jueves, mayo 25, 2023

4.0 P1 Historia de la mujer despedazada, de las tres manzanas y del negro Rihan (primera parte de tres)






Historia de la mujer despedazada, de las tres manzanas y del negro Rihan

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Schehrazada dijo:
Una noche entre las noches, el califa Harún Al-Raschid dijo a Giafar Al-Barmaki: "Quiero que recorramos la ciudad para enterarnos de lo que hacen los gobernadores y walíes. Estoy resuelto a destituir a aquellos de quienes me den quejas". Y Giafar respondió: "Escucho y obedezco".
Y el califa, y Giafar, y Massrur el porta alfanje salieron disfrazados por las calles de Bagdad; y he aquí que en una calleja vieron a un anciano decrépito que en la cabeza llevaba una canasta y una red de pescar, y en la mano un palo; y andaba pausadamente, canturreando estas estrofas:
Me dijeron: "¡Por tu ciencia, ¡oh sabio! eres entre los humanos como la luna en la noche!"
Yo les contesté: "¡Os ruego que no habléis de ese modo! ¡No hay más ciencia que la del Destino!
¡Porque yo, con toda mi ciencia, mis manuscritos, mis libros y mi tintero, no puedo desviar la fuerza del Destino ni un solo día! ¡Y los que apostasen por mí, perderían su apuesta!
¡Nada, en efecto, hay más desolador que el pobre, el estado del pobrete y el pan y la vida del pobre!
¡En verano, se le agotan las fuerzas! ¡En invierno, no dispone de abrigo!
¡Si se para, le acosarán los perros para que se aleje! ¡Cuán mísero es! ¡Ved cómo para él son todas las ofensas y todas las burlas! ¿Quién es más desdichado?
¡Y si no clama ante los hombres, si no pregona su miseria, ¿quién lo compadecerá?
¡Oh! Si tal es la vida del pobre, ¿no ha de preferir la tumba?
Al oír estos versos tan tristes, el califa dijo a Giafar: "Los versos y el aspecto de este pobre hombre indican una gran miseria".
Después se aproximó al viejo y le dijo: "¡Oh jeique! ¿cuál es tu oficio?" Y él respondió: "¡Oh señor mío! Soy pescador. ¡Y muy pobre! ¡Y con familia! Y desde el mediodía estoy fuera de casa trabajando, y ¡Alah no me concedió aún el pan que ha de alimentar a mis hijos! Estoy, pues, cansado de mi persona y de la vida, y no anhelo más que morir". Entonces el califa le dijo: "¿Quieres venir con nosotros hasta el río, y echar la red en mi nombre, para ver qué tal suerte tengo? Lo que saques del agua te lo compraré y te daré por ello cien dinares". Y el viejo se regocijó al oírle, y contestó: "¡Acepto cuanto acabas de ofrecerme y lo pongo sobre mi cabeza!"
Y el pescador volvió con ellos hacia el Tigris, y arrojando la red, quedó en acecho; después tiró de la cuerda de la red, y la red salió. El viejo pescador encontró en la red un cajón que estaba cerrado y que pesaba mucho. Intentó levantarlo el califa y lo encontró muy pesado. Pero se apresuró a entregar los cien dinares al pescador, que se alejó muy contento.
Entre Giafar y Massrur cargaron con el cajón y lo llevaron al palacio. Y el califa dispuso que se encendiesen las antorchas, y Giafar y Massrur se abalanzaron sobre el cajón y lo rompieron. Y dentro de él hallaron una enorme banasta de hojas de palmera cosida con lana roja. Cortaron el cosido, y en la banasta había un tapiz; apartaron el tapiz y encontraron debajo un gran velo blanco de mujer; levantaron el velo y apareció, blanca como la plata virgen, una joven muerta y despedazada.
Ante aquel espectáculo, las lágrimas corrieron por las mejillas del califa, y después, muy enfurecido, encarándose con Giafar, exclamó: "¡Oh perro visir! ¡Ya ves cómo, durante mi reinado, se asesina a las gentes y se arroja a las víctimas al agua! ¡Y su sangre caerá sobre mí el día del juicio, y pesará eternamente en mi conciencia! Pero ¡por Alah! que he de usar de represalias con el asesino, y no descansaré hasta que lo mate. En cuanto a ti, juro por la verdad de mi descendencia directa de los califas Bani-Abbas, que si no me presentas al matador de esta mujer, a la que quiero vengar, mandaré que te crucifiquen a la puerta de mi palacio, en compañía de cuarenta de tus primos los Baramka!" (Los Barmecidas, noble familia árabe).
