51 Historia de Kamar
y de la experta Halima
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HISTORIA DE KAMAR Y DE LA EXPERTA HALIMA
Cuentan que, en la antigüedad del tiempo -¡pero Alah es más sabio!-, existía un mercader muy estimado, que se llamaba Abd el-Rahmán, y a quien Alah el Generoso había favorecido con una hija y un hijo. Dió el nombre de Estrella-de-la-Mañana a la niña, en vista de su perfecta belleza, y de Kamar al niño, por ser éste absolutamente como la luna. Pero cuando crecieron, el mercader Abd el-Rahmán, al ver cuántos encantos y perfecciones les había concedido Alah, tuvo por ellos un miedo infinito al mal de ojo de los envidiosos y a las argucias de los corrompidos, y los encerró en su casa, hasta la edad de catorce años, sin permitirles ver a nadie, más que a la vieja esclava, que les cuidaba desde niños. Pero un día en que, contra su costumbre, el mercader Abd el-Rahmán parecía predispuesto a expansiones, su esposa, madre de los niños, le dijo: "¡Oh padre de Kamar! he aquí que nuestro hijo Kamar acaba de llegar a su nubilidad, y en adelante puede comportarse como los hombres. Pero tú no has reparado en ello. ¿Es una muchacha o un muchacho? Di".Y el mercader Abd el-Rahmán, extremadamente asombrado, le contestó: "¡Un muchacho!" Ella dijo: "En ese caso, ¿por qué te obstinas en tenerle oculto a los ojos de todo el mundo, como si fuese una muchacha, y no le llevas contigo al zoco, y le haces sentarse junto a ti en la tienda para que empiece a conocer gente y la gente le conozca, y sepa así, por lo menos, que tienes un hijo capaz de sucederte y de llevar a buen fin los negocios de venta y compra? De no ser así, cuando termine tu larga vida (¡pluguiera a Alah concedértela sin fin!) ninguno sospechará la existencia de tu heredero, quien, por más que diga a la gente: "¡Soy hijo del mercader Abd el-Rahmán!", verá que le contestan con una incredulidad indignada y justificada: "¡No te hemos visto nunca! ¡Y nunca oímos decir que el mercader Abd el-Rahmán hubiese dejado hijos ni nada que de lejos o de cerca se pareciese a un hijo!" ¡Y entonces ¡oh calamidad sobre nuestra cabeza! el gobierno vendrá a incautarse de tus bienes y privará a tu hijo de lo que le corresponde!" Y tras de hablar así, con mucha animación, continuó en el mismo tono: "¡Y lo mismo ocurre con nuestra hija Estrella-de-la-Mañana! ¡Yo quisiera darla a conocer a nuestras relaciones, en espera de que sea pedida en matrimonio por la madre de algún joven de su condición, y podamos, a nuestra vez, regocijarnos con sus esponsales! ¡Porque el mundo ¡oh padre de Kamar! se compone de vida y de muerte, e ignoramos cuál será el día de nuestro destino!"
Al oír estas palabras de su esposa, el mercader Abd el-Rahmán reflexionó una hora de tiempo; luego levantó la cabeza, y contestó: "¡Oh hija del tío! nadie puede rehuir el destino atado a su cuello. ¡Pero bien sabes que, si guardé así a nuestros hijos en la casa, fué sólo porque temía por ellos al mal de ojo! ¿A qué, pues, reprocharme mi prudencia y olvidar mi solicitud?" Ella dijo: "¡Alejado sea el Maligno, el Maléfico! Ruega al Profeta, ¡oh jeique!" El dijo: "¡La bendición de Alah sea con El y con todos los suyos!" Ella insistió: "Y ahora pon tu confianza en Alah, que sabrá resguardar a nuestro hijo de las malas influencias y del ojo nefasto. ¡Y por cierto que aquí tienes el turbante de seda blanca de Mossul que he confeccionado para Kamar, y en el cual he tenido cuidado de coser el estuche de plata que guarda el rollito de versículos santos, preservador de todo maleficio! ¡Puedes, por tanto, llevarte hoy sin escrúpulos a Kamar para hacerle visitar el zoco y enseñarle por fin la tienda de su padre!" Y sin esperar el asentimiento de su esposo, fué a buscar al muchacho, a quien ya se había cuidado de vestir con sus mejores ropas, y le condujo entre las manos de su padre, que se dilató y se esponjó a su vista, y murmuró "¡Maschalah! ¡El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti! ¡ya Kamar!" Luego, convencido por su esposa, se levantó, le cogió de la mano, y salió con él.
Y he aquí que, en cuanto franquearon el umbral de su casa y dieron algunos pasos por la calle, se encontraron rodeados por los transeúntes que, al verlos, se paraban, turbados hasta el límite extremo de la turbación, a causa del adolescente y de su belleza, llena de condenación para las almas. Pero aun fu más cuando llegaron a la puerta del zoco. Allí los transeúntes dejaron en absoluto de circular, y unos se acercaban para besar las manos a Kamar, después de las zalemas al padre, y otros exclamaban: "¡Ya Alah! ¡El sol sale por segunda vez esta mañana! ¡La tierna media luna de Ramadán brilla sobre las criaturas de Alah! ¡La luna nueva aparece en el zoco hoy!" Y así se expresaban por doquiera, absortos de admiración, y hacían votos por el adolescente, aglomerándose en muchedumbre alrededor suyo. Y por más que el padre, lleno de cólera reconcentrada y de confusión, les apostrofaba y denostaba, ellos no hacían caso y seguían contemplando la belleza extraordinaria que hacía su milagrosa entrada en el zoco aquel día de bendición.
