23 Historia de Ibn-Al-Mansur y los dos jóvenes (de la noche 346 a la 353)
HISTORIA DE IBN AL-MANSUR Y LOS DOS JOVENES
He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que el califa Harún Al-Raschid sufría con frecuencia insomnios producidos por las preocupaciones que le causaba su reino. Una noche, en vano daba vueltas de un lado a otro en su lecho, porque no lograba amodorrarse, y al fin se cansó de la inutilidad de sus tentativas. Rechazó entonces violentamente con un pie las ropas de su cama, y dando una palmada llamó a Massrur, su porta alfanje, que vigilaba la puerta siempre, y le dijo: "¡Massrur, búscame una distracción, porque no logro dormir!"El otro contestó: "¡No hay nada como los paseos nocturnos, mi señor, para calmar el alma y adormecer los sentidos! Ahí fuera, en el jardín está hermosa la noche. Bajaremos y nos pasearemos entre los árboles, entre las flores; y contemplaremos las estrellas y sus incrustaciones magníficas, y admiraremos la belleza de la luna que avanza lentamente en medio de ellas y desciende hasta el río para bañarse en el agua". El califa dijo: "¡Massrur, esta noche no desea mi alma ver semejantes cosas!" El otro añadió: "¡Señor, en tu palacio tienes trescientas mujeres secretas, y cada una disfruta de un pabellón para ella sola! Iré a prevenirlas para que todas estén preparadas; y entonces te pondrás tú detrás de los tapices de cada pabellón, y admirarás en su sencilla desnudez a cada una de ellas, sin hacerte traición con tu presencia".
El califa dijo: "¡Massrur, este palacio es mi palacio, y esas jóvenes me pertenecen; pero no es nada de eso lo que anhela mi alma esta noche!" El otro contestó: "¡Ordena mi señor, y haré que entre tus manos se congreguen los sabios, los consejeros y los poetas de Bagdad! Los consejeros pronunciarán ante ti hermosas sentencias; los sabios te pondrán al corriente de los descubrimientos que hayan hecho en los anales, y los poetas encantarán tu espíritu con sus versos rítmicos".
El califa contestó: "¡Massrur, no es nada de eso lo que anhela mi alma esta noche!" El otro contestó: "En tu palacio, mi señor, hay coperos encantadores y deliciosos jóvenes de aspecto agradable. ¡Si lo ordenas, les haré venir para que te hagan compañía!" El califa contestó:
"¡Massrur, no es nada de eso lo que anhela mi alma esta noche!"
Massrur dijo: "¡Córtame, entonces, la cabeza, mi señor! ¡Quizá sea lo único que disipe tu hastío! ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y cuando llegó la 347ª noche
Ella dijo:
"¡...Córtame, entonces, la cabeza, mi señor! ¡Quizá sea lo único que disipe tu hastío!"
Al oír estas palabras, Al-Raschid se echó a reír a carcajadas; luego dijo: "¡Mira, Massrur, puede que lo haga algún día! ¡Pero ahora ve a ver si todavía hay en el vestíbulo alguien que verdaderamente sea agradable de aspecto y de conversación!" Entonces salió a ejecutar la orden Massrur, y volvió enseguida para decir al califa: "¡Oh Emir de los Creyentes! no encontré ahí fuera más que a este viejo de mala índole, que se llama Ibn Al-Mansur!"
Y preguntó Al-Raschid: "¿Qué Ibn Al-Mansur? ¿Es acaso Ibn Al-Mansur el de Damasco?" El jefe de los eunucos dijo: "¡Ese mismo viejo malicioso!" Al-Raschid dijo: "¡Hazle entrar cuanto antes!" Y Massrur introdujo a Ibn Al-Mansur, que dijo: "¡Sea contigo la zalema, ¡oh Emir de los Creyentes!"
El califa le devolvió la zalema y dijo: "¡Ya Ibn Al-Mansur! ¡Ponme al corriente de una de tus aventuras!" El otro contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¿Debo entretenerte con la narración de algo que yo haya visto, o solamente con el relato de algo que haya oído?" El califa contestó: "¡Si viste alguna cosa asombrosa, date prisa a contármela, porque las cosas que se vieron son siempre preferibles a las que se oyeron contar!"
El otro dijo: "¡Entonces, ¡oh Emir de los Creyentes! presta oído y otórgame una atención simpática!" El califa contestó: "¡Ya Ibn Al-Mansur! ¡Heme aquí dispuesto a escucharte con mis oídos, a verte con mis ojos y a otorgarte de todo corazón una atención simpática!"
Entonces dijo Ibn Al-Mansur: "Has de saber, ¡oh Emir de los Creyentes! que todos los años iba yo a Bassra para pasar algunos días junto al emir Mohammad Al-Haschami, lugarteniente tuyo en aquella ciudad. Un año en que fui a Bassra como de costumbre, al llegar a palacio vi al emir que se disponía a montar a caballo para ir de caza. Cuando me vio, no dejó, tras las zalemas de bienvenida, de invitarme a que le acompañara; pero yo le dije: "Dispénsame, señor, pues la sola vista de un caballo me para la digestión, y a duras penas puedo tenerme en un burro. ¡No voy a ir de caza en burro!" El emir Mohammad me excusó, puso a mi disposición todo el palacio, y encargó a sus oficiales que me sirvieran con todo miramiento y no dejasen que careciera yo de nada mientras durase mi estancia. Y así lo hicieron.