Y como el califa estaba lleno de cólera, y Giafar dijo: "Concédeme para ello no más que un plazo de tres días". Y el califa respondió: "Te lo otorgo".
Entonces Giafar salió del palacio muy afligido y anduvo por la ciudad, pensando: "¿Cómo voy a saber quién ha matado a esa joven, ni dónde he de buscarlo para presentárselo al califa? Si le llevase a otro que pereciese en vez del asesino, esta mala acción pesaría sobre mi conciencia. Por lo tanto no sé qué hacer". Y Giafar llegó a su casa, y allí estuvo desesperado los tres días del plazo. Y al cuarto día el califa le mandó llamar. Y cuando se presentó entre sus manos, el califa le dijo: "¿Dónde está el asesino de la joven?" Giafar respondió:
"No poseo la ciencia de adivinar lo invisible y lo oculto, para que pueda conocer en medio de una gran ciudad al asesino".
Entonces el califa se enfureció mucho, y ordenó que crucificasen a Giafar a la puerta de palacio, encargando a los pregoneros que lo anunciasen por la ciudad y sus alrededores de esta manera:
"Quién desee asistir a la crucifixión de Giafar Al-Barmaki, visir del califato, y a la, crucifixión de cuarenta Baramka, parientes suyos, vengan a la puerta de palacio para presenciarlo".
Y todos los habitantes de Bagdad afluían por las calles para presenciar la crucifixión de Giafar y sus primos, sin que nadie supiese la causa; y todo el mundo se condolía y se lamentaba de aquel castigo, pues el visir y los Baramka eran muy apreciados por su generosidad y sus buenas obras.
Cuando se hubo levantado el patíbulo, llevaron al pie de él a los sentenciados y se aguardó la venia del califa para la ejecución. De pronto, mientras lloraba la gente, un apuesto y bien portado joven hendió con rapidez la muchedumbre, y llegando entre las manos de Giafar, le dijo: "¡Que te liberten, ¡oh dueño y señor de los señores más altos, asilo de los menesterosos! Yo fui quien asesinó a la joven despedazada y la metí en la caja que pescasteis en el Tigris. ¡Mátame, pues, en cambio, y usa las represalias conmigo!"
Cuando escuchó Giafar las palabras del joven, se alegró por sí propio, pero compadeciose del mancebo. Y hubo de pedirle explicaciones más detalladas; pero de súbito un anciano venerable separó a la gente, se acercó muy de prisa a Giafar y al joven, les saludó, y les dijo: "¡Oh visir! no hagas caso de las palabras de este mozo, pues yo soy el único asesino de la joven, y en mi sólo tienes que vengarla". Pero el joven repuso: "¡Oh visir! este viejo jeique no sabe lo que dice. Te repito que soy yo quien la mató, debiendo ser, por lo tanto, el único a quien se castigue".
Entonces el jeique exclamó: "Oh hijo mío! todavía eres joven y debes vivir; pero yo, que soy viejo y estoy cansado del mundo, te serviré de rescate a ti, al visir y a sus primos. Repito que el asesino soy yo. Y conmigo se debe usar de represalias". Entonces Giafar, con el consentimiento del capitán de guardias, se llevó al joven y al anciano, y subió con ellos al aposento del califa. Y le dijo: "¡Oh Emir de los Creyentes! aquí tienes al asesino de la joven.
Y el califa preguntó: "¿En dónde está?" Giafar dijo: "Este joven afirma que es el matador, pero este anciano lo desmiente y asegura que el asesino es él". Entonces el califa contempló al jeique y al mozo, y les dijo: "¿Cuál de vosotros dos ha matado a la joven?" Y el mancebo respondió: "¡Fui yo!" Y el jeique dijo: "¡No; fui yo solo!"