Y con ello daban razón al poeta, aplicándose a sí mismos estas palabras:
¡Señor, has creado la Belleza para arrebatarnos la razón, y nos dices: "¡Temed mi reprobación!"
¡Señor, eres manantial de toda hermosura, y te gusta lo que es hermoso! ¿Cómo se arreglarían tus criaturas para no amar la Belleza o reprimir su deseo ante lo que es bello?
Cuando el mercader Abd el-Rahmán se vió de aquel modo entre filas compactas de hombres y mujeres, de pie entre sus manos y contemplando inmóviles a su hijo, llegó al límite de la perplejidad, y mentalmente se dedicó a abrumar de maldiciones a su esposa y a injuriarla con todas las injurias que hubiese querido lanzar a aquellos importunos, haciéndola responsable de aquello tan enfadoso que le ocurría. Luego, tras muchas argumentaciones inútiles, rechazó con rudeza a los que le rodeaban y ganó a toda prisa su tienda, que hubo de abrir para instalar en ella al punto a Kamar, pero de manera que las importunidades de los que pasaban sólo le alcanzasen de lejos.
Y la tienda se convirtió en el punto de parada del zoco entero y la aglomeración de grandes y pequeños se hizo más intensa de hora en hora porque los que habían visto querían ver más, y los que no habían visto se obstinaban con todas sus fuerzas en ver algo.
Y he aquí que, a la sazón, avanzó hacia la tienda un derviche de mirada extática, que en cuanto divisó al hermoso Kamar, sentado junto a su padre y tan hermoso, se detuvo, lanzando profundos suspiros y con voz extremadamente conmovida recitó esta estrofa:
¡Veo la rama del árbol balanceándose sobre un tallo de azafrán a la luz de la luna de Ramadán!
Y pregunté: "¿Cómo es tu nombre?, ¿cómo es tu nombre?' Me contesta "¡Lu-lu!" (¡Perla!), y exclamó: "¡Li! ¡li!" (¡para mí!), Pero me dice: "¡La! ¡la!" ( ¡Ah, eso no!)
Tras de lo cual, el viejo derviche, sin dejar de acariciarse la barba, que tenía larga y blanca, se acercó a la delantera de la tienda entre las filas de los circunstantes, que se separaban a su paso por respeto a su mucha edad. Y miró al muchacho con los ojos llenos de lágrimas y le ofreció una rama de menta dulce. Luego sentose en el banco que allí había, lo más cerca posible del joven. Y sin ninguna duda, al verle en aquel estado, podían aplicársele estas palabras del poeta:
¡Mientras, el mozalbete de hermoso rostro permanecía en su sitio, su hermoso rostro era la luna apareciéndose a los ayudantes de Ramadán!
¡Mirad! ¡A pasos lentos se adelanta un jeique de aspecto venerable y ascético!
¡Durante mucho tiempo estudió el amor, trabajando en sus investigaciones noche y día y adquirió un singular saber acerca de lo lícito y lo ilícito!
¡Cultivó a la vez jovenzuelos y jovenzuelas, que le pusieron más delgado que un mondadientes! ¡Huesos de una piel vieja!
¡Jeique pederasta como un maghrebín, siempre seguido de su muchachito!
¡Pero más bien superficial para las mujeres, a lo que se dice, aunque versado en el estudio del sexo ácido y del sexo dulce; pues, en un momento dado, entre el joven Zeid y la joven Zeinab no advierte diferencia!
¡Es prodigioso con su corazón tierno y con lo demás duro como el granito! ¡Para el cabrón y para la cabra, para el imberbe y el barbudo, siempre erguido!
¡Pederasta es el jeique como un maghrebín!
Cuando las personas, que se aglomeraban delante de la tienda, vieron el estado de éxtasis del derviche, se participaron unas a otras sus reflexiones, diciendo: "¡Ualalah! ¡todos los derviches se parecen! Son como el cuchillo del vendedor de colocasias: ¡no diferencian el macho de la hembra!" Y exclamaban otras: "¡Alejado sea el Maligno! ¡El derviche se abrasa por el lindo mozuelo! ¡Alah confunda a los derviches de su especie!"
En cuanto al mercader Abd el-Rahmán, padre del joven Kamar, se dijo, al ver todo aquello: "Lo más sensato que podemos hacer será volver a casa más pronto que de costumbre". Y para decidir a marcharse al derviche, sacó del cinturón una moneda y se la ofreció, diciendo: "Toma tu suerte de hoy, ¡oh derviche!" Y al mismo tiempo se encaró con su hijo Kamar, y le dijo: "¡Ah! ¡hijo mío, que Alah trate como se merece a tu madre, que tantos sinsabores nos está causando hoy!"
Pero como el derviche no se movía de su sitio ni tendía la mano para coger la moneda ofrecida, le dijo: "¡Levántate, tío, que vamos a cerrar la tienda y nos marchamos por nuestro camino!"
Y hablando así, se irguió sobre ambos pies y se dispuso a cerrar las dos hojas de la puerta.
Entonces el derviche se vio obligado a levantarse del banco en que estaba clavado, y salió a la calle, pero sin poder separar un instante sus miradas del joven Kamar. Y cuando el mercader y su hijo, tras de cerrar la tienda, se abrieron paso entre la muchedumbre y se encaminaron a la salida, el derviche les siguió fuera del zoco, pisándoles los talones y acompasando su andar con el báculo, hasta la puerta de su casa. Y al ver la tenacidad del derviche y sin atreverse a injuriarle, por respeto a la religión, y también a causa de la gente que le miraba, el mercader se encaró con él, y le preguntó: "¿Qué quieres, ¡oh derviche!?"