Cuando se marchó, me dije: "¡Por Alah! Ya Ibn Al-Mansur, he aquí que hace años y años que vienes regularmente desde Bagdad a Bassra, y hasta hoy te contentaste con ir del palacio al jardín y del jardín al palacio como único paseo por la ciudad. No basta eso para que te instruyas. Ahora puedes distraerte, trata, pues, de ver por las calles de Bassra alguna cosa interesante. ¡Por cierto que nada ayuda a la digestión tanto como andar; y tu digestión es muy pesada; y engordas y te hinchas como una ostra!"
Entonces obedecí a la voz de mi alma ofuscada por mi gordura, y me levanté al punto, me puse mi traje más hermoso, y salí del palacio con objeto de andar un poco a la ventura, de aquí para allá.
Por lo demás, ya sabes, ¡oh Emir de los Creyentes! que en Bassra hay setenta calles, y que cada calle tiene una longitud de setenta parasangas del Irak. Así es que, al cabo de cierto tiempo, me vi de pronto perdido en medio de tantas calles, y en mi perplejidad hube de andar más de prisa, sin atreverme a preguntar el camino por miedo de quedar en ridículo. Aquello me hizo sudar mucho; y también sentí bastante sed; y creí que el sol terrible iba sin duda a liquidar la grasa sensible de mi piel.
Entonces me apresuré a tomar la primera bocacalle para buscar algo de sombra, y de este modo llegué a un callejón sin salida, por donde se entraba a una casa grande de muy buena apariencia. La entrada medio oculta por un tapiz de seda roja, daba a un gran jardín que había delante de la casa. A ambos lados aparecían bancos de mármol sombreados por una parra, lo que me incitó a sentarme para tomar aliento.
Mientras me secaba la frente, resoplando de calor, oí que del jardín llegaba una voz de mujer, que cantaba con aire lastimero estas palabras:
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- ¡Desde el día en que me abandonó mi gamo joven, se ha tornado mi corazón en asilo de dolor!
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- ¿Acaso, como él cree, es un pecado tan grande dejarse amar por las muchachas?
Pero la más bella era precisamente quien cantaba; y la esclava la acompañaba con un laúd. Y yo creí ver a la misma luna que hubiese descendido al jardín en su decimocuarto día, y me acordé entonces de estos versos del poeta:
¡Babilonia la voluptuosa brilla en sus ojos que matan con sus pestañas, más curvadas seguramente que los alfanjes y que el hierro templado de las lanzas!
¡Cuando caen sus cabellos negros sobre su cuello de jazmín, me pregunto si viene a saludarla la noche!
¿Son dos breves esferas de marfil lo que hay en su pecho, o son dos granadas, o son sus senos? ¿Y qué es lo que de tal modo ondula bajo su camisa? ¿Es su talle, o es arena movible?
Y también me hizo pensar en estos versos del poeta:
¡Sus párpados son dos pétalos de narciso; su sonrisa es como la aurora, su boca está sellada por los dos rubíes de sus labios deliciosos y bajo su túnica se mecen todos los jardines del paraíso.'
Entonces, ¡oh Emir de los Creyentes! no pude por menos de exclamar: "¡Ya Alah! ¡ya Alah!" Y permanecí allí inmóvil, comiendo bebiendo con los ojos encantos tan milagrosos. Así es que, al volver cabeza hacia donde yo estaba, me vio la joven, y bajó vivamente el velillo de su rostro; luego, dando muestras de gran indignación, me mandó a la esclava tañedora de laúd, que se me acercó, y después de arañarme, me dijo: "¡Oh jeique! ¿no te da vergüenza mirar así en su cara a las mujeres? ¿Y no te aconsejan tu barba blanca y tu vejez el respeto para las cosas honorables!" Yo contesté en alta voz para que me oyera la joven sentada: "Tienes razón, ¡oh mi dueña! y mi vejez es notoria, pero con lo que respecta a mi vergüenza, ya es otra cosa...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.
Pero cuando llegó la 348ª noche
Ella dijo:
... pero en lo que respecta a mi vergüenza, ya es otra cosa".
Cuando la joven hubo oído estas palabras, se levantó y fue a reunirse con su esclava, para decirme, irritada en extremo: "¿Es que hay mayor vergüenza para tus cabellos blancos ¡oh jeique! que la acción de pararte con tal osadía a la puerta de un harem que no es tu harem, y de una morada que no es tu morada?"
Yo me incliné y contesté: "¡Por Alah, ¡oh mi dueña! que la vergüenza para mi barba no es tan considerable, y lo juro por tu vida! ¡Mi presencia aquí tiene una excusa!" Ella preguntó: "¿Y cuál es tu excusa?" Contesté: "¡Soy un extranjero que padece una sed de la que voy a morir!" Ella contestó: "¡Aceptamos esa excusa, pues, ¡por Alah!, que es atendible!" Y enseguida se volvió hacia su joven esclava y le dijo: "¡Gentil, corre pronto a darle de beber!"
Desapareció la pequeña para volver al cabo de un momento con un tazón de oro en una bandeja y una servilleta de seda verde. Y me ofreció el tazón, que estaba lleno de agua fresca, perfumada agradablemente con almizcle puro. Lo tomé y me puse a beber muy lentamente y a largos sorbos, dirigiendo de soslayo miradas de admiración a la joven principal y miradas de notorio agradecimiento a ambas. Cuando me hube servido de este juego durante cierto tiempo, devolví el tazón a la joven, la cual me ofreció entonces la servilleta de seda invitándome a limpiarme la boca. Me limpié la boca, le devolví la servilleta, que estaba deliciosamente perfumada con sándalo, y no me moví de aquel sitio.