El califa, sin preguntar más, dijo a Giafar entonces: "Llévate a los dos y crucifícalos". Pero Giafar hubo de replicarle: "Si sólo uno es el criminal, castigar al otro constituye una gran injusticia". Y entonces el joven exclamó: "¡Juro por Aquel que levantó los cielos hasta la altura que están y extendió la tierra en la profundidad que ocupa, que soy el único que asesinó a la joven! Oid las pruebas". Y describió el hallazgo, conocido sólo por el califa, Giafar y Massrur. Y con esto el califa se convenció de la culpabilidad del joven, y llegando al límite del asombro, le dijo: "¿Y por qué has cometido esa muerte? ¿Por qué la confiesas antes de que te obliguen a hacerlo a palos? ¿Por qué pides de este modo el castigo?" Entonces dijo el mancebo:
"Sabe, ¡oh Príncipe de los Creyentes! que esa joven era mi esposa, hija de este jeique, que es mi suegro. Me casé siendo ella todavía virgen, y Alah me ha concedido tres hijos varones. Y mi mujer me amó y me sirvió siempre, sin que tuviese yo que motejarle nada reprensible.
Pero a principios de este mes cayó gravemente enferma, y llamé en seguida a los médicos más sabios, que no tardaron en curarla ¡con ayuda de Alah! Y como desde el comienzo de su enfermedad no me había acostado con ella, y lo deseaba en aquel instante, quise que primero se diera un baño. Pero ella dijo: "Antes de entrar en el hammam, desearía satisfacer un antojo". Y le pregunté: "¿Qué antojo es ese?" Y me contestó: "Tengo ganas de una manzana para olerla y darle un bocado".
Inmediatamente me fui a la calle a comprar la manzana, aunque me costara un dinar de oro. Y recorrí todas las fruterías, pero en ninguna había manzanas. Y regresé a casa muy triste, sin atreverme a ver a mi mujer y pasé toda la noche pensando en la manera de lograr una manzana. Al amanecer salí de nuevo de mi casa y recorrí todos los huertos, uno por uno, y árbol por árbol, sin hallar nada. Y he aquí que en el camino me encontré con un jardinero, hombre de edad, al que le consulté sobre lo de las manzanas. Y me dijo: "¡Oh hijo mío! Es una cosa difícil de encontrar, porque ahora no las hay en ninguna parte como no sea en Bassra, en el huerto del Comendador de los Creyentes. Y aun allí no te será fácil conseguirlas, pues el jardinero las reserva cuidadosamente para uso del califa".
Entonces volví junto a mi esposa contándoselo todo; pero el amor que le profesaba me movió a preparar el viaje. Y salí, y empleé quince días completos, noche y día, para ir a Bassra y regresar, favorecido por la suerte, pues volví al lado de mi esposa con tres manzanas compradas al jardinero del huerto de Bassra por tres dinares. Entré, pues, muy contento, y se las ofrecí a mi esposa, pero al verlas ni dió muestras de alegría ni las probó, dejándolas, indiferente, a un lado. Observé entonces que durante mi ausencia la calentura se había vuelto a cebar en mi mujer muy violentamente, y seguía atormentándola; y estuvo enferma diez días más, durante los cuales no me separé de ella un momento.
Pero gracias a Alah, recobró la salud, y entonces pude salir y marchar a mi tienda para comprar y vender. Pero he aquí que una tarde estaba yo sentado a la puerta de mi tienda, cuando pasó por allí un negro, que llevaba en la mano una manzana.
Y le dije:, "¡Eh, buen amigo! ¿de dónde has sacado esa manzana, para que yo pueda comprar otras iguales?" Y el negro se echó a reír, y me contestó: "Me la ha regalado mi amante. He ido a su casa, después de algún tiempo que no la había visto, y la he encontrado enferma, y tenía al lado tres manzanas, y al interrogarla, me ha dicho: "Figúrate, ¡oh querido mío! que el pobre carnudo de mi esposo ha ido a Bassra expresamente a comprármelas, y le han costado tres dinares de oro". Y en seguida me dió esta que llevo en la mano".
Al oír tales palabras del negro, ¡oh Príncipe de los Creyentes! mis ojos vieron que el mundo se oscurecía; cerré la tienda a toda prisa y entré en mi casa, después de haber perdido en el camino toda la razón, por la fuerza explosiva de mi furia. Dirigí una mirada al lecho, y, efectivamente, la tercera manzana no estaba ya allí. Y pregunté a mi esposa: "¿En dónde está la otra manzana?" Y me contestó: "No sé qué ha sido de ella". Esto era una comprobación de las palabras del negro. Entonces me abalancé sobre ella, cuchillo en mano, y apoyando en su vientre mis rodillas, la cosí a cuchilladas. Después le corté la cabeza y los miembros, lo metí todo apresuradamente en la banasta, cubriéndolo con el velo y el tapiz, y guardándolo en el cajón, que clavé yo mismo. Y cargué el cajón en mi mula, y en seguida lo arrojé en el Tigris con mis propias manos.