El aludido contestó: "¡Oh mi señor! deseo con vehemencia ser esta noche invitado tuyo, y ya sabes que el invitado es el huésped de Alah (¡exaltado sea!) ". Y dijo el padre de Kamar: "¡Bienvenido sea el huésped de Alah! Entra, pues, ¡oh derviche!"
Pero se dijo para sí, aparte: "¡Por Alah, que me enteraré de lo que persigue! ¡Si este derviche tiene malas intenciones para con mi hijo, y si su mal destino le impulsa a intentar algo, con gestos o palabras, seguramente le mataré y le enterraré en el jardín, escupiendo sobre su tumba! ¡De todos modos, empezaré por hacer que le den de comer, suerte deparada a todo huésped encontrado en el camino de Alah!" Y le introdujo en la casa, hizo que la negra le llevara el jarro y la palangana para las abluciones, y de comer y beber. Y una vez que hizo las abluciones, invocando el nombre de Alah, el derviche se puso en actitud de orar, y no salió de ella más que para recitar todo el capítulo de "la Vaca", al que hizo seguir el capítulo de "la Mesa" y el de "la Inmunidad". Tras de lo cual formuló el "Bismilah" y probó los alimentos servidos en la bandeja, pero con discreción y dignidad. Y dio gracias a Alah por sus beneficios.
Cuando el mercader Abd el-Rahmán se enteró, por la negra, de que el derviche había terminado su comida, se dijo: "¡Ha llegado el momento de aclarar la situación!" Y se encaró con su hijo, y le dijo: "¡Oh Kamar! ve con nuestro huésped el derviche, pregúntale si tiene todo lo que necesita, y conversa con él un rato, porque las palabras de los derviches, que recorren la tierra de ancho a largo, son a menudo gratas de escuchar, y sus historias provechosas para el espíritu de quien las escucha. Siéntate, pues, muy cerca de él, y si te coge la mano, no la retires, pues a quien enseña le gusta sentir entre él y su discípulo un contacto directo que contribuye a transmitir mejor la enseñanza. ¡Y guarda con él en todo las consideraciones y la obediencia que te imponen su calidad de huésped y su mucha edad!"
Y tras de predicar así a su hijo, le envió junto al derviche, y se apresuró a apostarse en cierto sitio del piso superior, desde donde podía, sin ser notado, ver todo y escuchar todo lo que pasaba en la sala en que estaba el derviche.
Y he aquí que, en cuanto apareció en el umbral el hermoso adolescente, el derviche fue presa de tal emoción que le brotaron lágrimas de los ojos y se puso a suspirar como una madre que hubiese perdido y encontrado a su hijo. Y Kamar se acercó a él, con voz dulce, y hasta poder tornar en miel la amargura de la mirra, le preguntó si no le faltaba nada y si tenía su parte en los bienes de Alah para Sus criaturas. Y fue a sentarse muy cerca de él con gracia y elegancia, y al sentarse, sin hacerlo a propósito, descubrió un muslo blanco y tierno como pasta de almendras. Y entonces fué cuando el poeta hubiera podido decir con toda verdad, sin temor a ser desmentido:
¡Un muslo ¡oh creyentes! todo de perlas y de almendras! ¡No os asombréis, pues, si es hoy la Resurrección, pues jamás se resucita mejor que cuando están al aire los muslos!
Pero el derviche, al verse solo con el jovenzuelo, lejos de tomarse con él confianza de ningún género, retrocedió algunos pasos del sitio en que estaba, yendo a sentarse un poco más lejos, en la estera, con una actitud irreprochable de decencia y de respeto para sí mismo. Y allá continuó mirándole en silencio, llenos de lágrimas los ojos y presa de la misma emoción que le había inmovilizado en el banco de la tienda. Y Kamar quedó muy sorprendido de aquel modo de portarse que tenía el derviche; y le preguntó por qué se retiraba y si tenía queja de él o de la hospitalidad de su casa. Y el derviche, por toda respuesta, recitó de manera muy sentida estas hermosas palabras del poeta:
¡Mi corazón está prendado de la Belleza, pues por el amor a la Belleza se alcanza la cima de la perfección!
¡Pero mi amor es sin deseo y está libre de cuanto atañe a los sentidos! ¡Y abomino de quienes aman de otra manera!
¡Eso fué todo!
Y el padre de Kamar veía y oía, y estaba en el límite de la perplejidad. Y se decía: "Me humillo ante Alah, a quien ofendí al suponer intenciones perversas en ese honrado derviche! ¡Alah confunda al Tentador, que sugiere al hombre tales pensamientos con respecto a sus semejantes!" Y edificado con la conducta del derviche, bajó a toda prisa y entró en la sala. E hizo zalemas y formuló sus deseos al huésped de Alah, y acabó por decirle: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermano mío! te conjuro a que me cuentes el motivo de tu emoción y de tus lágrimas y a que me expliques por qué la presencia de mi hijo te hace lanzar tan profundos suspiros. ¡Porque semejante efecto, ciertamente, debe obedecer a una causa!"
El derviche dijo: "Verdad dices, ¡oh padre de la hospitalidad!" El mercader dijo: "En ese caso, no me obligues a estar más tiempo sin saber por ti esa causa!" El derviche dijo: "¡Oh mi señor! ¿por qué me fuerzas a avivar una herida que se cierra y a revolver en mi carne el cuchillo?"