Cuando la hermosa joven vio que mi inmovilidad pasaba de los límites correctos, me dijo con acento adusto: "¡Oh jeique! ¿a qué esperas aún para reanudar tu marcha por el camino de Alah?" Yo contesté con aire pensativo: "¡Oh mi dueña! me preocupan extremadamente ciertos pensamientos, y me veo sumido en reflexiones que no puedo llegar a resolver por mí solo!"
Ella me preguntó: "¿Y cuáles son esas reflexiones?" Yo dije: "¡Oh mi dueña! reflexiono acerca del reverso de las cosas y acerca del curso de los acontecimientos que produce el tiempo!" Ella me contestó: "¡Cierto que son graves esos pensamientos, y todos tenemos que deplorar alguna fechoría del tiempo! Pero ¿qué ha podido inspirarte a la puerta de nuestra casa ¡oh jeique! semejantes reflexiones?" Yo dije: "¡Precisamente ¡oh mi dueña! pensaba yo en el dueño de esta casa! ¡Le recuerdo muy bien ahora! Antaño me propuso vivir en este callejón compuesto por una sola casa con jardín. ¡Sí, por Alah! el propietario de esta casa era mi mejor amigo!"
Ella me preguntó: "¿Te acordarás, entonces, del nombre de tu amigo?" Yo dije: "¡Ciertamente, oh mi dueña! ¡Se llamaba Alí ben-Mohammad, y era el síndico respetado por todos los joyeros de Bassra! ¡Ya hace años que le perdí de vista, y supongo que estará en la misericordia de Alah ahora! Permíteme, pues, ¡oh mi dueña! que te pregunte si dejó posteridad".
Al oír estas palabras, los ojos de la joven se humedecieron de lágrimas, y dijo: "¡Sean con el síndico Alí ben-Mohammad la paz y los dones de Alah! Ya que fuiste su amigo, has de saber ¡oh jeique! que el difunto síndico dejó por única descendencia una hija llamada Badr. ¡Y ella sola es la heredera de sus bienes y de sus inmensas riquezas!" Yo exclamé: "¡Por Alah, que no puede ser más que tú misma ¡oh mi dueña! la hija bendita de mi amigo!" Ella sonrió y contestó: "¡Por Alah, que lo adivinaste!" Yo dije: "¡Acumule sobre ti Alah sus bendiciones, ¡oh hija de Alí ben-Mohammad! Pero, a juzgar por lo que puedo ver a través de la seda que cubre tu rostro, ¡ oh luna! me parece que contrae tus facciones una gran tristeza. ¡No temas revelarme su causa, porque quizá me envía Alah para que trate de poner remedio a ese dolor que altera tu hermosura!" Ella contestó: "¿Cómo quieres que te hable de cosas tan íntimas, si ni siquiera me dijiste aún tu nombre ni tu calidad?" Yo me incliné y contesté: "¡Soy tu esclavo Ibn Al-Mansur, oriundo de Damasco, una de las personas a quienes nuestro dueño el califa Harún Al-Raschid honra con su amistad y ha escogido para compañeros íntimos!"
Apenas hube pronunciado estas palabras, ¡oh Emir de los Creyentes! me dijo Sett Badr: "¡Bien venido seas a mi casa, donde puedes encontrar hospitalidad larga y amistosa!, ¡oh jeique Ibn Al-Mansur!" Y me invitó a que la acompañara y a que entrara a sentarme en la sala de recepción.
Entonces entramos los tres en la sala de recepción, y cuando estuvimos sentados, y después de los refrescos usuales, que fueron exquisitos, Sett Badr me dijo: "¡Ya que quieres saber la causa de una pena que adivinaste en mis facciones, ¡oh jeique Ibn Al-Mansur! prométeme el secreto y la fidelidad!"
Yo contesté: "¡Oh mi dueña! en mi corazón está el secreto como en un cofre de acero cuya llave se hubiese perdido!" Y me dijo ella entonces: "¡Escucha, pues, mi historia, oh jeique!" Y después de ofrecerme aquella joven esclava tan gentil una cucharada de confitura de rosas, dijo Sett Badr:
"Has de saber, ¡oh Ibn Al-Mansur! que estoy enamorada, y que el objeto de mi amor se halla lejos de mí. ¡He aquí toda mi historia!" Y tras esas palabras, Sett Badr dejó escapar un gran suspiro y se calló.
Y yo le dije: "¡Oh mi dueña! estás dotada de belleza perfecta, y el que amas debe ser perfectamente bello! ¿Cómo se llama?" Ella me dijo: "Sí, Ibn Al-Mansur, el objeto de mi amor es perfectamente bello, como has dicho. Es el emir Jobair, jefe de la tribu de los Bani Schaibán. ¡Sin ningún género de duda es el joven más admirable de Bassra y del Irak!"
Yo dije: "No podía ser de otro modo, ¡oh mi dueña! Pero, ¿consistió en palabras solamente vuestro mutuo amor, o llegasteis a daros pruebas íntimas de él en diversos encuentros y de agradables consecuencias?" Ella dijo: "¡Ciertamente, hubieran sido de muy agradables consecuencias nuestros encuentros, si su larga duración bastara a enlazar los corazones! ¡Pero el emir Jobair me ha ofendido con una simple suposición!"