¡Por eso, ¡oh Emir de los Creyentes! te suplico que apresures mi muerte, en castigo a mi crimen, pues me aterra tener que dar cuenta de él el día de la Resurrección!
La arrojé al Tigris, como he dicho, y como nadie me vió, pude volver a casa. Y encontré a mi hijo mayor llorando, y aunque estaba seguro de que ignoraba la muerte de su madre, le pregunté: "¿Por qué lloras?" Y él me contestó: "Porque he cogido una de las manzanas que tenía mi madre, y al bajar a jugar con mis hermanos, en la calle, ha pasado un negro muy grande y me la quitó, diciendo: "¿De dónde has sacado esta manzana?"
Y le contesté: "Es de mi padre, que se fué y se la trajo a mi madre con otras dos, compradas por tres dinares en Bassra. Porque mi madre está enferma". Y a pesar de ello, no me la devolvió, sino que me dió un golpe y se fué con ella. ¡Y ahora tengo miedo de que mi madre me pegue por lo de la manzana!
Al oír estas palabras del niño, comprendí que el negro había mentido respecto a la hija de mi suegro, y por lo tanto, ¡que yo había matado a mi esposa injustamente!
Entonces empecé a derramar abundantes lágrimas, y entró mi suegro, el venerable jeique que está aquí conmigo. Y le conté la triste historia. Entonces se sentó a mi lado, y se puso a llorar. Y no cesamos de llorar juntos hasta medianoche. E hicimos que duraran cinco días las ceremonias fúnebres. Y aun hoy seguimos lamentando esa muerte.
Así, pues, te conjuro, ¡oh Emir de los Creyentes!, por la memoria sagrada de tus antepasados, a que apresures mi suplicio y vengues en mi persona aquella muerte.
Entonces el califa, profundamente maravillado, exclamó: "¡Por Alah que no he de matar más que a ese negro pérfido... !
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.


Pero cuando llegó la 19ª noche


Ella dijo:
He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que el califa juró que no mataría más que al negro, puesto que el joven tenía una disculpa. Después, volviéndose hacia Giafar, le dijo: "¡Trae a mi presencia al pérfido negro que ha sido la causa de esta muerte! Y si no puedes dar con él, perecerás en su lugar".
Y Giafar salió llorando, y diciéndose: "¿Dónde lo podré hallar para traerlo a su presencia? Si es extraordinario que no se rompa un cántaro al caer, no lo ha sido menos el que yo haya podido escapar de la muerte. Pero ¿y ahora... ? ¡Indudablemente El, que me ha salvado la primera vez, me salvará, si quiere, la segunda! Así, pues, me encerraré en mi casa los tres días de plazo. Porque ¿para qué voy a emprender pesquisas inútiles? ¡Confío en la voluntad del Altísimo!"
Y en efecto, Giafar no se movió de su casa en los tres días del plazo. Y al cuarto día mandó llamar al kadí, e hizo testamento ante él, y se despidió de sus hijos llorando. Después llegó el enviado del califa, para decirle que el sultán seguía dispuesto a matarle si no aparecía el negro. Y Giafar lloró más todavía, y sus hijos con él. Después quiso besar por última vez a la más pequeña de sus hijas, que era la preferida entre todas, y la apretó contra su pecho, derramando muchas lágrimas por tener que separarse de ella. Pero al estrecharla contra él, notó algo redondo en el bolsillo de la niña, y le preguntó:
"¿Qué llevas ahí?"
Y la niña contestó: "¡Oh, padre! una manzana. Me la ha dado nuestro negro Rihán[1]. Hace cuatro días que la tengo. Pero para que me la diese tuve que pagar a Rihán dos dinares".
Al oír las palabras "negro y manzana", Giafar sintió un gran júbilo, y exclamó: "¡Oh Libertador!" Y en seguida mandó llamar al negro Rihán. Y Rihán llegó, y Giafar le dijo: "¿De dónde has sacado esta manzana?" Y contestó el negro:
"¡Oh mi señor! hace cinco días que, andando por la ciudad, entré en una calleja, y vi jugar a unos niños, uno de los cuales tenía esa manzana en la mano. Se la quité y le di un golpe, mientras el niño me decía llorando: "Es dé mi madre, que está enferma. Se le antojó una manzana, y mi padre ha ido a buscarla a Bassra, y esa y otras dos le han costado tres dinares de oro. Y yo he cogido esa para jugar". Y siguió llorando. Pero yo, sin hacer caso de sus lágrimas, vine con la manzana a casa, y se la he dado por dos dinares a mi ama más pequeña".
