5 Historia del jorobado con el sastre, el corredor nazareno, el intendente y el médico judío; lo que de ello resultó, y sus aventuras sucesivamente referidas (de la noche 24 a la 32)
5.1 Relato del corredor nazareno (025 – 026)
5.1.1 Historia del mercader manco (025 – 026)
5.2 Relato del intendente del rey de la China (027 – 027)
5.3 Relato del médico judío (027 – 028)
5.4 Relato del sastre (028 – 032)
5.4.1 Historia del joven cojo con el barbero de Bagdad (028 – 030)
5.4.2 Historia del barbero de Bagdad y sus seis hermanos (030 – 032)
5.4.2.1 Historia de Backbuck, primer hermano del barbero (030 -030)
5.4.2.2 Historia de El-Haddar, segundo hermano del barbero (030 – 031)
5.4.2.3 Historia de Bacbac, tercer hermano del barbero (031 – 031)
5.4.2.4 Historia del El-Kuz, cuarto hermano del barbero (031 – 031)
5.4.2.5 Historia de El-Aschar, quinto hermano del barbero (031 – 032)
5.4.2.6 Historia de Schakalik, sexto hermano del barbero (032 – 032Ir a la segunda parte
Historia del jorobado con el sastre, el corredor nazareno, el intendente y el médico judío; lo que de ello resultó, y sus aventuras sucesivamente referidas
Entonces Schehrazada dijo al rey Schahriar:
"He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de las edades y de los siglos, hubo en una ciudad de la China un hombre que era sastre y estaba muy satisfecho de su condición. Amaba las distracciones apacibles y tranquilas y de cuando en cuando acostumbraba salir con su mujer, para pasearse y recrear la vista con el espectáculo de las calles y los jardines. Pero cierto día que ambos habían pasado fuera de casa, al regresar a ella, al anochecer, encontraron en el camino a un jorobado de tan grotesca facha, que era antídoto de toda melancolía y haría reír al hombre más triste, disipando todo pesar y toda aflicción.
Inmediatamente se le acercaron el sastre y su mujer, divirtiéndose tanto con sus chanzas, que le convidaron a pasar la noche en su compañía.
El jorobado hubo de responder a esta oferta como era debido, uniéndose a ellos, y llegaron juntos a la casa. Entonces el sastre se apartó un momento para ir al zoco antes de que los comerciantes cerrasen su tienda, pues quería comprar provisiones con qué obsequiar al huésped. Compró pescado frito, pan fresco, limones, y un gran pedazo de halaua[1] para postre.
Después volvió, puso todas estas cosas delante del jorobado, y todos se sentaron a comer.
Mientras comían alegremente, la mujer del sastre tomó con los dedos un gran trozo de pescado, y lo metió por broma todo entero en la boca del jorobado, tapándosela con la mano para que no escupiera el pedazo, y dijo: "¡Por Alah! Tienes que tragarte ese bocado de una vez sin remedio, o si no, no te suelto".
Entonces el jorobado, tras de muchos esfuerzos, acabó por tragarse el pedazo entero. Pero desgraciadamente para él, había decretado el Destino que en aquel bocado hubiese una enorme espina. Y esta espina se le atravesó en la garganta, ocasionándole en el acto la muerte.
Al llegar a este punto de su relato, vió Schehrazada, hija del visir, que se acercaba la mañana, y con su habitual discreción no quiso proseguir la historia, para no abusar del permiso concedido por el rey Schahriar.
Entonces su hermana, la joven Doniazada, le dijo: "¡Oh hermana mía! ¡Cuán gentiles, cuán dulces y cuán sabrosas son tus palabras!" Y Schehrazada respondió: "¿Pues qué dirás la noche próxima, cuando oigas la continuación, si es que vivo aún, porque así lo disponga la voluntad de este rey lleno de buenas maneras y de cortesía?"
Y el rey Schahriar dijo para sí: "¡Por Alah! No la mataré hasta no oír lo que falta de esta historia, que es muy sorprendente".
Después el rey Schahriar cogió a Schehrazada entre sus brazos, y pasaron enlazados el resto de la noche, hasta que llegó la mañana. Entonces el rey se levantó y se fué a la sala de justicia.
Enseguida entró el visir, y entraron asimismo los emires, los chambelanes y los guardias, y el diwán se llenó de gente. El rey empezó a juzgar y a despachar asuntos, dando un cargo a éste, destituyendo a aquél, sentenciando en los pleitos pendientes, y ocupando su tiempo de este modo hasta acabar el día. Terminado el diwán, el rey volvió a sus aposentos y fué en busca de Schehrazada.
Doniazada dijo a Schehrazada: "¡Oh hermana mía! Te ruego que nos cuentes la continuación de esa historia del jorobado con el sastre y su mujer". Y Schehrazada repuso: "¡De todo corazón y como debido homenaje! Pero no sé si lo consentirá el rey". Entonces el rey se apresuró a decir: "Puedes contarla".
Y Schehrazada dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el sastre vió morir de aquella manera al jorobado, exclamó: "¡Sólo Alah el Altísimo y Omnipotente posee la fuerza y el poder! ¡Qué desdicha que este pobre hombre haya venido a morir precisamente entre nuestras manos!"
