domingo, diciembre 15, 2024

42 P3 Historia del dormido despierto - tercera de tres partes

Hace parte de
 

42 Historia del dormido despierto




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Pero cuando llegó la 647ª noche

Ella dijo:
"... Tras de lo cual le abandonó para ir al diwán a arreglar los asuntos del reino.
Entonces Abul-Hassán no quiso retrasar por más tiempo el informar a su madre de cuanto acababa de sucederle. Y corrió a buscarla, y le contó al detalle los sucesos extraños que habían ocurrido, desde el principio hasta el fin. Pero no hay utilidad en repetirlos. Y al ver que ella no conseguía entenderlos bien, no dejó de explicarle que era el propio califa quien le hizo víctima de todas aquellas jugarretas sin otro objeto que divertirse. Y añadió: "¡Pero ya que todo ha terminado con ventaja para mí, glorificado sea Alah el Bienhechor!" Luego se apresuró a dejar a su madre, prometiéndole que volvería a verla todos los días, y emprendió de nuevo el camino de palacio, en tanto que la noticia de su aventura con el califa y de su nueva situación se esparcía por todo el barrio, y desde allí se extendió a todo Bagdad para difundirse después por las provincias cercanas y distantes.
En cuanto a Abul-Hassán, el favor de que gozaba cerca del califa, al revés de volverle arrogante o desagradable, no hizo más que aumentar su buen humor, su carácter jovial y su alegría. Y no se pasaba día en que con sus agudezas llenas de gracia y con sus bromas no divirtiese al califa y a todas las personas de palacio, grandes y pequeñas. Y el califa, que no podía prescindir de su trato, le llevaba con él a todas partes, incluso a los aposentos reservados y a las habitaciones de Sett Zobeida, lo cual era un favor que jamás había otorgado ni siquiera a su gran visir Giafar. Pero no tardó en notar Sett Zobeida que Abul-Hassán, cada vez que se encontraba con el califa en el aposento de las mujeres, obstinábase en fijar los ojos en una de las mujeres del séquito, en la que se llamaba Caña-de-Azúcar, y que bajo las miradas de Abul-Hassán, la joven se ponía roja de placer. Por eso dijo un día a su esposo. "¡Oh Emir de los Creyentes! sin duda habrás notado, como yo, las señas inequívocas de amor que se hacen Abul-Hassán y la pequeña Caña-de-Azúcar. ¿Qué te parecería un matrimonio entre ambos?"
El califa contestó: "Bien. No veo inconveniente. Por cierto que debí pensar en ello hace tiempo. Pero los asuntos del reino me distrajeron de ese cuidado. Y me contraría mucho, pues desde la segunda velada que pasé en su casa, tengo prometido buscar a Abul-Hassán una esposa selecta. Y veo que Caña-de-Azúcar sirve para el caso. Y sólo nos resta ya interrogar a ambos para saber si es de su gusto el matrimonio".
Al punto hicieron ir a Abul-Hassán y a Caña-de-Azúcar, y les preguntaron si consentían en casarse uno con otro. Y Caña-de-Azúcar, por toda respuesta, se limitó a enrojecer en extremo, y se arrojó a los pies de Sett Zobeida, besándole la orla del traje en acción de gracias. Pero Abul-Hassán contestó: "En verdad, ¡oh Emir de los Creyentes! que abrumaste con tu generosidad a tu esclavo Abul-Hassán. Pero antes de tomar por esposa a esta encantadora joven cuyo solo nombre indica ya sus cualidades exquisitas, quisiera, con tu permiso, que nuestra ama le hiciese una pregunta..." Y Sett Zobeida sonrió, y dijo: "¿Y qué pregunta es ésa, ¡oh Abul-Hassán!?"
Abul-Hassán contestó: "¡Oh mi señora! quisiera saber si a mi esposa le gusta lo que a mí me gusta. ¡Tengo que declararte ¡oh mi señora! que las únicas cosas que estimo son la animación del vino, el placer de los manjares y la alegría del canto y de los versos hermosos! Si a Caña-de-Azúcar, pues, le gustan esas cosas, y además es sensible y no dice nunca que no a lo que tú sabes, ¡oh mi señora! consiento en amarla con un amor grande. ¡De no ser así, por Alah, que permaneceré soltero!" Y al oír estas palabras, Sett Zobeida se encaró con Caña-de-Azúcar, riendo, y le preguntó: "Ya lo has oído... ¿Qué contestas a eso?" Y Caña-de-Azúcar respondió haciendo con la cabeza una seña que significaba que sí.
Entonces el califa hizo ir sin tardanza al kadí y a los testigos, que escribieron el contrato de matrimonio. Y con aquel motivo se dieron en palacio grandes festines y hubo grandes festejos durante treinta días y treinta noches, al cabo de los cuales pudieron ambos esposos gozar uno de otro con toda tranquilidad. ¡Y pasaban la vida comiendo, bebiendo y riendo a carcajadas, sin tasar sus gastos! Y nunca estaban vacías en su casa las bandejas de manjares, de fruta, de pastelería y de bebidas, y la alegría y las delicias marcaban todos sus instantes. Así es que, al cabo de cierto tiempo, a fuerza de gastarse el dinero en festines y en diversiones, no les quedó ya nada entre las manos. Y como, preocupado con sus asuntos, el califa hubo de olvidarse de señalar a Abul-Hassán emolumentos fijos, una mañana se despertaron desprovistos de todo dinero, y aquel día no pudieron arreglarse con los traficantes que les hacían todos los adelantos. Y se creyeron muy desdichados, y por discreción no se atrevieron a ir a pedir nada al califa o a Sett Zobeida. Entonces bajaron la cabeza y se pusieron a reflexionar acerca de la situación. Pero Abul-Hassán fué el primero en levantar la cabeza, y dijo: "¡La verdad es que fuimos pródigos! Y no quiero exponerme a la vergüenza de ir a pedir oro, como un mendigo. ¡Y menos quiero que vayas a pedírselo tú a Sett Zobeida! Así es que he pensado lo que tenemos que hacer, ¡oh Caña-de-Azúcar!". Y Caña-de-Azúcar contestó, suspirando: "¡Habla! ¡Dispuesta estoy a ayudarte en tus proyectos, pues no vamos a ir pordioseando, y por otra parte, tampoco vamos a cambiar de vida y a disminuir nuestros gastos, si no queremos exponernos a que los demás nos traten con menos consideración!"
Y dijo Abul-Hassán: "¡Bien sabía yo ¡oh Caña-de-Azúcar! que jamás te negarías a ayudarme en las diversas circunstancias por que los designios del destino nos hicieran atravesar! Pues bien; has de saber que sólo disponemos de un medio para salir del apuro, ¡oh Caña-de-Azúcar!" Ella contestó: "¡Dilo ya!" El dijo: "¡Dejarnos morir...!
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 648ª noche

