer marido! ¡Mejor será que me dejes buscar para ti una esposa entre las jóvenes de buena familia!" Y le amonestó largamente, y le habló tan cuerdamente, que contestó Kamar: "Haré lo que deseas, ¡oh padre mío!" Y al oír estas palabras, el venerable mercader besó a su hijo y ordenó que al punto encerraran a Halima en un pabellón retirado, mientras tomaba una decisión con respecto a ella.
Tras de lo cual, se ocupó de buscar por toda la ciudad una esposa conveniente para su hijo. Y después de numerosos pasos dados por la madre de Kamar cerca de las mujeres de los notables y de los mercaderes ricos, se celebraron los esponsales de Kamar con la hija del kadí, la cual, sin duda, era la jovenzuela más bella de El Cairo. Y con aquel motivo, durante cuarenta días enteros no se escatimaron los festines, ni las iluminaciones, ni las danzas, ni los juegos. Y el último día tuvo  lugar una fiesta reservada especialmente a los pobres, a quienes se cuidaron de invitar a sentarse en torno a las bandejas servidas para ellos con toda generosidad.
Y he aquí que Kamar, que por sí mismo vigilaba a los servidores durante aquel festín, advirtió entre los pobres a un hombre peor vestido que los más pobres y quemado del sol, llevando en su cara las huellas de prolongadas fatigas y de penas abrasadoras. Y al detener en él sus miradas para llamarle, reconoció al joyero Osta-Obeid. Y corrió a participar su descubrimiento a su padre, que le dijo: "¡Ha llegado el momento de reparar, en cuanto nos es posible, el daño que cometiste por instigación de la desvergonzada a quien he encerrado!" Y se adelantó al anciano joyero, que ya se disponía a alejarse, y llamándole por su nombre, le abrazó tiernamente y le interrogó acerca del motivo que habíale reducido a tal estado de pobreza. Y Osta-Obeid le contó que se había marchado de Bassra para que no se difundiese su aventura y no tuviesen ocasión de burlarse de él sus enemigos, pero en el desierto había caído en manos de bandoleros árabes, que le quitaron cuanto poseía. Y el venerable Abd el-Rahmán se apresuró a hacer que le condujeran al hammam, y después del baño que le vistieran con ricos trajes; luego le dijo: "¡Eres mi huésped, y te debo verdad! Sabe, pues, que tu esposa Halima está aquí, encerrada por orden mía en un pabellón retirado. Y pensaba devolvértela con escolta a Bassra pero ya que Alah te condujo hasta aquí, es porque, de antemano, estaba señalada la suerte de esa mujer. Voy, pues, a conducirte a su aposento, y la perdonarás o la tratarás como se merezca. Porque no debo ocultarte que conozco toda la penosa aventura, de que es única culpable tu mujer; pues el hombre que se deja seducir por una mujer no tiene nada que reprocharse, dado que no puede resistir al instinto que Alah ha infundido en él; pero la mujer no está constituida de igual manera, y si no rechaza la aproximación y el ataque de los hombres, siempre será culpable.
¡Ah! ¡hermano mío, se necesita gran acopio de sabiduría y paciencia en el hombre que posee una mujer!" Y dijo el joyero: "¡Tienes razón, hermano mío! Mi mujer es la única culpable en este caso. Pero ¿dónde está? Y dijo el padre de Kamar: "¡En ese pabellón que ves delante de ti, y cuyas llaves aquí tienes!" Y el joyero cogió las llaves con gran alegría y fué al pabellón, cuyas puertas hubo de abrir, y entró en el aposento de su mujer. Y avanzó hacia ella sin decir una palabra, y echándola de repente al cuello las dos manos, la estranguló, exclamando: "¡Mueran así las desvergonzadas de tu especie...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 787ª noche

Ella dijo:
"... la estranguló, exclamando: "¡Mueran así las desvergonzadas de tu especie!"
Y el mercader Abd el-Rahmán, para acabar de reparar los yerros de su hijo Kamar con el joyero, creyó equitativo y meritorio ante Alah el Altísimo casar, el mismo día de las bodas de Kamar, a su hija Estrella-de-la-Mañana con Osta-Obeid. ¡Pero Alah es más grande y más generoso!
Tras de contar así esta historia, Schehrazada se calló.

51 P1 Historia de Kamar y de la experta Halima - primera de dos partes

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51 Historia de Kamar y de la experta Halima     




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HISTORIA DE KAMAR Y DE LA EXPERTA HALIMA

Cuentan que, en la antigüedad del tiempo -¡pero Alah es más sabio!-, existía un mercader muy estimado, que se llamaba Abd el-Rahmán, y a quien Alah el Generoso había favorecido con una hija y un hijo. Dió el nombre de Estrella-de-la-Mañana a la niña, en vista de su perfecta belleza, y de Kamar al niño, por ser éste absolutamente como la luna. Pero cuando crecieron, el mercader Abd el-Rahmán, al ver cuántos encantos y perfecciones les había concedido Alah, tuvo por ellos un miedo infinito al mal de ojo de los envidiosos y a las argucias de los corrompidos, y los encerró en su casa, hasta la edad de catorce años, sin permitirles ver a nadie, más que a la vieja esclava, que les cuidaba desde niños. Pero un día en que, contra su costumbre, el mercader Abd el-Rahmán parecía predispuesto a expansiones, su esposa, madre de los niños, le dijo: "¡Oh padre de Kamar! he aquí que nuestro hijo Kamar acaba de llegar a su nubilidad, y en adelante puede comportarse como los hombres. Pero tú no has reparado en ello. ¿Es una muchacha o un muchacho? Di".
Y el mercader Abd el-Rahmán, extremadamente asombrado, le contestó: "¡Un muchacho!" Ella dijo: "En ese caso, ¿por qué te obstinas en tenerle oculto a los ojos de todo el mundo, como si fuese una muchacha, y no le llevas contigo al zoco, y le haces sentarse junto a ti en la tienda para que empiece a conocer gente y la gente le conozca, y sepa así, por lo menos, que tienes un hijo capaz de sucederte y de llevar a buen fin los negocios de venta y compra? De no ser así, cuando termine tu larga vida (¡pluguiera a Alah concedértela sin fin!) ninguno sospechará la existencia de tu heredero, quien, por más que diga a la gente: "¡Soy hijo del mercader Abd el-Rahmán!", verá que le contestan con una incredulidad indignada y justificada: "¡No te hemos visto nunca! ¡Y nunca oímos decir que el mercader Abd el-Rahmán hubiese dejado hijos ni nada que de lejos o de cerca se pareciese a un hijo!" ¡Y entonces ¡oh calamidad sobre nuestra cabeza! el gobierno vendrá a incautarse de tus bienes y privará a tu hijo de lo que le corresponde!" Y tras de hablar así, con mucha animación, continuó en el mismo tono: "¡Y lo mismo ocurre con nuestra hija Estrella-de-la-Mañana! ¡Yo quisiera darla a conocer a nuestras relaciones, en espera de que sea pedida en matrimonio por la madre de algún joven de su condición, y podamos, a nuestra vez, regocijarnos con sus esponsales! ¡Porque el mundo ¡oh padre de Kamar! se compone de vida y de muerte, e ignoramos cuál será el día de nuestro destino!"
Al oír estas palabras de su esposa, el mercader Abd el-Rahmán reflexionó una hora de tiempo; luego levantó la cabeza, y contestó: "¡Oh hija del tío! nadie puede rehuir el destino atado a su cuello. ¡Pero bien sabes que, si guardé así a nuestros hijos en la casa, fué sólo porque temía por ellos al mal de ojo! ¿A qué, pues, reprocharme mi prudencia y olvidar mi solicitud?" Ella dijo: "¡Alejado sea el Maligno, el Maléfico! Ruega al Profeta, ¡oh jeique!" El dijo: "¡La bendición de Alah sea con El y con todos los suyos!" Ella insistió: "Y ahora pon tu confianza en Alah, que sabrá resguardar a nuestro hijo de las malas influencias y del ojo nefasto. ¡Y por cierto que aquí tienes el turbante de seda blanca de Mossul que he confeccionado para Kamar, y en el cual he tenido cuidado de coser el estuche de plata que guarda el rollito de versículos santos, preservador de todo maleficio! ¡Puedes, por tanto, llevarte hoy sin escrúpulos a Kamar para hacerle visitar el zoco y enseñarle por fin la tienda de su padre!" Y sin esperar el asentimiento de su esposo, fué a buscar al muchacho, a quien ya se había cuidado de vestir con sus mejores ropas, y le condujo entre las manos de su padre, que se dilató y se esponjó a su vista, y murmuró "¡Maschalah! ¡El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti! ¡ya Kamar!" Luego, convencido por su esposa, se levantó, le cogió de la mano, y salió con él.

Y he aquí que, en cuanto franquearon el umbral de su casa y dieron algunos pasos por la calle, se encontraron rodeados por los transeúntes que, al verlos, se paraban, turbados hasta el límite extremo de la turbación, a causa del adolescente y de su belleza, llena de condenación para las almas. Pero aun fu más cuando llegaron a la puerta del zoco. Allí los transeúntes dejaron en absoluto de circular, y unos se acercaban para besar las manos a Kamar, después de las zalemas al padre, y otros exclamaban: "¡Ya Alah! ¡El sol sale por segunda vez esta mañana! ¡La tierna media luna de Ramadán brilla sobre las criaturas de Alah! ¡La luna nueva aparece en el zoco hoy!" Y así se expresaban por doquiera, absortos de admiración, y hacían votos por el adolescente, aglomerándose en muchedumbre alrededor suyo. Y por más que el padre, lleno de cólera reconcentrada y de confusión, les apostrofaba y denostaba, ellos no hacían caso y seguían contemplando la belleza extraordinaria que hacía su milagrosa entrada en el zoco aquel día de bendición.
Y con ello daban razón al poeta, aplicándose a sí mismos estas palabras:

¡Señor, has creado la Belleza para arrebatarnos la razón, y nos dices: "¡Temed mi reprobación!"
¡Señor, eres manantial de toda hermosura, y te gusta lo que es hermoso! ¿Cómo se arreglarían tus criaturas para no amar la Belleza o reprimir su deseo ante lo que es bello?

Cuando el mercader Abd el-Rahmán se vió de aquel modo entre filas compactas de hombres y mujeres, de pie entre sus manos y contemplando inmóviles a su hijo, llegó al límite de la perplejidad, y mentalmente se dedicó a abrumar de maldiciones a su esposa y a injuriarla con todas las injurias que hubiese querido lanzar a aquellos importunos, haciéndola responsable de aquello tan enfadoso que le ocurría. Luego, tras muchas argumentaciones inútiles, rechazó con rudeza a los que le rodeaban y ganó a toda prisa su tienda, que hubo de abrir para instalar en ella al punto a Kamar, pero de manera que las importunidades de los que pasaban sólo le alcanzasen de lejos.
Y la tienda se convirtió en el punto de parada del zoco entero y la aglomeración de grandes y pequeños se hizo más intensa de hora en hora porque los que habían visto querían ver más, y los que no habían visto se obstinaban con todas sus fuerzas en ver algo.
Y he aquí que, a la sazón, avanzó hacia la tienda un derviche de mirada extática, que en cuanto divisó al hermoso Kamar, sentado junto a su padre y tan hermoso, se detuvo, lanzando profundos suspiros y con voz extremadamente conmovida recitó esta estrofa:

¡Veo la rama del árbol balanceándose sobre un tallo de azafrán a la luz de la luna de Ramadán!
Y pregunté: "¿Cómo es tu nombre?, ¿cómo es tu nombre?' Me contesta "¡Lu-lu!" (¡Perla!), y exclamó: "¡Li! ¡li!" (¡para mí!), Pero me dice: "¡La! ¡la!" ( ¡Ah, eso no!)

Tras de lo cual, el viejo derviche, sin dejar de acariciarse la barba, que tenía larga y blanca, se acercó a la delantera de la tienda entre las filas de los circunstantes, que se separaban a su paso por respeto a su mucha edad. Y miró al muchacho con los ojos llenos de lágrimas y le ofreció una rama de menta dulce. Luego sentose en el banco que allí había, lo más cerca posible del joven. Y sin ninguna duda, al verle en aquel estado, podían aplicársele estas palabras del poeta:

¡Mientras, el mozalbete de hermoso rostro permanecía en su sitio, su hermoso rostro era la luna apareciéndose a los ayudantes de Ramadán!
¡Mirad! ¡A pasos lentos se adelanta un jeique de aspecto venerable y ascético!
¡Durante mucho tiempo estudió el amor, trabajando en sus investigaciones noche y día y adquirió un singular saber acerca de lo lícito y lo ilícito!
¡Cultivó a la vez jovenzuelos y jovenzuelas, que le pusieron más delgado que un mondadientes! ¡Huesos de una piel vieja!
¡Jeique pederasta como un maghrebín, siempre seguido de su muchachito!
¡Pero más bien superficial para las mujeres, a lo que se dice, aunque versado en el estudio del sexo ácido y del sexo dulce; pues, en un momento dado, entre el joven Zeid y la joven Zeinab no advierte diferencia!
¡Es prodigioso con su corazón tierno y con lo demás duro como el granito! ¡Para el cabrón y para la cabra, para el imberbe y el barbudo, siempre erguido!
¡Pederasta es el jeique como un maghrebín!