Pero la mujer replicó: "¿Y qué piensas hacer ahora? ¿No conoces estos versos del poeta?
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- ¡Oh alma mía! ¿Por qué te sumerges en lo absurdo hasta enfermar? ¿Por qué te preocupas con aquello que te acarreará la pena y la zozobra?
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- ¿No temes al fuego, puesto que vas a sentarte en él? ¿No sabes que quien se acerca al fuego se expone a abrasarse?
Al oír el sastre estas palabras se levantó, cogió al jorobado en brazos, y salió de la casa en seguimiento de su esposa. Y la mujer empezó a clamar: "¡Oh mi pobre hijo! ¿Podremos verte sano y salvo? ¡Dime! ¿Sufres mucho? ¡Oh maldita viruela! ¿En qué parte del cuerpo te ha brotado la erupción?" Y al oírlos, decían los transeúntes: "Son un padre y una madre que llevan a un niño enfermo de viruelas". Y se apresuraban a alejarse.
Así siguieron andando el sastre y su mujer, preguntando por la casa de un médico, hasta que lo llevaron a la de un médico judío. Llamaron entonces, y en seguida bajó una negra, abrió la puerta, y vió a aquel hombre que llevaba un niño en brazos, y a la madre que lo acompañaba. Y ésta le dijo: "Traemos un niño para que lo vea el médico. Toma este dinero, un cuarto de dinar, y dáselo adelantado a tu amo, rogándole que baje a ver al niño, porque está muy enfermo".
Volvió a subir entonces la criada, y en seguida la mujer del sastre traspuso el umbral de la casa, hizo entrar a su marido, y le dijo: "Deja en seguida ahí el cadáver del jorobado. Y vámonos a escape". Y el sastre soltó el cadáver del jorobado dejándolo arrimado al muro, sobre un peldaño de la escalera, y se apresuró a marcharse, seguido por su mujer.
En cuanto a la negra, entró en la casa de su amo el médico judío, y le dijo: "Ahí abajo queda un enfermo, acompañado de un hombre y una mujer, que me han dado para ti este cuarto de dinar para que recetes algo que le alivie". Y cuando el médico judío vió el cuarto de dinar, se alegró mucho y se apresuró a levantarse; pero con la prisa no se acordó de coger la luz para bajar, por eso tropezó con el jorobado, derribándolo. Y muy asustado, al ver rodar a un hombre, le examinó en seguida, y al comprobar que estaba muerto, se creyó causante de su muerte. Gritó entonces: "¡Oh Señor! ¡Oh Alah justiciero! ¡Por las diez palabras santas!" Y siguió invocando a Harún, a Yuschach, ( Aarón, Josué) hijo de Nun, y a los demás. Y dijo: "He aquí que acabo de tropezar con este enfermo, y le he tirado rodando por la escalera. Pero ¿cómo salgo yo ahora de casa con un cadáver?"
De todos modos, acabó por cogerlo y llevarlo desde el patio a su habitación, donde lo mostró a su mujer, contando todo lo ocurrido. Y ella exclamó aterrorizada: "¡No, aquí no lo podemos tener! ¡Sácalo de casa cuanto antes! Como continúe con nosotros hasta la salida del sol, estamos perdidos sin remedio. Vamos a llevarlo entre los dos a la azotea y desde allí lo echaremos a la casa de nuestro vecino el musulmán. Ya sabes que nuestro vecino es el intendente proveedor de la cocina del rey, y su casa está infestada de ratas, perros y gatos que bajan por la azotea para comerse las provisiones de aceite, manteca y harina. Por lo tanto, esos bichos no dejarán de comerse este cadáver, y lo harán desaparecer".
Entonces el médico judío y su mujer cogieron al jorobado y lo llevaron a la azotea, y desde allí lo hicieron descender pausadamente hasta la casa del mayordomo, dejándolo de pie contra la pared de la cocina. Después se alejaron, descendiendo a su casa tranquilamente.
Pero haría pocos momentos que el jorobado se hallaba contra la pared, cuando el intendente, que estaba ausente, regresó a su casa, abrió la puerta, encendió una vela, y entró. Y encontró a un hijo de Adán de pie en un rincón, junto a la pared de la cocina. Y el intendente, sorprendidísimo, exclamó: "¿Qué es eso? ¡Por Alah! He aquí que el ladrón que acostumbraba a robar mis provisiones no era un bicho, sino un ser humano.
Este es el que me roba la carne y la manteca, a pesar de que las guardo cuidadosamente por temor a los gatos y a los perros. Bien inútil habría sido matar a todos los perros y gatos del barrio, como pensé hacer, puesto que este individuo es el que bajaba por la azotea".
Enseguida agarró el intendente una enorme estaca, yéndose hacia el hombre, y le dió de garrotazos, y aunque le vió caer, le siguió apaleando. Pero como el hombre no se movía, el intendente advirtió que estaba muerto, y entonces dijo desolado: "¡Sólo Alah el Altísimo y Omnipotente posee la fuerza y el poder!"