Al oír estas palabras, ¡oh Emir de los Creyentes! exclamé: "¿Cómo? ¿Es posible suponer que el lirio ame al barro porque la brisa le incline hacia el suelo? ¡Y aunque sean fundadas las suposiciones del emir Jobair, tu belleza es una disculpa viva, ¡oh mi dueña!" Ella sonrió y me dijo: "¡Si al menos ¡oh jeique! se tratase de un hombre! ¡Pero el emir Jobair me acusa de amar a una joven, a esta misma que tienes delante de tus ojos, a la gentil, a la dulce que nos está sirviendo!" Yo exclamé: "Pido a Alah perdón para el emir ¡oh mi dueña! ¡Sea confundido el Maligno! ¿Y cómo pueden amarse entre sí las mujeres? ¿Quieres decirme, por lo menos, en qué ha fundado sus suposiciones el emir?"
Ella contestó: "Un día, después de haber tomado mi baño en el hammam de mi casa, me eché en mi cama y me puse en manos de mi esclava favorita, esta joven que aquí ves, para que me vistiera y peinara mis cabellos. Era sofocante el calor, y con objeto de que me refrescara algo, mi esclava me despojó de las toallas que abrigaban mis hombros y cubrían mis senos, y se puso a arreglar las trenzas de mi cabellera. Cuando hubo concluido, me miró y al encontrarme hermosa de aquel modo, me rodeó el cuello con sus brazos y me besó en la mejilla, diciéndome: "¡Oh mi señora, quisiera ser hombre para amarte aún más de lo que te amo!" Y trataba, gentil, de divertirme con mil retozos amables. Y he aquí que en aquel momento precisamente entró el emir; nos lanzó una mirada singular a ambas y salió bruscamente, para enviarme algunos instantes después una esquela, en la que aparecían trazadas estas palabras: "El amor no puede hacernos dichosos más que cuando nos pertenece en absoluto". ¡Y desde aquel día no volví a verle; y jamás quiso darme noticias suyas, ya lbn Al-Mansur!"
Entonces le pregunté: "¿Pero os unió algún contrato de matrimonio?" Ella contestó: "¿Y para qué hacer un contrato? Nos habíamos unido por nuestra voluntad, sin intervención del kadí y de los testigos".
Yo dije: "Entonces, ¡oh mi dueña! si me lo permites, quiero ser el lazo de unión entre vosotros dos, simplemente por el gusto de ver reunidos a dos seres selectos". Ella exclamó: "¡Bendito sea Alah, que nos puso en tu camino, ¡oh jeique de rostro blanco! ¡No creas que vas a dar con una persona ingrata que ignora el valor de los beneficios! Voy ahora mismo a escribir de mi puño y letra una carta para el emir Jobair, y tú se la entregarás, procurando hacerle entrar en razón". Y dijo a su favorita: "Anda, Gentil, tráeme un tintero y una hoja de papel". Se los trajo la otra, y Sett Badr escribió:
"¿Por qué dura tanto la separación, mi bien amado? ¿No sabes que el dolor ahuyenta de mis ojos el sueño, y que cuando pienso en tu imagen se me aparece tan cambiada que ya no la reconozco?
"!Te conjuro a que me digas por qué dejaste la puerta abierta a mis calumniadores!" ¡Levántate, sacude el polvo de los malos pensamientos y vuelve a mí sin tardanza! ¡Qué día de fiesta va a ser para ambos el que alumbre nuestra reconciliación!"
Cuando acabó de escribir esta carta, la dobló, la selló y me la entregó ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Pero cuando llegó la 350ª noche
Ella dijo:
... Cuando acabó de escribir esta carta, la dobló, la selló y me la entregó, y al mismo tiempo deslizó en mi bolsillo, sin dar lugar a que yo lo impidiese, una bolsa que contenía mil dinares de oro, y que me decidí a guardar como recuerdo de los buenos servicios que presté antaño a su difunto padre, el digno síndico, y en previsión del porvenir. Me despedí entonces de Sett Badr y me dirigí a la morada de Jobair, emir de los Bani-Schaibán, a cuyo padre, muerto hacia muchos años, conocí asimismo.
Cuando llegué al palacio del emir Jobair, me dijeron que también estaba de caza, y esperé su regreso. No tardó en llegar, y en cuanto supo mi nombre y mis títulos, me rogó aceptase su hospitalidad y considerase su casa como propia. Y enseguida fue a hacerme honores él en persona.
Por lo que a mí respecta, ¡oh Emir de los Creyentes! al advertir la cumplida belleza del joven me quedé sorprendido, y sentí que mi razón me abandonaba definitivamente. Y al ver él que yo no me movía, creyó que era la timidez lo que me retenía, y fue hacia mí sonriéndose, y me abrazó, según costumbre, y creí abrazar en aquel momento al sol, a la luna y al universo entero con todo su contenido. Y como había llegado la hora de reponer fuerzas, el emir Jobair me cogió de un brazo y me hizo sentarme a su lado en un cojín. Y enseguida pusieron la mesa los esclavos ante nosotros.
Era una mesa llena de vajilla del Khorassán, de oro y de plata, y que ostentaba cuantos manjares fritos y asados pudiesen desear el paladar, la nariz y los ojos. Entre otras cosas admirables, había allí aves rellenas de alfónsigos y de uvas, y pescados servidos en buñuelos de galleta, y especialmente una ensalada de verdolaga, a cuyo solo aspecto se me hacía agua la boca. No hablaré de las demás cosas, por ejemplo, de un maravilloso arroz con crema de búfalo, en el que de buena gana hubiera hundido mi mano hasta el codo, ni de la confitura de zanahorias con nueces, que tanto me gusta -¡oh! estoy seguro de que algún día me hará morir-, ni de las frutas, ni de las bebidas.