Cuando las personas, que se aglomeraban delante de la tienda, vieron el estado de éxtasis del derviche, se participaron unas a otras sus reflexiones, diciendo: "¡Ualalah! ¡todos los derviches se parecen! Son como el cuchillo del vendedor de colocasias: ¡no diferencian el macho de la hembra!" Y exclamaban otras: "¡Alejado sea el Maligno! ¡El derviche se abrasa por el lindo mozuelo! ¡Alah confunda a los derviches de su especie!"
En cuanto al mercader Abd el-Rahmán, padre del joven Kamar, se dijo, al ver todo aquello: "Lo más sensato que podemos hacer será volver a casa más pronto que de costumbre". Y para decidir a marcharse al derviche, sacó del cinturón una moneda y se la ofreció, diciendo: "Toma tu suerte de hoy, ¡oh derviche!" Y al mismo tiempo se encaró con su hijo Kamar, y le dijo: "¡Ah! ¡hijo mío, que Alah trate como se merece a tu madre, que tantos sinsabores nos está causando hoy!"
Pero como el derviche no se movía de su sitio ni tendía la mano para coger la moneda ofrecida, le dijo: "¡Levántate, tío, que vamos a cerrar la tienda y nos marchamos por nuestro camino!"
Y hablando así, se irguió sobre ambos pies y se dispuso a cerrar las dos hojas de la puerta.
Entonces el derviche se vio obligado a levantarse del banco en que estaba clavado, y salió a la calle, pero sin poder separar un instante sus miradas del joven Kamar. Y cuando el mercader y su hijo, tras de cerrar la tienda, se abrieron paso entre la muchedumbre y se encaminaron a la salida, el derviche les siguió fuera del zoco, pisándoles los talones y acompasando su andar con el báculo, hasta la puerta de su casa. Y al ver la tenacidad del derviche y sin atreverse a injuriarle, por respeto a la religión, y también a causa de la gente que le miraba, el mercader se encaró con él, y le preguntó: "¿Qué quieres, ¡oh derviche!?"
El aludido contestó: "¡Oh mi señor! deseo con vehemencia ser esta noche invitado tuyo, y ya sabes que el invitado es el huésped de Alah (¡exaltado sea!) ". Y dijo el padre de Kamar: "¡Bienvenido sea el huésped de Alah! Entra, pues, ¡oh derviche!"
Pero se dijo para sí, aparte: "¡Por Alah, que me enteraré de lo que persigue! ¡Si este derviche tiene malas intenciones para con mi hijo, y si su mal destino le impulsa a intentar algo, con gestos o palabras, seguramente le mataré y le enterraré en el jardín, escupiendo sobre su tumba! ¡De todos modos, empezaré por hacer que le den de comer, suerte deparada a todo huésped encontrado en el camino de Alah!" Y le introdujo en la casa, hizo que la negra le llevara el jarro y la palangana para las abluciones, y de comer y beber. Y una vez que hizo las abluciones, invocando el nombre de Alah, el derviche se puso en actitud de orar, y no salió de ella más que para recitar todo el capítulo de "la Vaca", al que hizo seguir el capítulo de "la Mesa" y el de "la Inmunidad". Tras de lo cual formuló el "Bismilah" y probó los alimentos servidos en la bandeja, pero con discreción y dignidad. Y dio gracias a Alah por sus beneficios.
Cuando el mercader Abd el-Rahmán se enteró, por la negra, de que el derviche había terminado su comida, se dijo: "¡Ha llegado el momento de aclarar la situación!" Y se encaró con su hijo, y le dijo: "¡Oh Kamar! ve con nuestro huésped el derviche, pregúntale si tiene todo lo que necesita, y conversa con él un rato, porque las palabras de los derviches, que recorren la tierra de ancho a largo, son a menudo gratas de escuchar, y sus historias provechosas para el espíritu de quien las escucha. Siéntate, pues, muy cerca de él, y si te coge la mano, no la retires, pues a quien enseña le gusta sentir entre él y su discípulo un contacto directo que contribuye a transmitir mejor la enseñanza. ¡Y guarda con él en todo las consideraciones y la obediencia que te imponen su calidad de huésped y su mucha edad!"
Y tras de predicar así a su hijo, le envió junto al derviche, y se apresuró a apostarse en cierto sitio del piso superior, desde donde podía, sin ser notado, ver todo y escuchar todo lo que pasaba en la sala en que estaba el derviche.
Y he aquí que, en cuanto apareció en el umbral el hermoso adolescente, el derviche fue presa de tal emoción que le brotaron lágrimas de los ojos y se puso a suspirar como una madre que hubiese perdido y encontrado a su hijo. Y Kamar se acercó a él, con voz dulce, y hasta poder tornar en miel la amargura de la mirra, le preguntó si no le faltaba nada y si tenía su parte en los bienes de Alah para Sus criaturas. Y fue a sentarse muy cerca de él con gracia y elegancia, y al sentarse, sin hacerlo a propósito, descubrió un muslo blanco y tierno como pasta de almendras. Y entonces fué cuando el poeta hubiera podido decir con toda verdad, sin temor a ser desmentido:
¡Un muslo ¡oh creyentes! todo de perlas y de almendras! ¡No os asombréis, pues, si es hoy la Resurrección, pues jamás se resucita mejor que cuando están al aire los muslos!
Pero el derviche, al verse solo con el jovenzuelo, lejos de tomarse con él confianza de ningún género, retrocedió algunos pasos del sitio en que estaba, yendo a sentarse un poco más lejos, en la estera, con una actitud irreprochable de decencia y de respeto para sí mismo. Y allá continuó mirándole en silencio, llenos de lágrimas los ojos y presa de la misma emoción que le había inmovilizado en el banco de la tienda. Y Kamar quedó muy sorprendido de aquel modo de portarse que tenía el derviche; y le preguntó por qué se retiraba y si tenía queja de él o de la hospitalidad de su casa. Y el derviche, por toda respuesta, recitó de manera muy sentida estas hermosas palabras del poeta:

¡Mi corazón está prendado de la Belleza, pues por el amor a la Belleza se alcanza la cima de la perfección!
¡Pero mi amor es sin deseo y está libre de cuanto atañe a los sentidos! ¡Y abomino de quienes aman de otra manera!

¡Eso fué todo!
Y el padre de Kamar veía y oía, y estaba en el límite de la perplejidad. Y se decía: "Me humillo ante Alah, a quien ofendí al suponer intenciones perversas en ese honrado derviche! ¡Alah confunda al Tentador, que sugiere al hombre tales pensamientos con respecto a sus semejantes!" Y edificado con la conducta del derviche, bajó a toda prisa y entró en la sala. E hizo zalemas y formuló sus deseos al huésped de Alah, y acabó por decirle: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermano mío! te conjuro a que me cuentes el motivo de tu emoción y de tus lágrimas y a que me expliques por qué la presencia de mi hijo te hace lanzar tan profundos suspiros. ¡Porque semejante efecto, ciertamente, debe obedecer a una causa!"
El derviche dijo: "Verdad dices, ¡oh padre de la hospitalidad!" El mercader dijo: "En ese caso, no me obligues a estar más tiempo sin saber por ti esa causa!" El derviche dijo: "¡Oh mi señor! ¿por qué me fuerzas a avivar una herida que se cierra y a revolver en mi carne el cuchillo?"
El mercader dijo: "¡Por los derechos que me confiere la hospitalidad, te ruego ¡oh hermano mío! que satisfagas mi curiosidad!" Entonces dijo el derviche: "Sabe, pues, ¡oh mi señor! ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 782ª noche

Ella dijo:
"... Entonces dijo el derviche: "Sabe, pues, ¡oh mi señor! que soy un pobre derviche que peregrina continuamente por las tierras y las comarcas de Alah, maravillándose día y noche con la obra del Creador.
"Y he aquí que un viernes por la mañana me condujo mi destino a la ciudad de Bassra. Y al entrar en ella observé que los zocos y las tiendas y los almacenes estaban abiertos, con todas las mercancías expuestas en los escaparates, así como todas las vituallas, y en general, cuanto se vende y se compra, cuanto se come y se bebe; pero también observé que ni en los zocos ni en las tiendas se veían huellas de mercader o de comprador, de mujer o de muchacha, de yente o de viviente, y estaba todo tan abandonado y tan desierto, que en ninguna calle había ni siquiera un perro o un gato o un grupo de niños jugando, sino por doquiera la soledad y el silencio y sólo la presencia de Alah. Y me asombré de todo aquello, y dije para mi ánima: ¿Quién sabe adónde han podido ir los habitantes de esta ciudad, con sus gatos y sus perros, para abandonar de tal manera en los escaparates todas estas mercancías? Pero como me torturaba interiormente un hambre horrible, no me entretuve en estas reflexiones, y escogiendo el mejor escaparate de repostero, comí lo que me deparaba mi suerte para satisfacción de mis anhelos de repostería. Tras de lo cual me dirigí a un escaparate de asados, y me comí dos o tres chuletas de cordero cebado y uno o dos pollos asados, que todavía conservaban el calor del horno, con algunos panecillos tostados como en mi vida los había probado mi lengua de derviche peregrino ni los habían olido mis narices, y di gracias a Alah por sus dones sobre la cabeza de Sus pobres. Luego subí a la tienda de un mercader de sorbetes, y me bebí una o dos jarras de cierto sorbete perfumado con nadd y con benjuí, solamente para acallar las primeras solicitaciones de mi gaznate, que desde hacía tanto tiempo había olvidado las bebidas de los ciudadanos ricos. Y di gracias al Bienhechor, que no olvida a Sus Creyentes y les da en la tierra un anticipo de la fuente Salsabil.
"Cuando me hube tranquilizado interiormente de aquel modo, me puse a reflexionar acerca de la extraña situación de aquella ciudad que, a no dudar, debía haber sido abandonada por sus habitantes hacía unos instantes nada más. Y mi perplejidad aumentaba con mis reflexiones; y comenzaba a sentir mucho miedo del eco de mis pasos en aquella soledad, cuando oí resonar un rumor de instrumentos musicales, que avanzaba precisamente en dirección mía, como podía percibirse escuchando con detenimiento.
"Entonces, con el espíritu un poco turbado por las cosas asombrosas de que yo era único testigo, no dudé de que estaba en una ciudad hechizada, y de que el concierto que oía lo daban los efrits y los genn malhechores (¡que Alah los confunda!). Y víctima de un miedo atroz, me precipité al fondo de un granero, y me escondí detrás de un costal de habas. Pero como en mí era natural ¡oh mi señor! estar bajo la dominación del vicio de la curiosidad -¡que Alah me perdone!-. me situé, a pesar de todo, de manera que pudiese mirar a la calle desde atrás del costal para ver sin ser visto.
Apenas había acabado de acomodarme en la postura menos fatigosa, cuando vi avanzar por la calle un cortejo deslumbrador, no de genn o de efrits, sino sin duda de huríes del Paraíso. Eran cuarenta jóvenes de rostro de luna que avanzaban con su belleza sin velos, en dos hileras, a un paso que por sí solo constituía una música. E iban precedidas de un grupo de tañedoras de instrumentos y de danzarinas, que llevaban el compás de la música con sus movimientos de pájaros. Porque pájaros eran, en verdad, y más blancas que las palomas y más ligeras, ciertamente. ¿Pues podían ser tan armoniosas y tan aéreas las hijas de los hombres? ¿Y no pertenecían más bien a ciertas especies llegadas del palacio de Iram de las Columnas o de los jardines del Edén, para encantar la tierra con su estancia?
"Quienesquiera que fuesen, ¡oh mi señor! apenas la última pareja había pasado por delante de la tienda donde yo estaba escondido detrás del costal de habas, cuando vi avanzar sobre una yegua de frente estrellada, que llevaban de la brida dos negras jóvenes, a una dama revestida de tanta juventud y de tanta belleza, que su vista acabó de dislocarme la razón, y perdí la respiración y estuve a punto de caerme de espaldas detrás del costal de habas, ¡oh señor mío! Y deslumbraba aun más ella, porque sus vestiduras estaban sembradas de pedrerías, y sus cabellos, su cuello, sus muñecas y sus tobillos desaparecían con el resplandor de los diamantes y los collares y pulseras de perlas y gemas preciosas. Y a su derecha marchaba una esclava, que tenía en la mano un sable desnudo con la empuñadura hecha de una sola esmeralda. Y la yegua que la conducía avanzaba como una reina orgullosa de la corona que llevase a la cabeza. Y la visión de esplendor alejose inmediatamente, dejándome un corazón apuñalado por la pasión, un alma reducida para siempre a la esclavitud y unos ojos que recuerdan y dicen al ver cualquier belleza: «¿Quién eres tú en comparación con ella?»
"Cuando el cortejo se perdió de vista por completo y la música de las tañedoras de instrumentos no llevó hasta mí más que sones lejanos, me decidí a salir de detrás del costal de habas y de la tienda a la calle. E hice bien, porque en el mismo momento vi con sorpresa extremada que los zocos se animaban y todos los mercaderes salían como de debajo de la tierra para ir a ocupar sus respectivos puestos, y el tratante de granos propietario de la tienda en que me había ocultado yo apareció, salido de no sé donde, y se dedicó a vender sus granos a los que cebaban aves y a otros compradores. Y yo, cada vez más perplejo, me decidí a abordar a un transeúnte y a preguntarle qué significaba el espectáculo de que fui testigo y el nombre de la dama maravillosa que montaba en la yegua de frente estrellada. Pero, con gran asombro mío, el hombre me lanzó una mirada enloquecida, se puso muy amarillo, y recogiéndose la orla del traje me volvió la espalda y echó a correr con una carrera más rápida que si le persiguiese la hora de su destino. Y abordé a otro transeúnte y le hice la misma pregunta. Pero, en vez de contestarme, hizo como que no me había visto ni oído, y continuó su camino mirando a otro lado. Y todavía interrogué a una porción de personas más; pero ni una quiso responder a mis preguntas y todo el mundo huía de mí como si saliese yo de una fosa de excrementos o como si blandiese una espada cercenadora de cabezas.
Entonces me dije a mí mismo: «¡Oh derviche amigo! para averiguar el asunto sólo te resta entrar en la tienda de un barbero a que te afeite la cabeza, y a interrogar al barbero al mismo tiempo. Porque ya sabes que las gentes que ejercen este oficio tienen la lengua cosquillosa y siempre la palabra en la punta de la lengua. ¡Y quizá únicamente él te enterará de lo que intentas saber!» Y cuando hube reflexionado de tal suerte, entré en casa de un barbero, y después de pagarle generosamente con todo lo que poseía, le hablé de lo que tenía tantas ganas de saber y le pregunté quién era la dama de belleza sobrenatural. Y el barbero, bastante aterrado, giró los ojos de derecha a izquierda, y acabó por contestar: «¡Por Alah, ¡oh tío mío derviche! si quieres conservar la cabeza sobre el cuello y el cuello sano y salvo, guárdate bien de hablar a nadie de lo que tuviste la mala suerte de ver! ¡Y hasta harías bien, para mayor seguridad, en dejar inmediatamente nuestra ciudad, donde estás perdido sin remedio! Y esto es todo lo que puedo decirte acerca del particular, porque se trata de un misterio que tortura a toda la ciudad de Bassra, donde las gentes mueren como langostas si tienen la desgracia de no ocultarse con anterioridad a la llegada del cortejo. En efecto, la esclava que lleva el alfanje desnudo corta la cabeza de los indiscretos que tienen la curiosidad de mirar pasar al cortejo o que no se esconden a su paso. ¡Y he aquí cuanto puedo decirte!»
"Entonces yo ¡oh mi señor! cuando el barbero hubo acabado de afeitarme la cabeza, abandoné la tienda y me apresuré a salir de la ciudad, y no tuve tranquilidad hasta que me hallé muy lejos. Y viajé por tierras y desiertos, hasta que llegué a vuestra ciudad. Y tenía siempre habitada el alma por la belleza entrevista, y pensaba en ella día y noche, hasta el punto de que con frecuencia me olvidaba de comer y de beber. ¡Y en esta disposición fué como acerté a pasar hoy por delante de la tienda de tu señoría, y vi a tu hijo Kamar, cuya hermosura me recordó de una manera exacta la de la joven sobrenatural de Bassra, a quien se parece como un hermano se parece a su hermano. Y me conmovió de tal modo esta semejanza, que no pude contener mis lágrimas, lo cual, sin duda, es propio de un insensato! ¡Y ésa es ¡oh mi señor! la causa de mis suspiros y de mi emoción!"
Y cuando el derviche hubo terminado de tal suerte su relato, de nuevo rompió en lágrimas, mirando al joven Kamar; y añadió entre sollozos: "Por Alah sobre ti, ¡oh señor mío! Ahora que te he contado lo que tenía que contarte, y como no quiero abusar de la hospitalidad que has concedido a un servidor de Alah, ábreme la puerta de salida y déjame marchar en tal estado por mi camino. Y si me es posible formular un anhelo sobre la cabeza de mis bienhechores, ¡pluguiera a Alah, que ha creado dos criaturas tan perfectas como tu hijo y la joven de Bassra, acabar Su obra permitiendo que se uniesen!"
Y tras de hablar así, el derviche se levantó, no obstante los ruegos del padre de Kamar, que le instaba a quedarse, invocó una vez más la bendición sobre sus huéspedes, y se marchó, suspirando, como había venido. Y he aquí lo referente a él.
En cuanto al joven Kamar, no pudo cerrar los ojos en toda la noche, de tan preocupado como estaba por el relato del derviche y de tanto como hubo de impresionarle la descripción que hizo de la joven. Y al día siguiente por la aurora entró en el aposento de su madre y la despertó, y le dijo: "¡Oh madre! ¡hazme un fardo de ropa, pues tengo que partir al instante para la ciudad de Bassra, donde me aguarda mi destino!" Y al oír estas palabras, su madre empezó a lamentarse, llorando, y llamó a su esposo y le participó aquella noticia tan asombrosa y tan inesperada. Y el padre de Kamar trató, aunque en vano, de hacer ponerse en razón a su hijo, que no quiso escuchar ningún argumento, y que dijo, a manera de conclusión: "¡Si no parto en seguida para Bassra, seguramente moriré!" Y en vista de lenguaje tan decisivo y de resolución tan firme, el padre y la madre de Kamar se limitaron a suspirar, aceptando lo que estaba escrito por el Destino. Y el padre de Kamar no dejó de echar en cara a su esposa todas las contrariedades que les habían ocurrido desde la hora en que hubo de escuchar sus consejos él y había conducido a Kamar al zoco.
Y se decía: "¡He aquí en lo que pararon tus cuidados y tu prudencia, ¡ya Abd el-Rahmán! ¡No hay recurso ni fuerza más que en Alah el Todopoderoso! ¡Lo que está escrito ha de ocurrir, y nadie puede luchar contra los designios de la suerte!" Y la madre de Kamar, doblemente entristecida por ser víctima de los reproches de su esposo y por la pena que le producía el proyecto de su hijo, se vió obligada a hacerle sus preparativos de marcha. Y le dió un saquito, en que había metido cuarenta gruesas piedras preciosas, como rubíes, diamantes y esmeraldas, diciéndole: "Lleva contigo muy cuidadosamente este saquito, ¡oh hijo mío! Podrá serte útil, si llega a faltarte dinero!" Y su padre le dió noventa mil dinares de oro para sus gastos de viaje y su estancia en el extranjero. Y ambos se abrazaron, llorando, y se despidieron de él. -Y su padre le recomendó al jefe de la caravana que partía para el Irak. Y después de besar la mano a su padre y a su madre, Kamar salió para Bassra, acompañado por los votos de sus padres. Y Alah le escribió la seguridad, y llegó él sin contratiempo a aquella ciudad.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 783ª noche