El mercader dijo: "¡Por los derechos que me confiere la hospitalidad, te ruego ¡oh hermano mío! que satisfagas mi curiosidad!" Entonces dijo el derviche: "Sabe, pues, ¡oh mi señor! ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Pero cuando llegó la 782ª noche
Ella dijo:
"... Entonces dijo el derviche: "Sabe, pues, ¡oh mi señor! que soy un pobre derviche que peregrina continuamente por las tierras y las comarcas de Alah, maravillándose día y noche con la obra del Creador.
"Y he aquí que un viernes por la mañana me condujo mi destino a la ciudad de Bassra. Y al entrar en ella observé que los zocos y las tiendas y los almacenes estaban abiertos, con todas las mercancías expuestas en los escaparates, así como todas las vituallas, y en general, cuanto se vende y se compra, cuanto se come y se bebe; pero también observé que ni en los zocos ni en las tiendas se veían huellas de mercader o de comprador, de mujer o de muchacha, de yente o de viviente, y estaba todo tan abandonado y tan desierto, que en ninguna calle había ni siquiera un perro o un gato o un grupo de niños jugando, sino por doquiera la soledad y el silencio y sólo la presencia de Alah. Y me asombré de todo aquello, y dije para mi ánima: ¿Quién sabe adónde han podido ir los habitantes de esta ciudad, con sus gatos y sus perros, para abandonar de tal manera en los escaparates todas estas mercancías? Pero como me torturaba interiormente un hambre horrible, no me entretuve en estas reflexiones, y escogiendo el mejor escaparate de repostero, comí lo que me deparaba mi suerte para satisfacción de mis anhelos de repostería. Tras de lo cual me dirigí a un escaparate de asados, y me comí dos o tres chuletas de cordero cebado y uno o dos pollos asados, que todavía conservaban el calor del horno, con algunos panecillos tostados como en mi vida los había probado mi lengua de derviche peregrino ni los habían olido mis narices, y di gracias a Alah por sus dones sobre la cabeza de Sus pobres. Luego subí a la tienda de un mercader de sorbetes, y me bebí una o dos jarras de cierto sorbete perfumado con nadd y con benjuí, solamente para acallar las primeras solicitaciones de mi gaznate, que desde hacía tanto tiempo había olvidado las bebidas de los ciudadanos ricos. Y di gracias al Bienhechor, que no olvida a Sus Creyentes y les da en la tierra un anticipo de la fuente Salsabil.
"Cuando me hube tranquilizado interiormente de aquel modo, me puse a reflexionar acerca de la extraña situación de aquella ciudad que, a no dudar, debía haber sido abandonada por sus habitantes hacía unos instantes nada más. Y mi perplejidad aumentaba con mis reflexiones; y comenzaba a sentir mucho miedo del eco de mis pasos en aquella soledad, cuando oí resonar un rumor de instrumentos musicales, que avanzaba precisamente en dirección mía, como podía percibirse escuchando con detenimiento.
"Entonces, con el espíritu un poco turbado por las cosas asombrosas de que yo era único testigo, no dudé de que estaba en una ciudad hechizada, y de que el concierto que oía lo daban los efrits y los genn malhechores (¡que Alah los confunda!). Y víctima de un miedo atroz, me precipité al fondo de un granero, y me escondí detrás de un costal de habas. Pero como en mí era natural ¡oh mi señor! estar bajo la dominación del vicio de la curiosidad -¡que Alah me perdone!-. me situé, a pesar de todo, de manera que pudiese mirar a la calle desde atrás del costal para ver sin ser visto.
Apenas había acabado de acomodarme en la postura menos fatigosa, cuando vi avanzar por la calle un cortejo deslumbrador, no de genn o de efrits, sino sin duda de huríes del Paraíso. Eran cuarenta jóvenes de rostro de luna que avanzaban con su belleza sin velos, en dos hileras, a un paso que por sí solo constituía una música. E iban precedidas de un grupo de tañedoras de instrumentos y de danzarinas, que llevaban el compás de la música con sus movimientos de pájaros. Porque pájaros eran, en verdad, y más blancas que las palomas y más ligeras, ciertamente. ¿Pues podían ser tan armoniosas y tan aéreas las hijas de los hombres? ¿Y no pertenecían más bien a ciertas especies llegadas del palacio de Iram de las Columnas o de los jardines del Edén, para encantar la tierra con su estancia?
"Quienesquiera que fuesen, ¡oh mi señor! apenas la última pareja había pasado por delante de la tienda donde yo estaba escondido detrás del costal de habas, cuando vi avanzar sobre una yegua de frente estrellada, que llevaban de la brida dos negras jóvenes, a una dama revestida de tanta juventud y de tanta belleza, que su vista acabó de dislocarme la razón, y perdí la respiración y estuve a punto de caerme de espaldas detrás del costal de habas, ¡oh señor mío! Y deslumbraba aun más ella, porque sus vestiduras estaban sembradas de pedrerías, y sus cabellos, su cuello, sus muñecas y sus tobillos desaparecían con el resplandor de los diamantes y los collares y pulseras de perlas y gemas preciosas. Y a su derecha marchaba una esclava, que tenía en la mano un sable desnudo con la empuñadura hecha de una sola esmeralda. Y la yegua que la conducía avanzaba como una reina orgullosa de la corona que llevase a la cabeza. Y la visión de esplendor alejose inmediatamente, dejándome un corazón apuñalado por la pasión, un alma reducida para siempre a la esclavitud y unos ojos que recuerdan y dicen al ver cualquier belleza: «¿Quién eres tú en comparación con ella?»