Después añadió: "Malditas sean la manteca y la carne, y maldita esta noche! Se necesita tener toda la mala suerte que yo tengo para haber matado así a este hombre. Y no sé qué hacer con él". Después lo miró con mayor atención, comprobando que era jorobado. Y le dijo: "¿No te bastaba con ser jorobeta? ¿Querías también ser ladrón y robarme la carne y la manteca de mis provisiones? ¡Oh Dios protector, ampárame con el velo de tu poder!" Y como la noche se acababa, el intendente se echó a cuestas al jorobado, salió de su casa y anduvo cargado con él, hasta que llegó a la entrada del zoco. Parose entonces, colocó de pie al jorobado junto a una tienda, en la esquina de una bocacalle, y se fué.
Al poco tiempo de estar allí el cadáver del jorobado, acertó a pasar un nazareno. Era el corredor de comercio del sultán. Y aquella noche estaba beodo. Y en tal estado iba al hammam a bañarse. Su borrachera le incitaba a las cosas más curiosas, y se decía:
"¡Vamos, que eres casi como el Mesías!" Y marchaba haciendo eses y tambaleándose, y acabó por llegar adonde estaba el jorobado. Y entonces quiso orinar. Pero de pronto vió al jorobado delante de él, apoyado contra la pared. Y al encontrarse con aquel hombre, que seguía inmóvil, se le figuró que era un ladrón y que acaso fuese quien le había robado el turbante, pues el corredor nazareno iba sin nada a la cabeza. Entonces se abalanzó contra aquel hombre, y le dió un golpe tan violento en la nuca, que lo hizo caer al suelo. Y en seguida empezó a dar gritos llamando al guarda del zoco. Y con la excitación de su embriaguez, siguió golpeando al jorobado y quiso estrangularlo, apretándole la garganta con ambas manos. En este momento llegó el guarda del zoco, y vió al nazareno encima del musulmán, dándole golpes y a punto de ahogarlo. Y el guarda dijo: "¡Deja a ese hombre, y levántate!" Y el cristiano se levantó.
Entonces el guarda del zoco se acercó al jorobado, que se hallaba tendido en el suelo, lo examinó, y vió que estaba muerto. Y gritó entonces: "¿Cuándo se ha visto que un nazareno tenga la audacia de tocar a un musulmán y de matarlo?" Y el guarda se apoderó del nazareno, le ató las manos a la espalda y le llevó a casa del wali. Y el nazareno se lamentaba y decía: "¡Oh Mesías, oh Virgen! ¿Cómo habré podido matar a ese hombre? ¡Y qué pronto ha muerto, sólo de un puñetazo! Se me pasó la borrachera, y ahora viene la reflexión".
Llegados a casa del walí, el nazareno y el cadáver del jorobado quedaron encerrados toda la noche, hasta que el walí se despertó por la mañana. Entonces el walí (gobernador de una provincia por delegación del sultán.) interrogó al nazareno, que no pudo negar los hechos referidos por el guarda del zoco. Y el walí no pudo hacer otra cosa que condenar a muerte a aquel nazareno que había matado a un musulmán. Y ordenó que el porta alfanje pregonara por toda la ciudad la sentencia de muerte del corredor nazareno. Luego mandó que levantasen la horca, y que llevasen a ella al sentenciado.
Entonces se acercó el porta alfanje y preparó la cuerda, hizo el nudo corredizo, se lo pasó al nazareno por el cuello, y ya iba a tirar de él, cuando de pronto el proveedor del sultán hendió la muchedumbre y abriéndose camino hasta el nazareno que estaba de pie junto a la horca, dijo al porta alfanje: "¡Detente! ¡Yo soy quien ha matado a ese hombre! Entonces el walí le preguntó: "¿Y por qué le mataste?" Y el intendente dijo: "Vas a saberlo. Esta noche, al entrar en mi casa, advertí que se había metido en ella descolgándose por la terraza, para robarme las provisiones. Y le di un golpe en el pecho con un palo, y en seguida le vi caer muerto. Entonces le cogí a cuestas, y le traje al zoco, dejándole de pie arrimado contra una tienda en tal sitio y en tal esquina. ¡ Y he aquí que ahora, con mi silencio, iba a ser causa de que matasen a este nazareno, después de haber sido yo quien mató a un musulmán! ¡A mí, pues, hay que ahorcarme!"
Cuando el walí hubo oído las palabras del proveedor, dispuso que soltasen al nazareno, y dijo al porta alfanje: "Ahora mismo ahorcarás a este hombre, que acaba de confesar su delito".
Entonces el porta alfanje cogió la cuerda que había pasado por el cuello del cristiano y rodeó con ella el cuello del proveedor, lo llevó junto al patíbulo, y lo iba a levantar en el aire, cuando de pronto el médico judío atravesó la muchedumbre, y dijo a voces al porta alfanje:
"¡Aguardad! ¡El único culpable soy yo!" Y después contó así la cosa: " Sabed todos que este hombre me vino a buscar para consultarme, a fin de que lo curara. Y cuando yo bajaba la escalera para verle, como era de noche, tropecé con él y rodó hasta lo último de la escalera, convirtiéndose en un cuerpo sin alma. De modo que no deben matar al proveedor, sino a mí solamente".