Y Giafar se asombró de este relato, viendo sobrevenir tantas peripecias y la muerte de una mujer por culpa de su negro Rihán. Por lo tanto, dispuso que lo encerrasen en seguida en un calabozo. Y después, muy contento por haberse librado de la muerte, recitó estas dos estrofas:
Si tu esclavo tiene la culpa de tus desdichas, ¿por qué no piensas en deshacerte de él?
¿Ignoras que abundan los esclavos, y que sólo tienes un alma, sin que puedas sustituirla?
Pero luego pensó otra cosa, y cogió al negro, y lo llevó ante el califa, a quien contó la historia.
Y el califa Harún Al-Raschid se maravilló tanto, que dispuso se escribiese tal historia en los anales para que sirviera de lección a los humanos.
Entonces Giafar le dijo: "No tienes para qué maravillarte tanto de esa historia, ¡oh Comendador de los Creyentes! pues no puede igualarse a la del visir Nureddin y su hermano Chamseddin".
Y el califa exclamó: "¿Y qué historia es esa, más asombrosa que la que acabamos de oír?" Y Giafar dijo: "¡Oh príncipe de los Creyentes! no te la contaré sino a cambio de que perdones su irreflexión a mi negro Rihán". Y el califa respondió: "¡Así sea! Te hago gracia de su sangre".

Historia del visir Nureddin, de su hermano el visir Chamseddin y de Hassan Badreddin



Entonces, Giafar Al-Barmaki, dijo:
"Sabe, ¡oh Comendador de los Creyentes! que había en el país de Mesr[1] un sultán justo y benéfico. Este sultán tenía un visir sabio y prudente, versado en las ciencias y las letras. Y este visir, que era muy viejo, tenía dos hijos, que parecían dos lunas. El mayor se llamaba Chamseddin y el menor Nureddin[2]; pero Nureddin, el más pequeño, era ciertamente más guapo y mejor formado que Chamseddin, el cual, por otra parte, era perfecto. Pero nadie igualaba en todo el mundo a Nureddin.
Era tan admirable, que en ninguna comarca se ignoraba su hermosura, y muchos viajeros iban a Egipto, desde los países más remotos, sólo por el gusto de contemplar su perfección y las facciones de su rostro.
Pero quiso el Destino que falleciera su padre el visir. Y el sultán se condolió mucho. En seguida mandó llamar a los dos jóvenes, hizo que se aproximaran a él, y les regaló trajes de honor, y les dijo: "Desde ahora desempeñaréis junto a mí el cargo de vuestro padre". Entonces ellos se alegraron, y besaron la tierra entre las manos del sultán. Después hicieron que duraran todo un mes las exequias fúnebres de su padre, y en seguida empezaron a desempeñar su nuevo cargo de visires, y cada uno ejercía durante una semana las funciones del visirato. Y cuando el sultán salía de viaje, sólo llevaba consigo a uno de los dos hermanos.
Y una noche entre las noches, ocurrió que el sultán tenía que salir a la mañana siguiente, y habiéndole tocado el cargo de visir aquella semana a Chamseddin, el mayor, los dos hermanos departían sobre asuntos diversos para entretener la velada. En el transcurso de la conversación, el mayor dijo al menor: "¡Oh, hermano mío! creo que debemos pensar en casarnos, y mi intención es que nos casemos la misma noche". Y Nureddin contestó: "Hágase según tu voluntad, ¡oh hermano mío! pues estoy de acuerdo contigo en ésta y en todas las cosas".
Y convenido ya entre los dos este primer punto, Chamseddin dijo a Nureddin: "Cuando, gracias a Alah, nos hayamos unido con dos jóvenes, y la misma noche nos acostemos con ellas, y hayan parido el mismo día, y -¡si Alah lo quiere!- tu esposa dé a luz un niño y la mía una niña, tendremos que casar uno con otro a los dos primos".