"Cuando el cortejo se perdió de vista por completo y la música de las tañedoras de instrumentos no llevó hasta mí más que sones lejanos, me decidí a salir de detrás del costal de habas y de la tienda a la calle. E hice bien, porque en el mismo momento vi con sorpresa extremada que los zocos se animaban y todos los mercaderes salían como de debajo de la tierra para ir a ocupar sus respectivos puestos, y el tratante de granos propietario de la tienda en que me había ocultado yo apareció, salido de no sé donde, y se dedicó a vender sus granos a los que cebaban aves y a otros compradores. Y yo, cada vez más perplejo, me decidí a abordar a un transeúnte y a preguntarle qué significaba el espectáculo de que fui testigo y el nombre de la dama maravillosa que montaba en la yegua de frente estrellada. Pero, con gran asombro mío, el hombre me lanzó una mirada enloquecida, se puso muy amarillo, y recogiéndose la orla del traje me volvió la espalda y echó a correr con una carrera más rápida que si le persiguiese la hora de su destino. Y abordé a otro transeúnte y le hice la misma pregunta. Pero, en vez de contestarme, hizo como que no me había visto ni oído, y continuó su camino mirando a otro lado. Y todavía interrogué a una porción de personas más; pero ni una quiso responder a mis preguntas y todo el mundo huía de mí como si saliese yo de una fosa de excrementos o como si blandiese una espada cercenadora de cabezas.
Entonces me dije a mí mismo: «¡Oh derviche amigo! para averiguar el asunto sólo te resta entrar en la tienda de un barbero a que te afeite la cabeza, y a interrogar al barbero al mismo tiempo. Porque ya sabes que las gentes que ejercen este oficio tienen la lengua cosquillosa y siempre la palabra en la punta de la lengua. ¡Y quizá únicamente él te enterará de lo que intentas saber!» Y cuando hube reflexionado de tal suerte, entré en casa de un barbero, y después de pagarle generosamente con todo lo que poseía, le hablé de lo que tenía tantas ganas de saber y le pregunté quién era la dama de belleza sobrenatural. Y el barbero, bastante aterrado, giró los ojos de derecha a izquierda, y acabó por contestar: «¡Por Alah, ¡oh tío mío derviche! si quieres conservar la cabeza sobre el cuello y el cuello sano y salvo, guárdate bien de hablar a nadie de lo que tuviste la mala suerte de ver! ¡Y hasta harías bien, para mayor seguridad, en dejar inmediatamente nuestra ciudad, donde estás perdido sin remedio! Y esto es todo lo que puedo decirte acerca del particular, porque se trata de un misterio que tortura a toda la ciudad de Bassra, donde las gentes mueren como langostas si tienen la desgracia de no ocultarse con anterioridad a la llegada del cortejo. En efecto, la esclava que lleva el alfanje desnudo corta la cabeza de los indiscretos que tienen la curiosidad de mirar pasar al cortejo o que no se esconden a su paso. ¡Y he aquí cuanto puedo decirte!»
"Entonces yo ¡oh mi señor! cuando el barbero hubo acabado de afeitarme la cabeza, abandoné la tienda y me apresuré a salir de la ciudad, y no tuve tranquilidad hasta que me hallé muy lejos. Y viajé por tierras y desiertos, hasta que llegué a vuestra ciudad. Y tenía siempre habitada el alma por la belleza entrevista, y pensaba en ella día y noche, hasta el punto de que con frecuencia me olvidaba de comer y de beber. ¡Y en esta disposición fué como acerté a pasar hoy por delante de la tienda de tu señoría, y vi a tu hijo Kamar, cuya hermosura me recordó de una manera exacta la de la joven sobrenatural de Bassra, a quien se parece como un hermano se parece a su hermano. Y me conmovió de tal modo esta semejanza, que no pude contener mis lágrimas, lo cual, sin duda, es propio de un insensato! ¡Y ésa es ¡oh mi señor! la causa de mis suspiros y de mi emoción!"
Y cuando el derviche hubo terminado de tal suerte su relato, de nuevo rompió en lágrimas, mirando al joven Kamar; y añadió entre sollozos: "Por Alah sobre ti, ¡oh señor mío! Ahora que te he contado lo que tenía que contarte, y como no quiero abusar de la hospitalidad que has concedido a un servidor de Alah, ábreme la puerta de salida y déjame marchar en tal estado por mi camino. Y si me es posible formular un anhelo sobre la cabeza de mis bienhechores, ¡pluguiera a Alah, que ha creado dos criaturas tan perfectas como tu hijo y la joven de Bassra, acabar Su obra permitiendo que se uniesen!"
Y tras de hablar así, el derviche se levantó, no obstante los ruegos del padre de Kamar, que le instaba a quedarse, invocó una vez más la bendición sobre sus huéspedes, y se marchó, suspirando, como había venido. Y he aquí lo referente a él.
