32 Historia de Abu-Kir y de
Abu-Sir (de la noche 487 a la 501)
HISTORIA DE ABU-KIR Y DE ABU-SIR
Dijo Schehrazada:He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que en la ciudad de lskandaria había antaño dos hombres, uno de los cuales era tintorero y se llamaba Abu-Kir, y el otro era barbero y se llamaba Abu-Sir. Y eran vecinos uno de otro en el zoco, porque se tocaban las puertas de sus tiendas.
¡Y he aquí que el tintorero Abu-Kir era un insigne bribón, un embustero de lo más detestable, un desvergonzado! ¡Ni más ni menos! ¡Sin duda alguna, debieron tallarse sus sienes con algún granito irreducible y debió labrarse su cabeza con la piedra de los escalones de una iglesia de judíos!
De no ser así, ¿cómo hubiera él tenido tan desvergonzada audacia para las fechorías y las ruindades todas? Entre otras diversas estafas, acostumbraba a hacer que sus clientes le pagasen por adelantado, con pretexto de que necesitaba dinero para comprar colores, y nunca devolvía las telas que le llevaban a teñir. Por el contrario, no sólo se gastaba el dinero que había cobrado de antemano, comiendo y bebiendo a su sabor, sino que vendía en secreto las telas depositadas en su casa, y con ello se pagaba toda clase de regocijos y diversiones de primera calidad. Y cuando volvían los clientes para reclamarle sus efectos, siempre encontraba medio de entretenerles y hacerles esperar indefinidamente, unas veces con un pretexto y otras con otro.
Por ejemplo, decía: "¡Por Alah, ¡oh mi amo! que ayer parió mi esposa, y me he visto obligado a correr de un lado para otro durante todo el día!" O decía también: "Ayer tuve invitados y me ocuparon todo el tiempo mis deberes de hospitalidad para con ellos; pero, si vuelves dentro de dos días, desde el amanecer encontrarás terminada tu tela". Y dilataba todo lo posible los compromisos con sus parroquianos, hasta que alguno exclama, impacientado: "¡Bueno! ¿vas a decirme la verdad de lo que ocurre con mis telas? ¡Devuélvemelas! ¡Ya no quiero teñirlas!" Entonces contestaba él: "¡Por Alah, que estoy desesperado!" Y alzaba al cielo las manos, haciendo toda clase de juramentos de que iba a decir la verdad. Y después de lamentarse y golpearse las manos una contra otra, exclamaba: "Figúrate, ¡oh mi amo! que cuando estuvieron teñidas las telas, las puse a secar bien tendidas en las cuerdas que hay delante de mi tienda, y me ausenté un instante para ir a orinar; cuando volví habían desaparecido, robándomelas algún forajido, ¡quizá mi mismo vecino, ese barbero calamitoso!"
Al oír estas palabras, si el cliente era un buen hombre entre las personas tranquilas, se contentaba con responder: "¡Alah me indemnizará!" y se iba. Pero si el cliente era hombre irritable, se ponía furioso y llenaba de injurias al tintorero y comenzaba a golpes con él, provocando una disputa pública en la calle en medio de la aglomeración de gente. Y a pesar de todo, y aun a despecho de la autoridad del kadí, no conseguía recobrar sus efectos, ya que faltaban pruebas, y por otra parte, en la tienda del tintorero no había nada que pudiese embargarse y venderse. Y aquel comercio duró bastante tiempo, el necesario para chasquear uno tras de otro a todos los mercaderes del zoco y a todos los habitantes del barrio. Y el tintorero Abu-Kir vio a la sazón perdido irremediablemente su crédito y aniquilado su comercio, pues no había ya nadie a quien pudiese despojar. Y fue objeto de la desconfianza general, y se le citaba en proverbios cuando se quería hablar de las bribonadas que hacen las gentes de mala fe.
Cuando el tintorero Abu-Kir viose reducido a la miseria, fué a sentarse delante de la tienda de su vecino el barbero Abu-Sir, y le puso al corriente del mal estado de sus negocios, y le dijo que ya no le quedaba más que morirse de hambre. Entonces el barbero Abu-Sir, que era un hombre que marchaba por la senda de Alah, y aunque muy pobre era escrupuloso y honrado, se compadeció de la miseria de quien era más pobre que él y contestó:
"¡El vecino se debe a su vecino! ¡Quédate aquí y come y bebe y participa de los bienes de Alah hasta que lleguen días mejores!" Y le recibió con bondad, y atendió a todas sus necesidades durante un largo transcurso de tiempo.
Pero he aquí que un día el barbero Abu-Sir se quejaba al tintorero Abu-Kir de los rigores de la suerte, y le decía: "Ya lo ves, hermano mío! No soy, ni mucho menos, un barbero torpe y mi mano es ligera en la cabeza de mis clientes. ¡Pero como mi tienda es pobre y yo también soy pobre, nadie viene a afeitarse en mi casa! ¡Apenas si por la mañana, en el hammam, algún mandadero o algún fogonero se dirige a mí para que le afeite los sobacos o le aplique en el vientre pasta depilatoria! ¡Y con las pocas monedas que esos pobres dan a un pobre como yo, puedo alimentarte, alimentarme y subvenir a las necesidades de la familia que soporto a mi cuello!
¡Pero Alah es grande y generoso!"
El tintorero Abu-Kir contestó: "Verdaderamente eres muy infeliz al aguantar con tanta paciencia la miseria y los rigores de la suerte, habiendo medios de enriquecerse y de vivir con holgura. Te disgusta tu oficio, que no te produce nada, y yo no puedo ejercer el mío en este país lleno de gentes malévolas. No nos queda otro recurso que abandonar esta tierra cruel y marcharnos a viajar en busca de alguna ciudad donde nos sea fácil ejercer nuestro arte con fruto y satisfacción.
¡Por lo demás, cuántas ventajas reportan los viajes! ¡Viajar es alegrarse, es respirar el aire libre, es descansar de las preocupaciones de la vida, es ver nuevos países y nuevas tierras, es instruirse, y cuando se tiene entre las manos un oficio tan honorable y excelente como el mío y el tuyo, y sobre todo tan admitido generalmente en todas las tierras y en los pueblos más diversos, es ejercerlo con grandes beneficios, honores y prerrogativas.
Y además, no ignoras lo que ha dicho el poeta acerca del viaje:
-
- ¡Deja las moradas de tu patria, si aspiras a cosas grandes, e invita a viajar a tu alma!
-
- ¡En el umbral de tierras nuevas te esperan los placeres, las riquezas, los buenos modales, la ciencia y las amistades escogidas!
"¡Así pues, hermano mío, no podemos hacer nada mejor que cerrar nuestras tiendas y viajar juntos para mejorar de suerte!" Y continuó hablándole con lengua tan elocuente, que el barbero Abu-Sir quedó convencido de la urgencia de la marcha, y se apresuró a hacer sus preparativos, que consistieron en envolver en un retazo viejo de tela remendada su bacía, sus navajas, sus tijeras, su suavizador y algunos otros pequeños utensilios, yendo luego a despedirse de su familia y volviendo a la tienda en busca de Abu-Kir, que le esperaba.
Y le dijo el tintorero: "Ahora sólo nos resta recitar la Fatiha liminar del Korán para dar fe de que somos hermanos y comprometernos juntos a guardar en lo sucesivo en la misma arca nuestras ganancias, repartiéndolas con toda imparcialidad a nuestro regreso a Iskandaria. ¡Como también debemos prometernos que aquel de entre nosotros que encuentre antes trabajo se obligará a mantener al que no pueda ganar nada"
El barbero Abu-Kir no puso ninguna dificultad al reconocer la legitimidad de estas condiciones; y ambos entonces, para afirmar sus mutuos compromisos, recitaron la Fatiha liminar del Korán...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.
Pero cuando llegó la 488ª noche
Ella dijo:
"... y ambos entonces, para afirmar sus mutuos compromisos, recitaron la Fatiha liminar del Korán. Tras de lo cual el honrado Abu-Sir cerró su tienda y entregó la llave al propietario, a quien pagó en seguida; luego tomaron ambos el camino del puerto, y sin ninguna clase de provisiones, embarcaron en un navío que se hacía a la vela. El Destino les favoreció durante el viaje y hubo de ayudarles por mediación de uno de ellos. En efecto, entre los pasajeros y la tripulación, cuyo número total ascendía a ciento cuarenta hombres, sin contar al capitán, no había más barbero que Abu-Sir; y por consiguiente, él solo podía afeitar convenientemente a los que necesitaban afeitarse. Así es que, en cuanto el navío se hizo a la vela, el barbero dijo a su compañero: "Hermano mío, nos hallamos en mitad del mar, y es preciso que encontremos de comer y beber. ¡Voy, pues, a intentar ofrecer mis servicios a los pasajeros y a los marineros, por si me dice alguno: «¡Ven ¡oh barbero! a afeitarme la cabeza!» ¡Y le afeitaré la cabeza mediante un pan o algún dinero o un trago de agua, de lo cual podremos aprovechar tú y yo!"
El tintorero Abu-Kir, contestó: "¡No hay inconveniente!" Y se echó en el puente, colocó la cabeza lo mejor que pudo y se durmió sin más ni más, mientras el barbero se disponía a buscar trabajo.