Ella dijo:
"... y llegó él sin contratiempo a aquella ciudad.
Y aconteció que el día de su llegada era precisamente un viernes por la mañana; y Kamar pudo observar que cuanto le había contado el derviche era la pura verdad. Y vió, en efecto, que los zocos estaban vacíos, las calles desiertas y las tiendas abiertas, pero sin vendedores ni compradores. Y como tenía hambre, comió y bebió de lo que le convino, hasta la saciedad. Y apenas había acabado su comida, oyó la música y se apresuró a esconderse, como lo había hecho el derviche. Y en seguida vió aparecer a la bella joven con sus cuarenta mujeres. Y a la vista de su belleza le poseyó una emoción tan fuerte que se cayó desvanecido en su escondite.
Cuando recobró el sentido vió que los zocos estaban animados y llenos de transeúntes, que iban y venían, exactamente igual que si no se hubiese interrumpido el movimiento comercial. Y detallando aún en su espíritu los encantos sobrenaturales de la joven, comenzó por ir a comprarse trajes magníficos, de lo más rico y suntuoso que pudo encontrar en casa de los principales mercaderes. Y se presentó después en el hammam, del cual salió brillante como un rey joven, tras de tomar un baño prolongado y minucioso. Y solamente entonces se dedicó a buscar la tienda del barbero que la otra vez había afeitado la cabeza al derviche, y no tardó en encontrarla. Y entró en la tienda, y después de las zalemas por una y otra parte, dijo al barbero: "¡Oh padre de manos ligeras! deseo hablarte en secreto. ¡Te ruego, pues, que cierres tu tienda a los clientes que tienes costumbre de recibir, y toma esto para indemnizarte de la pérdida de tu tiempo!" Y le entregó una bolsa llena de dinares de oro, la cual se apresuró el barbero a guardarse en su cinturón, tras de tomarla a peso con un leve movimiento de mano. Y cuando ambos estuvieron solos en la tienda, Kamar le dijo: "¡Oh padre de manos ligeras! soy extranjero en esta ciudad. ¡Y únicamente deseo saber por ti el motivo del abandono matinal de los zocos este viernes!" Y conquistado por la generosidad del joven y por su aire de emir, el barbero le contestó: "¡Oh mi señor! se trata de un secreto que no he tratado de penetrar nunca, y hago como todo el mundo y tengo cuidado de ocultarme todos los viernes por la mañana. Pero, ya que la cosa te preocupa, voy a hacer por ti lo que no haría por mi hermano. Te pondré, pues en comunicación con mi mujer, que sabe todo lo que pasa en la ciudad, porque vende perfumes en todos los harenes de Bassra y en los palacios de los grandes y del sultán. Y como, por tu talante, veo que estás impaciente por esclarecer este asunto, y que, por otra parte, te ha agradado mi proposición, voy al instante en busca de la hija de mi tío para someterle el caso.
¡Espérame, pues, tranquilamente en la tienda hasta mi regreso!"
Y el barbero dejó a Kamar en la tienda y se apresuró a ir en busca de su mujer, a quien explicó el motivo que le llevaba; y al mismo tiempo le entregó la bolsa llena de dinares de oro. Y la esposa del barbero, que era fértil de ingenio y servicial de corazón, contestó: "Bienvenido sea a nuestra ciudad. ¡Heme aquí pronta a servirle con mi cabeza y mis ojos! ¡Ve a buscarle y tráemele para que le ponga al corriente de lo que quiere saber!" Y el barbero regresó a su tienda, donde encontró sentado a Kamar esperándole, y le dijo: "¡Oh hijo mío! levántate y ven conmigo a ver a tu madre, la hija de mi tío, que me encarga te diga: "¡El asunto es fácil!"
Y le cogió de la mano y le condujo a su casa, donde su esposa dió al joven la bienvenida con acento afable y atrayente, y le hizo sentarse en el sitio de honor del diván, y le dijo: "¡Familia y comodidad al huésped encantador! ¡La casa es tu casa y esclavos tuyos los dueños de la casa! ¡Estás por encima de nuestra cabeza y de nuestros ojos! ¡Ordena! ¡Oír es obedecer!" Y se apresuró a ofrecerle en una bandeja de cobre los refrescos y las confituras de la hospitalidad, y le obligó a tomar una cucharada de cada especie, formulando cada vez el deseo de que obtuviese: "¡Delicias y reparación para el corazón del huésped!"
Entonces Kamar cogió un puñado grande de dinares de oro y se lo puso en las rodillas a la esposa del barbero, diciendo: "¡Dispénsame lo poco que es! ¡Pero ¡inschalah! ya sabré agradecer mejor tus bondades!"
Luego le dijo: "¡Ahora, madre mía, cuéntame todo lo que sepas acerca de lo que sabes!"
Y dijo la esposa del barbero: "Sabe ¡oh hijo mío! ¡oh luz de mis ojos y corona de mi cabeza! que el sultán de Bassra recibió un día en calidad de regalo del sultán de la India una perla tan hermosa, que debió nacer de un rayo de sol posado en alguna hueva milagrosa del mar. Era a la vez blanca y dorada, según como se la mirara, y parecía encender en su seno un incendio en leche. Y el rey la estuvo contemplando durante todo un día, y para no separarse de ella nunca, quiso llevarla sujeta a su cuello con una cinta de seda. Pero como era virgen e imperforada, mandó llamar a todos los joyeros de Bassra, y les dijo: Deseo que agujereéis con destreza esta perla soberana. Y quien sepa hacerlo, sin estropear la maravillosa substancia que la compone, podrá pedirme cuanto quiera, y será complacido con creces. ¡Pero si no obtiene un resultado perfecto o si su mal destino le hace estropearla lo más mínimo, puede contarse en la pira de los muertos, porque haré que le corten la cabeza después de obligarle a sufrir todos los suplicios a que se haya hecho acreedor por su torpeza sacrílega! ¿Qué os parece, ¡oh joyeros!?"
"Al oír estas palabras del sultán, y comprendiendo que arriesgaban sus almas, los joyeros sintieron un miedo extremado, y contestaron: «¡Oh rey del tiempo ¡es cosa muy delicada una perla como ésa! Y sabido es que, para horadar las perlas ordinarias, hacen falta una habilidad y un pulso muy raros, y que pocos maestros joyeros obtienen en ello buen resultado sin algunos accidentes inevitables. Te suplicamos, pues, que no nos obligues a lo que nuestros débiles medios no pueden soportar, porque declaramos que de nuestras manos jamás podrá salir una habilidad como la que es preciso desplegar para eso.
¡Sin embargo, podemos indicarte quién sabrá llevar a cabo ese prodigio de arte, y es nuestro jeique! » Y el rey preguntó: ¿Y quién es vuestro jeique?» Ellos contestaron: «¡El maestro joyero Obeid! ¡Es infinitamente más hábil que nosotros, y tiene un ojo en la punta de cada dedo y una delicadeza extremada en cada ojo!» Y dijo el rey: ¡Id a buscármele, y no tardéis!» Y los Joyeros se apresuraron a obedecer y volvieron con su jeique, el maestro Obeid, quien, tras de besar la tierra entre las manos del rey, se mantuvo de pie esperando órdenes. Y el rey le explicó el trabajo que exigía de él y la recompensa o el castigo que le esperaba en caso de éxito o de fracaso. Y al propio tiempo le enseñó la perla. Y el joyero Obeid tomó la maravillosa perla y la examinó una hora de tiempo, y contestó:
¡Moriré si no la horado!»
Y acto seguido se puso en cuclillas, con permiso del rey, y sacando de su cinturón ciertas herramientas sutiles, colocó la perla entre ambos dedos gordos de sus pies juntos, y con una habilidad y una ligereza increíbles, manejó sus herramientas igual que un niño manejaría un peón, y en menos tiempo del que se necesita para horadar un huevo, perforó la perla de parte a parte, sin una rebaja ni la menor lasca, con dos agujeros iguales y simétricos. Luego la limpió con el revés de la manga y se la ofreció al rey, el cual se dilató y osciló de satisfacción y de contento. Y se la colgó al cuello con un cordón de seda, y subió a sentarse en su trono. Y miró a todos lados con ojos iluminados de alegría, en tanto que la perla era cual un sol que le colgase del cuello.
"Tras de lo cual se encaró con el joyero Obeid, y le dijo: «¡Oh maestro Obeid! ¡di ya lo que deseas!» Y el joyero reflexionó una hora de tiempo, y contestó: «¡Alah prolongue los días del rey! pero el esclavo cuyas manos tullidas han tenido el honor insigne de tocar la perla maravillosa y de devolvérsela a nuestro amo, perforada con arreglo a su deseo, posee una esposa muy joven, a la que tiene que mimar mucho, pues ya es bastante viejo, y cuando los hombres están de regreso en la vida, si no quieren hacerse antipáticos a sus esposas, deben tratarlas con toda clase de miramientos y no hacer nada sin consultarlas. El esclavo, pues, querría ir a pedir opinión a su esposa con respecto a la petición que le permite hacer nuestro amo magnánimo, y ver si no tiene ella misma que formular un deseo preferible al que pudiera imaginar yo. ¡Porque Alah no sólo le ha dado juventud y gracia, sino un ingenio fértil y perspicaz y una cordura a toda prueba!»
Y dijo el rey: «¡Date prisa, Osta-Obeid, a ir a consultar a tu esposa y volver a traerme la respuesta, pues no tendré reposo espiritual mientras no haya cumplido mi promesa!» Y el joyero salió del palacio y fué en busca de su esposa y le sometió el caso. Y exclamó la joven: «¡Glorificado sea Alah, que hace que llegue mi día antes de tiempo! ¡En efecto, tengo que formular un deseo y poner en práctica una idea singular en verdad! Gracias a los beneficios de Alah y a la prosperidad de tus negocios, somos ricos y estamos al abrigo de la necesidad para el resto de nuestros días. Por ese lado nada tenemos, pues, que desear y el anhelo que quiero satisfacer no costará un dracma al tesoro del reino. ¡Helo aquí! ¡Ve a pedir sencillamente al rey que me dé permiso para pasearme todos los viernes con un cortejo, semejante al de las hijas de los reyes, por los zocos y las calles de Bassra, sin que ose nadie mostrarse entonces en la calle, so pena de perder la cabeza! ¡Y eso es cuanto deseo del rey como recompensa a tu trabajo referente a la perla perforada!»
"Al oír estas palabras de su joven esposa, el joyero llegó al límite del asombro, y se dijo: «¡Alah karim! ¡Muy sagaz tiene que ser quien pueda envanecerse de saber lo que bulle en el cerebro de una mujer!» Pero como amaba a su esposa, y era viejo y muy feo además, ni quiso contrariarla, y se limitó a contestar: «¡Oh hija del tío! tu deseo está por encima de la cabeza y de los ojos. ¡Pero si cuando pase el cortejo abandonan sus tiendas los mercaderes de los zocos para ir a ocultarse, los perros y los gatos devastarán los escaparates y cometerán otros males que han de pesar sobre nuestra conciencia!» Ella dijo: «Para evitarlo, a los habitantes y guardias de los zocos se les dará orden de encerrar aquel día a todos los perros y a todos los gatos. ¡Pues deseo que queden abiertas las tiendas mientras pasa mi cortejo! ¡Y todos, grandes y pequeños, irán a ocultarse en las mezquitas, cuyas puertas se cerrarán para que nadie pueda asomar la cabeza y mirar!»
"Entonces el joyero Obeid fué en busca del rey, y extremadamente confuso, le transmitió el deseo de su esposa. Y el rey le dijo: «¡ No hay inconveniente!' Y por los pregoneros públicos hizo proclamar en toda la ciudad la orden de que los habitantes dejaran abiertas sus tiendas todos los viernes, dos horas antes de la plegaria, y fueran a ocultarse en las mezquitas, guardándose muy mucho de mostrar en la calle sus cabezas, so pena de verlas saltar de sus hombros. Y les recomendó que encerraran a los perros y a los gatos, a los asnos y a los camellos y a cuantos animales de carga pudiesen circular por los zocos.
"Y desde entonces la esposa del joyero se pasea así todos los viernes, dos horas antes de la plegaria de mediodía, sin que se atreva a mostrarse por las calles hombre, ni perro, ni gato. ¡Y precisamente es a ella misma, ya sidi Kamar, a quien viste esta mañana con su belleza verdaderamente sobrenatural, en medio de su cortejo de jóvenes y precedida de la esclava que llevaba en la mano el sable desnudo para cortar la cabeza de quien osase mirarla pasar!"
Y cuando la esposa del barbero hubo contado así a Kamar lo que él quería saber, se calló un momento, le observó sonriendo y añadió: "¡Pero bien veo, ¡oh propietario del rostro encantador! ¡oh mí señor bendito! que no te satisface este relato y que deseas de mi algo más: por ejemplo, que te indique un medio de volver a ver a la maravillosa joven, esposa del anciano joyero!" Y contestó Kamar: "¡Oh madre mía! Tal es, en efecto, el deseo íntimo de mi corazón. Porque para verla vine de mi país, después de haber abandonado la morada, donde mi ausencia deja llorando a un padre y a una madre que me quieren bien". Y la esposa del barbero dijo: "¡En ese caso, ¡oh hijo mío! enumérame algunas de las cosas preciosas y de valor que posees!" El dijo: "¡Oh madre mía! entre otras cosas buenas, tengo conmigo piedras preciosas de cuatro clases: las piedras de la primera clase valen quinientos dinares de oro cada una; las de la segunda clase valen setecientos dinares de oro cada una; las de la tercera, ochocientos cincuenta, y las de la cuarta, mil dinares de oro cada una, por lo menos". Ella preguntó: "¿Y está tu alma dispuesta a ceder cuatro de esas piedras, cada una de clase diferente?" El contestó: "¡Mi alma está dispuesta a ceder gustosa todas las piedras que poseo y todo lo que en mi mano haya!" Ella dijo: "¡Pues bien; levántate, ¡oh hijo! ¡oh corona de la cabeza de los más generosos! y ve al zoco de los joyeros y orfebres en busca del joyero Osta-Obeid, y haz exactamente lo que voy a decirte!"
Y le indicó cuanto quiso indicarle para hacerle llegar al fin deseado, y añadió: "Para todo se necesita prudencia y paciencia, hijo mío. ¡Pero cuando hayas hecho lo que acabo de indicarte no te olvides de venir a darme cuenta de ello y de traer contigo cien dinares de oro para mi esposo el barbero, que es un pobre...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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lunes, marzo 24, 2025