Y Nureddin repuso: "¡Oh hermano mío! y ¿qué piensas pedir entonces como dote a mi hijo para darle a tu hija?" Y Chamseddin dijo: "Pediré a tu hijo, como precio de mi hija, tres mil dinares de oro, tres huertos y tres de los mejores pueblos de Egipto. Y realmente esto será bien poca cosa, comparado con mi hija. Y si tu hijo no quiere aceptar ese contrato, no habrá nada de lo dicho".
Al oírlo respondió Nureddin: "Pero ¿estás soñando? ¿Qué dote quieres pedirle a mi hijo? ¿Has olvidado que somos dos hermanos, y hasta dos visires en uno solo? En vez de esas exigencias deberías ofrecer como presente tu hija a mi hijo, sin pensar en pedirle ninguna dote. Además, ¿no sabes que el varón vale siempre más que la hembra? Y he aquí que el varón es mi hijo, y ¿aun aspiras a que lleve la dote cuando es tu hija quien debiera traerla? Obras como aquel comerciante que no quiere vender su mercancía, y para asustar al parroquiano empieza por pedirle cuatro veces su precio". Entonces dijo Chamseddin: "Sin duda te figuras que tu hijo es más noble que mi hija, lo cual demuestra que careces en absoluto de razón y sentido común y sobre todo de agradecimiento. Porque al hablar del visirato, olvidas que tan altas funciones me las debes a mí solo, y si te asocié conmigo, fué por lástima únicamente, para que pudieses ayudarme en mi labor.
¡Pero, en fin, ya está dicho! Puedes creer lo que gustes; porque yo, desde el momento en que piensas así, ¡ya no quiero casar a mi hija con tu hijo ni aun a peso de oro!"
Mucho le dolieron estas palabras a Nureddin, que contestó: "¡Tampoco yo quiero casar a mi hijo con tu hija!" Y Chamseddin replicó entonces: "Pues no hay para qué hablar más del asunto. Y como mañana tengo que marchar con el sultán, no dispongo de tiempo para que comprendas lo inconveniente de tus palabras. Pero después, ¡ya verás! ¡Cuando regrese, si Alah lo permite, sucederá lo que ha de suceder!"
Entonces Nureddin se alejó, muy apenado por esta escena, y se fué a dormir solo, con sus tristes pensamientos.
A la mañana siguiente salió de viaje el sultán, acompañado del visir Chamseddin, y se dirigió hacia la ribera del Nilo, lo atravesó en barca para llegar a Guesirah, y desde allí hasta las Pirámides.
En cuanto a Nureddin, después de haber pasado aquella noche contrariadísimo por el modo de proceder de su hermano, se levantó casi al amanecer, hizo sus abluciones, dijo la primera oración matinal, y después se dirigió a su armario, del cual sacó una alforja, y la llenó de oro, pensando siempre en las palabras despectivas de Chamseddin y en la humillación sufrida.
Y entonces recitó estas estrofas:
¡Marcha, amigo mío! ¡Abandónalo todo, y marcha! ¡Otros amigos encontrarás en vez de los que dejas! ¡Marcha! ¡Deja la ciudad y arma tu tienda de campaña! ¡Y vive en ella! ¡Allí, y nada más que allí, encontrarás las delicias de la vida!
¡En las moradas civilizadas y estables, no hay fervor ni hay amistad! ¡Créeme! ¡Huye de tu patria! ¡Arráncate del suelo de tu patria! ¡Intérnate en países extranjeros!
¡Escucha! ¡He comprobado que el agua que se estanca se corrompe; podría librarse de su podredumbre corriendo nuevamente! ¡Pero de otro modo es incurable!
¡He observado también la luna llena, y pude averiguar el número de sus ojos, de sus ojos de luz! ¡Pero si no hubiese seguido sus revoluciones en el espacio, no habría podido conocer los ojos de cada cuarto de luna, los ojos que me miraban!
¿Y el león? ¿Sería posible cazar al león si no hubiera salido del espeso bosque...? ¿Y la flecha?; ¿Mataría la flecha si no escapara violentamente del arco tenso?
¿Y el oro y la plata? ¿No serían polvo vil si no hubiesen salido de sus yacimientos? ¿Y el armonioso laúd? ¡Ya sabes! ¡Sólo sería un pedazo de leño si el obrero no lo arrancase de la tierra para darle, forma!