A este fin, Abu-Sir cogió sus pertrechos y una taza de agua, se echó al hombro un pedazo de lienzo a modo de toalla, pues era pobre, y empezó a circular entre los pasajeros. A la sazón uno de ellos le dijo: "¡Ven, ¡oh maestro! a afeitarme!" Y el barbero le afeitó la cabeza. Y cuando hubo acabado, como el pasajero le ofreciera alguna moneda de cobre, le dijo él: "¡Oh hermano mío! ¿qué voy a hacer aquí con este dinero? ¡Si quisieras darme un pedazo de pan me resultaría más ventajoso y más bendito en este mar, porque traigo conmigo un compañero de viaje y son exiguas nuestras provisiones!" Entonces el pasajero le dió un pedazo de pan y un trozo de queso y le llenó de agua la taza. Y Abu-Sir cogió aquello y fué a ver a Abu-Kir, y le dijo: "¡Toma este pedazo de pan y cómetelo con este trozo de queso y bebe agua de esta taza!"
Y Abu-Kir lo tomó, y comió y bebió. Entonces Abu-Sir el barbero volvió a coger sus pertrechos, se echó al hombro la tela, cogió en la mano la taza vacía, y empezó a recorrer el navío entre las filas de pasajeros, agrupados o echados, y afeitó a uno por dos panecillos, a otro por un pedazo de queso, o un cohombro, o una raja de sandía, o incluso por dinero; y tuvo tanta suerte, que al fin de la jornada había recogido treinta panecillos, treinta medios dracmas, y una porción de queso, y aceitunas, y cohombros, y varias tortas de lechecilla seca de Egipto, que se extrae de los excelentes pescados de Damieta. Y además, supo ganarse tantas simpatías entre los pasajeros, que podía obtener de ellos cuanto les pidiera. Y se hizo tan popular, que su habilidad llegó a oídos del capitán el cual quiso que también le afeitara a él la cabeza. Y Abu-Sir afeitó la cabeza al capitán y no dejó de quejársele de los rigores de la suerte y de la penuria en que se hallaba y de las escasas provisiones que poseía. Y asimismo le dijo que llevaba con él un compañero de viaje. Entonces el capitán, que era un hombre espléndido y que, además. estaba encantado de los buenos modales y de la ligereza de mano del barbero, contestó: "¡Bienvenido seas! Deseo que todas las noches vengas con tu compañero a cenar conmigo. ¡Y no os preocupéis por nada ninguno de los dos mientras viajéis en nuestra compañía!"
El barbero fué entonces a buscar al tintorero, que, como de costumbre, estaba durmiendo, y que cuando una vez despierto vió junto a su cabeza tanta abundancia de panecillos, queso, sandía, aceitunas, cohombros y lechecillas secas, exclamó maravillado: "¿De dónde sacaste todo eso?"
Abu-Sir contestó: "De la munificencia de Alah (¡exaltado sea!").
Entonces el tintorero se arrojó sobre las provisiones, como si fuese a pasarlas todas de una vez a su estómago querido; pero le dijo el barbero: "No comas de esas cosas, hermano mío, que pueden sernos útiles en un momento de necesidad, y escúchame. Has de saber, en efecto, que he afeitado al capitán, y me he quejado ante él de nuestra escasez de provisiones; y me contestó: "¡Bienvenido seas, y ven todas las noches con tu compañero a cenar conmigo!" Y he aquí que precisamente esta noche comeremos por primera vez con él!"
Pero Abu-Kir contestó: "¡Me tienen sin cuidado todos los capitanes! ¡Estoy mareado y no puedo abandonar mi sitio! ¡Déjame aplacar el hambre con estas provisiones y vé a cenar con el capitán tú solo!" Y dijo el barbero: "¡No hay inconveniente en hacerlo!" Y en espera de la hora de cenar, se quedó mirando comer a su compañero.
Y he aquí que el tintorero se puso a partir y a probar los alimentos como el picapedrero que parte bloques de piedra en las canteras, y a devorarlos con un ruido igual al que haría un elefante que estuviera días y días sin comer y tragara con gruñidos y gargarizaciones; y unos bocados ayudaban a otros bocados, empujándolos a las puertas del gaznate; y cada pedazo entraba antes de que hubiera desaparecido el anterior; y los ojos del tintorero se abrían exageradamente como los ojos de un ghul al desfilar cada trozo y lo cocían con sus resplandores, abrasándolo, y resoplaba y berreaba cual un buey que bramase ante las habas y el heno.
Entretanto, apareció un marinero, que dijo al barbero: "¡Oh maestro de tu oficio! el capitán te dice: "¡Trae a tu compañero y ven a cenar!" Entonces Abu-Sir preguntó a Abu-Kir: "¿Te decides a acompañarme?" El otro contestó: "¡No tengo fuerzas para andar!" Y se fue el barbero solo y vio al capitán sentado en el suelo ante un amplio mantel encima del cual había veinte manjares, o acaso más, de diferentes colores; y no esperaban más que a que llegase para empezar la comida, a la que también estaban invitadas diversas personas de a bordo. Y al verle solo, el capitán le preguntó...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.
Ella dijo:
"... y ambos entonces, para afirmar sus mutuos compromisos, recitaron la Fatiha liminar del Korán. Tras de lo cual el honrado Abu-Sir cerró su tienda y entregó la llave al propietario, a quien pagó en seguida; luego tomaron ambos el camino del puerto, y sin ninguna clase de provisiones, embarcaron en un navío que se hacía a la vela. El Destino les favoreció durante el viaje y hubo de ayudarles por mediación de uno de ellos. En efecto, entre los pasajeros y la tripulación, cuyo número total ascendía a ciento cuarenta hombres, sin contar al capitán, no había más barbero que Abu-Sir; y por consiguiente, él solo podía afeitar convenientemente a los que necesitaban afeitarse. Así es que, en cuanto el navío se hizo a la vela, el barbero dijo a su compañero: "Hermano mío, nos hallamos en mitad del mar, y es preciso que encontremos de comer y beber. ¡Voy, pues, a intentar ofrecer mis servicios a los pasajeros y a los marineros, por si me dice alguno: «¡Ven ¡oh barbero! a afeitarme la cabeza!» ¡Y le afeitaré la cabeza mediante un pan o algún dinero o un trago de agua, de lo cual podremos aprovechar tú y yo!"
El tintorero Abu-Kir, contestó: "¡No hay inconveniente!" Y se echó en el puente, colocó la cabeza lo mejor que pudo y se durmió sin más ni más, mientras el barbero se disponía a buscar trabajo.
A este fin, Abu-Sir cogió sus pertrechos y una taza de agua, se echó al hombro un pedazo de lienzo a modo de toalla, pues era pobre, y empezó a circular entre los pasajeros. A la sazón uno de ellos le dijo: "¡Ven, ¡oh maestro! a afeitarme!" Y el barbero le afeitó la cabeza. Y cuando hubo acabado, como el pasajero le ofreciera alguna moneda de cobre, le dijo él: "¡Oh hermano mío! ¿qué voy a hacer aquí con este dinero? ¡Si quisieras darme un pedazo de pan me resultaría más ventajoso y más bendito en este mar, porque traigo conmigo un compañero de viaje y son exiguas nuestras provisiones!" Entonces el pasajero le dió un pedazo de pan y un trozo de queso y le llenó de agua la taza. Y Abu-Sir cogió aquello y fué a ver a Abu-Kir, y le dijo: "¡Toma este pedazo de pan y cómetelo con este trozo de queso y bebe agua de esta taza!"
Y Abu-Kir lo tomó, y comió y bebió. Entonces Abu-Sir el barbero volvió a coger sus pertrechos, se echó al hombro la tela, cogió en la mano la taza vacía, y empezó a recorrer el navío entre las filas de pasajeros, agrupados o echados, y afeitó a uno por dos panecillos, a otro por un pedazo de queso, o un cohombro, o una raja de sandía, o incluso por dinero; y tuvo tanta suerte, que al fin de la jornada había recogido treinta panecillos, treinta medios dracmas, y una porción de queso, y aceitunas, y cohombros, y varias tortas de lechecilla seca de Egipto, que se extrae de los excelentes pescados de Damieta. Y además, supo ganarse tantas simpatías entre los pasajeros, que podía obtener de ellos cuanto les pidiera. Y se hizo tan popular, que su habilidad llegó a oídos del capitán el cual quiso que también le afeitara a él la cabeza. Y Abu-Sir afeitó la cabeza al capitán y no dejó de quejársele de los rigores de la suerte y de la penuria en que se hallaba y de las escasas provisiones que poseía. Y asimismo le dijo que llevaba con él un compañero de viaje. Entonces el capitán, que era un hombre espléndido y que, además. estaba encantado de los buenos modales y de la ligereza de mano del barbero, contestó: "¡Bienvenido seas! Deseo que todas las noches vengas con tu compañero a cenar conmigo. ¡Y no os preocupéis por nada ninguno de los dos mientras viajéis en nuestra compañía!"
El barbero fué entonces a buscar al tintorero, que, como de costumbre, estaba durmiendo, y que cuando una vez despierto vió junto a su cabeza tanta abundancia de panecillos, queso, sandía, aceitunas, cohombros y lechecillas secas, exclamó maravillado: "¿De dónde sacaste todo eso?"
Abu-Sir contestó: "De la munificencia de Alah (¡exaltado sea!").
Entonces el tintorero se arrojó sobre las provisiones, como si fuese a pasarlas todas de una vez a su estómago querido; pero le dijo el barbero: "No comas de esas cosas, hermano mío, que pueden sernos útiles en un momento de necesidad, y escúchame. Has de saber, en efecto, que he afeitado al capitán, y me he quejado ante él de nuestra escasez de provisiones; y me contestó: "¡Bienvenido seas, y ven todas las noches con tu compañero a cenar conmigo!" Y he aquí que precisamente esta noche comeremos por primera vez con él!"