50 Farizada, la de la sonrisa de rosa

Hace parte de
50 Farizada, la de la sonrisa de rosa     




FARIZADA LA DE SONRISA DE ROSA

He llegado a saber ¡ oh rey afortunado, oh dotado de buenas maneras! que en los días de antaño, hace ya mucho tiempo -pero Alah es el único sabio-, había un rey de Persia llamado Khosrú Schah, a quien el Retribuidor había dotado de poderío, de juventud y de hermosura, y en cuyo corazón hubo de poner tal sentimiento de la justicia, que, bajo su reinado, el tigre y la cabra marchaban uno al lado de otra y bebían en el mismo arroyo. Y aquel rey, al que le gustaba cerciorarse por sus propios ojos de cuanto pasaba en la ciudad de su trono, tenía costumbre de pasearse de noche, disfrazado de mercader extranjero, en compañía de su visir o de alguno de los dignatarios de su palacio.
Una noche en que daba una vuelta por un barrio de gente pobre, al pasar por cierta callejuela escuchó unas voces jóvenes que se dejaban oír al final de la tal calleja. Y se acercó, con su acompañante, a la humilde morada de donde partían las voces, y aplicando un ojo a una rendija de la puerta miró adentro. Y divisó, sentadas sobre una estera en torno de una luz, a tres jóvenes que hablaban después de la comida. Y aquellas tres jóvenes, que parecíanse como pueden parecerse tres hermanas, eran perfectamente bellas. Y la más joven era visiblemente, y con mucho, la más bella.
Y decía la primera: "Mi deseo, puesto que se trata de manifestar un deseo, sería, hermanas mías, llegar a ser la esposa del repostero del sultán. Porque ya sabéis cuánto me gustan los manjares de repostería, sobre todo esos admirables y delicados y deliciosos bocados de hojaldre que se llaman “ bocados del sultán”. ¡Y para hacerlos a punto no hay como el repostero jefe del sultán! ¡Ah hermanas mías! ¡qué envidia me tendríais entonces al ver cómo ese régimen de repostería fina redondearía mis formas con grasa blanca, y me embellecería, y me afirmaría el color!"
Y decía la segunda: "Yo, hermanas mías, no soy tan ambiciosa. Me contentaría sencillamente con llegar a ser la esposa del cocinero del sultán. ¡Ah! ¡cómo lo deseo! ¡Eso me permitiría satisfacer mis apetitos reconcentrados en todo el tiempo que llevo anhelando probar tantos manjares extraordinarios que sólo en palacio se comen! ¡Especialmente hay, entre otras cosas, ciertas bandejas de cohombros rellenos y cocidos al horno, que nada más que con verlos pasar en la cabeza de los que los llevan los días de festines dados por el sultán, siento mi corazón lleno todo de emoción! ¡Oh! ¡Lo que yo comería de ese plato! ¡Sin embargo, no me olvidaría de convidaros alguna vez, si mi esposo el cocinero me lo permitiera; pero creo que no me lo permitiría!"
Y cuando hubieron manifestado así sus deseos las dos hermanas, se encararon con su hermana pequeña, que guardaba silencio, y le preguntaron, burlándose de ella: "Y tú, ¡oh pequeñuela! ¿qué deseas? ¿Y por qué bajas los ojos y no dices nada? ¡Pero no te apures, que nosotras te prometemos, para cuando tengamos los esposos que preferimos, tratar de casarte con algún palafrenero del sultán o con algún otro dignatario de la misma categoría, a fin de que siempre estés cerca de nosotras! Habla, ¿en qué piensas?"
Y confusa y ruborizada, la pequeña contestó con una voz dulce como agua de manantial: "¡Oh hermanas mías!" Y no pudo decir más. Y riéndose de su timidez, las dos jóvenes la acosaron a preguntas y bromas hasta que la decidieron a hablar. Y sin levantar los ojos, dijo la menor: "¡Oh hermanas mías! ¡yo desearía llegar a ser la esposa de nuestro amo el sultán! Y le daría una posteridad bendita. Y los hijos que Alah hiciera nacer de nuestra unión serían dignos de su padre. Y la hija que me gustaría tener ante mi vista sería una sonrisa del cielo mismo: ¡sus cabellos serían de oro por un lado y de plata por otro; sus lágrimas, cuando llorara, serían un gotear de perlas; sus risas, cuando riera, serían dinares de oro tintineantes, y sus sonrisas, cuando solamente sonriera, serían otros tantos botones de rosa que abriesen en sus labios!"
¡Eso fue todo!
Y el sultán Khosrú y su visir veían y oían. Pero temiendo que les advirtiesen, se decidieron a alejarse sin enterarse de más. Y en extremo divertido, Khosrú Schah sintió nacer en su alma el prurito de satisfacer los tres deseos; y sin comunicar ni por asomo su propósito a su acompañante, le dió orden de que se fijara bien en la casa para ir a ella al día siguiente por las tres jóvenes y llevárselas a palacio. Y el visir contestó con el oído y la obediencia, y al día siguiente se apresuró a ejecutar la orden del sultán, llevándole a su presencia las tres hermanas.
El sultán, que estaba sentado en su trono, les hizo con la cabeza y con los ojos una seña que quería decir: "¡Acercaos!" Y se acercaron ellas, temblorosas, enredándose en sus pobres trajes de tela grosera; y el sultán les dijo con una sonrisa de bondad: "La paz sea con vosotras, ¡oh jóvenes! ¡Estamos en el día de vuestro destino y en el que se realizará vuestro deseo! ¡Y conozco el tal deseo, ¡oh jóvenes! porque nada hay oculto para los reyes! Tú, la primera, verás cumplido tu deseo, y el repostero mayor será tu esposo hoy mismo. ¡Y tú, la segunda, tendrás por esposo a mi cocinero mayor!" Y habiendo hablado así, se detuvo el rey, y encaróse con la más pequeña, la cual, en extremo emocionada, sentía paralizársele el corazón y estaba a punto de desplomarse en la alfombra. Y se irguió él sobre ambos pies, y cogiéndole de la mano la hizo sentarse junto a él en el lecho del trono, diciéndole: "¡Eres la reina! ¡Y este palacio es tu palacio, y yo soy tu esposo!"
Y efectivamente, aquel mismo día se celebraron las bodas de las tres hermanas, las de la sultana con un esplendor sin precedentes, y las de la esposa del cocinero y la esposa del repostero con arreglo al ceremonial acostumbrado en matrimonios vulgares. Así es que en el corazón de las dos hermanas mayores penetraron la envidia y el odio; y desde aquel momento proyectaron la perdición de su hermana pequeña. Sin embargo, tuvieron buen cuidado de no dejar transparentar sus sentimientos lo más mínimo, y aceptaron con gratitud fingida las muestras de afecto que no cesó de prodigarles su hermana la sultana, quien, en contra de las costumbres reales, las admitía en su intimidad, a pesar de su linaje oscuro. Y lejos de sentirse satisfechas de la dicha que Alah les proporcionaba, experimentaban, en presencia de su hermana menor, las peores torturas del odio y de la envidia.
Y de tal suerte pasaron nueve meses, al cabo de los cuales, con ayuda de Alah, la sultana dió a luz un hijo príncipe, hermoso como el cuarto creciente de la luna nueva. Y las dos hermanas mayores, que, a petición de la sultana, la asistían al parto y actuaban de comadronas, lejos de conmoverse por las bondades de su hermana menor para con ellas y por la belleza del recién nacido, encontraron al fin la ocasión que buscaban de destrozar el corazón de la joven madre. Cogieron pues, al niño, mientras la madre aun era presa de los dolores del parto, le pusieron en un cesto de mimbre, que escondieron por el pronto, y le reemplazaron con un pequeño perro muerto, que presentaron a todas las mujeres de palacio, haciéndole pasar por el fruto del alumbramiento de la sultana. Y al saber esta noticia, el sultán Khosrú Schah vió ennegrecerse el mundo ante su vista; y en el límite de la pena fué a encerrarse en sus aposentos, negándose a despachar los asuntos del reino. Y la sultana quedó sumida en la aflicción, y sintió su alma humillada y su corazón destrozado.
En cuanto al recién nacido, le abandonaron sus tías en el cesto a la corriente del agua del canal que pasaba al pie del palacio. Y quiso la suerte que el intendente de los jardines del sultán, que se paseaba a lo largo del canal, divisase el cesto que flotaba en el agua. Y lo atrajo al borde del canal con ayuda de una azada, lo examinó y descubrió al hermoso niño. Y experimentó igual asombro que el de la hija del Faraón al ver a Moisés en los cañaverales.
Y he aquí que hacía largos años que estaba casado el intendente de los jardines y anhelaba tener uno, dos o tres niños que bendijeran a su Creador. Pero hasta entonces no fueron tomados en consideración por el Altísimo sus deseos y los de su esposa. Y sufrían ambos con el estéril aislamiento en que tenían que vivir. Así es que cuando el intendente de los jardines descubrió aquel niño, de belleza sin par, le cogió con el cesto, y en el límite de la alegría corrió hasta el final del jardín, en donde estaba su casa, y entró en el aposento de su mujer, y le dijo con voz emocionada: "La paz sea contigo, ¡oh hija del tío! ¡He aquí el don que nos hace el Generoso en este día bendito! Sea este niño que te traigo nuestro hijo, como hijo es del Destino".
Y le contó cómo le había hallado flotando en el cesto sobre el agua del canal; y le afirmó que Alah era quien se lo enviaba, premiando por fin de esta manera la constancia de sus plegarias. Y la esposa del intendente de los jardines tomó al niño y le prohijó.
¡Gloria a Alah, que ha llevado al seno de las mujeres estériles el sentimiento de la maternidad, como ha infundido en el corazón de las gallinas desgraciadas el deseo de empollar los guijarros...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 775ª noche