Ella dijo:
"¡... Dejarnos morir!"
Al oír estas palabras, la joven Caña-de-Azúcar exclamó espantada: "¡No, por Alah, yo no quiero morir! ¡Emplea para ti solo ese medio!" Abul-Hassán contestó, sin conmoverse ni enfadarse: "¡Ah, hija de mujer! ¡bien decía yo, de soltero, que nada valía tanto como la soledad! ¡Y la poca solidez de tu juicio acaba de demostrármelo mejor que nunca! ¡Si en vez de contestarme con tanta prontitud te hubieras tomado la pena de pedirme explicaciones, te habrías alegrado en extremo de esa muerte que te propongo y que vuelvo a proponerte! ¿No comprendes que se trata de morir con una muerte fingida y no con una muerte verdadera, a fin de tener oro para todo lo que nos queda de vida?"
Al oír estas palabras, Caña-de-Azúcar se echó a reír, y preguntó: "¿Y cómo vamos a arreglarnos?" Dijo él: "¡Escucha, pues! Y no olvides nada de lo que voy a indicarte. ¡Mira! Cuando yo me muera, o mejor dicho, cuando yo finja morirme, porque soy yo el que primero morirá, cogerás un sudario y me amortajarás. Hecho lo cual, me pondrás en medio de esta habitación en que estamos, en la posición prescrita, con el turbante encima de la cara, y el rostro y los pies vueltos en dirección a la Kaaba santa, hacia la Meca. ¡Luego empezarás a lanzar gritos agudos, a chillar desaforadamente, a verter lágrimas ordinarias y extraordinarias, a desgarrarte las vestiduras y a aparentar que te arrancas el cabello! Y cuando todo esté a punto, irás bañada en llanto y con los cabellos despeinados a presentarte a tu señora Sett Zobeida, y con palabras entrecortadas por sollozos y desmayos diversos, le contarás mi muerte en términos enternecedores; luego te tirarás al suelo, en donde estarás una hora de tiempo para no recobrar el sentido hasta que te notes anegada en el agua de rosas con que no dejarán de rociarte. ¡Y entonces ¡oh Caña-de-Azúcar! verás cómo va a entrar en nuestra casa el oro!"
Al oír estas palabras, Caña-de-Azúcar contestó: "En verdad que es hacedera esa muerte. ¡Y consiento en ayudarte a llevarla a cabo!" Luego añadió: "¿Pero cuándo y de qué manera tengo yo que morirme?" Dijo él: "Primero harás lo que acabo de decirte. ¡Y después Alah proveerá!" Y añadió: "¡Mira! ¡Ya estoy muerto!" Y se tendió en medio de la habitación, y se hizo el muerto.
Entonces Caña-de-Azúcar le desnudó, le amortajó con un sudario, le volvió los pies en dirección a la Meca y le colocó el turbante encima del rostro. Tras lo cual se puso a ejecutar todo lo que Abul-Hassán le había dicho que hiciera en cuanto a gritos penetrantes, chillidos desaforados, lágrimas ordinarias y extraordinarias, desgarrar de trajes, tirones de cabellos y arañar de mejillas. Y cuando estuvo en el estado prescripto, con el rostro amarillo como el azafrán y los cabellos desordenados, fué a presentarse a Sett Zobeida, y empezó por dejarse caer a los pies de su señora cuan larga era, lanzando un gemido capaz de enternecer un corazón de roca.
Al ver aquello, Sett Zobeida, que ya había oído desde su aposento los gritos penetrantes y los chillidos de duelo lanzados por Caña-de-Azúcar desde lejos, no dudó ya al ver en aquel estado a su favorita Caña-de-Azúcar, que la muerte habíase cebado en su esposo Abul-Hassán. Así es que, afligida hasta el límite de la aflicción, le prodigó por sí misma cuantos cuidados requería su estado, y se la echó en las rodillas, y consiguió volverla a la vida. Pero Caña-de-Azúcar, desolada y con los ojos bañados en lágrimas, continuó gimiendo y arañándose y tirándose de los pelos y golpeándose las mejillas, mientras suspiraba entre sollozos el nombre de Abul-Hassán. Y acabó por contar con palabras entrecortadas que por la noche había muerto él de una indigestión. Y dándose en el pecho un golpe último, añadió: "Ya no me queda que hacer más que morirme a mi vez. ¡Pero que Alah prolongue en tanto la vida de nuestra señora!" Y se dejó caer una vez más a los pies de Sett Zobeida; y se desmayó de dolor.
Al ver aquello, todas las mujeres empezaron a lamentarse en torno de ella, y a apenarse por la muerte de aquel Abul-Hassán que tanto las había divertido en vida con sus bromas y su buen humor.
Y sus llantos y suspiros demostraron a Caña-de-Azúcar, que había vuelto de su desmayo a fuerza de agua de rosas con que la rociaron, la parte que tomaban en su pena y en su dolor.
En cuanto a Sett Zobeida, que también lloraba con las mujeres de su séquito la muerte de Abul-Hassán, acabó por llamar a su tesorera, después de todas las fórmulas de pésame que se usan en semejantes circunstancias, y le dijo: "¡Ve en seguida a coger de mi arquilla particular un saco de diez mil dinares de oro, y dáselo a la pobre, a la desolada Caña-de-Azúcar, a fin de que pueda hacer que se celebren dignamente los funerales de su esposo Abul-Hassán!" Y la tesorera se apresuró a ejecutar la orden, y cargó el saco de oro a espaldas de un eunuco, que fué a dejarlo a la puerta del aposento de Abul-Hassán.
Luego Sett Zobeida abrazó a su servidora y le prodigó palabras dulces para consolarla, y la acompañó hasta la salida, diciéndole: "¡Qué Alah te haga olvidar tu aflicción ¡oh Caña-de-Azúcar! y cure tus heridas y prolongue tu vida tantos años como dejó de vivir el difunto...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 649ª noche