Pero Abu-Kir contestó: "¡Me tienen sin cuidado todos los capitanes! ¡Estoy mareado y no puedo abandonar mi sitio! ¡Déjame aplacar el hambre con estas provisiones y vé a cenar con el capitán tú solo!" Y dijo el barbero: "¡No hay inconveniente en hacerlo!" Y en espera de la hora de cenar, se quedó mirando comer a su compañero.
Y he aquí que el tintorero se puso a partir y a probar los alimentos como el picapedrero que parte bloques de piedra en las canteras, y a devorarlos con un ruido igual al que haría un elefante que estuviera días y días sin comer y tragara con gruñidos y gargarizaciones; y unos bocados ayudaban a otros bocados, empujándolos a las puertas del gaznate; y cada pedazo entraba antes de que hubiera desaparecido el anterior; y los ojos del tintorero se abrían exageradamente como los ojos de un ghul al desfilar cada trozo y lo cocían con sus resplandores, abrasándolo, y resoplaba y berreaba cual un buey que bramase ante las habas y el heno.
Entretanto, apareció un marinero, que dijo al barbero: "¡Oh maestro de tu oficio! el capitán te dice: "¡Trae a tu compañero y ven a cenar!" Entonces Abu-Sir preguntó a Abu-Kir: "¿Te decides a acompañarme?" El otro contestó: "¡No tengo fuerzas para andar!" Y se fue el barbero solo y vio al capitán sentado en el suelo ante un amplio mantel encima del cual había veinte manjares, o acaso más, de diferentes colores; y no esperaban más que a que llegase para empezar la comida, a la que también estaban invitadas diversas personas de a bordo. Y al verle solo, el capitán le preguntó...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.
Y cuando llegó la 489ª noche
Ella dijo:
"... Y al verle solo, el capitán le preguntó: "¿Dónde está tu compañero?" El barbero contestó: "¡Oh mi amo, se ha mareado y está aturdido!" El capitán dijo: "Esto no tiene la menor importancia. ¡Ya se le pasará el mareo! ¡Siéntate junto a mí, y en el nombre de Alah!" Y cogió un plato y lo llenó de manjares de todos colores con tan poca paciencia que cada ración podría satisfacer a diez personas. Y cuando el barbero hubo acabado de comer, el capitán le ofreció otro plato, diciéndole: "¡Lleva este plato a tu compañero!" Y Abu-Sir se apresuró a llevar el plato lleno a Abu-Kir, a quien encontró masticando con los colmillos y trabajando con las muelas corno un camello, en tanto que seguían desapareciendo rápidamente en sus fauces bocados enormes, uno tras de otro. Y le dijo Abu-Sir: "¿No te dije que no te hartaras con esas provisiones? ¡Mira! He aquí las cosas admirables que te envía el capitán. ¿Qué tienes que decir de estas excelentes agujas de kabad de cordero que vienen de la mesa de nuestro capitán?" Abu-Kir dijo con un gruñido: "¡Dámelo!" Y se precipitó sobre el plato que le ofrecía el barbero, y se puso a devorarlo todo a dos manos con la voracidad del lobo, o la rapacidad del león, o la ferocidad del águila que se abate sobre las palomas, o la furia del hambriento que creyó perecer de hambre y no hace remilgos para rellenarse desaforadamente. Y en algunos instantes dejó limpio el plato y lo lamió para tirarlo luego vacío en absoluto. Entonces el barbero recogió el plato y se lo dio a unos tripulantes para ir después él a beber algo con el capitán, volviendo más tarde para pasar la noche al lado de Abu-Kir, que ya roncaba por todos los agujeros de su cuerpo, produciendo tanto estrépito como el agua al azotar el barco.
Al día siguiente y en los posteriores el barbero Abu-Sir siguió afeitando a los pasajeros y a los marineros, ganando víveres y provisiones, cenando por la noche con el capitán y sirviendo con toda generosidad a su compañero, quien, por su parte, se limitaba a dormir, sin despertarse más que para comer o hacer sus necesidades, y así durante veinte días de navegación, hasta que, por la mañana del vigésimo primer día, el navío entró en el puerto de una ciudad desconocida.
Entonces Abu-Kir y Abu-Sir bajaron a tierra y fueron a alquilar en un khan una vivienda pequeña, que se apresuró a amueblar el barbero con una estera nueva comprada en el zoco de los estereros, y dos mantas de lana. Tras de lo cual el barbero, no bien atendió a todas las necesidades del tintorero, que continuaba quejándose del mareo, le dejó dormido en el khan, y se fue por la ciudad, cargado con sus pertrechos, para ejercer su profesión por las esquinas, al aire libre, afeitando a mandaderos, a arrieros, a barrenderos, a vendedores ambulantes y hasta a mercaderes de bastante importancia, que fueron a él atraídos por su navaja experta. Y por la noche, volvió para poner los manjares a la vista de su compañero, al cual halló dormido y no consiguió despertarle más que haciéndole oler las emanaciones de las agujas de cordero. Y duró de tal forma aquel estado de cosas cuarenta días enteros, quejándose siempre Abu-Kir de un resto de mareo: y a diario, una vez a mediodía y otra vez al ponerse el sol, iba el barbero al khan para servir y dar de comer al tintorero con la ganancia que le proporcionaba el destino del día y su navaja; y el tintorero se tragaba panecillos, cohombros, cebollas frescas y agujas de kabab sin fatiga ninguna de su cuidado estómago; y en vano el barbero le encomiaba la belleza sin par de aquella ciudad desconocida y le invitaba a que le acompañase a dar un paseo por los zocos o los jardines, pues Abu-Kir contestaba invariablemente: "¡Todavía tengo mareo en la cabeza!" y después de exhalar diversos regüeldos y soltar diversos cuescos de diversas calidades, se sumergía de nuevo en su pesado sueño.
Y el excelente y honrado barbero Abu-Sir no hacía el menor reproche a su desvergonzado compañero ni le importunaba con quejas o disputas.
Pero, al cabo de aquellos cuarenta días el pobre barbero cayó enfermo, y como no podía salir para dedicarse a su trabajo, rogó al portero del khan que cuidase a su compañero Abu-Kir y le comprara todo lo que necesitase. Pero algunos días después empeoró tan gravemente el estado del barbero, que el pobre perdió sus facultades y quedose inerte y como muerto.
Así es que, como ya no le alimentaban ni le compraban lo necesario, el tintorero acabó por sentir la cruel quemadura del hambre y se vio obligado a levantarse para buscar a derecha y a izquierda algo que echarse a la boca. Pero ya había limpiado toda la vivienda, y no encontró absolutamente nada que comer; entonces registró la ropa de su compañero, que yacía inerte en el suelo, encontró una bolsa con la ganancia del pobre acumulada moneda a moneda durante la travesía y en los cuarenta días de trabajo, se la guardó en el cinturón, y sin preocuparse de su compañero enfermo, como si no existiese, salió, cerrando tras de sí el picaporte de la puerta de su vivienda. Y como en aquel momento estaba ausente el portero del khan, nadie le vió salir ni le preguntó adónde iba.
Y he aquí que lo primero que hizo Abu-Kir fué correr a casa de un pastelero, donde se compró una bandeja entera de kenafa y otra de hojaldres escarchados; y encima se bebió un cántaro de sorbete de almizcle y otro de ámbar y azufaifas. Tras de lo cual...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Ella dijo:
"... Y al verle solo, el capitán le preguntó: "¿Dónde está tu compañero?" El barbero contestó: "¡Oh mi amo, se ha mareado y está aturdido!" El capitán dijo: "Esto no tiene la menor importancia. ¡Ya se le pasará el mareo! ¡Siéntate junto a mí, y en el nombre de Alah!" Y cogió un plato y lo llenó de manjares de todos colores con tan poca paciencia que cada ración podría satisfacer a diez personas. Y cuando el barbero hubo acabado de comer, el capitán le ofreció otro plato, diciéndole: "¡Lleva este plato a tu compañero!" Y Abu-Sir se apresuró a llevar el plato lleno a Abu-Kir, a quien encontró masticando con los colmillos y trabajando con las muelas corno un camello, en tanto que seguían desapareciendo rápidamente en sus fauces bocados enormes, uno tras de otro. Y le dijo Abu-Sir: "¿No te dije que no te hartaras con esas provisiones? ¡Mira! He aquí las cosas admirables que te envía el capitán. ¿Qué tienes que decir de estas excelentes agujas de kabad de cordero que vienen de la mesa de nuestro capitán?" Abu-Kir dijo con un gruñido: "¡Dámelo!" Y se precipitó sobre el plato que le ofrecía el barbero, y se puso a devorarlo todo a dos manos con la voracidad del lobo, o la rapacidad del león, o la ferocidad del águila que se abate sobre las palomas, o la furia del hambriento que creyó perecer de hambre y no hace remilgos para rellenarse desaforadamente. Y en algunos instantes dejó limpio el plato y lo lamió para tirarlo luego vacío en absoluto. Entonces el barbero recogió el plato y se lo dio a unos tripulantes para ir después él a beber algo con el capitán, volviendo más tarde para pasar la noche al lado de Abu-Kir, que ya roncaba por todos los agujeros de su cuerpo, produciendo tanto estrépito como el agua al azotar el barco.
Al día siguiente y en los posteriores el barbero Abu-Sir siguió afeitando a los pasajeros y a los marineros, ganando víveres y provisiones, cenando por la noche con el capitán y sirviendo con toda generosidad a su compañero, quien, por su parte, se limitaba a dormir, sin despertarse más que para comer o hacer sus necesidades, y así durante veinte días de navegación, hasta que, por la mañana del vigésimo primer día, el navío entró en el puerto de una ciudad desconocida.