Ella dijo:
"... ¡Gloria a Alah, que ha llevado al seno de las mujeres estériles el sentimiento de la maternidad, como ha infundido en el corazón de las gallinas desgraciadas el deseo de empollar los guijarros!
Y he aquí que al año siguiente la pobre madre privada tan impíamente del fruto de su fecundidad, parió, con permiso del Donador, otro hijo más hermoso que el anterior. Pero las dos hermanas espiaban el parto con ojos llenos de interés por fuera y de odio por dentro; y sin tener para su hermana y el recién nacido más piedad que la primera vez, se apoderaron del niño a escondidas y le echaron al canal en un cesto, como habían hecho con el mayor. Y exhibieron por todo el palacio un pequeño gato, proclamando que acababa de parirlo la sultana. Y la consternación entró en los corazones. Y sin duda alguna, en el límite de la vergüenza, el sultán habríase dejado llevar de la rabia y del furor si no practicase en su alma la virtud de la humildad ante los decretos de la insondable justicia. Y la sultana quedó sumida en la amargura y la desolación, y su corazón lloró todas las lágrimas de los dolores.
Pero viendo al niño, Alah, que vela por el destino de los pequeñuelos, le puso a la vista del intendente, que se paseaba a orillas del canal. Y como la vez primera, el intendente le salvó de las aguas, y se lo llevó a su esposa, que le quiso como si fuese su propio hijo, y le crió con los mismos cuidados que al primero.
Y he aquí que, a fin de que no fuesen frustrados siempre los deseos de Sus Creyentes, Alah puso la fecundidad en el vientre de la sultana, que parió por tercera vez. Pero entonces dió a luz una princesa. Y las dos hermanas, cuyo odio, lejos de saciarse, les había hecho proyectar la perdición irremisible de su hermana menor, hicieron sufrir a la niña el mismo trato. Pero fué recogida por el intendente de corazón compasivo, como los dos príncipes hermanos suyos, con los cuales se crió, educó y se vió atendida.
Pero aquella vez, cuando las dos hermanas, después de realizado su proyecto, exhibieron, en lugar de la niña recién nacida, una pequeña rata ciega, el sultán, a pesar de toda su magnanimidad, no pudo contenerse por más tiempo, y exclamó: "¡Alah maldice mi raza por culpa de la mujer con quien me he casado! ¡Escogí un monstruo para madre de mi posteridad! ¡Sólo la muerte podrá librar de él a mi morada!" Y pronunció la sentencia de muerte de la sultana, y mandó a su portaalfanje que cumpliera su misión. Pero cuando vió bañada en lágrimas ante él y presa de un dolor sin límites a la que su corazón había amado, el sultán sintió que se apoderaba de él una gran piedad. Y volviendo la cabeza, ordenó que la alejaran y la encerraran para el resto de sus días en una mazmorra en lo último del palacio. Y dejó de verla desde aquel momento, abandonándola a sus lágrimas. Y la pobre madre hubo de conocer todos los dolores de la tierra.
Y las dos hermanas gozaron todas las alegrías del odio satisfecho, y pudieron saborear sin amargura en adelante los manjares y reposterías que confeccionaban sus esposos.
Pasaron los días y los años con igual rapidez sobre la cabeza de los inocentes que sobre la cabeza de los culpables, llevando a unos y a otros lo que les tenía deparado su destino, y he aquí que cuando llegaron a la adolescencia los tres hijos adoptivos del intendente de los jardines, se convirtieron en un deslumbramiento de los ojos. Y se llamaban: el mayor Farid, el segundo Faruz y la niña Farizada, y era Farizada una sonrisa del cielo mismo. Sus cabellos eran de oro por un lado y de plata por otro; sus lágrimas, cuando lloraba, eran un gotear de perlas; sus risas, cuando reía, eran dinares de oro tintineantes, y sus sonrisas, botones de rosa abriendo en sus labios bermejos.
Por eso, cuantos se acercaban a ella, así su padre como su madre y sus hermanos, no podían por menos, cuando la llamaban por su nombre, diciendo: "¡Farizada!" de añadir: "¡la de sonrisa de rosa!"; pero lo más frecuente era que la llamasen sencillamente "La de sonrisa de rosa". Y todos se maravillaban de su belleza, de su sabiduría, de su amabilidad, de su destreza en los ejercicios cuando montaba a caballo para acompañar a sus hermanos en la caza, tirar con el arco y lanzar la barra o la azagaya; de la elegancia de sus maneras, de sus conocimientos en poesía y en ciencias ocultas y del esplendor de su cabellera, que era de oro por un lado y de plata por otro. Y al verla tan hermosa, a la par que tan perfecta, las amigas de su madre lloraban de emoción.
Y así fué como crecieron los pequeñuelos del intendente de los jardines del rey. Y aquel hombre no tardó en llegar a la última vejez, rodeado del afecto y del respeto de los niños y con los ojos refrescados por su hermosura. Y pronto precediole en la misericordia del Retribuidor su esposa, que ya había vivido lo que le correspondía de vida. Y aquella muerte fué para todos ellos causa de tanto pesar y tanta pena, que el intendente no pudo determinarse a habitar por más tiempo en la casa donde la difunta fué el manantial de su serenidad y de su dicha. Y se arrojó a los pies del sultán y le suplicó que se dignase relevarle de las funciones que llevaba a cabo entre sus manos desde hacía largos años. Y el sultán, muy apenado por el alejamiento del servidor tan fiel, accedió a su petición con mucho sentimiento. Y no le dejó partir hasta que le hubo hecho don de un magnífico dominio próximo a la ciudad, con grandes dependencias de tierras laborables, de bosques y praderas, con un palacio ricamente amueblado, con un jardín de arte perfecto trazado por el propio intendente y con un parque de vasta extensión cercado por altas murallas y poblado con pájaros de todos colores y animales salvajes y domésticos.
Allá se fué aquel hombre de bien a vivir retirado con sus hijos adoptivos. Y allá, rodeado de sus cuidados afectuosos, finó en la paz de su Señor. ¡Alah le tenga en su compasión! Y le lloraron sus hijos adoptivos como jamás se lloró a padre alguno. Y se llevó con él, bajo la losa que no se abre, el secreto del nacimiento de los niños, del cual, por otra parte, sólo estaba enterado a medias. Y en aquel dominio maravilloso continuaron viviendo los dos adolescentes en compañía de su hermana menor. Y como se les había hecho observar los principios de la honradez y la sencillez, no tenían otro anhelo ni otra ambición que continuar, durante toda su existencia, viviendo en aquella unión perfecta y en medio de aquella existencia tranquila.
Farid y Faruz iban de caza con frecuencia a los bosques y praderas que circundaban sus dominios. Y a Farizada la de sonrisa de rosa le gustaba sobre todo recorrer sus jardines. Y un día, cuando se disponía a ir allá, como tenía por costumbre, fueron sus esclavas a decirle que una buena vieja de rostro señalado por la bendición solicitaba la merced de descansar una hora o dos a la sombra de aquellos hermosos jardines. Y Farizada, cuyo corazón era tan compasivo como hermosa su alma y bello su rostro, quiso recibir por sí misma a la buena vieja. Y le ofreció de comer y beber, y le presentó una fuente de porcelana con hermosas frutas, reposterías, confituras secas y confituras en su jugo. Tras de lo cual la llevó a sus jardines, sabedora de que siempre es provechoso hacer compañía a las personas de experiencia y oír las palabras que dicta la sabiduría.
Y se pasearon juntas por los jardines. Y Farizada la de sonrisa de rosa ayudaba a andar a la buena vieja. Y llegadas que fueron ambas al árbol más hermoso de los jardines, Farizada la hizo sentarse a la sombra de aquel hermoso árbol. Y en el transcurso de la conversación acabó por preguntar a la vieja qué le parecía el sitio en que estaba y si lo encontraba de su agrado.
Entonces, tras de reflexionar una hora de tiempo, la vieja levantó la cabeza y contestó: "En verdad ¡oh mi señora! que me he pasado la vida recorriendo las tierras de Alah, a lo ancho y a lo largo, y nunca descansé en un sitio más delicioso. ¡Pero, ¡oh mi señora! ya que eres única en la tierra, como la luna y el sol lo son en el cielo, quisiera que tuvieses en este hermoso jardín, a fin de que también fuese único en su especie, las tres cosas incomparables que le faltan!" Y Farizada la de sonrisa de rosa quedó extremadamente asombrada al saber que a su jardín le faltaban tres cosas incomparables, y dijo a la vieja: "¡Por favor, mi buena madre, date prisa a decirme, para que yo lo sepa, cuáles son esas tres cosas incomparables que ignoro!" Y contestó la vieja: ";Oh mi señora! para corresponder a la hospitalidad que acabas de ejercer con corazón tan compasivo para una vieja desconocida, voy a revelarte la existencia de esas tres cosas".
Se calló un instante todavía; luego dijo:
"Has de saber, pues, ¡oh mi señora! que, si en estos jardines se hallara la primera de esas tres cosas incomparables, vendrían a mirarla todos los pájaros de estos jardines, y al verla, cantarían a coro. Porque ruiseñores y pinzones, alondras y currucas, jilgueros y tórtolas, ¡oh mi señora! y todas las especies infinitas de los pájaros, reconocerían la supremacía de su hermosura. ¡Y es ¡oh mi señora! Bulbul el-Hazar, el Pájaro que habla!
"Si tuvieras en tus jardines la segunda de esas cosas incomparables, ¡oh mi señora! la brisa que hace cantar a los árboles de estos jardines se detendría para escucharla; y los laúdes y las arpas y las guitarras de estas moradas verían romperse sus cuerdas. Porque la brisa que hace cantar a los árboles de los jardines, los laúdes y las arpas y las guitarras ¡oh mi señora! reconocen la supremacía de su hermosura. ¡Y es el Árbol que canta! Pues ni la brisa en los árboles, ¡oh mi señora! ni los laúdes, ni las arpas, ni las guitarras producen una armonía comparable al concierto de las mil bocas invisibles que hay en las hojas del Árbol que canta.
"Y si tuvieras en tus jardines la tercera de estas cosas incomparables, ¡oh mi señora! todas las aguas de estos jardines detendrían su rumoroso curso y la contemplarían. Porque todas las aguas, las de la tierra y las de los mares, las de los jardines, reconocen la supremacía de su hermosura. ¡Y es el Agua Color de Oro! Pues si en un estanque vacío ¡oh mi señora! se vierte solamente una gota de esa agua, se hincha y crece, multiplicándose en surtidores de oro, y no cesa de brotar y caer, sin que el estanque se desborde nunca. Y con esa agua toda de oro y transparente como el topacio transparente, es con la que gusta de aplacar su sed Bulbul el-Hazar, el Pájaro que habla; y en esa agua toda de oro y tan fresca como fresco es el topacio, es en la que gustan de remojarse las mil bocas invisibles del Árbol de hojas cantarinas ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 776ª noche