Ella dijo:
"¡... Que Alah te haga olvidar tu aflicción ¡oh Caña-de-Azúcar! y cure tus heridas y prolongue tu vida tantos años como dejó de vivir el difunto!" Y la desolada Caña-de-Azúcar besó la mano de su señora, llorando, y regresó a su aposento completamente sola.
Entró, pues, en la habitación donde la esperaba Abul-Hassán, siempre tendido como un muerto y envuelto en el sudario, y cerró la puerta al entrar, y empezó por soltar una carcajada de buen augurio. Y dijo a Abul-Hassán: "¡Levántate ya de entre los muertos ¡oh padre de la sagacidad! y ven a arrastrar conmigo este saco de oro, fruto de tu malicia! ¡Por Alah, que no va a ser hoy cuando nos muramos de hambre!" Y Abul-Hassán, ayudado por su mujer, se apresuró a desembarazarse del sudario, y saltando sobre ambos pies, corrió adonde estaba el saco de oro y lo arrastró hasta el centro de la habitación, y se puso a bailar alrededor en un pie.
Tras de lo cual se encaró con su esposa y la felicitó por el éxito obtenido, y le dijo: "Pero no es esto todo, ¡oh mujer! ¡Ahora te toca a ti morirte como yo lo he hecho, y a mí me toca ganar el saco! Y así veremos si soy tan hábil con el califa como lo has sido tú con Sett Zobeida. ¡Porque conviene que el califa, que tanto se divirtió a expensas mías en otra ocasión, sepa ahora que no sólo es él quien gasta bromas! ¡Pero es inútil perder tiempo en vana palabrería! ¡Vamos, muérete!"
Y Abul-Hassán acomodó a su mujer en el sudario con que le había amortajado ella, la colocó en medio de la estancia, en el mismo sitio en que estuvo él tendido, le volvió los pies en dirección a la Meca y le recomendó que no diese señal de vida, aunque le sintiera llegar. Hecho lo cual, se atavió de mala manera, deshizo a medias su turbante, se frotó los ojos con cebolla para hacer que lloraba copiosamente, y desgarrándose el traje y mesándose la barba y dándose en el pecho grandes puñetazos, corrió en busca del califa, que en aquel momento estaba en medio del diwán, rodeado de su gran visir Giafar, de Massrur y de varios chambelanes.
Al ver en aquel estado de aflicción y de inconsciencia al mismo Abul-Hassán que de ordinario era tan jovial y despreocupado, el califa llegó al límite del asombro y de la aflicción, e interrumpiendo la  sesión del diwán, se levantó de su sitio y corrió hacia Abul-Hassán, a quien pidió que en seguida le manifestase la causa de su dolor. Pero Abul-Hassán, que se llevaba el pañuelo a los ojos, sólo contestó redoblando en sus llantos y sollozos y dejando escapar de sus labios al fin, entre mil suspiros y mil desmayos fingidos, el nombre de Caña-de-Azúcar, mientras decía: "¡Ay! ¡oh pobre Caña-de-Azúcar! ¡Ay! ¡oh infortunada! ¿Qué será de mí sin ti?"
Al oír estas palabras y estos suspiros, el califa comprendió que Abul-Hassán acababa de anunciarle la muerte de su esposa Caña-de-Azúcar, y quedó extremadamente afectado. Y se le saltaron lágrimas de los ojos, y dijo a Abul-Hassán, echándole un brazo por los hombros: "¡Alah la tenga en su misericordia! ¡Y prolongue tus días con todos los que se le arrebataron a esa esclava dulce y encantadora ¡Te la dimos con el fin de que fuese para ti motivo de alegría, y he aquí ahora que se torna en motivo de duelo! ¡Pobre Caña-de-Azúcar!" Y el califa no pudo por menos de llorar ardientes lágrimas. Y se secó los ojos con el pañuelo. Y Giafar y los demás visires y todos los presentes lloraron también ardientes lágrimas, y se secaron los ojos como lo había hecho el califa.
Luego asaltó al califa la misma idea que a Sett Zobeida: e hizo ir al tesorero, y le dijo: "¡Cuenta al instante a Abul-Hassán diez mil dinares para los gastos de los funerales de su difunta esposa! ¡Y dispón que se los lleven a la puerta de su aposento!" Y el tesorero contestó con el oído y la obediencia, y se apresuró a ejecutar la orden. Y Abul-Hassán, más desolado que nunca, besó la mano al califa y se retiró sollozando.
Cuando llegó a la habitación en que le esperaba Caña-de-Azúcar, envuelta siempre en el sudario, exclamó: "¡Pues bien! ¿crees que eres tú sola quien ha ganado tantas monedas de oro como lágrimas has vertido? ¡Mira! ¡Ahí tienes mi saco!" Y arrastró el saco hasta el centro de la habitación, y después de ayudar a Caña-de-Azúcar a salir del sudario, le dijo: "¡Bueno! pero no es esto todo, ¡oh mujer! ¡Ahora hay que obrar de modo que, cuando se sepa nuestra estratagema, no nos atraigamos la cólera del califa y de Sett Zobeida!
He aquí, pues, lo que tenemos que hacer... "Y empezó a instruir a Caña-de-Azúcar sobre sus intenciones acerca del particular.
¡Y tal es lo referente a ellos...!
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 650ª noche