Entonces Abu-Kir y Abu-Sir bajaron a tierra y fueron a alquilar en un khan una vivienda pequeña, que se apresuró a amueblar el barbero con una estera nueva comprada en el zoco de los estereros, y dos mantas de lana. Tras de lo cual el barbero, no bien atendió a todas las necesidades del tintorero, que continuaba quejándose del mareo, le dejó dormido en el khan, y se fue por la ciudad, cargado con sus pertrechos, para ejercer su profesión por las esquinas, al aire libre, afeitando a mandaderos, a arrieros, a barrenderos, a vendedores ambulantes y hasta a mercaderes de bastante importancia, que fueron a él atraídos por su navaja experta. Y por la noche, volvió para poner los manjares a la vista de su compañero, al cual halló dormido y no consiguió despertarle más que haciéndole oler las emanaciones de las agujas de cordero. Y duró de tal forma aquel estado de cosas cuarenta días enteros, quejándose siempre Abu-Kir de un resto de mareo: y a diario, una vez a mediodía y otra vez al ponerse el sol, iba el barbero al khan para servir y dar de comer al tintorero con la ganancia que le proporcionaba el destino del día y su navaja; y el tintorero se tragaba panecillos, cohombros, cebollas frescas y agujas de kabab sin fatiga ninguna de su cuidado estómago; y en vano el barbero le encomiaba la belleza sin par de aquella ciudad desconocida y le invitaba a que le acompañase a dar un paseo por los zocos o los jardines, pues Abu-Kir contestaba invariablemente: "¡Todavía tengo mareo en la cabeza!" y después de exhalar diversos regüeldos y soltar diversos cuescos de diversas calidades, se sumergía de nuevo en su pesado sueño.
Y el excelente y honrado barbero Abu-Sir no hacía el menor reproche a su desvergonzado compañero ni le importunaba con quejas o disputas.
Pero, al cabo de aquellos cuarenta días el pobre barbero cayó enfermo, y como no podía salir para dedicarse a su trabajo, rogó al portero del khan que cuidase a su compañero Abu-Kir y le comprara todo lo que necesitase. Pero algunos días después empeoró tan gravemente el estado del barbero, que el pobre perdió sus facultades y quedose inerte y como muerto.
Así es que, como ya no le alimentaban ni le compraban lo necesario, el tintorero acabó por sentir la cruel quemadura del hambre y se vio obligado a levantarse para buscar a derecha y a izquierda algo que echarse a la boca. Pero ya había limpiado toda la vivienda, y no encontró absolutamente nada que comer; entonces registró la ropa de su compañero, que yacía inerte en el suelo, encontró una bolsa con la ganancia del pobre acumulada moneda a moneda durante la travesía y en los cuarenta días de trabajo, se la guardó en el cinturón, y sin preocuparse de su compañero enfermo, como si no existiese, salió, cerrando tras de sí el picaporte de la puerta de su vivienda. Y como en aquel momento estaba ausente el portero del khan, nadie le vió salir ni le preguntó adónde iba.
Y he aquí que lo primero que hizo Abu-Kir fué correr a casa de un pastelero, donde se compró una bandeja entera de kenafa y otra de hojaldres escarchados; y encima se bebió un cántaro de sorbete de almizcle y otro de ámbar y azufaifas. Tras de lo cual...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y cuando llegó la 490ª noche
Ella dijo:
... Tras de lo cual se dirigió al zoco de los mercaderes y se compró hermosos vestidos y preseas hermosas, y suntuosamente ataviado empezó a pasearse despacio por las calles, distrayéndose y divirtiéndose con las cosas nuevas que a cada paso descubría en aquella ciudad sin par en el mundo, según creía él. Pero, entre otras cosas, le llamó la atención particularmente un hecho extraño. Notó, en efecto, que todos los habitantes, sin excepción, iban vestidos iguales, con telas de los mismos colores: no se veían más que azules y blancas y no otras. Hasta en las tiendas de los mercaderes no había más que telas blancas y telas azules, sin que las hubiese de otro color. En los establecimientos de los vendedores de perfumes tampoco había más que blanco y azul; y el kohl mismo era visiblemente azul. Los expendedores de sorbetes no tenían en las garrafas más que sorbetes blancos, sin que los tuviesen rojos, o rosados o violados. Y aquel descubrimiento le asombró en extremo. Pero donde su estupefacción llegó a los últimos límites, fue a la puerta de un tintorero; en las cubas del tintorero sólo vio, efectivamente, tinte azul índigo y ninguno otro más. Entonces, sin poder reprimir su curiosidad y su asombro, Abu-Kir entró en la tienda y sacó del bolsillo un pañuelo blanco, dándoselo al tintorero, y diciéndole: "¿Cuánto me llevarás ¡oh maestro de tu oficio! por teñirme este pañuelo? ¿Y de qué color le dejarás?" El maestro tintorero contestó: "¡Por teñirte ese pañuelo no te llevaré más que veinte dracmas!" Indignado ante demanda tan exorbitante, exclamó Abu-Kir: "¡Cómo! ¿pides veinte dracmas por teñirme este pañuelo, y lo vas a hacer de azul? ¡Pero en mi país no cuesta más que medio dracma!" El maestro tintorero contestó: "¡En ese caso, buen hombre, vuélvete a tu país para teñirlo! ¡Aquí no podemos hacerlo por menos de veinte dracmas, sin rebajar ni una moneda de cobre!"
Entonces repuso Abu-Kir: "¡Bueno! pero no quiero teñirlo de azul. ¡Es rojo como lo quiero!" El otro preguntó: "¿En qué lengua estás hablando? ¿Y qué entiendes por rojo? ¿Acaso hay tinte rojo?"
Abu-Kir dijo estupefacto: "¡Entonces de amarillo!" El otro contestó: "¡No conozco ese tinte!" Y Abu-Kir siguió enumerándole diversos colores de tintes, sin que el maestro tintorero comprendiese lo que le decía.
Y como le preguntase Abu-Kir si los demás tintoreros eran tan ignorantes como él, le contestó: "En esta ciudad hay cuarenta tintoreros que formamos una corporación inasequible para todos los demás habitantes, y nuestro arte se transmite de padres a hijos y solamente al morir uno de nosotros. ¡En cuanto a emplear otro tinte que el azul jamás pensamos en semejante cosa!"
Al oír estas palabras del tintorero, dijo Abu-Kir: "Has de saber ¡oh maestro en tu oficio! que también yo soy tintorero y sé teñir las telas no sólo de azul, sino de una infinidad de colores que ni siquiera sospechas. ¡Tómame, pues, a tu servicio, mediante un salario, y te enseñaré todos los detalles de mi arte, y entonces podrás gloriarte de tu saber ante toda la corporación de tintoreros!" El otro contestó: "¡No podemos aceptar extranjeros en nuestra corporación y en nuestro oficio!" Abu-Kir preguntó: "¿Y si yo abriera por mi cuenta una tintorería?" El otro contestó: "¡Tampoco podrás hacerlo!" Entonces no insistió más Abu-Kir, salió de la tienda y fue en busca de un segundo tintorero, luego de un tercero, y de un cuarto, y de todos los demás tintoreros de la ciudad, y todos le recibieron igual y le dieron las mismas respuestas, sin aceptarle ni como maestro ni como aprendiz. Y fue a exponer su queja al jeique síndico de la corporación, que le contestó: "Nada puedo hacer. Nuestra costumbre y nuestras tradiciones nos prohíben que admitamos entre nosotros un extranjero".
Ante semejante recibimiento de unánime repulsa por parte de todos los tintoreros, Abu-Kir sintió que se le hinchaba de furor el hígado, y fue a palacio y se presentó al rey de la ciudad, y le dijo: Oh rey del tiempo! soy extranjero y ejerzo la profesión de tintorero, sé teñir de cuarenta colores diferentes las telas...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.
Y cuando llegó la 491ª noche
Ella dijo:
"... y sé teñir de cuarenta colores diferentes las telas. Y sin embargo, me ha sucedido tal y cual cosa con los tintoreros de esta ciudad, que no saben teñir más que de azul. No obstante, yo puedo dar a una tela los colores y matices más encantadores; el rojo en sus diversos tonos, como el rosa y el azufaifa; el verde en sus diversos tonos, como verde vegetal, verde alfónsigo, verde aceituna y verde ala de cotorra; el negro en sus diversos tonos, como negro carbón, negro de brea y negro azulado de kohl; el amarillo anaranjado: amarillo limón y amarillo de oro, ¡y otros muchos colores extraordinarios! ¡Ni más ni menos! ¡Y he aquí que, a pesar de todo, los tintoreros de acá no han querido admitirme ni como maestro ni como aprendiz a jornal!"
Al oír estas palabras de Abu-Kir y esta enumeración prodigiosa de colores de que nunca había oído hablar ni supuesto su existencia, el rey se maravilló y se estremeció, y exclamó: "¡Ya Alah, eso es admirable!"
Luego dijo a Abu-Kir: "Si es verdad lo que dices, ¡oh tintorero! y si verdaderamente puedes, merced a tu arte, regocijarnos la vista con tantos colores maravillosos, desecha toda preocupación y tranquilízate. Yo mismo voy a abrirte una tintorería y a darte un fuerte capital en dinero. ¡Y no tienes nada que temer de los de la corporación, pues si alguno de ellos, por desgracia, intentara molestarte, haría que le colgaran a la puerta de su tienda!"