Entonces el walí dispuso la muerte del médico judío. Y el porta alfanje quitó la cuerda del cuello del proveedor, y la echó al cuello del médico judío, cuando se vió llegar al sastre, que atropellando a todo el mundo, dijo:
"¡Detente! Yo soy quien lo maté. Y he aquí lo que ocurrió. Salí ayer de paseo y regresaba a mi casa al anochecer. En el camino encontré a este jorobado, que estaba borracho y muy divertido, pues llevaba en la mano una pandereta y se acompañaba con ella cantando de una manera chistosísima. Me detuve para contemplarle y divertirme, y tanto me regocijó, que lo convidé a comer en mi casa. Y compré pescado entre otras cosas, y cuando estábamos comiendo, tomó mi mujer un trozo de pescado, que colocó en otro de pan, y se lo metió todo en la boca a este hombre, y el bocado le ahogó, muriendo en el acto. Entonces lo cogimos entre mi mujer y yo y lo llevamos a casa del médico judío. Bajó a abrirnos una negra, y yo le dije lo que le dije. Después le di un cuarto de dinar para su amo. Y mientras ella subía, agarré en seguida al jorobado y lo puse de pie contra el muro de la escalera, y yo y mi mujer nos fuimos a escape. Entretanto, bajó el médico judío para ver al enfermo; pero tropezó con el jorobado, que cayó en tierra, y el judío creyó que lo había matado él".
En este momento, el sastre se volvió hacia el médico judío y le dijo: "¿No fué así?" El médico repuso: "¡Esa es la verdad!" Entonces el sastre, dirigiéndose al walí, exclamó: "¡Hay, pues, que soltar al judío y ahorcarme a mí!"
El walí, prodigiosamente asombrado, dijo entonces: "En verdad que esta historia merece escribirse en los anales y en los libros". Después mandó al porta alfanje que soltase al judío y ahorcase al sastre, que se había declarado culpable. Entonces el porta alfanje llevó al sastre junto a la horca, le echó la soga al cuello y dijo: "¡Esta vez va de veras! ¡Ya no habrá ningún otro cambio!" Y agarró la cuerda. ¡He aquí todo por el momento!
En cuanto al jorobado, no era otro que el bufón del sultán, que ni una hora podía separarse de él. Y el jorobado, después de emborracharse aquella noche, se escapó de palacio, permaneciendo ausente toda la noche. Y al otro día, cuando el sultán preguntó por él, le dijeron: "¡Oh señor, el walí te dirá que el jorobado ha muerto, y que su matador iba a ser ahorcado! Por eso el walí había mandado ahorcar al matador, y el verdugo se preparaba a ejecutarle, pero entonces se presentó un segundo individuo, y luego un tercero, diciendo todos: "¡Yo soy el único que ha matado al jorobado!" Y cada cual contó al walí la causa de la muerte".
El sultán, sin querer escuchar más, llamó a un chambelán y le dijo: "Baja en seguida en busca del walí y ordénale que traiga a toda esa gente que está junto a la horca".
Y el chambelán bajó, y llegó junto al patíbulo, precisamente cuando el verdugo iba a ejecutar al sastre. Y el chambelán gritó: "¡Detente!" Y en seguida le contó al walí que esta historia del jorobado había llegado a oídos del rey. Y se lo llevó, y se llevó también al sastre, al médico judío, al corredor nazareno y al proveedor, mandando transportar también el cuerpo del jorobado, y con todos ellos marchó en busca del sultán.
Cuando el walí se presentó entre las manos del rey, se inclinó y besó la tierra, y refirió toda la historia del jorobado, con todos sus pormenores, desde el principio hasta el fin. Pero es inútil repetirla.
El sultán, al oír tal historia, se maravilló mucho y llegó al límite más extremo de la hilaridad. Después mandó a los escribas de palacio que escribieran esta historia con agua de oro. Y luego preguntó a todos los presentes: "Habéis oído alguna vez historia semejante a la del jorobado?"
Entonces el corredor nazareno avanzó un paso, besó la tierra entre las manos del rey, y dijo: "¡Oh rey de los siglos y del tiempo! Sé una historia mucho más asombrosa que nuestra aventura con el jorobado. La referiré, si me das tu venia, porque es mucho más sorprendente, más extraña y más deliciosa que la del jorobado".
Y dijo el rey: "¡Ciertamente! Desembucha lo que hayas de decir para que lo oigamos".
Entonces el corredor nazareno dijo:
Relato del corredor nazareno
"Sabe, ¡oh rey del tiempo! que vine a este país para un asunto comercial. Soy un extranjero a quien el Destino encaminó a tu reino. Porque yo nací en la ciudad de El Cairo y soy copto entre los coptos. Y es igualmente cierto que me crié en El Cairo, y en aquella ciudad fué corredor mi padre antes que yo.
Cuando murió mi padre ya había llegado yo a la edad de hombre. Y por eso fui corredor como él, pues contaba con toda clase de cualidades para este oficio, que es la especialidad entre nosotros los coptos.