Ella dijo:
¡... Y tal es lo referente a ellos!
En cuanto al califa, cuando hubo terminado la sesión del diwán, la cual abrevió aquel día, por cierto, se apresuró a ir con Massrur al palacio de Sett Zobeida para darle el pésame por la muerte de su esclava favorita. Y entreabrió la puerta del aposento de su esposa, y la vió echada en su lecho rodeada de sus mujeres, que le secaban los ojos y la consolaban. Y se acercó a ella, y le dijo: "¡Oh hija del tío! ¡ojalá vivas tantos años como se perdieron para tu pobre favorita Caña-de-Azúcar!" Al oír este cumplimiento de pésame Sett Zobeida, que esperaba la llegada del califa para darle ella el pésame por la muerte de Abul-Hassán, quedó extremadamente sorprendida, y creyendo que el califa estaba mal informado, exclamó: "Preservada sea la vida de mi favorita Caña-de-Azúcar, ¡oh Emir de los Creyentes! ¡A mí es a quien toca participar de tu duelo! ¡Ojalá vivas y sobrevivas por mucho tiempo a tu compañero el difunto Abul-Hassán! ¡Si me ves tan afligida, no es más que por causa de la muerte de tu amigo, no por la de Caña-de-Azúcar, que ¡bendito sea Alah! goza de buena salud!"
Al oír estas palabras, el califa, que tenía los mayores motivos para creer que estaba bien informado de la verdad, no pudo por menos de sonreír, y encarándose con Massrur, le dijo: "Por Alah, ¡oh Massrur! ¿qué te parecen estas palabras de tu ama? He aquí que ella, tan sensata y prudente por lo común, tiene los mismos desvaríos que las demás mujeres. ¡Qué verdad es que todas son iguales al final! ¡Vengo a consolarla, y quiere apenarme y engañarme anunciándome una noticia falsa! ¡En fin, háblale tú! ¡Y dile lo que viste y oíste como yo! ¡Quizá cambie entonces de táctica, y no intente ya engañarnos!" Y para obedecer al califa, Massrur dijo a la princesa: "¡Oh mi señora! ¡Nuestro Emir de los Creyentes tiene razón! ¡Abul-Hassán goza de buena salud y de fuerzas excelentes, aunque deplora la pérdida de su esposa Caña-de-Azúcar, tu favorita, muerta anoche de una indigestión! Porque has de saber que Abul-Hassán acaba de salir hace un instante del diván, adonde ha ido a anunciarnos por sí mismo la muerte de su esposa. ¡Y se ha vuelto a su casa muy desolado, y gratificado, merced a la generosidad de nuestro amo, con un saco de diez mil dinares de oro para los gastos de los funerales!"
Estas palabras de Massrur, lejos de persuadir a Sett Zobeida, no hicieron más que confirmarla en la creencia de que el califa tenía ganas de broma, y exclamó: "¡Por Alah, ¡oh Emir de los Creyentes! que no es hoy el día más a propósito para gastar las bromas que acostumbras! Bien sé lo que me digo, y mi tesorera te dirá lo que me cuestan los funerales de Abul-Hassán. ¡Más valdría que tomáramos parte en el duelo de nuestra esclava, en lugar de reír sin tacto y sin medida, como lo estamos haciendo!" Y al oír estas palabras, el califa sintió que le invadía la cólera, y exclamó: "¿Qué dices, ¡oh hija del tío!? ¡Por Alah! ¿es que te has vuelto loca para decir semejantes cosas? ¡Te digo que quien ha muerto es Caña-de-Azúcar! ¡Y además, es inútil que disputemos acerca del asunto, pues inmediatamente voy a darte pruebas de lo que afirmo!" Y se sentó en el diván y se encaró con Massrur, y le dijo: "¡Aunque no tengo necesidad de más pruebas que las que conozco, ve ya al aposento de Abul-Hassán para ver cuál de los dos esposos es el muerto! ¡Y vuelve al punto a decirnos lo que haya!" Y en tanto que Massrur se apresuraba a ejecutar la orden, el califa se encaró con Sett Zobeida, y le dijo: "¡Oh hija del tío! ¡ahora vamos a ver quién de nosotros dos tiene razón! ¡Pero desde el momento en que insistes de ese modo acerca de cosa tan clara, voy a apostar en contra tuya lo que quieras!"
Ella contestó: "¡Acepto la apuesta! ¡Y voy a apostar lo que más me gusta en el mundo, que es mi pabellón de pinturas, contra lo que quieras proponerme, por muy poco valor que tenga!" El dijo: "¡Contra tu apuesta arriesgo lo que más me gusta en el mundo, que es mi palacio de recreo! ¡Creo que de esa manera no abuso! ¡Porque mi palacio de recreo es superior con mucho, en valor y en belleza, a tu pabellón de pinturas!"
Sett Zobeida contestó muy molesta: "¡No se trata de saber ahora, para estar aún más disconforme, si tu palacio es superior a mi pabellón! ¡Por otra parte, no tendrías más que escuchar lo que se dice a espaldas tuyas! Pero antes hemos de sancionar nuestra apuesta. ¡Sea, pues, la Fatiha entre nosotros!" Y dijo el califa: "¡Bueno, sea la Fatiha del Korán entre nosotros!" Y recitaron a la vez el capítulo liminar del libro santo para sellar su apuesta...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 651ª noche