Y al punto llamó a los arquitectos de palacio, y les dijo: "Acompañad a este maestro admirable, recorred con él toda la ciudad, y cuando haya encontrado un lugar de su gusto, sea tienda o khan, o casa jardín, echad de allí inmediatamente a su propietario, y construid a toda prisa en aquel emplazamiento una gran tintorería con cuarenta cubas de grandes dimensiones y otras cuarenta de dimensiones más pequeñas. Y obrad en todo conforme a las indicaciones de este gran maestro tintorero; observad puntualmente sus órdenes ¡y guardaos de desobedecerle en nada, ni siquiera con un gesto!" Luego el rey regaló a Abu-Kir un hermoso ropón de honor y una bolsa con mil dinares, diciéndole: "¡Diviértete con este dinero en tanto está lista la nueva tintorería!" Y le regaló, además, dos mozos jóvenes para su servicio y un maravilloso caballo enjaezado con una hermosa silla de terciopelo azul y una gualdrapa de seda del mismo color. Además, puso a su disposición, para que la habitara, una casa ricamente amueblada bajo su dirección y servida por gran número de esclavos.
¡Así es que Abu-Kir, vestido de brocado a la sazón y montado en un hermoso caballo aparecía brillante y majestuoso como un emir hijo de emir! Y al día siguiente, montado siempre en su caballo y precedido por dos arquitectos y por los dos mozos jóvenes, que hacían separarse a la multitud al pasar él, no dejó de recorrer las calles y los zocos en busca de un lugar donde levantar su tintorería. Y acabó por elegir una inmensa tienda abovedada, que estaba situada en medio del zoco, y dijo: "¡Este sitio es excelente!" Al punto los arquitectos y los mozos echaron al propietario, y comenzaron en seguida a demoler por un lado y a edificar por otro, y tanto celo pusieron en el cumplimiento de su tarea a las órdenes de Abu-Kir, que les decía desde su caballo: "¡Haced aquí tal y cual cosa, y allá tal y cual otra!", que en muy poco tiempo terminaron la construcción de una tintorería que no tenía igual en ningún lugar de la tierra.
Entonces hizo el rey que le llamaran, y le dijo: "Ahora hay que poner en movimiento la tintorería; pero sin dinero nada puede ponerse en movimiento. He aquí, pues, para empezar, cinco mil dinares de oro como primeros fondos". Y Abu-Kir cogió los cinco mil dinares, guardándolos cuidadosamente en su casa, y con algunos dracmas -pues los ingredientes necesarios estaban muy baratos y no tenían salida-compró en casa de un droguero todos los colores que estaban apilados en sacos intactos todavía, y los hizo transportar a su tintorería, donde los preparó y los disolvió diestramente en las cubas grandes y pequeñas...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.
Y cuando llegó la 492ª noche
Ella dijo:
"... y los disolvió diestramente en las cubas grandes y pequeñas. Entretanto, le envió el rey quinientas piezas de telas blancas de seda, de lana y de lino, para que las tiñese con arreglo a su arte. Abu-Kir las tiñó de diferentes maneras, dándoles a unas colores puros de toda mezcla y a otras colores compuestos, de modo que no hubo ni una sola tela que se pareciese a otra; luego, para secarlas, tendió en cuerdas que partían de su tienda e iban de un extremo a otro de la calle; y al secarse, se acentuaban maravillosamente los matices de las telas coloreadas y ofrecían al sol un espectáculo espléndido.
Cuando los habitantes de la ciudad vieron cosa tan nueva para ellos, quedaron pasmados; y los mercaderes cerraron sus tiendas para acudir a ver mejor aquello, y las mujeres y los niños prorrumpían en gritos de admiración, y preguntaban a Abu-Kir unos y otros: "¡Oh maestro tintorero! ¿cómo se llama este color?" Y les contestaba él: "¡Ese es rojo granate! ¡éste es verde de aceite! ¡éste es amarillo toronja!" Y les nombraba todos los colores en medio de exclamaciones y de brazos alzados en señal de una admiración sin límites.
Pero de pronto el rey, a quien habían advertido que las telas estaban ya teñidas, se presentó en medio del zoco a caballo, precedido de sus espoliques, que le abrían paso entre la muchedumbre, y seguido por su escolta de honor. Y a la vista de tantos colores cambiantes como ofrecían las telas a impulso de la brisa que las hacía ondular en el aire incandescente, quedó entusiasmado hasta el límite del entusiasmo, y permaneció largo tiempo inmóvil, sin respirar y con los ojos en blanco.
Y hasta los caballos, lejos de espantarse de aquel espectáculo inusitado, se mostraron sensibles a la fascinación de colores tan hermosos, y así como otras veces caracolean al son de flautas y clarinetes, se pusieron a bailar por su parte, embriagados con toda aquella gloria que rasgaba el aire y estallaba al viento.
En cuanto al rey, sin saber cómo honrar al tintorero, hizo apearse del caballo a su gran visir para que Abu-Kir montara en su lugar, manteniéndole a su derecha, y habiendo hecho recoger las telas, emprendió el camino de palacio, donde colmó a Abu-Kir de oro, de presentes y de privilegios. Hizo luego que con las telas coloreadas cortasen trajes para él, para sus mujeres y para los notables del palacio, y que dieran otras mil piezas a Abu-Kir con objeto de que las tiñese tan maravillosamente; de modo que, al cabo de cierto tiempo, todos los emires primero, y después todos los funcionarios, tuvieron trajes de colores. Y afluyeron los pedidos en cantidad tan considerable a casa de Abu-Kir, que fue nombrado tintorero real y que no tardó en ser el hombre más rico de la ciudad; y los demás tintoreros, con el jefe de la corporación a la cabeza, fueron a darle excusas por su conducta anterior y le rogaron que los empleara en su casa en calidad de aprendices sin salario. Pero él no admitió sus excusas y les despidió humillantemente. Y ya no se veían por calles y zocos más que gentes vestidas con telas multicolores y fastuosas que había teñido Abu-Kir, el tintorero del rey.
¡Y esto por lo que a él se refiere!
¡Pero he aquí lo referente a Abu-Sir, el barbero...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Pero cuando llegó la 493ª noche
Ella dijo:
¡... Pero he aquí lo referente a Abu-Sir, el barbero!
Despojado y robado por el tintorero, que se marchó después de encerrarle en la vivienda, permaneció tendido medio muerto durante tres días, al cabo de los cuales el portero del khan acabó por asombrarse de no ver salir a ninguno de los dos; y se dijo: "¡Acaso se hayan ido sin pagarme el importe del alquiler de la vivienda! ¡Quizás hayan muerto! ¡0 quién sabe si tal vez ocurrirá otra cosa!" Y se dirigió a la puerta de la vivienda, y encontró la llave de madera en el picaporte, que estaba cerrado con los dos pestillos; y oyó como un débil gemido dentro. Abrió entonces la puerta y entró, y vió al barbero acostado en la estera, amarillo y cambiadísimo; y le preguntó: "¿Qué tienes, hermano mío, para quejarte de ese modo? ¿Y qué ha sido de tu compañero?"
El pobre barbero contestó con voz muy débil: "¡Sólo lo sabe Alah! Hasta hoy estuve sin abrir los ojos. ¡No se desde cuándo estoy aquí! Pero tengo sed, y te ruego ¡oh hermano mío! que cojas la bolsa que cuelga de mi cinturón y vayas a comprarme algo para poder sostenerme".
El portero dió vueltas y más vueltas al cinturón; pero como no encontraba allí ningún dinero, comprendió que lo había robado el otro compañero, y dijo al barbero: "¡No te preocupes por nada!, ¡oh pobre! ¡Alah remunerará a cada cual con arreglo a sus obras! ¡Voy a ocuparme de ti y a cuidarte con mis ojos!" Y se apresuró a prepararle una escudilla llena de sopa, y se la llevó. Y le ayudó a tomarla, y le envolvió en una manta de lana, y le hizo sudar. Y se condujo así durante dos meses, sufragando todos los gastos del barbero, de modo que al cabo de este tiempo Alah otorgó la curación ayudado por él. Y Abu-Sir pudo entonces levantarse, y dijo al buen portero: "Si alguna vez me da poder para ello el Altísimo, sabré indemnizarte de cuanto gastaste en mí y agradecerte tus cuidados y bondades. Pero sólo Alah es capaz de remunerarte justamente con arreglo a tus méritos, ¡oh hijo predilecto!"
El viejo portero del khan le contestó: "¡Loor a Alah por tu curación, hermano mío! ¡Yo no obré contigo como obré más que por deseo del rostro de Alah el Generoso! Luego el barbero quiso besarle la mano; pero el otro se negó a ello protestando; y se despidieron invocando cada uno sobre otro todas las bendiciones de Alah.
Salió, pues, del khan el barbero, cargado con sus pertrechos usuales, y empezó a recorrer los zocos. Pero aquel día le esperaba su destino, que hubo de conducirle precisamente ante la tintorería de Abu-Kir, donde vió una enorme muchedumbre contemplando las telas coloreadas que estaban tendidas en cuerdas por delante de la tienda y maravillándose y lanzando tumultuosas exclamaciones. Y preguntó a un espectador: "¿De quién es esa tintorería? ¿Y a qué obedece ese tumulto?" El hombre a quien hubo de preguntar, le contestó: "¡Es la tienda de Abu-Kir, el tintorero del sultán! ¡Él es quien tiñe las telas con esos colores admirables, valiéndose de procedimientos extraordinarios! ¡Es un gran sabio en el arte de la tintorería!"