¡Sin embargo, ¡oh Emir de los Creyentes! te juro por la nobleza de mis antecesores que reprimí los impulsos de mi alma y no probé bocado! Por el contrario, esperé a que mi huésped me instase con mucho ahínco a servirme de aquello, y le dije: "¡Por Alah! hice voto de no tocar ninguno de los manjares de tu hospitalidad, emir Jobair, mientras no accedas a una súplica que es el móvil de mi visita a tu casa." El me preguntó: "¿Puedo al menos ¡oh mi huésped! saber, antes de comprometerme a una cosa tan grave y que me amenaza con que renuncies a mi hospitalidad, cuál es el objeto de esta visita?" Por toda respuesta, saqué yo de mi pecho la carta y se la di.
La cogió, la abrió y la leyó. Pero al punto la rompió, arrojó a tierra los pedazos, los pisoteó, y me dijo: "¡Ya Ibn Al-Mansur! pide cuanto quieras y te será concedido al instante. ¡Pero no me hables del contenido de esta carta, a la que no tengo nada que contestar!"
Entonces me levanté y quise marcharme enseguida, pero me retuvo asiéndome de la ropa, y me suplicó que me quedase, diciéndome: "¡Oh mi huésped! ¡Si supieras el motivo de mi repulsa, no insistirías ni por un instante! ¡Tampoco creas que eres el primero a quien se ha confiado semejante misión! ¡Y si lo deseas, te diré exactamente las palabras que te encargó ella me dijeses!" Y me repitió al punto las palabras consabidas, con tanta precisión como si hubiese estado en presencia nuestra en el momento en que se pronunciaron.
Luego añadió: "¡Créeme que no debes ocuparte de ese asunto! ¡Y quédate en mi casa para descansar todo el tiempo que tu alma anhele!"
Estas palabras me decidieron a quedarme. Y pasé el resto del día y toda la noche comiendo, bebiendo y disfrutando con el emir Jobair. No obstante, como no oía cantos ni música, me asombré al advertir tal excepción de las prácticas establecidas en los festines; y por último hube de decidirme a manifestar al joven emir mi sorpresa. Enseguida vi ensombrecerse su rostro y noté en él un gran malestar; luego me dijo: "Hace ya mucho tiempo que suprimí los cantos y la música en mis festines. ¡Sin embargo, en vista de tu deseo, voy a satisfacerlo!"
Y al instante hizo llamar a una de sus esclavas, que se presentó con un laúd indio, guardado en un estuche de raso, y se sentó delante de nosotros, preludiando inmediatamente en veintiún tonos distintos. Reanudó después el primer tono y cantó:
¡Con los cabellos despeinados, lloran y gimen en el dolor las hijas del Destino, oh alma mía!
¡La mesa, empero, está cargada con los manjares más exquisitos, son aromáticas las rosas, nos sonríen los narcisos y ríe en la jofaina el agua!
¡Oh alma mía, alma triste, ármate de valor! ¡De nuevo lucirá en los ojos la esperanza un día, y beberás en la copa de la dicha!
Pasó después a un tono más triste, y cantó:
¡Quien no saboreó las delicias del amor ni gustó su amargura, no sabe lo que pierde al perder a un amigo!
¡Quien no llegó a sufrir las heridas del amor, no puede saber los tormentos deleitosos que proporcionan!
¿Dónde están las noches dichosas pasadas junto a mi amigo, nuestros retozos amables, nuestros labios unidos, la Miel de su saliva? ¡Oh dulzura! ¡Oh dulzura!
¡Nuestras noches hasta el amanecer, nuestros días hasta la puesta del sol! ¿Qué hacer ¡oh corazón roto! contra los decretos de un destino cruel?
Apenas la cantora dejó expirar estas últimas quejas, cuando vi que mi joven huésped caía desvanecido lanzando un grito doloroso. Y me dijo la esclava: "¡Tú tienes la culpa!, ¡oh jeique! Porque hace largo tiempo que evitamos cantar delante de él, a causa del estado de emoción en que se pone y de la agitación que le produce todo poema amoroso". Y lamenté mucho haber sido causante de un accidente de mi huésped, e invitado por la esclava, me retiré a mi estancia para no importunarle más con mi presencia.
Al día siguiente, en el momento en que me disponía a partir y rogaba a uno de los servidores que transmitiese a su amo mi agradecimiento por aquella hospitalidad, se presentó un esclavo, que me entregó una bolsa con mil dinares, rogándome que la aceptara como compensación por el anterior trastorno, y diciéndome que estaba encargado de recibir mis adioses. Entonces, sin haber conseguido nada, abandoné la casa de Jobair y regresé a la de aquella que me había enviado.
Al llegar al jardín, encontré a Sett Badr, que me esperaba a la puerta, y sin darme tiempo de abrir la boca, me dijo: "¡Ya Ibn Al-Mansur, sé que no tuviste éxito en tu misión!" Y me relató punto por punto todo lo acaecido entre el emir Jobair y yo, haciéndolo con tanta exactitud que sospeché pagaba espías que la tuviesen al corriente de lo que pudiera interesarla.