Cuando acabó de recitar estos versos, mandó a uno de sus esclavos que le ensillase una mula torda, poderosa y rápida para la marcha. Y el esclavo preparó la mejor de todas las mulas, le puso una silla guarnecida de brocado y de oro, con estribos indios y una gualdrapa de terciopelo de Hispahan.
Y lo hizo tan bien, que la mula parecía una recién casada con su traje nuevo y brillante. Después todavía dispuso Nureddin que le echasen encima de todo un tapiz grande de seda y otro más pequeño de raso, terminado lo cual, colocó entre los dos tapices la alforja llena de oro y de alhajas.
En seguida dijo a este esclavo y a todos los demás: "Me voy a dar una vuelta por fuera de la ciudad, hacia la parte de Kaliubia, donde pienso pasar tres noches. Siento una opresión en el pecho, y voy a dilatar mis pulmones respirando el aire libre. Pero prohíbo a todo el mundo que me siga".
Y provisto de víveres para el camino, montó en la mula y se alejó rápidamente. No bien salió de El Cairo, anduvo tan ligero, que al mediodía llegó a Belbeis, donde se detuvo. Bajó de la mula para descansar y dejarla descansar, comió algo, compró en Belbeis cuanto podía necesitar para él y para la mula, y reanudó el viaje. Dos días después, precisamente al mediodía, merced al paso de su mula, entró en Jerusalén, la ciudad santa. Allí se apeó de la mula, descansó y la dejó reposar, extrajo del saco algo de comida, y después de alimentarse colocó el saco en el suelo para que le sirviese de almohada, luego de haber extendido el tapiz grande de seda, y se durmió, pensando siempre con indignación en la conducta de su hermano.
Al otro día, al amanecer, montó de nuevo y no dejó de caminar a buen paso, hasta llegar a la ciudad de Alepo. Allí se hospedó en uno de los khanes de la ciudad y dejó transcurrir tranquilamente tres días, descansando y dejando descansar a la mula, y cuando hubo respirado bien el aire puro de Alepo, pensó en continuar el viaje. Y al efecto, montó otra vez en la mula, después de haber comprado los maravillosos dulces que se hacen en Alepo, rellenos de piñones y almendras, cubiertos de azúcar, y que le gustaban mucho desde la niñez.
Y dejó que la mula se encaminase por donde quisiese, pues al salir de Alepo ya no sabía adónde dirigirse. Y cabalgó día y noche, hasta que una tarde, después de puesto el sol, se encontró en la ciudad de Bassra, pero no sabía que aquella ciudad fuese Bassra. Y no supo su nombre hasta después de llegado al khan, donde se lo dijeron. Se apeó entonces de la mula, la descargó de los dos tapices, de las provisiones y de la alforja, y encargó al portero del khan que la paseara un poco para que no se enfriase por descansar en seguida. Y en cuanto a Nureddin, él mismo tendió su tapiz, y se sentó en el khan para reposar.
El portero del khan cogió la mula de la brida, y se fué con ella. Pero ocurrió la coincidencia de que precisamente entonces el visir de Bassra hallábase sentado a la ventana de su palacio, contemplando la calle. Y al divisar una mula tan hermosa, con sus magníficos jaeces de gran valor, sospechó que esta mula pertenecía indudablemente a algún visir entre los visires extranjeros o acaso a algún rey entre los reyes. Y se puso a mirarla, sintiendo una gran perplejidad. Y después ordenó a uno de sus esclavos que le trajesen en seguida al portero que paseaba a la mula. Y el esclavo corrió en busca del portero y lo llevó ante el visir. Entonces el portero avanzó un paso, y besó la tierra entre las manos del visir, que era un anciano de mucha edad y muy respetable. Y el visir dijo al portero: "¿Quién es el. amo de esta mula, y qué posición tiene?" El portero contestó: "¡Oh mi señor! el amo de esta mula es un joven muy hermoso, lleno de seducciones, ricamente vestido, como hijo de algún gran mercader, y todo su aspecto impone el respeto y la admiración".
Al oírle, el visir se puso de pie, montó a caballo y marchando apresuradamente al khan, entró en el patio. Cuando lo vió Nureddin, corrió a su encuentro y le ayudó a apearse del caballo. Entonces el visir le dirigió el saludo acostumbrado, y Nureddin se lo devolvió y lo recibió muy cordialmente. Y el visir se sentó a su lado, y le dijo: "¡Oh hijo mío! ¿de dónde vienes, y por qué estás en Bassra?" Y Nureddin contestó: "¡Oh mi señor! vengo de El Cairo, mi ciudad natal. Mi padre era visir del sultán de Egipto, pero murió al ser llamado a la misericordia de Alah". Después contó toda su historia, desde el principio hasta el fin. Y luego añadió: "No he de volver a Egipto hasta después de haber recorrido el mundo, visitando todas las ciudades y todas las comarcas".