Al oír estas palabras Abu-Sir se regocijó con toda el alma por la suerte de su compañero, y pensó: "¡Loor a Alah, que le ha abierto las puertas de las riquezas! ¡Te equivocabas ¡ya Abu-Sir! al pensar mal de tu antiguo compañero! ¡Si te abandonó y te olvidó, fué porque estaba muy ocupado en su trabajo! ¡Y si te cogió la bolsa, fué porque no tenía entre las manos nada con qué comprar colores! ¡Pero ahora verás cómo, en cuanto te haya reconocido, te recibe con cordialidad, acordándose de los servicios que le prestaste otras veces y del bien que le hiciste cuando estaba apurado! ¡Cómo se va a alegrar de verte!
Luego el barbero consiguió abrirse paso entre la muchedumbre y llegar a la puerta de la tintorería. Y miró al interior. Y vió a Abu-Kir tendido perezosamente en un diván alto, apoyándose en un montón de almohadones y con el brazo derecho encima de un cojín, y vestido con un traje parecido a los trajes de los reyes, y había delante de él cuatro jóvenes esclavos negros y cuatro jóvenes esclavos blancos ataviados suntuosamente; y de aquella manera, hubo de aparecérsele tan majestuoso como un visir y tan grande como un sultán. Y vió a los obreros, en número de diez, poniendo mano a la obra y ejecutando las órdenes que les daba su amo sólo por señas.
Entonces Abu-Sir avanzó un paso y se detuvo precisamente delante de Abu-Kir, pensando: "¡Esperaré a que pose sobre mí sus ojos para hacerle mi zalema! ¡Quién sabe si me saludará él primero y se arrojará a mi cuello para besarme y condolerse por mi enfermedad y consolarme!"
"... Pero, apenas se encontraron sus ojos y una mirada se cruzó con otra...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y cuando llegó la 494ª noche
Ella dijo:
"... Pero, apenas se encontraron sus ojos y una mirada se cruzó con otra, dió un salto el tintorero, exclamando: "¡Ah, malvado ladrón, cuántas veces te tengo prohibido que te pares delante de mi tienda! ¿Es que quieres mi ruina y mi deshonra? ¡Hola, vosotros! ¡Detenedle y apoderaos de él!
De modo que los esclavos blancos y los negros se precipitaron sobre el pobre barbero y le derribaron y le pisotearon; y hasta el propio tintorero se levantó, cogió un palo largo, y dijo: "¡Echadle de bruces!" Y le asestó doscientos palos en la espalda. Luego dijo: "¡Oh miserable harapiento! ¡Oh traidor! Como otro día vuelva a verte delante de mi tienda, te mandaré a presencia del rey, que te arrancará la piel y te empalará a la puerta de palacio! ¡Vete! ¡Que Alah te maldiga! ¡Oh rostro de pez!" Entonces el pobre barbero muy humillado y dolorido por aquel trato, y con el corazón roto y el alma encogida, se alejó de allí a rastras y emprendió el camino del khan, llorando en silencio y perseguido por la rechifla de la muchedumbre amotinada contra él y por las maldiciones de los admiradores de Abu-Kir el tintorero.
Cuando llegó a su vivienda, se echó encima de la estera cuan largo era y se puso a reflexionar sobre lo que acababa de hacerle sufrir Abu-Kir; y se pasó toda la noche sin poder pegar los ojos de tan desgraciado y dolorido como se sentía. Pero por la mañana, frías ya las señales de los golpes, pudo lavarse y salir con intención de tomar un baño en el hammam para acabar de descansar y lavarse el cuerpo después de tanto tiempo como estuvo sin hacer sus abluciones durante la enfermedad. Preguntó, pues, a un transeúnte: "Hermano mío, ¿cuál es el camino del hammam?" El hombre contestó: "¿El hammam? ¿Qué es eso de hammam?" Abu-Sir dijo: "¡Pues el sitio donde va la gente a lavarse y a quitarse la suciedad y los filamentos que se forman en el cuerpo! ¡Es el lugar más delicioso del mundo!"
El hombre contestó: "¡Échate, entonces, al mar! ¡Allí es donde nos bañamos!" Abu-Sir dijo: "¡Pero si lo que deseo es un baño en el hammam!" El otro contestó: "No sabemos lo que quieres decir con eso de hammam. Nosotros, cuando queremos tomar un baño, nos vamos al mar; y hasta el rey, cuando quiere lavarse, hace como nosotros: se va a tomar un baño de mar".
Cuando Abu-Sir enterose de que el hammam era desconocido por los habitantes de aquella ciudad y se convenció de que ignoraban la costumbre de los baños calientes y las operaciones del masaje, limpieza de filamentos y depilación, se dirigió al palacio del rey y pidió audiencia, siéndole concedida. Se presentó, pues, al rey, y después de besar la tierra entre sus manos e invocar sobre él las bendiciones, le dijo: "¡Oh, rey del tiempo! soy extranjero y barbero de profesión. Sé también ejercer otros oficios, especialmente el de estufista del hammam y masajista, aunque en mi país cada una de estas profesiones la ejerce un hombre distinto, que en toda su vida no hace otra cosa. Y hoy quise ir al hammam en tu ciudad, ¡pero nadie supo indicarme el camino, y nadie comprendió lo que significaba la palabra hammam! ¡Por cierto que es muy asombroso que una ciudad tan hermosa como la tuya carezca de hammams, cuando nada en el mundo hay tan excelente para embellecer y hacer las delicias de una ciudad! ¡En verdad ¡oh rey del tiempo! que el hammam es un paraíso de la tierra!" Al oír estas palabras, quedose el rey extremadamente asombrado, y preguntó: "¿Podrás, entonces, explicarme qué es ese hammam de que me hablas? Porque no he oído hablar de él nunca". Entonces dijo Abu-Sir: "¡Has de saber ¡oh rey! que el hammam es un edificio construido de tal y cual manera, y se baña uno en él de tal y cual modo, y se experimentan allí tales y cuáles cosas!"
Y enumeró al detalle las cualidades, las ventajas y los placeres de un hammam bien acondicionado. Luego añadió: "¡Pero me saldrían pelos en la lengua antes de poder darte una idea exacta de lo que es un hammam y de sus goces! ¡Hay que experimentarlo para comprenderlo! ¡Y no será tu ciudad una ciudad verdaderamente perfecta hasta el día en que tenga un hammam!"
Al oír estas palabras de Abu-Sir, el rey se dilató de entusiasmo y se esponjó, y exclamó: "Bienvenido seas a mi ciudad, ¡oh hijo de gentes de bien...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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Ella dijo:
... Tras de lo cual se dirigió al zoco de los mercaderes y se compró hermosos vestidos y preseas hermosas, y suntuosamente ataviado empezó a pasearse despacio por las calles, distrayéndose y divirtiéndose con las cosas nuevas que a cada paso descubría en aquella ciudad sin par en el mundo, según creía él. Pero, entre otras cosas, le llamó la atención particularmente un hecho extraño. Notó, en efecto, que todos los habitantes, sin excepción, iban vestidos iguales, con telas de los mismos colores: no se veían más que azules y blancas y no otras. Hasta en las tiendas de los mercaderes no había más que telas blancas y telas azules, sin que las hubiese de otro color. En los establecimientos de los vendedores de perfumes tampoco había más que blanco y azul; y el kohl mismo era visiblemente azul. Los expendedores de sorbetes no tenían en las garrafas más que sorbetes blancos, sin que los tuviesen rojos, o rosados o violados. Y aquel descubrimiento le asombró en extremo. Pero donde su estupefacción llegó a los últimos límites, fue a la puerta de un tintorero; en las cubas del tintorero sólo vio, efectivamente, tinte azul índigo y ninguno otro más. Entonces, sin poder reprimir su curiosidad y su asombro, Abu-Kir entró en la tienda y sacó del bolsillo un pañuelo blanco, dándoselo al tintorero, y diciéndole: "¿Cuánto me llevarás ¡oh maestro de tu oficio! por teñirme este pañuelo? ¿Y de qué color le dejarás?" El maestro tintorero contestó: "¡Por teñirte ese pañuelo no te llevaré más que veinte dracmas!" Indignado ante demanda tan exorbitante, exclamó Abu-Kir: "¡Cómo! ¿pides veinte dracmas por teñirme este pañuelo, y lo vas a hacer de azul? ¡Pero en mi país no cuesta más que medio dracma!" El maestro tintorero contestó: "¡En ese caso, buen hombre, vuélvete a tu país para teñirlo! ¡Aquí no podemos hacerlo por menos de veinte dracmas, sin rebajar ni una moneda de cobre!"
Entonces repuso Abu-Kir: "¡Bueno! pero no quiero teñirlo de azul. ¡Es rojo como lo quiero!" El otro preguntó: "¿En qué lengua estás hablando? ¿Y qué entiendes por rojo? ¿Acaso hay tinte rojo?"
Abu-Kir dijo estupefacto: "¡Entonces de amarillo!" El otro contestó: "¡No conozco ese tinte!" Y Abu-Kir siguió enumerándole diversos colores de tintes, sin que el maestro tintorero comprendiese lo que le decía.
Y como le preguntase Abu-Kir si los demás tintoreros eran tan ignorantes como él, le contestó: "En esta ciudad hay cuarenta tintoreros que formamos una corporación inasequible para todos los demás habitantes, y nuestro arte se transmite de padres a hijos y solamente al morir uno de nosotros. ¡En cuanto a emplear otro tinte que el azul jamás pensamos en semejante cosa!"