Y le pregunté: "¿Cómo te hallas tan bien informada, ¡Oh mi dueña!? ¿Acaso estuviste allí sin ser vista?" Ella me dijo: "¡Ya Ibn Al-Mansur! has de saber que los corazones de los amantes tienen ojos que ven lo que ni suponer podrían los demás. ¡Pero yo sé que tú no tienes la culpa de la repulsa! ¡Es mi destino!" Luego añadió, levantando los ojos al cielo: "¡Oh Señor, dueño de los corazones, soberano de las almas, haz que en adelante me amen sin que yo ame nunca! ¡Haz que lo que resta de amor por Jobair en este corazón se desvíe hacia el corazón de Jobair, para tormento suyo! ¡Haz que vuelva a suplicarme que le escuche, y dame valor para hacerlo sufrir!"
Tras de lo cual me dio las gracias por lo que me presté a hacer en su favor, y se despidió de mí. Y volví al palacio del emir Mohammad, y desde allí regresé a Bagdad.
Pero al año siguiente hube de ir nuevamente a Bassra, según mi costumbre, para ventilar mis asuntos, porque debo decirte ¡oh Emir de los Creyentes! que el emir Mohammad era deudor mío, y no disponía yo de otro medio que aquellos viajes regulares para hacerle pagar el dinero que me adeudaba. Y he aquí que al día siguiente de mi llegada me dije: "¡Por Alah! ¡Tengo que saber en qué paró la aventura de los dos amantes!"
Encontré cerrada la puerta del jardín, conmoviéndome con la tristeza que emanaba el silencio reinante en torno mío. Miré entonces por la rejilla de la puerta, y vi en medio de la avenida, bajo un sauce de ramas lagrimeantes, una tumba de mármol completamente nueva todavía, y cuya inscripción funeral no pude leer a causa de la distancia. Y me dije: "¡Ya no está ella aquí! ¡Segaron su juventud! ¡Qué lástima que una belleza semejante se haya perdido para siempre! ¡La debió desbordar la pena, anegándola el corazón...!
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Pero cuando llegó la 351ª noche
Ella dijo:
"¡...Qué lástima que una belleza semejante se haya perdido para siempre! ¡La debió desbordar la pena, anegándola el corazón!" Con el pecho oprimido por la angustia, me decidí entonces a personarme en el palacio del emir Jobair. Allá me esperaba un espectáculo más entristecedor aún. Todo estaba desierto; los muros derrumbábanse ruinosos; habíase secado el jardín, sin la menor huella de que le cuidase nadie. Ningún esclavo guardaba la puerta del palacio, y no había ningún ser vivo que pudiera darme noticia de quienes habitaron en el interior. Ante aquel espectáculo, me dije desde lo profundo de mi alma: ¡También ha debido morir él!"
Muy triste, muy apenado, me senté luego a la puerta, e improvisé esta elegía:
¡Oh morada! ¡En tus umbrales me detengo para llorar con tus piedras al recuerdo del amigo que ya no existe!
¿Dónde está el huésped generoso, cuya hospitalidad se hacía extensiva pródigamente a los viajeros?
¿Dónde están los amigos pletóricos de alegría que te habitaron en la época de tu esplendor, palacio?
¡Sigue su ejemplo, tú que pasas; pero no olvides, por lo menos, los beneficios de que todavía hay señales, a pesar de las ruinas del tiempo!
Mientras yo me dejaba llevar de la tristeza que me poseía, expresándola de aquel modo, apareció un criado, que avanzó hacia mí, diciéndome con acento violento: "¡Cállate, viejo jeique! ¡Te va en ello la vida! ¿Por qué dices cosas fúnebres a nuestra puerta?" Yo contesté: "Me limitaba a improvisar versos a la memoria de un amigo entre mis amigos, que habitaba esta casa y se llamaba Jobair, de la tribu de los Bani-Schaibán". El esclavo replicó: "¡El nombre de Alah sea con él y en torno de él! Ruega por el Profeta, ¡oh jeique! Pero ¿por qué dices que ha muerto el emir Jobair? ¡Glorificado sea Alah! ¡Nuestro amo está con vida, siempre en el seno de los honores y de las riquezas!" Pero yo exclamé: "¿A qué obedece, entonces, ese ambiente de tristeza esparcido por la casa y el jardín?" El contestó: "¡Al amor! El emir Jobair está con vida; pero es lo mismo que si se contara en el número de los muertos. Tendido yace en su lecho sin moverse; y cuando tiene hambre, nunca dice: "¡Dadme de comer!", y cuando tiene sed, no dice nunca: "¡Dadme de beber!"
Al oír estas palabras del negro, dije: "¡Por Alah sobre ti, oh rostro blanco! ¡Ve en seguida a participarle mi deseo de verle! Dile: "¡Es Ibn Al-Mansur quien espera a tu puerta!" Se fue el negro, y al cabo de algunos instantes, volvió para avisarme que su amo podía recibirme. Y me hizo entrar, diciéndome: "Te advierto que no se enterará de nada de lo que le digas, a no ser que sepas conmoverle con ciertas palabras".
Efectivamente, encontré al emir Jobair tendido en su lecho, con la mirada perdida en el vacío, muy pálido y adelgazado el rostro y desconocido en verdad. Le saludé al punto, pero no me devolvió la zalema. Le hablé; pero no me contestó: Entonces me dijo al oído el esclavo: "No comprende más lenguaje que el de los versos". ¡Por Alah, que no encontré nada mejor para entrar en conversación con él!