Pero un día entre los días, estaba yo sentado a la puerta del Khan de los acreedores de granos, y vi pasar a un joven, como la luna llena, vestido con el más suntuoso traje y montado en un borrico blanco ensillado con una silla roja. Cuando me vió este joven me saludó, y yo me levanté por consideración hacia él. Sacó entonces un pañuelo que contenía una muestra de sésamo, y me preguntó: "¿Cuánto vale el ardeb (irdab, medida de capacidad actual) de esta clase de sésamo?"
Y yo le dije: "Vale cien dracmas". Entonces me contestó: "Avisa a los medidores de granos y ve con ellos al Khan Al-Gaonali, en el barrio de Bab Al-Nassr; allí me encontrarás". Y se alejó, después de darme el pañuelo que contenía la muestra de sésamo.
Entonces me dirigí a todos los mercaderes de granos y les enseñé la muestra que yo había justipreciado en cien dracmas. Y los mercaderes la tasaron en ciento veinte dracmas por ardeb. Entonces me alegré sobremanera, y haciéndome acompañar de cuatro medidores, fui en busca del joven, que, efectivamente, me aguardaba en el Khan. Y al verme, corrió a mi encuentro y me condujo a un almacén donde estaba el grano, y los medidores llenaron sus sacos, y lo pesaron todo, que ascendió en total a cincuenta medidas en ardebs. Y el joven me dijo: "Te corresponden por comisión diez dracmas por cada arbed que se venda a cien dracmas. Pero has de cobrar en mi nombre todo el dinero, y lo guardarás cuidadosamente en tu casa, hasta que lo reclame. Como su precio total es cinco mil dracmas, te quedarás con quinientos, guardando para mí cuatro mil quinientos. En cuanto despache mis negocios, iré a buscarte para recoger esa cantidad". Entonces yo le contesté: "Escucho y obedezco". Después le besé las manos y me fuí.
Y efectivamente, aquel día gané mil dracmas de corretaje, quinientos del vendedor y quinientos de los compradores, de modo que me correspondió el veinte por ciento, según la costumbre de los corredores egipcios.
En cuanto al joven, después de un mes de ausencia, vino a verme y me dijo: "¿Dónde están los dracmas?" Y le contesté en seguida: "A tu disposición; hételos aquí metidos en ese saco". Pero él me dijo: "Sigue guardándolos algún tiempo, hasta que yo venga a buscarlos". Y se fué y estuvo ausente otro mes, y regresó y me dijo "¿Dónde están los dracmas?" Entonces yo me levanté, le saludé y le dije: "Ahí están a tu disposición. Hételos aquí". Después añadí: "¿Y ahora quieres honrar mi casa viniendo a comer conmigo un plato o dos, o tres o cuatro?" Pero se negó y me dijo: "Sigue guardando el dinero, hasta que venga a reclamártelo, después de haber despachado algunos negocios urgentes". Y se marchó. Y yo guardé cuidadosamente el dinero que le pertenecía, y esperé su regreso.
Volvió al cabo de un mes, y me dijo: "Esta noche pasaré por aquí y recogeré el dinero". Y le preparé los fondos; pero aunque le estuve aguardando toda la noche y varios días consecutivos no volvió hasta pasado un mes, mientras yo decía para mí: "¡Qué confiado es ese joven! En toda mi vida, desde que soy corredor en los khanes y los zocos, he visto confianza como esta". Se me acercó y le vi, como siempre, en su borrico, con suntuoso traje; y era tan hermoso como la luna llena, y tenía el rostro brillante y fresco como si saliese del hammam, y sonrosadas mejillas y la frente como una flor lozana, y en un extremo del labio un lunar, como gota de ámbar negro, según dice el poeta:
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- ¡La luna llena se encontró con el sol en lo alto de una torre, ambos en todo el esplendor de su belleza!
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- ¡Tales eran los dos amantes! ¡Y cuantos los veían, tenían que admirarlos y desearles completa felicidad!
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- ¡Y ahora son tan hermosos, que cautivan el alma!
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- ¡Gloria, pues a Alah, que realiza tales prodigios y forma sus criaturas a sus deseos
Y transcurrió un año, al cabo del cual regresó, y le vi vestido con ropas más lujosas que antes, y siempre montado en su borrico blanco, de buena raza.
Entonces le supliqué fervorosamente que aceptase mi invitación y comiera en mi casa, a lo cual me contestó: "No tengo inconveniente, pero con la condición de que el dinero para los gastos no lo saques de los fondos que me pertenecen y están en tu casa". Y se echó a reír. Y yo hice lo mismo. Y le dije: "Así sea, y de muy buena gana".
Le llevé a casa, y le rogué que se sentase, y corrí al zoco a comprar toda clase de víveres, bebidas y cosas semejantes, y lo puse todo en el mantel entre sus manos, y le invité a empezar, diciendo: "¡Bismilah!" Entonces se acercó a los manjares, pero alargó la mano izquierda, y se puso a comer con esta mano izquierda. Y yo me quedé sorprendidísimo, y no supe qué pensar. Terminada la comida, se lavó la mano izquierda sin auxilio de la derecha, y yo le alargué la toalla para que se secase, y después nos sentamos a conversar.