Y el visir contestó a Nureddin: "Hijo mío, prescinde de esas ideas de continuo viaje, porque causarán tu perdición. Sabe que el viajar por países extranjeros es la ruina y lo último de lo último. Atiende esta advertencia, pues temo que te perjudiquen los percances de la vida y del tiempo".
Después el visir ordenó a sus esclavos que desensillaran la mula y le quitasen los tapices y las sedas y se llevó consigo a Nureddin, alojándole en su casa, y lo dejó descansar, luego de haberle proporcionado todo lo que necesitaba.
Nureddin permaneció algún tiempo en casa del visir, y el visir le veía diariamente y le colmaba de consideraciones y favores. Y acabó por estimarle enormemente, hasta el punto de que un día le dijo: "Hijo mío, ya soy muy viejo, y no tengo ningún hijo varón. Pero Alah me ha concedido una hija que te iguala en belleza y perfecciones. Y hasta ahora se la he negado a cuantos me la pidieron en matrimonio. Pero a ti, a quien quiero con todo el cariño de mi corazón, he de preguntarte si consientes en aceptarla como esclava tuya. Porque yo deseo fervientemente que seas el esposo de mi hija. Y si quieres aceptar, marcharé en busca del sultán y le diré que eres un sobrino mío, recién llegado de Egipto, y que has venido a Bassra expresamente para pretender a mi hija en matrimonio. Y el sultán, por cariño a mí, te dará el visirato, porque yo ya estoy muy viejo y necesito descansar. Y así podré encerrarme muy a gusto en mi casa para no salir de ella".
Al oír esta proposición, bajó los ojos Nureddin, y después dijo: "Escucho y obedezco".
Entonces el visir llegó al colmo de la alegría, e inmediatamente ordenó a sus esclavos que preparasen el festín, y adornasen e iluminasen la sala de recepción, la más espaciosa de todas, reservada especialmente al más grande entre los emires.
Después reunió a todos sus amigos, e invitó a todos los nobles del reino y a todos los mercaderes de Bassra, y todos acudieron a presentarse entre sus manos. Entonces el visir, para explicarles el haber elegido a Nureddin con preferencia a todos los demás, les dijo: "Yo tenía un hermano que era visir en Egipto, y Alah le había favorecido con dos hijos, como a mí me favoreció con una hija, según sabéis. Mi hermano, poco antes de morir, me encargó que casara a mi hija con uno de sus hijos, y yo se lo prometí. Y precisamente este joven a quien veis es uno de los dos hijos de mi hermano, el visir de Egipto. Ha venido a Bassra con tal objeto. ¡Y mi mayor anhelo es que se escriba su contrato con mi hija, y que viva con ella en mi casa!"
Entonces contestaron todos: "¡Sea como dices! ¡Ponemos sobre nuestra cabeza cuanto hagas!"
Y todos tomaron parte en el gran festín, bebieron toda clase de vinos, y comieron una cantidad prodigiosa de pasteles y confituras. Y después, rociada la sala con agua de rosas, según costumbre, se despidieron del visir y de Nureddin.
Entonces el visir mandó a sus esclavos que llevasen a Nureddin al hammam y le diesen un baño. Y el visir le regaló uno de sus mejores trajes entre sus trajes, y después le envió toallas, palanganas de cobre, pebeteros y todas las demás cosas necesarias para el baño. Y Nureddin se bañó y salió del hammam con su traje nuevo y estaba más hermoso que la luna llena en la más bella de las noches.
Después Nureddin cabalgó en su mula torda, encaminándose hacia el palacio del visir, y al pasar por las calles le admiraban todos, elogiando su hermosura y la obra de Alah. Y descendió de la mula, entró en casa del visir y le besó la mano. Entonces el visir...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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Notas del traductor

  1. Mesr o Massr es el nombre con que los árabes designan indistintamente a Egipto y a la ciudad de El Cairo (Al Kahirat).
  2. Chamseddin: Sol de la Religión. Nureddin: Luz de la Religión.

1 comentario:

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