Al oír estas palabras del tintorero, dijo Abu-Kir: "Has de saber ¡oh maestro en tu oficio! que también yo soy tintorero y sé teñir las telas no sólo de azul, sino de una infinidad de colores que ni siquiera sospechas. ¡Tómame, pues, a tu servicio, mediante un salario, y te enseñaré todos los detalles de mi arte, y entonces podrás gloriarte de tu saber ante toda la corporación de tintoreros!" El otro contestó: "¡No podemos aceptar extranjeros en nuestra corporación y en nuestro oficio!" Abu-Kir preguntó: "¿Y si yo abriera por mi cuenta una tintorería?" El otro contestó: "¡Tampoco podrás hacerlo!" Entonces no insistió más Abu-Kir, salió de la tienda y fue en busca de un segundo tintorero, luego de un tercero, y de un cuarto, y de todos los demás tintoreros de la ciudad, y todos le recibieron igual y le dieron las mismas respuestas, sin aceptarle ni como maestro ni como aprendiz. Y fue a exponer su queja al jeique síndico de la corporación, que le contestó: "Nada puedo hacer. Nuestra costumbre y nuestras tradiciones nos prohíben que admitamos entre nosotros un extranjero".
Ante semejante recibimiento de unánime repulsa por parte de todos los tintoreros, Abu-Kir sintió que se le hinchaba de furor el hígado, y fue a palacio y se presentó al rey de la ciudad, y le dijo: Oh rey del tiempo! soy extranjero y ejerzo la profesión de tintorero, sé teñir de cuarenta colores diferentes las telas...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.
Y cuando llegó la 491ª noche
Ella dijo:
"... y sé teñir de cuarenta colores diferentes las telas. Y sin embargo, me ha sucedido tal y cual cosa con los tintoreros de esta ciudad, que no saben teñir más que de azul. No obstante, yo puedo dar a una tela los colores y matices más encantadores; el rojo en sus diversos tonos, como el rosa y el azufaifa; el verde en sus diversos tonos, como verde vegetal, verde alfónsigo, verde aceituna y verde ala de cotorra; el negro en sus diversos tonos, como negro carbón, negro de brea y negro azulado de kohl; el amarillo anaranjado: amarillo limón y amarillo de oro, ¡y otros muchos colores extraordinarios! ¡Ni más ni menos! ¡Y he aquí que, a pesar de todo, los tintoreros de acá no han querido admitirme ni como maestro ni como aprendiz a jornal!"
Al oír estas palabras de Abu-Kir y esta enumeración prodigiosa de colores de que nunca había oído hablar ni supuesto su existencia, el rey se maravilló y se estremeció, y exclamó: "¡Ya Alah, eso es admirable!"
Luego dijo a Abu-Kir: "Si es verdad lo que dices, ¡oh tintorero! y si verdaderamente puedes, merced a tu arte, regocijarnos la vista con tantos colores maravillosos, desecha toda preocupación y tranquilízate. Yo mismo voy a abrirte una tintorería y a darte un fuerte capital en dinero. ¡Y no tienes nada que temer de los de la corporación, pues si alguno de ellos, por desgracia, intentara molestarte, haría que le colgaran a la puerta de su tienda!"
Y al punto llamó a los arquitectos de palacio, y les dijo: "Acompañad a este maestro admirable, recorred con él toda la ciudad, y cuando haya encontrado un lugar de su gusto, sea tienda o khan, o casa jardín, echad de allí inmediatamente a su propietario, y construid a toda prisa en aquel emplazamiento una gran tintorería con cuarenta cubas de grandes dimensiones y otras cuarenta de dimensiones más pequeñas. Y obrad en todo conforme a las indicaciones de este gran maestro tintorero; observad puntualmente sus órdenes ¡y guardaos de desobedecerle en nada, ni siquiera con un gesto!" Luego el rey regaló a Abu-Kir un hermoso ropón de honor y una bolsa con mil dinares, diciéndole: "¡Diviértete con este dinero en tanto está lista la nueva tintorería!" Y le regaló, además, dos mozos jóvenes para su servicio y un maravilloso caballo enjaezado con una hermosa silla de terciopelo azul y una gualdrapa de seda del mismo color. Además, puso a su disposición, para que la habitara, una casa ricamente amueblada bajo su dirección y servida por gran número de esclavos.
¡Así es que Abu-Kir, vestido de brocado a la sazón y montado en un hermoso caballo aparecía brillante y majestuoso como un emir hijo de emir! Y al día siguiente, montado siempre en su caballo y precedido por dos arquitectos y por los dos mozos jóvenes, que hacían separarse a la multitud al pasar él, no dejó de recorrer las calles y los zocos en busca de un lugar donde levantar su tintorería. Y acabó por elegir una inmensa tienda abovedada, que estaba situada en medio del zoco, y dijo: "¡Este sitio es excelente!" Al punto los arquitectos y los mozos echaron al propietario, y comenzaron en seguida a demoler por un lado y a edificar por otro, y tanto celo pusieron en el cumplimiento de su tarea a las órdenes de Abu-Kir, que les decía desde su caballo: "¡Haced aquí tal y cual cosa, y allá tal y cual otra!", que en muy poco tiempo terminaron la construcción de una tintorería que no tenía igual en ningún lugar de la tierra.
Entonces hizo el rey que le llamaran, y le dijo: "Ahora hay que poner en movimiento la tintorería; pero sin dinero nada puede ponerse en movimiento. He aquí, pues, para empezar, cinco mil dinares de oro como primeros fondos". Y Abu-Kir cogió los cinco mil dinares, guardándolos cuidadosamente en su casa, y con algunos dracmas -pues los ingredientes necesarios estaban muy baratos y no tenían salida-compró en casa de un droguero todos los colores que estaban apilados en sacos intactos todavía, y los hizo transportar a su tintorería, donde los preparó y los disolvió diestramente en las cubas grandes y pequeñas...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.
Y cuando llegó la 492ª noche
Ella dijo:
"... y los disolvió diestramente en las cubas grandes y pequeñas. Entretanto, le envió el rey quinientas piezas de telas blancas de seda, de lana y de lino, para que las tiñese con arreglo a su arte. Abu-Kir las tiñó de diferentes maneras, dándoles a unas colores puros de toda mezcla y a otras colores compuestos, de modo que no hubo ni una sola tela que se pareciese a otra; luego, para secarlas, tendió en cuerdas que partían de su tienda e iban de un extremo a otro de la calle; y al secarse, se acentuaban maravillosamente los matices de las telas coloreadas y ofrecían al sol un espectáculo espléndido.
Cuando los habitantes de la ciudad vieron cosa tan nueva para ellos, quedaron pasmados; y los mercaderes cerraron sus tiendas para acudir a ver mejor aquello, y las mujeres y los niños prorrumpían en gritos de admiración, y preguntaban a Abu-Kir unos y otros: "¡Oh maestro tintorero! ¿cómo se llama este color?" Y les contestaba él: "¡Ese es rojo granate! ¡éste es verde de aceite! ¡éste es amarillo toronja!" Y les nombraba todos los colores en medio de exclamaciones y de brazos alzados en señal de una admiración sin límites.
Pero de pronto el rey, a quien habían advertido que las telas estaban ya teñidas, se presentó en medio del zoco a caballo, precedido de sus espoliques, que le abrían paso entre la muchedumbre, y seguido por su escolta de honor. Y a la vista de tantos colores cambiantes como ofrecían las telas a impulso de la brisa que las hacía ondular en el aire incandescente, quedó entusiasmado hasta el límite del entusiasmo, y permaneció largo tiempo inmóvil, sin respirar y con los ojos en blanco.
Y hasta los caballos, lejos de espantarse de aquel espectáculo inusitado, se mostraron sensibles a la fascinación de colores tan hermosos, y así como otras veces caracolean al son de flautas y clarinetes, se pusieron a bailar por su parte, embriagados con toda aquella gloria que rasgaba el aire y estallaba al viento.
En cuanto al rey, sin saber cómo honrar al tintorero, hizo apearse del caballo a su gran visir para que Abu-Kir montara en su lugar, manteniéndole a su derecha, y habiendo hecho recoger las telas, emprendió el camino de palacio, donde colmó a Abu-Kir de oro, de presentes y de privilegios. Hizo luego que con las telas coloreadas cortasen trajes para él, para sus mujeres y para los notables del palacio, y que dieran otras mil piezas a Abu-Kir con objeto de que las tiñese tan maravillosamente; de modo que, al cabo de cierto tiempo, todos los emires primero, y después todos los funcionarios, tuvieron trajes de colores. Y afluyeron los pedidos en cantidad tan considerable a casa de Abu-Kir, que fue nombrado tintorero real y que no tardó en ser el hombre más rico de la ciudad; y los demás tintoreros, con el jefe de la corporación a la cabeza, fueron a darle excusas por su conducta anterior y le rogaron que los empleara en su casa en calidad de aprendices sin salario. Pero él no admitió sus excusas y les despidió humillantemente. Y ya no se veían por calles y zocos más que gentes vestidas con telas multicolores y fastuosas que había teñido Abu-Kir, el tintorero del rey.
¡Y esto por lo que a él se refiere!
¡Pero he aquí lo referente a Abu-Sir, el barbero...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Pero cuando llegó la 493ª noche
Ella dijo:
¡... Pero he aquí lo referente a Abu-Sir, el barbero!