Entonces le dije: "¡Oh mi generoso señor! Líbrame de un peso que me abruma y de una tristeza que me aflige. ¿Por qué has comido con la mano izquierda? ¿Sufres alguna enfermedad en tu mano derecha? Y al oírlo el mancebo, me miró y recitó estas estrofas:
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- ¡No preguntes por los sufrimientos y dolores de mi alma! ¡Conocerías mi mal!
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- ¡Y sobre todo, no preguntes si soy feliz! ¡Lo fui! ¡Pero hace tiempo! ¡Desde entonces, todo ha cambiado! ¡Y contra lo inevitable no hay más que invocar la cordura!
"Sabe que yo soy de Bagdad. Mi padre era uno de los principales personajes entre los personajes. Y yo, hasta llegar a la edad de hombre, pude oír los relatos de los viajeros, peregrinos y mercaderes que en casa de mi padre nos contaban las maravillas de los países egipcios.
Y retuve en la memoria todos esos relatos, admirándolos en secreto, hasta que falleció mi padre. Entonces cogí cuantas riquezas pude reunir, y mucho dinero, y compré gran cantidad de mercancías en telas de Bagdad y de Mossul, y otras muchas de alto precio y excelente clase; lo empaqueté todo y salí de Bagdad. Y como estaba escrito por Alah que había de llegar sano y salvo al término de mi viaje, no tardé en hallarme en esta ciudad de El Cairo, que es tu ciudad".
Pero en este momento el joven se echó a llorar y recitó estas estrofas:
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- ¡A veces el ciego, el ciego de nacimiento, sabe sortear la zanja donde cae el que tiene buenos ojos!
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- ¡A veces el insensato sabe callar las palabras que pronunciadas por el sabio, son la perdición del sabio!
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- ¡A veces el hombre piadoso y creyente sufre desventuras, mientras que el loco, el impío, alcanza la felicidad!
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- ¡Así, pues, conozca el hombre su impotencia! ¡La fatalidad es la única reina del mundo!
"Entré, pues, en El Cairo, y fui al Khan Serur, deshice mis paquetes, descargué mis camellos y puse las mercancías en un local que alquilé para almacenarlas. Después di dinero a mi criado para que comprase comida, dormí en seguida un rato, y al despertarme salí a dar una vuelta por Bain Al-Kasrein, regresando después al Khan Serur, en donde pasé la noche.
Cuando me desperté por la mañana, dije para mí, desliando un paquete de telas: "Voy a llevar esta tela al zoco y a enterarme de cómo van las compras". Cargué las telas en los hombros de un criado, y me dirigí al zoco, para llegar al centro de los negocios, un gran edificio rodeado de pórticos y de tiendas de todas clases y de fuentes. Ya sabes que allí suelen estar los corredores, y que aquel sitio se llama la kaisariat Guergués.
Cuando llegué, todos los corredores, avisados de mi viaje, me rodearon, y yo les di las telas, y salieron en todas direcciones a ofrecer mis géneros a los principales compradores de los zocos. Pero al volver me dijeron que el precio ofrecido por mis mercaderías no alcanzaba al que yo había pagado por ellas ni a los gastos desde Bagdad hasta El Cairo.
Y como no sabía qué hacer, el jeique principal de los corredores me dijo: "Yo sé el medio de que debes valerte para que ganes algo. Es sencillamente que hagas lo que hacen todos los mercaderes. Vender al por menor tus mercaderías a los comerciantes con tienda abierta, por tiempo determinado, ante testigos y por escrito, que firmaréis ambos, con intervención de un cambiante. Y así, todos los lunes y todos los jueves cobraréis el dinero que te corresponda. Y de este modo, cada dracma te producirá dos dracmas y a veces más. Y durante este tiempo tendrás lugar de visitar El Cairo y de admirar el Nilo".
Al oír estas palabras, dije: "Es en verdad una idea excelente". Y en seguida reuní a los pregoneros y corredores y marché con ellos al Khan Serur y les di todas las mercaderías, que llevaron a la kaisariat. Y lo vendí todo al por menor a los mercaderes, después que se escribieron las cláusulas de una y otra parte, ante testigos, con intervención de un cambista de la kaisariat.
Despachado este asunto, volví al Khan, permaneciendo allí tranquilo, sin privarme de ningún placer ni escatimar ningún gasto. Todos los días comía magníficamente, siempre con la copa de vino encima del mantel. Y nunca faltaba en mi mesa buena carne de carnero; dulces y confituras de todas clases. Y así seguí hasta que llegó el mes en que debía cobrar con regularidad mis ganancias. En efecto, desde la primera semana de aquel mes, cobré como es debido mi dinero. Y los jueves y los lunes me iba a sentar en la tienda de alguno de los deudores míos, y el cambista y el escribano público recorrían cada una de las tiendas, recogían el dinero y me lo entregaban.
Y fue en mí una costumbre el ir a sentarme, ya en una tienda, ya en otra. Pero un día, después de salir del hammam, descansé un rato, almorcé un pollo, bebí algunas copas de vino, me lavé en seguida las manos, me perfumé con esencias aromáticas y me fui al barrio de la kaisariat Guergués, para sentarme en la tienda de un vendedor de telas llamado Badreddin Al-Bostaní. Cuando me hubo visto me recibió con gran consideración y cordialidad, y estuvimos hablando una hora.