En cuanto al joven Kamar, no pudo cerrar los ojos en toda la noche, de tan preocupado como estaba por el relato del derviche y de tanto como hubo de impresionarle la descripción que hizo de la joven. Y al día siguiente por la aurora entró en el aposento de su madre y la despertó, y le dijo: "¡Oh madre! ¡hazme un fardo de ropa, pues tengo que partir al instante para la ciudad de Bassra, donde me aguarda mi destino!" Y al oír estas palabras, su madre empezó a lamentarse, llorando, y llamó a su esposo y le participó aquella noticia tan asombrosa y tan inesperada. Y el padre de Kamar trató, aunque en vano, de hacer ponerse en razón a su hijo, que no quiso escuchar ningún argumento, y que dijo, a manera de conclusión: "¡Si no parto en seguida para Bassra, seguramente moriré!" Y en vista de lenguaje tan decisivo y de resolución tan firme, el padre y la madre de Kamar se limitaron a suspirar, aceptando lo que estaba escrito por el Destino. Y el padre de Kamar no dejó de echar en cara a su esposa todas las contrariedades que les habían ocurrido desde la hora en que hubo de escuchar sus consejos él y había conducido a Kamar al zoco.
Y se decía: "¡He aquí en lo que pararon tus cuidados y tu prudencia, ¡ya Abd el-Rahmán! ¡No hay recurso ni fuerza más que en Alah el Todopoderoso! ¡Lo que está escrito ha de ocurrir, y nadie puede luchar contra los designios de la suerte!" Y la madre de Kamar, doblemente entristecida por ser víctima de los reproches de su esposo y por la pena que le producía el proyecto de su hijo, se vió obligada a hacerle sus preparativos de marcha. Y le dió un saquito, en que había metido cuarenta gruesas piedras preciosas, como rubíes, diamantes y esmeraldas, diciéndole: "Lleva contigo muy cuidadosamente este saquito, ¡oh hijo mío! Podrá serte útil, si llega a faltarte dinero!" Y su padre le dió noventa mil dinares de oro para sus gastos de viaje y su estancia en el extranjero. Y ambos se abrazaron, llorando, y se despidieron de él. -Y su padre le recomendó al jefe de la caravana que partía para el Irak. Y después de besar la mano a su padre y a su madre, Kamar salió para Bassra, acompañado por los votos de sus padres. Y Alah le escribió la seguridad, y llegó él sin contratiempo a aquella ciudad.. .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Ella dijo:
"... y llegó él sin contratiempo a aquella ciudad.
Y aconteció que el día de su llegada era precisamente un viernes por la mañana; y Kamar pudo observar que cuanto le había contado el derviche era la pura verdad. Y vió, en efecto, que los zocos estaban vacíos, las calles desiertas y las tiendas abiertas, pero sin vendedores ni compradores. Y como tenía hambre, comió y bebió de lo que le convino, hasta la saciedad. Y apenas había acabado su comida, oyó la música y se apresuró a esconderse, como lo había hecho el derviche. Y en seguida vió aparecer a la bella joven con sus cuarenta mujeres. Y a la vista de su belleza le poseyó una emoción tan fuerte que se cayó desvanecido en su escondite.
Cuando recobró el sentido vió que los zocos estaban animados y llenos de transeúntes, que iban y venían, exactamente igual que si no se hubiese interrumpido el movimiento comercial. Y detallando aún en su espíritu los encantos sobrenaturales de la joven, comenzó por ir a comprarse trajes magníficos, de lo más rico y suntuoso que pudo encontrar en casa de los principales mercaderes. Y se presentó después en el hammam, del cual salió brillante como un rey joven, tras de tomar un baño prolongado y minucioso. Y solamente entonces se dedicó a buscar la tienda del barbero que la otra vez había afeitado la cabeza al derviche, y no tardó en encontrarla. Y entró en la tienda, y después de las zalemas por una y otra parte, dijo al barbero: "¡Oh padre de manos ligeras! deseo hablarte en secreto. ¡Te ruego, pues, que cierres tu tienda a los clientes que tienes costumbre de recibir, y toma esto para indemnizarte de la pérdida de tu tiempo!" Y le entregó una bolsa llena de dinares de oro, la cual se apresuró el barbero a guardarse en su cinturón, tras de tomarla a peso con un leve movimiento de mano. Y cuando ambos estuvieron solos en la tienda, Kamar le dijo: "¡Oh padre de manos ligeras! soy extranjero en esta ciudad. ¡Y únicamente deseo saber por ti el motivo del abandono matinal de los zocos este viernes!" Y conquistado por la generosidad del joven y por su aire de emir, el barbero le contestó: "¡Oh mi señor! se trata de un secreto que no he tratado de penetrar nunca, y hago como todo el mundo y tengo cuidado de ocultarme todos los viernes por la mañana. Pero, ya que la cosa te preocupa, voy a hacer por ti lo que no haría por mi hermano. Te pondré, pues en comunicación con mi mujer, que sabe todo lo que pasa en la ciudad, porque vende perfumes en todos los harenes de Bassra y en los palacios de los grandes y del sultán. Y como, por tu talante, veo que estás impaciente por esclarecer este asunto, y que, por otra parte, te ha agradado mi proposición, voy al instante en busca de la hija de mi tío para someterle el caso.
¡Espérame, pues, tranquilamente en la tienda hasta mi regreso!"
Y el barbero dejó a Kamar en la tienda y se apresuró a ir en busca de su mujer, a quien explicó el motivo que le llevaba; y al mismo tiempo le entregó la bolsa llena de dinares de oro. Y la esposa del barbero, que era fértil de ingenio y servicial de corazón, contestó: "Bienvenido sea a nuestra ciudad. ¡Heme aquí pronta a servirle con mi cabeza y mis ojos! ¡Ve a buscarle y tráemele para que le ponga al corriente de lo que quiere saber!" Y el barbero regresó a su tienda, donde encontró sentado a Kamar esperándole, y le dijo: "¡Oh hijo mío! levántate y ven conmigo a ver a tu madre, la hija de mi tío, que me encarga te diga: "¡El asunto es fácil!"