Ella dijo:
"... Y recitaron a la vez el capítulo liminar del libro santo para sellar su apuesta. Y en medio de un silencio hostil, esperaron la vuelta del portaalfanje Massrur. ¡Y he aquí lo referente a ellos!
En cuanto a Abul-Hassán, que estaba al acecho para enterarse de lo que iba a ocurrir, vió desde lejos avanzar a Massrur y comprendió el propósito que le guiaba. Y dijo a Caña-de-Azúcar: "¡Oh Caña-de-Azúcar! ¡he aquí que Massrur viene derecho a nuestra casa! Sin duda alguna le han mandado venir con motivo del desacuerdo que seguramente ha surgido entre el califa y Sett Zobeida acerca de nuestra muerte. ¡Date prisa a hacerte la muerta una vez más, a fin de que te amortaje yo sin tardanza!" Al punto se hizo la muerta Caña-de-Azúcar, y Abul-Hassán la amortajó con el sudario y la colocó como la primera vez para sentarse inmediatamente junto a ella, con el turbante deshecho, la cara alargada y el pañuelo en los ojos.
En aquel mismo momento entró Massrur. Y al ver a Caña-de-Azúcar amortajada en medio de la habitación y a Abul-Hassán sumido en desesperación, no pudo menos de emocionarse, y pronunció: "¡No hay más dios que Alah! Muy grande es mi aflicción por ti, ¡oh pobre Caña-de-Azúcar, hermana nuestra! ¡oh tú, antaño tan gentil y tan dulce! ¡Cuán doloroso para todos nosotros es tu destino! ¡Y cuán rápida fué para ti la orden del retorno hacia Quien te ha creado! ¡Ojalá te conceda, al menos, su compasión y su gracia el Retribuidor!"
Luego besó a Abul-Hassán, y se apresuró a despedirse de él, muy triste, para ir a dar cuenta al califa de lo que había comprobado. Y no le desagradaba hacer ver así a Sett Zobeida cuán obstinada era y cuán equivocada estaba en contradecir al califa.
Entró, pues, en el aposento de Sett Zobeida, y después de haber besado la tierra, dijo: "¡Alah prolongue la vida de nuestra señora! ¡La difunta está amortajada en medio de la habitación, y ya tiene hinchado el cuerpo debajo del sudario, y huele mal! ¡En cuanto al pobre AbulHassán, me parece, que no sobrevive a su esposa!"
Al oír estas palabras de Massrur, al califa se le quitó un peso de encima y se regocijó infinitamente; luego, encarándose con Sett Zobeida, que habíase puesto muy amarilla, le dijo: "¡Oh hija del tío! ¿a qué esperas para llamar al escriba que ha de inscribir a mi nombre el pabellón de pinturas?"
Pero Sett Zobeida empezó a injuriar a Massrur, y en el límite de la indignación, dijo al califa: "¿Cómo puedes tener confianza en las palabras de ese eunuco embustero e hijo de embustero? ¿Acaso no he visto aquí por mí misma, y mis esclavas la han visto conmigo hace una hora, a mi favorita Caña-de-Azúcar, que lloraba desolada la muerte de Abul-Hassán?" Y excitándose con sus propias palabras, tiró su babucha a la cabeza de Massrur, y le gritó "Sal de aquí, ¡oh hijo de perro!" Y Massrur, más estupefacto todavía que el califa, no quiso irritar más a su ama, y doblándose por la cintura, se apresuró a escapar, meneando la cabeza.
Entonces, llena de cólera, Sett Zobeida se encaró con el califa, y le dijo: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡nunca imaginé que un día te pusieras de acuerdo con ese eunuco para darme un disgusto tan grande y hacerme creer lo que no es! Porque no me cabe duda de que lo que ha contado Massrur lo convinisteis de antemano con objeto de disgustarme. De todos modos, para probarte de manera indudable que soy yo quien tiene razón, a mi vez voy a enviar a alguien para que se vea cuál de nosotros ha perdido la apuesta. ¡Y si eres tú quien dice verdad seré una insensata y todas mis mujeres serán tan insensatas como su ama! ¡Si, por el contrario, soy yo quien tiene razón, quiero que, además de la ganancia de la apuesta, me concedas la cabeza del impertinente eunuco de pez!"
El califa, que sabía por experiencia propia cuán irritable era su prima, dió inmediatamente su consentimiento a cuanto ella le pedía. Y Sett Zobeida hizo presentarse enseguida a la anciana nodriza que la había criado y en la cual tenía toda su confianza, y le dijo: "¡Oh, nodriza! Ve ahora a casa de Abul-Hassán, el compañero de nuestro Señor el califa, y sencillamente mira quién se ha muerto en esa casa, si es Abul-Hassán o si es su esposa Caña-de-Azúcar. ¡Y vuelve al punto a contarme lo que hayas visto y sepas!"
Y la nodriza contestó con el oído y la obediencia, y a pesar de sus piernas viejas, apretó el paso en dirección a la casa de Abul-Hassán. Pero Abul-Hassán, que vigilaba constantemente las idas y venidas a su casa, divisó desde lejos a la anciana nodriza, que se acercaba trabajosamente; y comprendió por qué la habían enviado, y se encaró con su esposa, y exclamó riendo: "¡Oh Caña-de-Azúcar! ¡ya estoy muerto! ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 652ª noche

Ella dijo:
"¡Oh Caña-de-Azúcar! ¡ya estoy muerto!". Y como no tenía tiempo que perder, se amortajó por sí mismo con el sudario y se echó en tierra con los pies en dirección a la Meca. Y Caña-de-Azúcar le puso el turbante encima de la cara; y con la cabellera despeinada, empezó a golpearse las mejillas y el pecho, lanzando gritos de duelo. Y en aquel momento entró la anciana nodriza. ¡Y vió lo que vió! Y se acercó muy triste a la desolada Caña-de-Azúcar, y le dijo: "¡Que Alah otorgue sobre tu cabeza los años que se perdieron para el difunto! ¡Ay hija mía Caña-de-Azúcar! ¡hete aquí sola en la viudez en medio de tu juventud! ¿Qué va a ser de ti sin Abul-Hassán, ¡oh Caña-de-Azúcar!?" Y estuvo llorando con ella algún tiempo. Luego le dijo: "Hija mía, tengo que dejarte, bien a pesar mío. ¡Pero he de volver a toda prisa junto a mi señora Sett Zobeida para librarla de la aflictiva inquietud en que la ha sumido ese embustero descarado, el eunuco Massrur, que le afirmó que eras tú la muerta en vez de Abul-Hassán!" Y Caña-de-Azúcar, gimiendo, dijo: "¡Pluguiera a Alah, ¡oh madre mía! que hubiese dicho la verdad ese eunuco! ¡No estaría aquí llorando como lo hago! ¡Pero no va a tardar mucho en llegarme mi hora! Mañana, lo más tarde, me enterrarán, muerta de dolor!" Y diciendo estas palabras, redobló en sus llantos, suspiros y lamentos. Y más enternecida que nunca, la nodriza la besó otra vez y salió lentamente para no importunarla, y cerró la puerta tras de sí. Y fué a dar cuenta a su señora de lo que había visto y oído. Y cuando acabó de hablar, hubo de sentarse, falta de aliento por lo mucho que había trabajado para su avanzada edad.
Cuando Sett Zobeida oyó la relación de su nodriza, encarose, altanera, con el califa, y le dijo: "¡Ante todo, hay que ahorcar a tu esclavo Massrur, ese eunuco impertinente!" Y en el límite de la perplejidad, el califa hizo ir a su presencia a Massrur, y le miró con cólera y quiso reprocharle su mentira. Pero no le dejó tiempo Sett Zobeida. Excitada por la presencia de Massrur, se encaró con su nodriza, y le dijo: "¡Repite ante ese hijo de perro, ¡oh nodriza! lo que acabas de decirnos!" Y la nodriza, que aún no había recobrado el aliento, se vió obligada a repetir su relación ante Massrur, quien irritado por sus palabras, no pudo por menos de gritarle, a pesar de la presencia del califa y de Sett Zobeida: "¡Ah vieja desdentada! ¿cómo te atreves a mentir tan impúdicamente y a envilecer tus cabellos blancos? ¿Es que vas a hacerme creer que no he visto con mis propios ojos a Caña-de-Azúcar muerta y amortajada?" Y la nodriza, sofocada, adelantó la cabeza con furia, y le gritó: "Tú solo eres el embustero, ¡oh negro de betún! ¡No deberían condenarte a muerte en la horca, sino cortándote en pedazos y haciéndote comer tu propia carne!"
Y replicó Massrur: "¡Cállate, vieja chocha! ¡Ve a contar tus historias a las muchachas del harem!" Pero Sett Zobeida, furiosa ante la insolencia de Massrur, prorrumpió en sollozos, tirándole a la cabeza los cojines, los vasos, los jarros y los taburetes, y le escupió en el rostro, y acabó por dejarse caer en su lecho, llorando.
Cuando el califa hubo visto y oído todo aquello, llegó al límite de la perplejidad, y dió una palmada, y dijo: "¡Por Alah, que no sólo es Massrur el embustero! Yo también soy un embustero, y la nodriza también es una embustera, y tú también eres una embustera, ¡oh hija del tío!" Luego bajó la cabeza y no dijo nada más. Pero, al cabo de una hora de tiempo, levantó la cabeza, y dijo: "¡Por Alah, que nos hace falta saber la verdad ahora! ¡Lo único que nos queda que hacer es ir a casa de Abul-Hassán, para ver con nuestros ojos cuál de todos nosotros es el embustero y cuál es el veraz!" Y se levantó y rogó a Sett Zobeida que le acompañara; y seguido de Massrur, de la nodriza y de la muchedumbre de mujeres, se encaminó al aposento de Abul-Hassán.
Y he aquí que, al ver acercarse aquel cortejo, Caña-de-Azúcar no pudo por menos de inquietarse y conmoverse mucho, aunque Abul-Hassán la había prevenido de antemano que la cosa tendría buen fin, y exclamó: "¡Por Alah! ¡no siempre que se cae queda entero el jarro!" Pero Abul-Hassán se echó a reír, y dijo: "Murámonos ambos; ¡oh Caña-de-Azúcar!" Y tendió en tierra a su mujer, la amortajó con el sudario, se metió por sí mismo en una pieza de seda que sacó de un cofre, y se tendió junto a ella, sin olvidarse de ponerse el turbante encima de la cara con arreglo al rito. Y apenas había terminado sus preparativos, la comitiva entró en la sala.
Cuando el califa y Sett Zobeida vieron el espectáculo fúnebre que se presentaba a sus ojos, se quedaron inmóviles y mudos. Y Sett Zobeida, a quien tantas emociones en tan poco tiempo habían trastornado completamente, se puso de pronto muy pálida, dió un grito y cayó desmayada en brazos de sus mujeres. Y cuando volvió de su desmayo, vertió un torrente de lágrimas, y exclamó: "¡Ay de ti, oh Caña-de-Azúcar! ¡no pudiste sobrevivir a tu esposo, y has muerto de pena!" Pero el califa, que no quería oírle aquello y que, además, lloraba también la muerte de su amigo Abul-Hassán, se encaró con Sett Zobeida, y le dijo: "¡No, ¡por Alah! no es Caña-de-Azúcar quien ha muerto de pena, sino el pobre Abul-Hassán, que no pudo sobrevivir a su esposa! ¡Eso es lo cierto...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 653ª noche