Ella dijo:
"... las mil bocas invisibles del Árbol de hojas cantarinas".
Y tras de hablar así, añadió la vieja: "¡Oh mi señora, oh princesa! si tuvieras en tus jardines esas cosas maravillosas, exaltarían tu belleza, ¡oh propietaria de una cabellera de esplendor!"
Cuando Farizada la de sonrisa de rosa hubo oído estas palabras de la vieja, exclamó: "¡Oh rostro de bendición, madre mía, cuán admirable es todo eso! ¡Pero no me has dicho en qué lugar se hallan esas tres cosas incomparables!" Y contestó la vieja, incorporándose para marcharse: "¡Oh mi señora! esas tres maravillas, dignas de tus ojos, se encuentran en un paraje situado hacia los confines de la India. Y el camino que allá conduce pasa precisamente por detrás de este palacio que habitas. Si quieres, pues, enviar allí a alguno para que te las busque, no tienes más que decirle que siga ese camino durante veinte días, y al vigésimo día pregunte al primer transeúnte con quien se encuentre: «¿Dónde están el Pájaro que habla, el Árbol que canta y el Agua Color de Oro?» Y el transeúnte no dejará de informarle acerca del particular. ¡Y pluguiera a Alah remunerar tu alma generosa con la posesión de esas cosas creadas para tu belleza! Uassalam, ¡oh bienhechora, oh bendita!"
Y tras de hablar así, la vieja acabó de envolverse en sus velos, y se retiró murmurando bendiciones.
Ya había desaparecido la anciana, cuando Farizada, vuelta del ensueño en que teníala sumida la revelación de aquellas cosas tan extraordinarias, quiso llamarla de nuevo y correr en pos de ella para pedirle informes más precisos acerca del lugar que las encubría y de los medios para llegar allí. Pero al ver que era demasiado tarde, se puso a repetir palabra por palabra las escasas indicaciones que había oído, a fin de no olvidarse de nada. Y con ello sentía crecer en su alma el deseo irresistible de poseer o solamente de ver tales maravillas, por mucho que procurara no pensar más en ellas. Y empezó a recorrer entonces las avenidas de sus jardines y los rincones familiares que le eran tan queridos; pero le parecieron exentos de encanto y pletóricos de aburrimiento; y encontró inoportunas las voces de sus pájaros, que saludaban al pasar.
Y Farizada la de sonrisa de rosa se puso muy triste y lloró caminando por las avenidas. Y las lágrimas que derramaba dejaban en la arena tras ella un reguero de gotas de sus ojos cuajadas en perlas.
Entretanto regresaron de la caza sus hermanos Farid y Faruz, y como no encontraron a su hermana Farizada en el bosque de los jardines, donde, por lo general, esperaba su vuelta, apenáronse por aquella negligencia y dedicáronse a buscar a la joven. Y sobre la arena de las avenidas vieron las perlas cuajadas de sus ojos, y se dijeron: "¡Oh qué triste está nuestra hermana! ¿Y qué motivo de pena habrá anidado en su alma para hacerla llorar así?" Y siguieron sus huellas, guiados por las perlas de las avenidas, y la hallaron bañada en lágrimas en el fondo de la espesura. Y corrieron a ella y la besaron y la acariciaron para calmar su alma querida. Y le dijeron: "¡Oh hermana Farizada! ¿dónde están las rosas de tu alegría y el oro de tu buen humor? Respóndenos, ¡oh hermana!"
Farizada les sonrió, porque les quería; y en sus labios nació de pronto un leve botón de rosa enrojecido; y les dijo: "¡Oh hermanos míos!" Y no se atrevió a decir más, muy avergonzada de su primer deseo. Y ellos le dijeron: "¡Oh Farizada la de sonrisa de rosa, oh hermana nuestra! ¿qué emociones desconocidas turban así tu alma? ¡Cuéntanos tus penas, si es que no dudas de nuestro cariño!" Y Farizada, decidiéndose por fin a hablar, les dijo: "¡Oh hermanos míos! ¡ya no me gustan mis jardines!" Y rompió a llorar, y de sus ojos desbordaron las perlas. Y como ellos callaron, inquietos y entristecidos por noticia tan grave, les dijo: "¡Oh! ¡ya no me gustan mis jardines! ¡Les falta el Pájaro que habla, el Árbol que canta y el Agua Color de Oro!"
Y dejándose arrastrar de pronto por la intensidad de su deseo, Farizada contó sin interrupción a sus hermanos la visita de la buena vieja, y con acento excitado en extremo, les explicó en qué consistía la excelencia del Pájaro que habla, del Árbol que canta y del Agua Color de Oro.
Cuando la hubieron escuchado, sus hermanos llegaron al límite del asombro, y le dijeron: "¡Oh bienamada hermana nuestra! calma tu alma y refresca tus ojos. Porque aunque esas cosas estuvieran en la inaccesible cima de la montaña Kaf, iríamos a conquistarlas para ti. Pero para facilitar nuestras pesquisas, ¿podrás decirnos solamente en qué lugar nos es posible encontrarlas?" Y Farizada, muy ruborosa de haber expresado así su primer deseo, les explicó lo que sabía con respecto al paraje en que debían hallarse aquellas cosas Y añadió: "¡Eso, y nada más, es cuanto sé!" Y exclamaron a la vez ambos hermanos: "¡Oh hermana nuestra! ¡vamos a partir en busca de esas cosas!" Pero ella les gritó asustada: "¡Oh, no! ¡oh, no! ¡No partáis!"
Farid, el mayor, dijo: "Tu deseo está por encima de nuestra cabeza y de nuestros ojos, ¡oh Farizada! Pero a quien corresponde realizarlo es sólo a mí, que soy el mayor. ¡Todavía está ensillado mi caballo, y me conducirá sin cansarse a los confines de la India, donde se hallan esas tres maravillas, que he de traerte, si Alah quiere!" Y encarose con su hermano Faruz, y le dijo: "Tú, hermano mío, te quedarás aquí para velar por nuestra hermana durante mi ausencia. ¡Porque no conviene que la dejemos completamente sola en la casa!" Y corrió en aquel mismo instante en busca de su caballo, saltó a lomos del bruto, e inclinándose, besó a su hermano Faruz y a su hermana Farizada, la cual le dijo toda desolada: "¡Oh hermano mayor! por favor abandona ese viaje lleno de peligros, y apéate del caballo. ¡Antes que sufrir con tu ausencia prefiero no ver ni poseer nunca al Pájaro que habla, al Árbol que canta y al Agua Color de Oro!" Pero Farid le dijo, volviéndola a besar: "¡Oh hermana mía! desecha tus temores, pues mi ausencia no será de larga duración, y con ayuda de Alah no me ocurrirá ningún contratiempo ni nada enfadoso en este viaje. ¡Y además, con objeto de que no te atormente la inquietud durante mi ausencia, toma este cuchillo que te confío!" Y se sacó del cinturón un cuchillo que tenía el mango incrustado con las primeras perlas vertidas por los ojos de Farizada en la niñez, y sé lo entregó, diciendo: "Este cuchillo ¡oh Farizada! te dará cuenta de mi estado. Sácalo de la vaina de cuando en cuando, y examina la hoja. Si la ves tan limpia y brillante como está en este momento, será prueba de que sigo con vida y lleno de salud; pero si la ves empañada y mohosa, has de saber que me ha ocurrido un grave contratiempo o que estoy cautivo; y si ves que gotea sangre, ¡ten la certeza de que ya no me cuento entre los vivos! ¡Y en ese caso, tú y mi hermano invocaréis para mí la compasión del Altísimo!" Dijo, y sin querer escuchar más, partió al galope de su caballo por el camino que conducía a la India.
Durante veinte días y veinte noches viajó por soledades en que no había más presencia que la de la hierba verde y la de Alah. Y al vigésimo día de su viaje llegó a cierta pradera al pie de una montaña.
Y en aquella pradera había un árbol. Y a la sombra de aquel árbol estaba sentado un jeique muy viejo. Y el rostro de aquel jeique tan viejo desaparecía por completo bajo sus largos cabellos, bajo los mechones de sus cejas y bajo los pelos de una barba que era prodigiosa y blanca como la lana recién cardada. Y sus brazos y sus piernas eran de una delgadez extremada. Y sus manos y sus pies terminaban en uñas de una longitud extraordinaria Y con la mano izquierda desgranaba un rosario, en tanto que la mano derecha la tenía inmóvil a la altura de su frente, con el índice levantado, con arreglo al rito, para atestiguar la Unidad del Altísimo. Y era, a no dudar, un viejo asceta retirado del mundo quién sabe desde qué tiempos desconocidos.
Y como precisamente él era el primer hombre con quien se encontraba en aquel vigésimo día de su viaje, el príncipe Farid echó pie a tierra, y teniendo su caballo de la brida avanzó hasta el jeique, y le dijo: "La zalema contigo, ¡oh santo hombre!" Y el anciano le devolvió su zalema, pero con una voz tan apagada por el espesor de su bigote y de su barba, que el príncipe Farid no pudo percibir más que palabras ininteligibles.
Entonces el príncipe Farid, que sólo se había detenido para pedir informes sobre lo que iba a buscar tan lejos de su país, se dijo: "¡Es preciso que le entienda!" Y sacó de su zurrón de viaje unas tijeras, y dijo al jeique: "¡Oh venerable tío! ¡permíteme que te preste algunos cuidados, de los cuales no has tenido tiempo de ocuparte por ti mismo, sumido como estás sin cesar en pensamientos de santidad!" Y como el viejo jeique no opusiera negativa ni resistencia, Farid empezó a cortarle y a arreglar a su antojo la barba, el bigote, las cejas, los cabellos y las uñas, de modo y manera que el jeique quedó con ello rejuvenecido en veinte años por lo menos. Y tras de prestar este servicio al anciano, le dijo, como es costumbre entre los barberos: "¡Que te sirva de frescura y de delicia!"
Cuando el viejo jeique sintióse de tal suerte aliviado de cuanto le abrumaba el cuerpo, se mostró en extremo satisfecho, y sonrió al viajero. Luego le dijo, con voz más clara ya que la de un niño: "Alah  haga descender sobre ti sus bendiciones ¡oh hijo mío! por el beneficio que este anciano te debe. ¡También yo, quienquiera que seas, ¡oh viajero de bien! estoy dispuesto a ayudarte con mis consejos y con mi experiencia!" Y Farid apresuróse a contestarle: "Vengo desde muy lejos en busca del Pájaro que habla, del Árbol que canta y del Agua Color de Oro. ¿Puedes decirme, pues, en qué lugar me será posible encontrarlos? ¿O acaso no sabes nada de esas cosas?"
Al oír estas palabras del joven viajero, el jeique cesó de desgranar su rosario, de tan emocionado como se hallaba. Y no contestó. Y Farid le preguntó: "Mi buen tío ¿por qué no hablas? ¡Para que no se enfríe aquí mi caballo, date prisa a decirme si sabes lo que te pregunto o si no lo sabes!" Y acabó el jeique por decirle: "Ciertamente, ¡oh hijo mío! conozco el lugar en que se encuentran esas tres cosas y el camino que allá conduce. ¡Pero tan grande es a mis ojos el servicio que me has prestado, que no puedo decidirme a exponerte, en cambio, a los peligros terribles de semejante empresa!" Luego añadió: "¡Ah! ¡hijo mío, mejor será que te apresures a volver sobre tus pasos y a regresar a tu país!" Y dijo Farid, lleno de arrestos: "Mi buen tío, indícame únicamente el camino que tengo que seguir, y no te preocupes de lo demás. ¡Porque Alah me ha dotado de brazos que saben defender a su propietario!" Y preguntó con lentitud el jeique: "¿Pero cómo van a defenderte contra lo Invisible, ¡oh hijo mío! máxime cuando Los de lo Invisible son millares y millares?"
Farid meneó la cabeza y contestó: "No hay fuerza ni poder más que en Alah el Exaltado, ¡oh venerable jeique! ¡Al cuello llevo mi destino, y si lo rehuyera me perseguiría! ¡Dime, pues, ya que lo sabes, qué tengo que hacer! ¡Y con ello harás que te quede muy reconocido!"
Cuando el Anciano del Árbol vió que no podía disuadir de su propósito al joven viajero, metió la mano en un saco que llevaba colgado a la cintura y extrajo de él una bola de granito rojo ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 777ª noche