Pero mientras conversábamos vimos llegar una mujer con un largo velo de seda azul. Y entró en la tienda para comprar géneros, y se sentó a mi lado en un taburete. Y el velo, que le cubría la cabeza y le tapaba ligeramente el rostro, estaba echado a un lado, y exhalaba delicados aromas y perfumes. Y la negrura de sus pupilas, bajo el velo, asesinaba las almas y arrebataba la razón. Se sentó y saludó a Badreddin, que después de corresponder a su salutación de paz, se quedó de pie ante ella, y empezó a hablar, mostrándole telas de varias clases y yo, al oír la voz de la dama tan llena de encanto y tan dulce, sentí que el amor apuñalaba mi hígado.
Pero la dama, después de examinar algunas telas, que no le parecieron bastante lujosas, dijo a Badreddin: "¿No tendrías por casualidad una pieza de seda blanca tejida con hilos de oro puro?" Y Badreddin fué al fondo de la tienda, abrió un armario pequeño, y de un montón de varias piezas de tela sacó una de seda blanca tejida con hilos de oro puro, y luego la desdobló delante de la joven. Y ella la encontró muy a su gusto y a su conveniencia, y le dijo al mercader: "Como no llevo dinero encima, creo que me la podré llevar, como otras veces, y en cuanto llegue a casa te enviaré el importe".
Pero el mercader le dijo: "¡Oh mi señora! No es posible por esta vez, porque esa tela no es mía, sino del comerciante que está ahí sentado, y me he comprometido a pagarle hoy mismo". Entonces sus ojos lanzaron miradas de indignación, y dijo: "Pero desgraciado, ¿no sabes que tengo la costumbre de comprarte las telas más caras y pagarte más de lo que me pides? ¿No sabes que nunca he dejado de enviarte su importe inmediatamente?" Y el mercader contestó: "Ciertamente, ¡oh mi señora! Pero hoy tengo que pagar ese dinero en seguida". Y entonces la dama cogió la pieza de tela, se la tiró a la cara al mercader, y le dijo: "¡Todos sois lo mismo en tu maldita corporación!" Y levantándose airada, volvió la espalda para salir.
Pero yo comprendí que mi alma se iba con ella, me levanté apresuradamente, y le dije: "¡Oh mi señora! Concédeme la gracia de volverte un poco hacia mí, y desandar generosamente tus pasos". Entonces ella volvió su rostro hacia donde yo estaba, sonrió discretamente, y me dijo: "Consiento en pisar otra vez esta tienda, pero es sólo en obsequio tuyo". Y se sentó en la tienda frente a mí.
Entonces volviéndome hacia Badreddin le dije: "¿Cuál es el precio de esta tela?"
Badreddin contestó: "Mil cien dracmas". Y yo después: "Está bien. Te pagaré además cien dracmas de ganancia. Trae un papel para que te dé el precio por escrito".
Y cogí la pieza de seda tejida con oro, y a cambio le di el precio por escrito, y luego entregué la tela a la dama, diciéndole: "Tómala, y puedes irte sin que te preocupe el precio, pues ya me lo pagarás cuando gustes. Y para esto te bastará venir un día entre los días a buscarme en el zoco, donde siempre estoy sentado en una o en otra tienda. Y si quieres honrarme aceptándola como homenaje mío, te pertenece desde ahora".
Entonces me contestó: "¡Alah te lo premie con toda clase de favores! ¡Ojalá alcances todas las riquezas que me pertenecen, convirtiéndote en mi dueño y en corona de mi cabeza! ¡Así oiga Alah mi ruego!"
Yo le repliqué: "¡Oh señora mía, acepta, pues, esta pieza de seda! ¡Y que no sea esta sola! Pero te ruego que me otorgues el favor de que admire un instante el rostro que me ocultas". Entonces se levantó el finísimo velo que le cubría la parte inferior de la cara y no dejaba ver más que los ojos.
Vi aquel rostro de bendición, y esta sola mirada bastó para aturdirme, avivar el amor en mi alma y arrebatarme la razón. Pero ella se apresuró a bajar el velo, cogió la tela, y me dijo: "¡Oh dueño mío, que no dure mucho tu ausencia, o moriré desolada!" Y después se marchó. Y yo me quedé solo con el mercader, hasta la puesta de sol. Y me hallaba como si hubiese perdido la razón y el sentido, dominado en absoluto por la locura de aquella pasión tan repentina. Y la violencia de este sentimiento hizo que me arriesgase a preguntar al mercader respecto a aquella dama. Y antes de levantarme para irme, le dije: "¿Sabes quién es esa dama?" Y me contestó: "Claro que sí. Es una dama muy rica. Su padre fué un emir ilustre, que murió dejándole muchos bienes y riquezas".
Entonces me despedí del mercader y me marché, para volver al Khan Serur, donde me alojaba. Y mis criados me sirvieron de comer; pero yo pensaba en ella, y no pude probar bocado. Me eché a dormir; pero el sueño huía de mi persona, y pasé toda la noche en vela, hasta por la mañana.