Despojado y robado por el tintorero, que se marchó después de encerrarle en la vivienda, permaneció tendido medio muerto durante tres días, al cabo de los cuales el portero del khan acabó por asombrarse de no ver salir a ninguno de los dos; y se dijo: "¡Acaso se hayan ido sin pagarme el importe del alquiler de la vivienda! ¡Quizás hayan muerto! ¡0 quién sabe si tal vez ocurrirá otra cosa!" Y se dirigió a la puerta de la vivienda, y encontró la llave de madera en el picaporte, que estaba cerrado con los dos pestillos; y oyó como un débil gemido dentro. Abrió entonces la puerta y entró, y vió al barbero acostado en la estera, amarillo y cambiadísimo; y le preguntó: "¿Qué tienes, hermano mío, para quejarte de ese modo? ¿Y qué ha sido de tu compañero?"
El pobre barbero contestó con voz muy débil: "¡Sólo lo sabe Alah! Hasta hoy estuve sin abrir los ojos. ¡No se desde cuándo estoy aquí! Pero tengo sed, y te ruego ¡oh hermano mío! que cojas la bolsa que cuelga de mi cinturón y vayas a comprarme algo para poder sostenerme".
El portero dió vueltas y más vueltas al cinturón; pero como no encontraba allí ningún dinero, comprendió que lo había robado el otro compañero, y dijo al barbero: "¡No te preocupes por nada!, ¡oh pobre! ¡Alah remunerará a cada cual con arreglo a sus obras! ¡Voy a ocuparme de ti y a cuidarte con mis ojos!" Y se apresuró a prepararle una escudilla llena de sopa, y se la llevó. Y le ayudó a tomarla, y le envolvió en una manta de lana, y le hizo sudar. Y se condujo así durante dos meses, sufragando todos los gastos del barbero, de modo que al cabo de este tiempo Alah otorgó la curación ayudado por él. Y Abu-Sir pudo entonces levantarse, y dijo al buen portero: "Si alguna vez me da poder para ello el Altísimo, sabré indemnizarte de cuanto gastaste en mí y agradecerte tus cuidados y bondades. Pero sólo Alah es capaz de remunerarte justamente con arreglo a tus méritos, ¡oh hijo predilecto!"
El viejo portero del khan le contestó: "¡Loor a Alah por tu curación, hermano mío! ¡Yo no obré contigo como obré más que por deseo del rostro de Alah el Generoso! Luego el barbero quiso besarle la mano; pero el otro se negó a ello protestando; y se despidieron invocando cada uno sobre otro todas las bendiciones de Alah.
Salió, pues, del khan el barbero, cargado con sus pertrechos usuales, y empezó a recorrer los zocos. Pero aquel día le esperaba su destino, que hubo de conducirle precisamente ante la tintorería de Abu-Kir, donde vió una enorme muchedumbre contemplando las telas coloreadas que estaban tendidas en cuerdas por delante de la tienda y maravillándose y lanzando tumultuosas exclamaciones. Y preguntó a un espectador: "¿De quién es esa tintorería? ¿Y a qué obedece ese tumulto?" El hombre a quien hubo de preguntar, le contestó: "¡Es la tienda de Abu-Kir, el tintorero del sultán! ¡Él es quien tiñe las telas con esos colores admirables, valiéndose de procedimientos extraordinarios! ¡Es un gran sabio en el arte de la tintorería!"
Al oír estas palabras Abu-Sir se regocijó con toda el alma por la suerte de su compañero, y pensó: "¡Loor a Alah, que le ha abierto las puertas de las riquezas! ¡Te equivocabas ¡ya Abu-Sir! al pensar mal de tu antiguo compañero! ¡Si te abandonó y te olvidó, fué porque estaba muy ocupado en su trabajo! ¡Y si te cogió la bolsa, fué porque no tenía entre las manos nada con qué comprar colores! ¡Pero ahora verás cómo, en cuanto te haya reconocido, te recibe con cordialidad, acordándose de los servicios que le prestaste otras veces y del bien que le hiciste cuando estaba apurado! ¡Cómo se va a alegrar de verte!
Luego el barbero consiguió abrirse paso entre la muchedumbre y llegar a la puerta de la tintorería. Y miró al interior. Y vió a Abu-Kir tendido perezosamente en un diván alto, apoyándose en un montón de almohadones y con el brazo derecho encima de un cojín, y vestido con un traje parecido a los trajes de los reyes, y había delante de él cuatro jóvenes esclavos negros y cuatro jóvenes esclavos blancos ataviados suntuosamente; y de aquella manera, hubo de aparecérsele tan majestuoso como un visir y tan grande como un sultán. Y vió a los obreros, en número de diez, poniendo mano a la obra y ejecutando las órdenes que les daba su amo sólo por señas.
Entonces Abu-Sir avanzó un paso y se detuvo precisamente delante de Abu-Kir, pensando: "¡Esperaré a que pose sobre mí sus ojos para hacerle mi zalema! ¡Quién sabe si me saludará él primero y se arrojará a mi cuello para besarme y condolerse por mi enfermedad y consolarme!"
"... Pero, apenas se encontraron sus ojos y una mirada se cruzó con otra...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y cuando llegó la 494ª noche
Ella dijo:
"... Pero, apenas se encontraron sus ojos y una mirada se cruzó con otra, dió un salto el tintorero, exclamando: "¡Ah, malvado ladrón, cuántas veces te tengo prohibido que te pares delante de mi tienda! ¿Es que quieres mi ruina y mi deshonra? ¡Hola, vosotros! ¡Detenedle y apoderaos de él!
De modo que los esclavos blancos y los negros se precipitaron sobre el pobre barbero y le derribaron y le pisotearon; y hasta el propio tintorero se levantó, cogió un palo largo, y dijo: "¡Echadle de bruces!" Y le asestó doscientos palos en la espalda. Luego dijo: "¡Oh miserable harapiento! ¡Oh traidor! Como otro día vuelva a verte delante de mi tienda, te mandaré a presencia del rey, que te arrancará la piel y te empalará a la puerta de palacio! ¡Vete! ¡Que Alah te maldiga! ¡Oh rostro de pez!" Entonces el pobre barbero muy humillado y dolorido por aquel trato, y con el corazón roto y el alma encogida, se alejó de allí a rastras y emprendió el camino del khan, llorando en silencio y perseguido por la rechifla de la muchedumbre amotinada contra él y por las maldiciones de los admiradores de Abu-Kir el tintorero.
Cuando llegó a su vivienda, se echó encima de la estera cuan largo era y se puso a reflexionar sobre lo que acababa de hacerle sufrir Abu-Kir; y se pasó toda la noche sin poder pegar los ojos de tan desgraciado y dolorido como se sentía. Pero por la mañana, frías ya las señales de los golpes, pudo lavarse y salir con intención de tomar un baño en el hammam para acabar de descansar y lavarse el cuerpo después de tanto tiempo como estuvo sin hacer sus abluciones durante la enfermedad. Preguntó, pues, a un transeúnte: "Hermano mío, ¿cuál es el camino del hammam?" El hombre contestó: "¿El hammam? ¿Qué es eso de hammam?" Abu-Sir dijo: "¡Pues el sitio donde va la gente a lavarse y a quitarse la suciedad y los filamentos que se forman en el cuerpo! ¡Es el lugar más delicioso del mundo!"
El hombre contestó: "¡Échate, entonces, al mar! ¡Allí es donde nos bañamos!" Abu-Sir dijo: "¡Pero si lo que deseo es un baño en el hammam!" El otro contestó: "No sabemos lo que quieres decir con eso de hammam. Nosotros, cuando queremos tomar un baño, nos vamos al mar; y hasta el rey, cuando quiere lavarse, hace como nosotros: se va a tomar un baño de mar".
Cuando Abu-Sir enterose de que el hammam era desconocido por los habitantes de aquella ciudad y se convenció de que ignoraban la costumbre de los baños calientes y las operaciones del masaje, limpieza de filamentos y depilación, se dirigió al palacio del rey y pidió audiencia, siéndole concedida. Se presentó, pues, al rey, y después de besar la tierra entre sus manos e invocar sobre él las bendiciones, le dijo: "¡Oh, rey del tiempo! soy extranjero y barbero de profesión. Sé también ejercer otros oficios, especialmente el de estufista del hammam y masajista, aunque en mi país cada una de estas profesiones la ejerce un hombre distinto, que en toda su vida no hace otra cosa. Y hoy quise ir al hammam en tu ciudad, ¡pero nadie supo indicarme el camino, y nadie comprendió lo que significaba la palabra hammam! ¡Por cierto que es muy asombroso que una ciudad tan hermosa como la tuya carezca de hammams, cuando nada en el mundo hay tan excelente para embellecer y hacer las delicias de una ciudad! ¡En verdad ¡oh rey del tiempo! que el hammam es un paraíso de la tierra!" Al oír estas palabras, quedose el rey extremadamente asombrado, y preguntó: "¿Podrás, entonces, explicarme qué es ese hammam de que me hablas? Porque no he oído hablar de él nunca". Entonces dijo Abu-Sir: "¡Has de saber ¡oh rey! que el hammam es un edificio construido de tal y cual manera, y se baña uno en él de tal y cual modo, y se experimentan allí tales y cuáles cosas!"
Y enumeró al detalle las cualidades, las ventajas y los placeres de un hammam bien acondicionado. Luego añadió: "¡Pero me saldrían pelos en la lengua antes de poder darte una idea exacta de lo que es un hammam y de sus goces! ¡Hay que experimentarlo para comprenderlo! ¡Y no será tu ciudad una ciudad verdaderamente perfecta hasta el día en que tenga un hammam!"
Al oír estas palabras de Abu-Sir, el rey se dilató de entusiasmo y se esponjó, y exclamó: "Bienvenido seas a mi ciudad, ¡oh hijo de gentes de bien...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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