Ella dijo:
"... Cuando el Anciano del Árbol vió que no podía disuadir de su propósito al joven viajero, metió la mano en un saco que llevaba colgado de la cintura y extrajo de él una bola de granito rojo. Y ofreció esta bola al viajero, diciéndole: "Ella te conducirá donde tiene que conducirte. Monta a caballo y arrójala delante de ti. Rodará y tú la seguirás hasta el paraje en que se pare. Entonces echarás pie a tierra y atarás tu caballo por la brida a esta bola, y el animal no se moverá del sitio en que le dejes hasta tu vuelta. Y treparás a esa montaña cuya cima se divisa desde aquí. Y a tu paso verás por todas partes grandes piedras negras, y oirás voces que no son las voces de los torrentes ni  las de los vientos en los abismos, sino voces de Los de lo Invisible. Y te gritarán palabras que hielan la sangre de los hombres. Pero no las escuches. Porque si vuelves la cabeza, para mirar detrás de ti mientras te llaman tan pronto de cerca como de lejos, en el mismo instante te convertirás en una piedra negra semejante a las piedras negras de la montaña; pero si resistiendo a esa llamada llegas a la cima, encontrarás allí una jaula, y en la jaula al Pájaro que habla. Y le dirás «La zalema contigo, ¡oh Babul el-Hazar! ¿Dónde está el Árbol que canta? ¿Dónde está el Agua Color de Oro?» Y el Pájaro que habla te responderá: «¡Uassalam!"
Y tras de hablar así, el jeique lanzó un profundo suspiro. Y nada más.
Entonces Farid apresuróse a montar a caballo; y con todas sus fuerzas arrojó ante sí la bola. Y la bola de granito rojo rodó, rodó, rodó. Y al caballo de Farid, que era un relámpago entre los corredores, le costaba trabajo seguirla por entre las breñas que franqueaba, las zanjas que saltaba y los obstáculos que salvaba. Y continuó la bola rodando así, con una velocidad no interrumpida, hasta que tropezó con los primeros peñascos de la montaña. Entonces se detuvo.
Y el príncipe Farid se apeó del caballo, y enrolló la brida en la bola de granito. Y el caballo se inmovilizó sobre sus cuatro patas, y no se meneó más que si estuviese clavado al suelo.
Al punto el príncipe Farid comenzó a escalar la montaña. Y en un principio no oyó nada. Pero a medida que iba subiendo veía cubrirse el suelo de bloques de basalto negro que semejaban figuras humanas petrificadas. Y no sabía que eran los cuerpos de los jóvenes señores que le precedieron en aquellos lugares de desolación Y de pronto dejóse oír entre las rocas un grito, cual jamás en su vida lo había oído el príncipe, y que fue seguido de otros gritos, a derecha y a izquierda, que nada tenían de humano. Y no eran los aullidos de los vientos salvajes en las soledades, ni los mugidos de las aguas de los torrentes, ni el ruido de las cataratas que se despeñan en los abismos, pues eran las voces de Los de lo Invisible. Y decían unas: "¿Qué quieres? ¿Qué quieres?" Y decían otras: "¡Detenedle! ¡Matadle!" Y decían otras: "¡Empujadle! ¡Tiradle!" Y se burlaban de él otras, gritando: "¡Huy! ¡Huy! ¡Joven! ¡Joven! ¡Huy! ¡Huy! ¡Huy! ¡Ven! ¡Ven!"
Pero el príncipe Farid continuó subiendo constantemente, sin dejarse engañar por aquellas voces. Y tan numerosas y tan terribles hiciéronse las voces bien pronto, y su aliento le pasaba a veces tan cerca del rostro al joven, y resultaba tan espantoso aquel estrépito a derecha y a izquierda, por delante y por detrás, y eran tan amenazadoras, y tan apremiante hacíase su llamamiento, que, a pesar suyo el príncipe Farid tuvo una vacilación, y olvidando la advertencia del Anciano del Árbol, volvió la cabeza al sentir el aliento más fuerte de una de las veces. Y en el mismo momento resonó un espantoso aullido lanzado por millares de voces y seguido de un silencio prolongado. Y el príncipe Farid quedó convertido en piedra de basalto negro.
Y al pie de la montaña sucedióle lo propio al caballo, que hubo de quedar convertido en bloque informe. Y la bola de granito rojo de nuevo emprendió, rodando, el camino del Árbol del Anciano.
Y he aquí que aquel día, como tenía por costumbre, la princesa Farizada sacó el cuchillo de la vaina, que llevaba constantemente al cinto. Y se puso pálida y temblorosa al ver la hoja, limpia y brillante todavía la víspera, toda empañada y enmohecida entonces. Y desplomándose en los brazos del príncipe Faruz, que acudió al llamarle ella, exclamó: "¡Ah! ¿dónde estás, hermano mío? ¿Por qué te dejé partir? ¿Qué ha sido de ti en esos países extranjeros? ¡Desgraciada de mí! ¡Oh culpable Farizada, ya no te quiero!" Y los sollozos la sofocaban e hinchaban su pecho. Y el príncipe Faruz, no menos afligido que su hermana, se puso a consolarla; luego le dijo: "Lo pasado, pasado, ¡oh Farizada! pues todo lo que está escrito debe ocurrir. Ahora me toca a mí ir en busca de nuestro hermano, y traerte, al mismo tiempo, las tres cosas que han ocasionado el cautiverio a que debe estar él reducido en este momento. Y exclamó Farizada, suplicante: "No, no, por favor, no partas, si ha de ser para ir en busca de lo que ha deseado mi alma insaciable ¡Oh hermano mío! ¡si te ocurriera algún contratiempo moriría yo!" Pero estas quejas y lágrimas no disuadieron de su resolución al príncipe Faruz. Y montó a caballo, y después de decir adiós a su hermana le dió un rosario de perlas hecho con las segundas lágrimas que lloró Farizada en la niñez, y le dijo: "¡Si estas perlas ¡oh Farizada! cesaran de correr unas tras otras entre tus dedos y pareciera que estaban pegadas, sería señal de que había yo sufrido la misma suerte que nuestro hermano!" Y Farizada, muy triste, dijo, besándole: "¡Haga Alah, ¡oh bienamado hermano mío! que no sea así! ¡Y ojalá regreses a la morada con nuestro hermano mayor!" Y el príncipe Faruz emprendió a su vez el camino que conducía a la India.
Y al vigésimo día de su viaje encontró al Anciano del Árbol, que estaba sentado, como le había visto el príncipe Farid, con el índice de la mano derecha alzado a la altura de su frente. Y después de las zalemas, el anciano, al ser interrogado, informó al príncipe de la suerte de su hermano e hizo cuanto pudo para disuadirle de su propósito. Pero, al ver que de nada servía su insistencia, le entregó la bola de granito rojo. Y ésta le condujo al pie de la montaña fatal.
Y el príncipe Faruz se aventuró resueltamente por la montaña, y a su paso alzáronse las voces, pero él no las escuchaba. Y no respondía a las injurias, a las amenazas y a los llamamientos. Y había ya llegado a la mitad de su ascensión, cuando de pronto oyó gritar tras él: "¡Hermano mío! ¡hermano mío! ¡no huyas de mí!" Y olvidando toda prudencia, Faruz se volvió al oír esta voz, y al instante quedó convertido en bloque de basalto negro.
Y desde su palacio, Farizada, que ni de día ni de noche abandonaba el rosario de perlas, y sin cesar pasaba las cuentas entre sus dedos, advirtió que no obedecían al movimiento que les imprimía ella, y vió que estaban pegadas unas a otras. Y exclamó: "¡Oh pobres hermanos míos, víctimas de mis caprichos! ¡iré a reunirme con vosotros!" Y reconcentró en sí misma todo su dolor, y sin perder el tiempo en lamentaciones inútiles se disfrazó de caballero, se armó, se equipó, y partió a caballo, emprendiendo igual camino que sus hermanos.
Y al vigésimo día se encontró con el viejo jeique sentado debajo del árbol al borde del camino. Y le saludó con respeto, y le dijo: "¡Oh santo anciano, padre mío! ¿no has visto pasar, con intervalos de veinte días, a dos señores jóvenes y hermosos que buscaban el Pájaro que habla, el Árbol que canta y el Agua Color de Oro?" Y el anciano contestó: "¡Oh mi señora Farizada, la de sonrisa de rosa! les he visto y les enseñé el camino. ¡Pero ¡ay! les han detenido en su empresa Los de lo Invisible, como antes que a ellos les sucedió a tantos otros señores!"
Al ver que el santo hombre la llamaba por su nombre, Farizada llegó al límite de la perplejidad, y el anciano le dijo: "¡Oh dueña del esplendor! no te engañaron quienes te han hablado de las tres cosas incomparables en cuya busca vinieron tantos príncipes y señores. ¡Pero no te han dicho los peligros que hay que arrostrar para intentar una aventura tan singular como la que tú persigues!" E hizo saber a Farizada todo a lo que se exponía al ir en busca de sus hermanos y de las tres maravillas. Y Farizada dijo: "¡Oh santo hombre! ¡mi alma interior está toda turbada por tus palabras, porque es muy asustadiza! ¿Pero cómo voy a retroceder, si se trata de encontrar a mis hermanos? ¡Oh santo hombre! escucha el ruego de una hermana amante, e indícame los medios para librarles del encanto!" Y contestó el viejo jeique: "¡Oh Farizada, hija de rey! he aquí la bola de granito que te pondrá sobre su pista. Pero no podrás librarles hasta que te hayas apoderado de las tres maravillas. Y ya que expones tu alma sólo a causa del amor de tus hermanos, y no impulsada por el deseo de conquistar lo imposible, lo imposible será esclavo tuyo. Porque has de saber que ninguno entre los hijos de los hombres puede resistir al llamamiento de las voces de lo Invisible. Por eso, para vencer a lo Invisible, hay que prevenirse de maña contra ello, pues la fuerza es suya. ¡Y la maña de los hijos de los hombres vencerá a todas las fuerzas de lo Invisible!"
Cuando hubo hablado así, el Anciano del Árbol entregó la bola de granito rojo a Farizada; luego se sacó del cinturón una vedija de lana, y dijo: "¡Con esta ligera vedija de lana ¡oh Farizada! vencerás a todos Los de lo Invisible!" Y añadió: "Inclina hacia mí la gloria de tu cabeza, ¡oh Farizada !" Y ella inclinó hacia el Anciano su cabeza con cabellos de oro por un lado y de plata por otro. Y dijo el Anciano: "¡Con esta ligera vedija triunfe la hija de los hombres de las fuerzas de los que están en los aires y de todas las emboscadas de lo Invisible!" Y partiendo en dos la vedija, metió a Farizada cada mechón en una oreja, y con la mano le hizo seña de partir. Y Farizada dejó al Anciano, y arrojó con ímpetu la bola en dirección a la montaña.
Y cuando hubo llegado a las primeras rocas, y echado pie a tierra avanzó hacia la altura, y a su paso las voces alzáronse de entre los bloques de basalto negro con una algarabía espantosa. Pero ella apenas oía un vago rumor, sin entender ninguna palabra y sin percibir ningún llamamiento, y por consiguiente no experimentaba temor alguno. Y subió sin detenerse, aun cuando era muy delicada y sus pies no habían hollado nunca más que la fina arena de las avenidas. Y llegó sin desfallecer a la cima de la montaña. Y en medio de la explanada que había en la cumbre advirtió delante de ella una jaula de oro sobre un pedestal de oro. Y vió en la jaula al Pájaro que habla.
Y Farizada se dirigió a él, y echó mano a la jaula, exclamando: "¡Pájaro! ¡Pájaro! ¡Ya te tengo! ¡Ya te tengo! ¡Y no te escaparás!" Y al propio tiempo se quitó, arrojándolos lejos de sí, los tapones de lana inútiles a la sazón, que la habían hecho sorda a los llamamientos y a las amenazas de lo Invisible. Porque ya habían muerto todas las voces de lo Invisible y dormía en la montaña un gran silencio.
Y del seno de aquel gran silencio, en la transparente sonoridad, se elevó la voz del Pájaro que habla...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 779ª noche

Ella dijo:
"... Y del seno de aquel gran silencio, en la transparente sonoridad, se elevó la voz del Pájaro que habla. Y con todas las armonías que atesoraba en sí, decía cantando en su lengua de pájaro:

¿Cómo, cómo
¡Oh Farizada, Farizada,
La de sonrisa de rosa!
¡Ah, ah! - ¡Ah, ah!
¿Cómo podré
Tener ganas
¡Oh noche! ¡Los ojos!
de escapar?
¡Ah, ah! - ¡Oh noche!
¡Yo sé, yo sé
Mejor que tú, mejor que tú
Quién eres, quién eres,
Farizada, Farizada!
¡Ah, ah! - ¡Ah, ah!
¡Los ojos! ¡oh noche! ¡Los ojos!
Mejor que tú, sé yo
Quién eres, quién eres,
Quién eres, quién eres,
Farizada, Farizada!
¡Los ojos! ¡los ojos! ¡los ojos!
¡Farizada, Farizada!
¡Tu esclavo soy,
Tu esclavo fiel,
Farizada, Farizada!

Así cantó ¡oh laúdes! el Pájaro que habla. Y Farizada, entusiasmada hasta el límite del entusiasmo, olvidó con ello sus penas y fatigas; y cogiendo la palabra al milagroso Pájaro que acababa de declararse esclavo suyo, se apresuró a decirle: "¡Oh Bulbul el-Hazar, oh maravilla del aire! ¡si eres mi esclavo, demuéstralo, demuéstralo!"
Y para responder, cantó Bulbul:

¡Farizada, Farizada,
ordena, ordena!
¡Porque oírte, porque oírte, porque oírte,
para mí es obedecerte!

Entonces Farizada le dijo que tenía que pedirle varias cosas, y empezó por rogarle que primero le indicara dónde se encontraba el Árbol que canta. Y Bulbul le dijo con sus cánticos que se dirigiera a la otra vertiente de la montaña. Y Farizada se dirigió a la vertiente opuesta a la que había franqueado, y miró. Y vió en medio de aquella vertiente un árbol tan inmenso, que hubiera podido su sombra cobijar todo un ejército. Y se asombró ella con toda su alma, y no supo cómo tenía que arreglarse para desarraigar y llevarse el tal árbol. Y Bulmul, que veía su perplejidad, le expresó, cantando, que no tenía necesidad de desarraigar el añoso árbol, sino que bastaba con cortar la rama más pequeña y plantarla en donde le pareciera, viéndola al punto echar raíces y convertirse en un árbol tan hermoso como el que veía. Y Farizada dirigióse al Árbol, y oyó el canto que se exhalaba de él. ¡Y comprendió que se hallaba en presencia del Árbol que canta! Porque ni la brisa en los jardines de Persia, ni los laúdes indios, ni las arpas de Siria, ni las guitarras de Egipto, produjeron jamás una armonía comparable al concierto de las mil bocas invisibles que había en las hojas de aquel Árbol músico.
Y cuando Farizada, repuesta ya del entusiasmo en que la había sumido aquella música, cogió una rama del Árbol que canta, regresó al lado de Bulbul y le rogó que le indicara dónde estaba el Agua Color de Oro. Y el Pájaro que habla le dijo que se dirigiera hacia Occidente y fuera a mirar detrás de la roca azul que vería allí. Y Farizada se dirigió hacia Occidente, y vió una roca de turquesa tenue. Y echó a andar por aquel lado, y detrás de la roca de turquesa tenue vió surgir un minúsculo arroyuelo semejante a oro en fusión. Y aquel agua, toda de oro, del arroyuelo emanado por la roca de turquesa, era más admirable todavía por ser transparente y fresca como el agua misma de los topacios.
Y en la roca, dentro de una cavidad, había un ánfora de cristal. Y Farizada cogió el ánfora y la llenó de agua espléndida. Y regresó al lado de Bulbul, con el ánfora de cristal al hombro y en la mano la rama cantarina.
Y así fué como Farizada la de sonrisa de rosa poseyó las tres cosas incomparables.
Y dijo a Bulbul: "¡Oh el más hermoso! todavía me queda por hacerte un ruego. ¡Y para que accedieras a él vine desde tan lejos en busca tuya!" Y como el Pájaro la invitase a hablar, dijo ella con temblorosa voz: "¡Mis hermanos, ¡oh Bulbul! mis hermanos!"
Cuando Bulbul oyó estas palabras se mostró muy preocupado. Porque sabía que no le era posible luchar con Los de lo Invisible y sus encantamientos, y que incluso él estaba siempre sometido a ellos. Pero pronto pensó que, puesto que la suerte había hecho triunfar a la princesa, podía en adelante sin temor servirla con exclusión de sus antiguos amos.
Y en respuesta, cantó:
¡Con gotas, con gotas, con gotas
Del Agua del ánfora de cristal,
¡Oh Farizada, oh Farizada!
Con gotas, con gotas, con gotas,
Riega, ¡oh rosa, oh rosa!
Riega, ¡oh rosa, oh rosa!
Con gotas, con gotas, con gotas,
¡Oh Farizada, oh Farizada!