Ella dijo:
"... -el califa, que no quería oírle decir aquello, y que, además, lloraba también la muerte de su amigo Abul-Hassán, se encaró con Sett Zobeida, y le dijo: "¡No, ¡por Alah! no es Caña-de-Azúcar quien ha muerto de pena, sino el pobre Abul-Hassán, que no pudo sobrevivir a su esposa! ¡Eso es lo cierto!" Y añadió: "¡Y he aquí que lloras y te desmayas porque te parece que tienes razón!" Y contestó Sett Zobeida: "¡Y a ti te parece que tienes razón, a pesar mío, porque ese maldito esclavo te ha mentido!" Y añadió: "¡Bueno! ¿pero dónde están los servidores de Abul-Hassán? ¡Que vayan a buscarlos ya! ¡Y como han amortajado a sus amos, ellos nos dirán cuál de ambos murió primero, y cuál murió de pena!" Y dijo el califa: "Tienes razón, ¡oh hija mía! ¡Y por Alah, que prometo diez mil dinares de oro a quien me dé la noticia!"
Pero apenas había pronunciado estas palabras el califa, cuando se dejó oír una voz que salía de debajo del sudario de la derecha, y decía: "¡Que me cuenten los diez mil dinares, pues anuncio a nuestro señor el califa, que soy yo, Abul-Hassán, quien se murió el segundo, de dolor sin duda!"
Al oír aquella voz, Sett Zobeida y las mujeres, poseídas de espanto, lanzaron un gran grito y se precipitaron a la puerta, en tanto que, por el contrario, el califa, que comprendió en seguida la jugarreta de Abul-Hassán, se reía de tal manera, que se cayó de trasero en medio de la sala, y exclamó: "¡Por Alah, ya Abul-Hassán, que ahora soy yo quien va a morirse a fuerza de reír!"
Luego, cuando el califa acabó de reír y Sett Zobeida se repuso de su terror, Abul-Hassán y Caña-de-Azúcar salieron de su sudario, y en medio de las risas de todos, decidiéronse a contar el motivo que hubo de impulsarles a gastar aquella broma. Y Abul-Hassán se arrojó a los pies del califa; y Caña-de-Azúcar besó los pies de su ama; y ambos pidieron perdón con acento muy arrepentido. Y añadió Abul-Hassán: "¡Mientras estuve soltero, ¡oh Emir de los Creyentes! desprecié el dinero! ¡Pero esta Caña-de-Azúcar, que debo a tu generosidad, posee tanto apetito, que se come los sacos con su contenido, y por Alah, que es capaz de devorar todo el tesoro del califa con el tesorero!" Y el califa y Sett Zobeida se echaron a reír a carcajadas otra vez. Y perdonaron a ambos e hicieron que acto seguido les contasen los diez mil dinares que ganó con su respuesta Abul-Hassán, y además otros diez mil por haberse librado de la muerte.
Tras de lo cual, el califa, a quien aquella farsa había hecho ocuparse de los gastos y necesidades de Abul-Hassán, no quiso que su amigo careciese de paga fija en adelante. Y dió orden a su tesorero para que mensualmente le pagaran emolumentos iguales a los de su gran visir. Y con más deseos que antes, quiso también que Abul-Hassán siguiese siendo su amigo íntimo y su compañero de copa. ¡Y vivieron todos la más deliciosa vida hasta que llegó la Separadora de amigos, la Destructora de palacios y Constructora de tumbas, la Inexorable, la Inevitable!