Y le cogió de la mano y le condujo a su casa, donde su esposa dió al joven la bienvenida con acento afable y atrayente, y le hizo sentarse en el sitio de honor del diván, y le dijo: "¡Familia y comodidad al huésped encantador! ¡La casa es tu casa y esclavos tuyos los dueños de la casa! ¡Estás por encima de nuestra cabeza y de nuestros ojos! ¡Ordena! ¡Oír es obedecer!" Y se apresuró a ofrecerle en una bandeja de cobre los refrescos y las confituras de la hospitalidad, y le obligó a tomar una cucharada de cada especie, formulando cada vez el deseo de que obtuviese: "¡Delicias y reparación para el corazón del huésped!"
Entonces Kamar cogió un puñado grande de dinares de oro y se lo puso en las rodillas a la esposa del barbero, diciendo: "¡Dispénsame lo poco que es! ¡Pero ¡inschalah! ya sabré agradecer mejor tus bondades!"
Luego le dijo: "¡Ahora, madre mía, cuéntame todo lo que sepas acerca de lo que sabes!"
Y dijo la esposa del barbero: "Sabe ¡oh hijo mío! ¡oh luz de mis ojos y corona de mi cabeza! que el sultán de Bassra recibió un día en calidad de regalo del sultán de la India una perla tan hermosa, que debió nacer de un rayo de sol posado en alguna hueva milagrosa del mar. Era a la vez blanca y dorada, según como se la mirara, y parecía encender en su seno un incendio en leche. Y el rey la estuvo contemplando durante todo un día, y para no separarse de ella nunca, quiso llevarla sujeta a su cuello con una cinta de seda. Pero como era virgen e imperforada, mandó llamar a todos los joyeros de Bassra, y les dijo: Deseo que agujereéis con destreza esta perla soberana. Y quien sepa hacerlo, sin estropear la maravillosa substancia que la compone, podrá pedirme cuanto quiera, y será complacido con creces. ¡Pero si no obtiene un resultado perfecto o si su mal destino le hace estropearla lo más mínimo, puede contarse en la pira de los muertos, porque haré que le corten la cabeza después de obligarle a sufrir todos los suplicios a que se haya hecho acreedor por su torpeza sacrílega! ¿Qué os parece, ¡oh joyeros!?"
"Al oír estas palabras del sultán, y comprendiendo que arriesgaban sus almas, los joyeros sintieron un miedo extremado, y contestaron: «¡Oh rey del tiempo ¡es cosa muy delicada una perla como ésa! Y sabido es que, para horadar las perlas ordinarias, hacen falta una habilidad y un pulso muy raros, y que pocos maestros joyeros obtienen en ello buen resultado sin algunos accidentes inevitables. Te suplicamos, pues, que no nos obligues a lo que nuestros débiles medios no pueden soportar, porque declaramos que de nuestras manos jamás podrá salir una habilidad como la que es preciso desplegar para eso.
¡Sin embargo, podemos indicarte quién sabrá llevar a cabo ese prodigio de arte, y es nuestro jeique! » Y el rey preguntó: ¿Y quién es vuestro jeique?» Ellos contestaron: «¡El maestro joyero Obeid! ¡Es infinitamente más hábil que nosotros, y tiene un ojo en la punta de cada dedo y una delicadeza extremada en cada ojo!» Y dijo el rey: ¡Id a buscármele, y no tardéis!» Y los Joyeros se apresuraron a obedecer y volvieron con su jeique, el maestro Obeid, quien, tras de besar la tierra entre las manos del rey, se mantuvo de pie esperando órdenes. Y el rey le explicó el trabajo que exigía de él y la recompensa o el castigo que le esperaba en caso de éxito o de fracaso. Y al propio tiempo le enseñó la perla. Y el joyero Obeid tomó la maravillosa perla y la examinó una hora de tiempo, y contestó:
¡Moriré si no la horado!»
Y acto seguido se puso en cuclillas, con permiso del rey, y sacando de su cinturón ciertas herramientas sutiles, colocó la perla entre ambos dedos gordos de sus pies juntos, y con una habilidad y una ligereza increíbles, manejó sus herramientas igual que un niño manejaría un peón, y en menos tiempo del que se necesita para horadar un huevo, perforó la perla de parte a parte, sin una rebaja ni la menor lasca, con dos agujeros iguales y simétricos. Luego la limpió con el revés de la manga y se la ofreció al rey, el cual se dilató y osciló de satisfacción y de contento. Y se la colgó al cuello con un cordón de seda, y subió a sentarse en su trono. Y miró a todos lados con ojos iluminados de alegría, en tanto que la perla era cual un sol que le colgase del cuello.
"Tras de lo cual se encaró con el joyero Obeid, y le dijo: «¡Oh maestro Obeid! ¡di ya lo que deseas!» Y el joyero reflexionó una hora de tiempo, y contestó: «¡Alah prolongue los días del rey! pero el esclavo cuyas manos tullidas han tenido el honor insigne de tocar la perla maravillosa y de devolvérsela a nuestro amo, perforada con arreglo a su deseo, posee una esposa muy joven, a la que tiene que mimar mucho, pues ya es bastante viejo, y cuando los hombres están de regreso en la vida, si no quieren hacerse antipáticos a sus esposas, deben tratarlas con toda clase de miramientos y no hacer nada sin consultarlas. El esclavo, pues, querría ir a pedir opinión a su esposa con respecto a la petición que le permite hacer nuestro amo magnánimo, y ver si no tiene ella misma que formular un deseo preferible al que pudiera imaginar yo. ¡Porque Alah no sólo le ha dado juventud y gracia, sino un ingenio fértil y perspicaz y una cordura a toda prueba!»