Me abstraje un instante; luego improvisé estos versos con voz clara:
¿Anida todavía en tu alma el amor de Sett Badr, o hallaste el reposo tras las zozobras de la pasión?
¿Pasas siempre en vigilia tus noches, o al fin conocen tus párpados el sueño?
¡Si aún corren tus lágrimas, si aún alimentas con la desolación a tu alma, sabe que llegarás al colmo de la locura!
Cuando oyó él estos versos, abrió los ojos y me dijo: "¡Bien venido seas, Ibn Al-Mansur! ¡Las cosas tomaron para mí un carácter grave!" Yo contesté enseguida: "¿Puedo, al menos, señor, serte de alguna utilidad?" El dijo: "¡Eres el único que puede salvarme todavía! ¡Tengo el propósito de mandar a Sett Badr una carta por mediación tuya, pues tú eres capaz de convencerla para que me responda!" Yo contesté: "¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos!"
Reanimado entonces, se incorporó, desenrolló una hoja de papel en la palma de la mano, cogió un cálamo v escribió:
"¡Oh dura bienamada! He perdido la razón y me debato en la desesperanza. Antes de este día creí que el amor era una cosa fútil, una cosa fácil, una cosa leve. Pero, al naufragar en sus olas, vi ¡ay! que para quien en él se aventura es un mar terrible y confuso. A ti vuelvo con el corazón herido, implorando el perdón para lo pasado. ¡Ten piedad de mí y acuérdate de nuestro amor! Si deseas mi muerte, olvida la generosidad".
Selló entonces la carta y me la entregó. Aunque yo ignoraba la suerte de Sett Badr, no dudé: cogí la carta y regresé al jardín. Crucé el patio, y sin previa advertencia entré en la sala de recepción.
Pero cuál no sería mi asombro al advertir sentadas en las alfombras a diez jóvenes esclavas blancas en medio de las cuales se encontraba llena de vida y de salud, pero en traje de luto, Sett Badr, que se apareció como un sol puro a mis miradas asombradas.
Me apresuré a inclinarme deseándole la paz; y no bien me vio ella entrar, me sonrió devolviéndome mi zalema, y me dijo: "¡Bien venido seas, Ibn Al-Mansur! ¡Siéntate! ¡Tuya es la casa!" Entonces le dije: "¡Aléjense de aquí todos los males, oh mi dueña! Pero ¿por qué te veo en traje de luto?" Ella contestó: "¡Oh, no me interrogues, Ibn Al-Mansur! ¡Ha muerto la gentil! En el jardín pudiste ver la tumba donde duerme". Y vertió un mar de lágrimas, mientras intentaban consolarla todas sus compañeras.
Ante todo, creí un deber por mi parte guardar silencio; luego dije: "¡Alah la tenga en su misericordia! ¡Y caigan, en cambio, sobre ti, todas las bienandanzas que la vida reservaba aún a esa joven y dulce favorita tuya por quien lloras! ¡Parece mentira que haya muerto!" Ella dijo: "¡Pues murió la pobre!"
Aprovechándome entonces del estado de postración en que se hallaba, la entregué la carta, que hube de sacar de mi cinturón. Y añadí: "¡De tu respuesta ¡oh mi dueña! depende su vida o su muerte! Porque, en verdad, la única cosa que le ata a la tierra todavía es la espera de esta respuesta".
Cogió ella la carta, la abrió, la leyó, sonrió, y dijo: "¿Ha llegado ahora a semejante estado de pasión él, que no quería leer mis cartas otras veces? ¡Fue preciso que guardara yo silencio desde entonces y desdeñara verle, para que volviese a mí más inflamado que nunca!"
Yo contesté: "Tienes razón, y hasta te cabe el derecho de hablar aún con más amargura...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.
Pero cuando llegó la 352ª noche
Ella dijo:
"...y hasta te cabe el derecho de hablar aún con más amargura. Pero el perdón de las faltas es patrimonio de las almas generosas. Y además, ¿qué harías en este palacio sola con tu dolor, después de haber muerto la gentil amiga que te consolaba con su dulzura?" Al oír estas palabras, se llenaron de lágrimas sus ojos, y permaneció pensativa durante una hora. Tras lo cual me dijo: "Creo que dijiste verdad, Ibn Al-Mansur. ¡Voy a contestarle!"
Entonces ¡oh Emir de los Creyentes! cogió papel y escribió una carta, cuya elocuencia emocionante no sabrían igualar los mejores escribas de tu palacio. No me acuerdo de los términos exactos de aquella carta pero en sustancia decía así:
"A pesar del deseo, ¡oh mi amante! jamás he comprendido el motivo de nuestra separación. Reflexionando bien, es posible que en el pasado errara yo. Pero el pasado ya no existe, y los celos, cualesquiera sean, deben morir con la víctima de la Separadora.
"Déjame que te tenga ahora al alcance de mi vista, para que descansen mis ojos como no lo harían con el sueño.
"Juntos entonces, beberemos nuevamente los tragos refrigerantes; y si nos embriagamos, no podrá censurarnos nadie".
Selló luego la carta y me la entregó; y le dije: "¡Por Alah! ¡He aquí lo que apacigua la sed del sediento y cura las dolencias del enfermo!" Y me disponía a despedirme para llevar la buena nueva al que la esperaba, cuando me detuvo ella aún para decirme: "¡Ya Ibn Al-Mansur, puedes añadir también que esta noche será para nosotros dos una noche de bendición!"