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42 P2 Historia del dormido despierto - segunda de tres partes

Hace parte de

42 Historia del dormido despierto




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Y cuando llegó la 636ª noche

Ella dijo:
"... levantomse, ayudado por los eunucos, que le introdujeron en una tercera sala más hermosa sin duda que las dos primeras.
Era la sala de las confituras. Había, en efecto, siete bandejas, cada una debajo de una araña, y ante cada bandeja una joven de pie; y en aquellas bandejas, dentro de botes de cristal y de fuentes de plata sobredorada, se contenían confituras excelentes. Y las había de todos colores y de todas especies. Y había confituras líquidas y confituras secas, y pasteles de hojaldre, ¡y todo!
Y en medio de un nuevo concierto de voces e instrumentos, Abul-Hassán probó un poco de cada dulce perfumado, y también hizo que los probaran las jóvenes, a quienes, de la misma manera que a las anteriores, invitó a hacerle compañía. Y a cada una supo decirle una palabra agradable que respondiera al nombre que le había preguntado.
Tras de lo cual le introdujeron en la cuarta sala, que era la sala de las bebidas, y que era la más sorprendente y la más maravillosa con mucho. Debajo de las siete arañas de oro del techo, había siete bandejas con frascos de todas las formas y de todos los tamaños, dispuestos en filas simétricas; y hacíanse oír músicas y cantarinas invisibles para los ojos del espectador; y ante las bandejas se erguían siete jóvenes que no iban vestidas con trajes pesados, como sus hermanas de las demás salas, sino sencillamente envueltas en una camisa de seda; y eran de colores distintos y de aspecto distinto: la primera era morena, la segunda negra, la tercera blanca, la cuarta rubia, la quinta gruesa, la sexta delgada y la séptima roja. Y Abul-Hassán las examinó con más gusto y atención aún, porque podía fácilmente entrever sus formas y atractivos bajo la transparencia de la tela sutil.
Con extremada complacencia las invitó a sentarse a su alrededor y a echarle de beber. Y empezó a preguntar su nombre a cada joven, según le iban presentando las copas. Y cada vez que vaciaba una copa, daba a la joven correspondiente un beso, un mordisco o un pellizco en la nalga. Y continuó jugando de tal modo con ellas hasta que el niño heredero se puso a gritar. Entonces, para apaciguarle, preguntó a las siete jóvenes: "¡Por vida mía! ¿Quién de vosotras quiere encargarse de este niño inoportuno?" Y por toda respuesta a esta pregunta, las siete jóvenes se lanzaron a la vez sobre el mamoncillo y quisieron darle de mamar. Y cada cual lo atraía a sí por un lado o por otro, riendo y dando gritos, de modo que el padre del niño, sin saber ya a quien escuchar ni a quien atender, se lo guardó de nuevo, diciendo: "¡Ha vuelto a dormirse!"
¡Eso fué todo!
Y el califa, que iba siguiendo por todas partes a Abul-Hassán y se ocultaba detrás de las cortinas, regocijábase en silencio con lo que veía y oía, y bendecía al Destino que lo puso en el camino de un hombre como aquél. Pero, entretanto, una de las jóvenes, que había recibido de Giafar las instrucciones necesarias, tomó una copa y echó en ella disimuladamente unos pocos polvos narcóticos de los que el califa empleó la noche anterior para dormir a Abul-Hassán. Luego ofreció la copa a Abul-Hassán riendo, y le dijo: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡te suplico que bebas todavía esta copa, la cual despertará quizás al querido niño!"
Riendo a carcajadas, contestó Abul-Hassán: "¡Sí, ualah!" Y tomó la copa que le ofrecía la joven, y se la bebió de un trago. Luego se dispuso a hablar con la que le había servido de beber; pero sólo consiguió abrir la boca para balbucear algo y cayó desplomado, dando con la cabeza antes que con los pies.
Entonces el califa, que con todo aquello se había divertido hasta el límite de la diversión, y que no esperaba más que aquel sueño de Abul-Hassán, salió de detrás de la cortina, sin poder tenerse ya en pie a fuerza de reír tanto. Y encaróse con los esclavos que acudieron y les ordenó que quitaran a Abul-Hassán las vestiduras reales que le habían puesto por la mañana, y le vistieran con sus trajes usuales. Y cuando se hubo ejecutado esta orden, hizo llamar al esclavo que raptó a Abul-Hassán, y le ordenó que se le cargara a hombros, le transportara a su casa y le acostara en su lecho. Pues el califa dijo para sí: "¡Como esto dure más, voy a morirme de risa, o se va él a volver loco!" Y el esclavo, cargándose a la espalda a Abul-Hassán, le sacó de palacio por la puerta secreta, y corrió a dejarle en su lecho, dentro de su casa, cuya puerta tuvo cuidado de cerrar al retirarse.
En cuanto a Abul-Hassán...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 637ª noche