Y dijo el rey: «¡Date prisa, Osta-Obeid, a ir a consultar a tu esposa y volver a traerme la respuesta, pues no tendré reposo espiritual mientras no haya cumplido mi promesa!» Y el joyero salió del palacio y fué en busca de su esposa y le sometió el caso. Y exclamó la joven: «¡Glorificado sea Alah, que hace que llegue mi día antes de tiempo! ¡En efecto, tengo que formular un deseo y poner en práctica una idea singular en verdad! Gracias a los beneficios de Alah y a la prosperidad de tus negocios, somos ricos y estamos al abrigo de la necesidad para el resto de nuestros días. Por ese lado nada tenemos, pues, que desear y el anhelo que quiero satisfacer no costará un dracma al tesoro del reino. ¡Helo aquí! ¡Ve a pedir sencillamente al rey que me dé permiso para pasearme todos los viernes con un cortejo, semejante al de las hijas de los reyes, por los zocos y las calles de Bassra, sin que ose nadie mostrarse entonces en la calle, so pena de perder la cabeza! ¡Y eso es cuanto deseo del rey como recompensa a tu trabajo referente a la perla perforada!»
"Al oír estas palabras de su joven esposa, el joyero llegó al límite del asombro, y se dijo: «¡Alah karim! ¡Muy sagaz tiene que ser quien pueda envanecerse de saber lo que bulle en el cerebro de una mujer!» Pero como amaba a su esposa, y era viejo y muy feo además, ni quiso contrariarla, y se limitó a contestar: «¡Oh hija del tío! tu deseo está por encima de la cabeza y de los ojos. ¡Pero si cuando pase el cortejo abandonan sus tiendas los mercaderes de los zocos para ir a ocultarse, los perros y los gatos devastarán los escaparates y cometerán otros males que han de pesar sobre nuestra conciencia!» Ella dijo: «Para evitarlo, a los habitantes y guardias de los zocos se les dará orden de encerrar aquel día a todos los perros y a todos los gatos. ¡Pues deseo que queden abiertas las tiendas mientras pasa mi cortejo! ¡Y todos, grandes y pequeños, irán a ocultarse en las mezquitas, cuyas puertas se cerrarán para que nadie pueda asomar la cabeza y mirar!»
"Entonces el joyero Obeid fué en busca del rey, y extremadamente confuso, le transmitió el deseo de su esposa. Y el rey le dijo: «¡ No hay inconveniente!' Y por los pregoneros públicos hizo proclamar en toda la ciudad la orden de que los habitantes dejaran abiertas sus tiendas todos los viernes, dos horas antes de la plegaria, y fueran a ocultarse en las mezquitas, guardándose muy mucho de mostrar en la calle sus cabezas, so pena de verlas saltar de sus hombros. Y les recomendó que encerraran a los perros y a los gatos, a los asnos y a los camellos y a cuantos animales de carga pudiesen circular por los zocos.
"Y desde entonces la esposa del joyero se pasea así todos los viernes, dos horas antes de la plegaria de mediodía, sin que se atreva a mostrarse por las calles hombre, ni perro, ni gato. ¡Y precisamente es a ella misma, ya sidi Kamar, a quien viste esta mañana con su belleza verdaderamente sobrenatural, en medio de su cortejo de jóvenes y precedida de la esclava que llevaba en la mano el sable desnudo para cortar la cabeza de quien osase mirarla pasar!"
Y cuando la esposa del barbero hubo contado así a Kamar lo que él quería saber, se calló un momento, le observó sonriendo y añadió: "¡Pero bien veo, ¡oh propietario del rostro encantador! ¡oh mí señor bendito! que no te satisface este relato y que deseas de mi algo más: por ejemplo, que te indique un medio de volver a ver a la maravillosa joven, esposa del anciano joyero!" Y contestó Kamar: "¡Oh madre mía! Tal es, en efecto, el deseo íntimo de mi corazón. Porque para verla vine de mi país, después de haber abandonado la morada, donde mi ausencia deja llorando a un padre y a una madre que me quieren bien". Y la esposa del barbero dijo: "¡En ese caso, ¡oh hijo mío! enumérame algunas de las cosas preciosas y de valor que posees!" El dijo: "¡Oh madre mía! entre otras cosas buenas, tengo conmigo piedras preciosas de cuatro clases: las piedras de la primera clase valen quinientos dinares de oro cada una; las de la segunda clase valen setecientos dinares de oro cada una; las de la tercera, ochocientos cincuenta, y las de la cuarta, mil dinares de oro cada una, por lo menos". Ella preguntó: "¿Y está tu alma dispuesta a ceder cuatro de esas piedras, cada una de clase diferente?" El contestó: "¡Mi alma está dispuesta a ceder gustosa todas las piedras que poseo y todo lo que en mi mano haya!" Ella dijo: "¡Pues bien; levántate, ¡oh hijo! ¡oh corona de la cabeza de los más generosos! y ve al zoco de los joyeros y orfebres en busca del joyero Osta-Obeid, y haz exactamente lo que voy a decirte!"
Y le indicó cuanto quiso indicarle para hacerle llegar al fin deseado, y añadió: "Para todo se necesita prudencia y paciencia, hijo mío. ¡Pero cuando hayas hecho lo que acabo de indicarte no te olvides de venir a darme cuenta de ello y de traer contigo cien dinares de oro para mi esposo el barbero, que es un pobre...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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