Entonces me levanté, me puse un traje más lujoso todavía que el de la víspera, bebí una copa de vino, me desayuné con un buen plato, y volví a la tienda del mercader, a quien hube de saludar, sentándome en el sitio de costumbre. Y apenas había tomado asiento, vi llegar a la joven, acompañada de una esclava. Entró, se sentó y me saludó, sin dirigir el menor saludo de paz a Badreddin. Y con su voz tan dulce y su incomparable modo de hablar, me dijo: "Esperaba que hubieses enviado a alguien a mi casa para cobrar los mil doscientos dracmas que importa la pieza de seda". A lo cual contesté: "¿Por qué tanta prisa, si a mí no me corre ninguna?" Y ella me dijo: "Eres muy generoso; pero yo no quiero que por mí pierdas nada". Y acabó por dejar en mi mano el importe de la tela no obstante mi oposición. Y empezamos a hablar. Y de pronto me decidí a expresarle por señas la intensidad de mi sentimiento.
Pero inmediatamente se levantó, y se alejó a buen paso, despidiéndose por pura cortesía. Y sin poder sostenerme, abandoné la tienda, y la fui siguiendo hasta que salimos del zoco. Y la perdí de vista; pero se me acercó una muchacha, cuyo velo no me permitía adivinar quién fuese, y me dijo: "¡Oh mi señor! Ven a ver a mi señora, que quiere hablarte". Entonces, muy sorprendido, le dije: "¡Pero si aquí nadie me conoce!" Y la muchacha replicó: "¡Oh cuán escasa es tu memoria! ¿No recuerdas a la sierva que has visto ahora mismo en el zoco, con su señora, en la tienda de Badreddin?"
Entonces eché a andar detrás de ella, hasta que vi a su señora en una esquina de la calle de los Cambios.
Cuando ella me vió, se acercó a mí rápidamente, y llevándome a un rincón de la calle, me dijo: "¡Ojo de mi vida! Sabe que con tu amor llenas todo mi pensamiento y mi alma. Y desde la hora que te vi, ni disfruto del sueño reparador, ni como, ni bebo". Y yo le contesté: "A mí me pasa igual; pero la dicha que ahora gozo me impide quejarme". Y ella dijo: "¡Ojo de mi vida! ¿Vas a venir a mi casa, o iré yo a la tuya?" Yo repuse: "Soy forastero, y no dispongo de otro lugar que el Khan, en donde hay demasiada gente. Por lo tanto, si tienes bastante confianza en mi cariño para recibirme en tu casa, colmarás mi felicidad". Y ella respondió: "Cierto que sí, pero esta noche es la noche del viernes y no puedo recibirte... Pero mañana, después de la oración del mediodía, monta en tu borrico, y pregunta por el barrio de Habbanía, y cuando llegues a él, averigua la casa de Barakat, el que fué gobernador, conocido por Aby-Schama. Allí vivo yo. Y no dejes de ir, que te estaré esperando".
Yo estaba loco de alegría; después nos separamos. Volví al Khan Serur, en donde habitaba, y no pude dormir en toda la noche. Pero al amanecer me apresuré a levantarme, y me puse un traje nuevo, perfumándome con los más suaves aromas, y me proveí de cincuenta dinares de oro, que guardé en un pañuelo. Salí del Khan Serur, y me dirigí hacia el lugar llamado Bab-Zauilat, alquilando allí un borrico, y le dije al burrero: "Vamos al barrio de Habbanía". Y me llevó en muy escaso tiempo, llegando a una calle llamada Darb Al-Monkari, y dije al burrero: "Pregunta en esta calle por la casa del nakib[2] Aby-Schama". El burrero se fué, y volvió a los pocos momentos con las señas pedidas, y me dijo: "Puedes apearte". Entonces eché pie a tierra, y le dije: "Ve adelante para enseñarme el camino". Y me llevó a la casa, entonces le ordené: "Mañana por la mañana volverás aquí para llevarme de nuevo al Khan". Y el hombre me contestó que así lo haría. Entonces le di un cuarto de dinar de oro, y cogiéndolo, se lo llevó a los labios, y después a la frente, para darme las gracias, marchándose en seguida.
Llamé entonces a la puerta de la casa. Me abrieron dos jovencitas, dos vírgenes de pechos firmes y blancos, redondos como lunas, y me dijeron: "Entra, ¡oh señor! nuestra ama te aguarda impaciente. No duerme por las noches a causa de la pasión que le inspiras".
Entré en un patio, y vi un soberbio edificio con siete puertas; y aparecía toda la fachada llena de ventanas, que daban a un inmenso jardín. Este jardín encerraba todas las maravillas de árboles frutales y de flores; lo regaban arroyos y lo encantaba el gorjeo de las aves. La casa era toda de mármol blanco, tan diáfano y pulimentado, que reflejaba la imagen de quien lo miraba, y los artesonados interiores estaban cubiertos de oro y rodeados de inscripciones y dibujos de distintas formas. Todo su pavimento era de mármol muy rico y de fresco mosaico. En medio de la sala hallábase una fuente incrustada de perlas y pedrerías. Alfombras de seda cubrían los suelos, tapices admirables colgaban de los muros, y en cuanto a los muebles, el lenguaje y la escritura más elocuentes no podrían describirlos.
A los pocos momentos de entrar y sentarme...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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Notas del traductor
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