Y Farizada cogió con una mano el ánfora de cristal y con la otra la jaula de oro de Bulbul y la rama cantarina, y empezó a bajar por la vereda. Y en cuanto encontraba una piedra de basalto negro la rociaba con algunas gotas de Agua Color de Oro. Y la piedra adquiría vida y se convertía en hombre. Y como no dejó pasar ninguna sin hacer lo propio, recuperó de tal suerte a sus hermanos. Y Farid y Faruz, libertados así, corrieron a besar a su hermana. Y todos los señores, a quienes ella había sacado de su sueño de piedra, fueron a besarle la mano. Y se declararon esclavos suyos. Y bajaron a la llanura todos juntos y de nuevo montaron en sus caballos cuando Farizada les hubo librado del encanto también. Y se encaminaron al lugar en que estaba el Árbol del Anciano. Pero el Anciano ya no estaba en la pradera, y el Árbol ya no estaba tampoco en la pradera. Y como Farizada le interrogase, contestó Bulbul con voz que se tornó grave de pronto: "¿Para qué quieres ver otra vez al Anciano, ¡oh Farizada!? Ha prestado a la hija de los hombres la enseñanza que encierra la vedija de lana que triunfa de las voces malas, de las voces odiosas, de las voces inoportunas y de todas las voces que turban el alma íntima y la impiden llegar a las cumbres. Y al igual que el maestro queda oscurecido por su enseñanza, el Anciano del Árbol ha desaparecido cuando te ha transmitido su sabiduría, ¡oh Farizada! Y en lo sucesivo no se adueñarán de tu alma los males que afligen a la mayoría de los hombres. Porque ya no entregarás tu alma a los acontecimientos exteriores, que sólo existen para quien se ocupa de ellos. ¡Y has aprendido a conocer la serenidad, que es madre de todas las bienandanzas!"
Así se expresó el Pájaro que habla, en el paraje donde se alzaba antes el Árbol del Anciano. Y todos se maravillaron de la belleza de su lenguaje y de la profundidad de sus pensamientos. Y el grupo que servía de cortejo a Farizada continuó su camino. Pero pronto empezó a disminuir, pues cuando uno tras otro encontraban el camino por donde habían llegado, los señores librados del encanto por Farizada iban a reiterarle la expresión de su gratitud, y besándole la mano se despedían de ella y de sus hermanos. Y en la noche del vigésimo día la princesa Farizada y los príncipes Farid y Faruz llegaron con seguridad a su morada.
En cuanto echaron pie a tierra Farizada se apresuró a colgar la jaula en un boscaje de su jardín. Y no bien Bulbul hubo lanzado la primera nota de su voz, todos los pájaros acudieron a mirarle, y al verle le saludaron a coro. Porque ruiseñores y pinzones, alondras y currucas, jilgueros y tórtolas, y todas las especies infinitas de los pájaros que habitan en los jardines, reconocieron al instante la supremacía de su hermosura. Y en voz alta y en voz baja, a manera de almeas, acompañaron con su gorjeo aquellas melopeas solitarias. Y siempre que daba fin a un trino bien hecho, manifestaban su entusiasmo con aclamaciones llenas de armonía en el lenguaje de las aves.
Y Farizada se acercó al estanque grande de alabastro, donde tenía costumbre de mirarse los cabellos, que eran de oro por un lado y de plata por otro, y vertió en él una gota del agua contenida en el ánfora de cristal. Y la gota de oro se hinchó y creció y se multiplicó en chispeantes surtidores, y no cesó de brotar y caer, llevando una frescura de gruta marina al aire incandescente.
Y con sus propias manos plantó Farizada la rama del Árbol que canta. Y al punto echó raíces la rama, y en unos instantes se convirtió en un árbol tan hermoso como aquel de donde fué cogida. Y se exhaló de él un canto tan lindo, que ni la brisa de los jardines de Persia, ni los laúdes indios, ni las arpas de Siria, ni las guitarras de Egipto podrían producir aquella celeste armonía. Y para escuchar a las mil bocas invisibles de las hojas musicales detuvieron su rumoroso curso los arroyos, callaron sus voces hasta las aves, y recogió sus sedas la brisa vagabunda de las avenidas.
Y en la morada recomenzó una vida con días de dichosa monotonía. Y Farizada reanudó sus paseos por los jardines, deteniéndose largas horas a charlar con el Pájaro que habla, a escuchar al Árbol que canta y a mirar al Agua Color de Oro. Y Farid y Faruz se entregaron a sus partidas de caza y a sus cabalgatas.
Pero un día, en la selva, al pasar por una vereda tan estrecha que no pudieron separarse a tiempo, ambos hermanos se encontraron con el sultán, que estaba cazando...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 780ª noche

Ella dijo:
"... Pero un día, en la selva, al pasar por una vereda tan estrecha que no pudieron separarse a tiempo, ambos hermanos se encontraron con el sultán, que estaba cazando. Y a toda prisa apeáronse de los caballos y se prosternaron con la frente en tierra. Y el sultán, en el límite de la sorpresa al ver en aquella selva a dos jinetes que no conocía y vestidos tan ricamente como los de su séquito, tuvo curiosidad por verles la cara, y les dijo que se levantaran. Y se pusieron de pie ambos hermanos, y se mantuvieron entre las manos del sultán en una actitud llena de nobleza que cuadraba maravillosamente con su aspecto respetuoso. Y al sultán le conmovió su hermosura, y estuvo algún tiempo admirándoles sin hablar y considerándoles desde la cabeza hasta los pies. Luego les preguntó quiénes eran y dónde vivían. Porque su corazón sentíase atraído hacia ellos y se había emocionado. Y contestaron: "¡Oh rey del tiempo! somos hijos de tu difunto esclavo el antiguo intendente de los jardines. ¡Y vivimos cerca de aquí, en la casa que debemos a tu generosidad!" Y el sultán se alegró mucho de conocer a los hijos de su fiel servidor; pero le asombró que no se hubiesen presentado en palacio hasta aquel día para formar parte de su séquito. Y contestaron: "¡Oh rey del tiempo! ¡Perdónanos porque hasta el día nos hayamos abstenido de presentarnos entre tus generosas manos; pero tenemos una hermana, la menor de nosotros, que es la última recomendación de nuestro padre y por la cual velamos con tanto cariño que no podemos pensar en abandonarla!" Y el sultán quedó en extremo conmovido de aquella unión fraternal, y cada vez se felicitó más por su encuentro, diciéndose: "¡Jamás hubiese creído que existieran en mi reino jóvenes tan cumplidos y tan desprovistos de ambición a la vez!" Y sintió un deseo irresistible de visitarles en su morada para refrescarse mejor los ojos con su contemplación. Y así se lo manifestó en seguida a ambos jóvenes, que respondieron con el oído y la obediencia, y se apresuraron a darle escolta. Y el príncipe Farid pronto tomó la delantera para advertir a su hermana Farizada la llegada del sultán.
Y Farizada, que no tenía costumbre de recibir gente, no supo cómo comportarse para hacer dignamente los honores de su casa al sultán. Y en esta perplejidad, no halló nada mejor que ir a consultar a su amigo Bulbul, el pájaro que habla. Y le dijo: "¡Oh Bulbul! el sultán nos ha hecho el honor de venir a ver nuestra casa, y debemos obsequiarle. ¡Date prisa en decirme cómo podremos corresponder de manera que salga contento de nuestra casa!" Y contestó Bulbul: "¡Oh mi señora! Inútil es que la cocinera prepare bandejas y bandejas de manjares. Porque no hay más que un plato que convenga hoy al sultán, y es preciso servírselo. ¡Y es un plato de cohombros rellenos de perlas!" Y Farizada quedó asombrada, y creyendo que al Pájaro se le había trabado la lengua, exclamó: "¡Pájaro! ¡Pájaro! ¡No sabes lo que dices! ¡Cohombros rellenos de perlas! ¡Pero si eso es un guiso nunca oído! ¡Si el rey nos hace el honor de asistir a una comida en nuestra casa, sin duda es para comer y no para tragar perlas! ¡Por lo visto, quieres decir "un plato de cohombros con relleno de arroz!, ¡oh Bulbul!" Pero el Pájaro que habla exclamó, impaciente: "¡Nada de eso! ¡Nada de eso! ¡Nada de eso! ¡Nada de eso! ¡Relleno de perlas, de perlas, de perlas! ¡Pero no de arroz, no de arroz, no de arroz!"
Y Farizada, que tenía plena confianza en el milagroso Pájaro, se apresuró a dar orden a la vieja cocinera de preparar el plato de cohombros con perlas. Y como no faltaban perlas en la morada, no fué difícil encontrarlas en una cantidad lo bastante grande para preparar el plato.
Entretanto hizo su entrada en el jardín el sultán, acompañado del príncipe Faruz. Y Farid, que le esperaba en el umbral, le tuvo el estribo y le ayudó a echar pie a tierra. Y Farizada la de sonrisa de rosa, con el rostro velado por primera vez (pues se lo había recomendado Bulbul), fué a besarle la mano. Y el sultán quedó en extremo conmovido de su gracia y de la pureza de jazmín que exhalaba toda ella, y al pensar en su vejez sin posteridad, lloró. Luego dijo, bendiciéndola: "¡Quien deja posteridad no muere! ¡Alah te conceda ¡oh padre de tan hermosos hijos! un sitio escogido a Su diestra entre los Bienaventurados!" Después añadió, posando de nuevo sus miradas en Farizada, inclinada: "¡Y tú, ¡oh hija de mi servidor, oh tallo perfumado! condúcenos a algún sombrajo delicioso que nos resguarde del calor!"
Y precedido por la temblorosa Farizada, y seguido de ambos hermanos el sultán echó a andar en pos de la frescura.
! Y lo primero que hirió los ojos del sultán Khosru Schah fue el surtidor de Agua Color de Oro. Y se detuvo un momento a mirarlo con admiración, y exclamó: "¡Agua maravillosa, la que tanto complace a la vista!" Y se adelantó para contemplarla más de cerca, y de pronto percibió el concierto del Árbol que canta. Y prestó oído entusiasmado a aquella música que caía del cielo, y estuvo largo rato escuchándola. Luego exclamó. "¡Oh! ¡Jamás oí semejante música!" Y cuando, para escucharla mejor, avanzaba en la dirección por donde creía encontrarla, he aquí que la música cesó, y un gran silencio adormeció todo el jardín. Y del seno de aquel gran silencio se elevó la voz del Pájaro que habla, y con un cántico solitario, brillante y entusiasta. Y decía: ¡Bienvenido -el sultán- Khosrú Schah! ¡Bienvenido! ¡bienvenido! ¡bienvenido!" Y tras la última nota emitida por aquella voz que encantaba el aire todo el coro de pájaros contestó en su lenguaje: "¡Bienvenido! ¡bienvenido! ¡bienvenido!"
Y el sultán Khosrú Schah quedó maravillado de todo aquello, y su alma, ya tan conmovida por cuanto había sentido en tan poco tiempo, llegó a una ternura sin límites. Y exclamó él: "¡He aquí la casa de la dicha! ¡Oh! daría mi poderío y mi trono por habitar con vosotros, ¡oh hijos de mi intendente!" Luego, cuando se disponía a interrogar a Farizada y a sus hermanos acerca de la procedencia de aquellas maravillas, de que no llegaba a darse cuenta exacta, le enseñaron el Árbol que canta y el Pájaro que habla. Y Farizada le dijo: "¡En cuanto a la procedencia de estas maravillas, es una historia que contaré a nuestro amo el sultán cuando descanse!"
E invitó al sultán a sentarse bajo el boscaje mismo que servía de cobijo a Bulbul, y adonde acababan de servir la comida en una bandeja grande. Y el sultán se sentó bajo el boscaje en el sitio de honor. Y en un plato de oro le ofrecieron los cohombros con perlas.
Y el sultán, a quien, por cierto, le gustaban mucho los cohombros rellenos, cuando los vió en el plato, que por sí misma le ofrecía Farizada, se emocionó con aquella atención que no esperaba. Pero no tardó en llegar al límite del asombro al ver que, en vez de estar rellenos, como es corriente, con arroz y alfónsigos, los cohombros estaban condimentados con perlas. Y dijo a Farizada y a sus hermanos: "¡por vida mía! ¡qué novedad en el condimento de los cohombros! ¿y desde cuándo reemplazan las perlas al arroz y a los alfónsigos?" y ya estaba Farizada a punto de soltar el plato y huir llena de confusión, cuando el Pájaro que habla, levantando la voz, llamó al sultán por su nombre, diciéndole: "¡Oh amo nuestro Khosrú Schah!" Y el sultán alzó la cabeza hacia el Pájaro, que continuó con voz grave:
"¡Oh amo nuestro Khosrú Schah! ¿Y desde cuándo pueden convertirse en animales al nacer los hijos de un sultán de Persia? ¡Si antaño ¡oh rey del tiempo! creíste cosa tan increíble, no tienes derecho a asombrarte de cosa tan sencilla como la de hoy!" Luego añadió: "¡Acuérdate ¡oh amo nuestro! de las palabras que hace veinte años oíste una noche en cierta morada humilde! ¡Si las olvidaste, ¡oh amo nuestro! permite al esclavo de Farizada que te las repita!"
Y con voz semejante a la dulce habla de las vírgenes, el Pájaro dijo: "¡Oh hermanas mías! ¡cuando yo sea la esposa del sultán le daré una posteridad bendita! ¡Porque los hijos que Alah hará nacer de nuestra unión serán de todo punto dignos de su padre; y la hija que refrescará nuestros ojos será una sonrisa del cielo mismo! ¡Sus cabellos serán de oro por un lado y de plata por otro; sus lágrimas, cuando llore, serán perlas; sus risas, dinares de oro, y sus sonrisas, botones de rosa!"
Al oír estas palabras, el sultán escondió la cabeza entre las manos y empezó a sollozar. Y su antiguo dolor se hizo más vivo que en los días amargos del pasado. Y todos los pensamientos acumulados en el fondo de su alma desesperada afluyeron a su corazón de pronto, y lo desgarraron. Pero en seguida se elevó de nuevo la voz de Bulbul, cantarina de alegría. Y decía: "¡Levanta tus velos, ¡oh Farizada! ante tu padre!"
Y Farizada, que no sabía desobedecer la voz de su amigo, se levantó los velos. Y con ellos se desprendió la banda que sujetaba su cabellera. Y el sultán, al ver aquello, se incorporó con los brazos en alto, dando un grito horrible. Y le gritó la voz de Bulbul: "Es tu hija, ¡oh rey!" Porque por un lado eran de oro los cabellos de la joven y por el otro lado eran de plata; y en sus párpados había dos perlas de júbilo, y en su boca un botón de rosa.
Y en el mismo momento miró el rey a los dos hermanos, que eran hermosos. Y se reconoció en ellos. Y le gritó la voz de Bulbul: "Son tus hijos, ¡oh rey!"
Y mientras el sultán Khosrú Schah permanecía aún inmóvil de emoción, el Pájaro que habla le contó rápidamente, así como a sus hijos, su verdadera historia, desde el principio hasta el fin, sin olvidar ni un detalle. Pero no hay utilidad en repetirla.
Y antes de que acabara su relato, el sultán y sus hijos, reunidos unos en brazos de otros, mezclaban ya sus lágrimas y sus besos. ¡Loores a Alah, el Magno, el Insondable, que reúne después de separar!
Y cuando se repusieron un poco de su emoción, el sultán dijo: "¡Oh hijos míos, vamos a toda prisa en busca de vuestra madre!" Pero ¡oh oyentes míos renunciemos a describir lo que pasó cuando la pobre madre, que vivía solitaria en el fondo de su mazmorra, volvió a ver a su esposo el sultán, y se reconoció madre de Farizada la de sonrisa de rosa y de sus hermanos los dos jóvenes espléndidos. Y sean dadas gracias a Alah, cuya bondad es infinita y cuya justicia no defrauda nunca; a Alah, que hizo morir de rabia, en el día del triunfo, a las dos hermanas envidiosas, y que deparó las más prolongadas delicias y la vida llena de dicha al rey Khosrú Schah, a su esposa la sultana, al hermoso príncipe Farid, al hermoso príncipe Faruz y a la hermosa princesa Farizada, hasta que llegó la Separadora de amigos y la Destructora de sociedades. Y gloria a Aquel que en su eternidad no conoce la mudanza.
Y es ésta la maravillosa historia de Farizada la de sonrisa de rosa. ¡Pero Alah es más sabio!

Las historias completas del podcast de las mil noches y una noche.

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