Y lleno de alegría corrí a casa del emir Jobair, a quien encontré con la mirada fija en la puerta por donde debía yo entrar.
Cuando hubo leído la carta y comprendió su alcance, lanzó un gran grito de alegría y cayó desvanecido. No tardó en volver en sí, y preguntóme, todavía anhelante: "Dime, ¿fue ella misma quien redactó esta carta? ¿Y la escribió con su mano?" Yo le contesté: "¡Por Alah que no supe hasta ahora que se pudiese escribir con los pies!"
Por lo demás, ¡oh Emir de los Creyentes! apenas había yo pronunciado estas palabras, cuando oímos detrás de la puerta un tintinear de brazaletes y un ruido de cascabeles y seda, viendo aparecer, un instante más tarde, a la joven en persona.
Como no puede describirse con la palabra dignamente la alegría, no trataré de hacerlo en vano. Sólo he de decirte ¡oh Emir de los Creyentes! que ambos amantes corrieron a echarse en brazos uno de otro, entusiasmados y con las bocas juntas.
Cuando salieron de su éxtasis, Sett Badr permaneció de pie, rehusando sentarse a pesar de las instancias de su amigo. Me extrañó aquello mucho, y hube de preguntarle a qué obedecía. Ella me dijo: "¡No me sentaré hasta que se formalice nuestro pacto!" Dije yo: "¿Qué pacto, ¡oh mi dueña!?" Ella dijo: "Es un pacto que sólo incumbe a los enamorados".
Y se inclinó al oído de su amigo y le habló en voz baja. El contestó: "¡Escucho y obedezco!" Y llamó a uno de sus esclavos, dándole una orden; y el esclavo desapareció.
Algunos instantes después, vi entrar al kadí y a los testigos, que extendieron el contrato de matrimonio de ambos amantes, y se fueron luego, llevando un regalo de mil dinares que les dio Sett Badr. Quise igualmente retirarme; pero no lo consintió el emir, que hubo de decirme: "¡No se dirá que tuviste únicamente parte en nuestras tristezas, sin participar de nuestra alegría!" Y me invitaron a un festín que duró hasta la aurora. Entonces me dejaron retirarme a la estancia que habíanme reservado.
Al despertarme por la mañana, entró en mi estancia un esclavo que llevaba una jofaina y un jarro, e hice mis abluciones, y recé mi plegaria matinal. Tras de lo cual fui a sentarme en la sala de recepción donde vi llegar a poco a los dos esposos, que salían del hammam, frescos aún, después de dedicarse a sus amores. Les deseé una mañana dichosa y les cumplimenté, felicitándoles e invocando bienandanzas sobre ellos; luego añadí: "Soy feliz por haber contribuido en algo a vuestra unión. Pero ¡por Alah! emir Jobair, si quieres darme una prueba de tu estimación para conmigo, explícame qué fue lo que pudo en otro tiempo irritarte hasta el punto de hacer que, para tu desgracia, te separaras de tu enamorada Sett Badr. Ella misma me describió la escena de la pequeña esclava, besándola y mimándola después de haberle peinado y trenzado los cabellos. ¡Pero me parece inadmisible, emir Jobair, que sólo aquello pudiera ocasionar tu resentimiento y no tuvieras otra causa de enojo u otras pruebas y sospechas!"
A estas palabras, el emir Jobair sonrió y me dijo: "Ibn Al-Mansur, tu sagacidad es exclusivamente maravillosa. Ahora que la favorita de Sett Badr ha muerto, se extinguió mi rencor. Puedo, pues, revelarte sin misterio el origen de nuestra desavenencia. Proviene sencillamente de una broma que me gastó, como si ambas fuesen las culpables de ella, un barquero que las llevó en su barca cierto día en que fueron a pasear por el agua.
Me dijo: "Señor, ¿cómo miras siquiera a una mujer que se burla de ti con una favorita a la que ama? Porque has de saber que en mi barca estaban apoyadas con indolencia una contra otra, y cantaban cosas muy inquietantes acerca del amor de los hombres. Y terminaron sus cánticos con estos versos:
¡Menos ardiente que mis entrañas es el fuego; pero en cuanto me acerco a mi amo, el incendio se apaga, y el hielo es menos frío que mi corazón ante sus deseos!
¡Pero no le ocurre así a mi amo! ¡En él, lo que debe estar duro, es blando, y lo que debe tener tierno es duro; pues duro es su corazón como la roca, y su otra cosa es blanda como el agua!
Entonces yo, al oír del barquero semejante relato, sentí oscurecerse el mundo ante mis ojos, y corrí a casa de Sett Badr, donde vi lo que vi. Y bastó aquello para confirmar mis sospechas...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.
Pero cuando llegó la 353ª noche
Ella dijo:
"...corrí a casa de Sett Badr, donde vi lo que vi. Y bastó aquello para confirmar mis sospechas. ¡Pero gracias a Alah se ha olvidado todo ahora!"
Me rogó entonces que, como prueba de su gratitud por mis buenos oficios, aceptase la suma de tres mil dinares; y le reiteré yo mis cumplimientos... "
Ibn Al-Mansur interrumpió de pronto su relato porque acababa de oír un ronquido que le cortó la palabra. Era el califa que dormía profundamente, dominado al fin por el sueño que hubo de producirle esta historia. Así es que, temiendo despertarle, Ibn Al-Mansur se evadió dulcemente por la puerta que más dulcemente aún le abrió el jefe de los eunucos.
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