Ella dijo:
"... En cuanto a Abul-Hassán, permaneció dormido en un profundo sueño hasta el día siguiente al mediodía, y no se despertó hasta que disipomse por completo en su cerebro el efecto del bang. Y pensó antes de poder abrir los ojos: "¡He reflexionado, y la que prefiero entre todas las jóvenes es sin duda Caña-de-Azúcar, y también Boca-de-Coral, y en tercer lugar solamente Aderezo-de-Perlas, la rubia que me sirvió ayer la última copa!" Y llamó en alta voz: "¡Hola! ¡Venid, oh jóvenes!  ¡Caña-de-Azúcar, Boca-de-Coral, Aderezo-de-Perlas, Alba-del-Día, Estrella-de-la-Mañana, Grano-de-Almizcle, Cuello-de-Alabastro, Cara-de-Luna, Corazón-de-Granada, Flor-de-Manzano, Hoja-de-Rosa, ¡Hola! ¡Acudid! ¡Ayer estaba un poco fatigado! ¡Pero hoy va bien el niño!"
Y esperó un momento. Pero como nadie contestaba ni acudía a sus voces, hubo de enojarse, y abriendo los ojos, se incorporó a medias. Y entonces se vió en su habitación, pero ni por asomo en el palacio suntuoso en que había habitado la víspera y desde donde había mandado como amo en toda la tierra. Y le pareció que se encontraba bajo el efecto de un sueño, y para disiparlo, se puso a gritar con todas sus fuerzas: "Vamos a ver, Giafar, ¡oh hijo de perro! Y tú alcahuete Massrur, ¿dónde estáis?"
Al oír estos gritos, acudió la anciana madre, y le dijo: "¿Qué te pasa, hijo mío? ¡El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti! ¿Qué sueño tuviste, ¡oh hijo mío! ¡oh Abul-Hassán!?" E indignado al ver a la anciana a su cabecera, le gritó Abul-Hassán: "¿Quién eres, anciana? ¿Y quién es ese Abul-Hassán?" Ella dijo: "¡Por Alah! ¡Soy tu madre! Y tú eres mi hijo, tú eres Abul-Hassán, ¡oh hijo mío! ¿Qué extrañas palabras escucho de tu boca? ¡Parece que no me reconoces!" Pero Abul-Hassán le gritó: "¡Atrás! ¡oh maldita vieja! ¡Estás hablando con el Emir de los Creyentes, con el califa Harún Al-Raschid! ¡Quítate de la vista del vicario de Alah en la tierra!"
Al oír estas palabras, la pobre vieja empezó a golpearse la cara, exclamando: "¡El nombre de Alah sobre ti, oh hijo mío! ¡Por favor, no alces la voz para decir semejantes locuras! ¡Van a oírte los vecinos, y estaremos perdidos sin remedio! ¡Ojalá desciendan sobre tu razón la seguridad y la calma!" Abul-Hassán exclamó: "Te digo que salgas al instante, ¡oh vieja execrable! ¿Estás loca para confundirme con tu hijo? ¡Yo soy Harún Al-Raschid, Emir de los Creyentes, señor de Oriente y de Occidente!"
Ella se golpeó el rostro, y dijo lamentándose: "¡Alah confunda al Maligno! Y líbrete de la posesión la misericordia del Altísimo, ¡oh hijo mío! ¿Cómo pudo entrar en tu espíritu cosa tan insensata? ¿No ves que esta habitación en que te hallas ni por asomo es el palacio del califa, y que desde que naciste has vivido aquí, y que jamás habitaste fuera de aquí con más personas que con tu anciana madre que te quiere, hijo mío, ya Abul-Hassán? ¡Escúchame, ahuyenta de tu pensamiento esos ensueños vanos y peligrosos que te han asaltado esta noche, y para calmarte, bebe un poco de agua de este jarro!;"
Entonces Abul-Hassán cogió de manos de su madre el jarro, bebió un buche de agua, y dijo algo calmado: "¡Bien puede ocurrir, en efecto, que yo sea Abul-Hassán!" Y bajó la cabeza, y con la mano apoyada en la mejilla, reflexionó durante una hora de tiempo, y sin levantar la cabeza, dijo hablando consigo mismo como quien sale de un profundo sueño: "¡Sí, por Alah, bien puede ocurrir, en efecto, que yo sea Abul-Hassán! ¡Soy Abul-Hassán sin duda alguna! ¡Esta habitación es mi habitación! ¡ualah! ¡La reconozco ahora! ¡Y tú eres mi madre, y yo soy tu hijo! ¡Sí, yo soy Abul-Hassán!"
Y añadió: "¿Pero por qué sortilegio me han invadido la razón tales locuras?"
Al oír estas palabras, la pobre vieja lloró de alegría, sin dudar ya de que su hijo estuviese completamente calmado. Y después de secarse las lágrimas, se disponía a llevarle de comer y a pedirle detalles del extraño sueño que acababa de tener, cuando Abul-Hassán, que desde hacía un momento miraba fijamente delante de sí, saltó de pronto como un loco, y cogiendo por la ropa a la pobre mujer, empezó a zarandearla, gritándole: "¡Ah infame vieja! ¡si no quieres que te estrangule, vas a decirme al instante qué enemigos me han destronado, y quién me ha encerrado en esta prisión, y quién eres tú para alojarme en este miserable tugurio! ¡Ah! ¡Teme los efectos de mi cólera cuando vuelva yo al trono! ¡Tiembla a la venganza de tu augusto soberano el califa Harún Al-Raschid, que sigo siendo yo!"
A fuerza de zarandearla, acabó por dejar que se le escapase de las manos. Y cayó ella en la estera, sollozando y lamentándose. Y en el límite de la rabia, Abul-Hassán se metió otra vez en el lecho, y permaneció con la cabeza entre las manos, presa de pensamientos tumultuosos. Pero, al cabo de cierto tiempo, se levantó la anciana, y como se le enternecía el corazón a causa de su hijo, no vaciló en llevarle, aunque temblando, un poco de jarabe con agua de rosas, y le decidió a tomar un buche, y para hacerle cambiar de ideas, le dijo: "¡Escucha, hijo mío, lo que tengo que contarte! Es una cosa que estoy convencida de que te alegrará mucho. Porque has de saber que ayer vino aquí, de parte del califa, el jefe de policía para detener al jeique al-balad y a sus dos compadres; y después de hacer que a cada uno le dieran cuatrocientos palos en la planta de los pies, mandó que les pasearan, montados al revés en un camello sarnoso, por los barrios de la ciudad, entre la rechifla y los salivazos de las mujeres y de los niños. ¡Tras de lo cual hizo empalar por la boca al jeique-al-balad, luego hizo arrojar en el hoyo de los excrementos de nuestra casa al segundo compadre, y al tercero le condenó a un suplicio extremadamente complicado, que consiste en obligarle a que se siente toda su vida en una silla que se rompe bajo su peso...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 639ª noche

Ella dijo:
"... un suplicio extremadamente complicado, que consiste en obligarle a que se siente toda su vida en una silla que se rompe bajo su peso!"
Cuando Abul-Hassán hubo oído aquellas palabras, que, en opinión de la buena vieja, contribuirían a ahuyentar la turbación que oscurecía el alma de su hijo, quedó éste más persuadido que nunca de su realeza y de su dignidad hereditaria de Emir de los Creyentes. Y dijo a su madre: "¡Oh vieja de desgracia! al contrario de convencerme, tus palabras no hacen más que afirmarme en la idea, que no he abandonado nunca, de que soy Harún Al-Raschid. ¡Y para demostrártelo, has de saber que yo mismo di orden a mi jefe de policía Ahmad-la-Tiña de castigar a los tres canallas de este barrio! Cesa, pues, de decirme que sueño o que estoy poseído por el soplo del Cheitán. ¡Prostérnate, pues, ante mi gloria, besa la tierra entre mis manos, y pídeme perdón por las palabras desconsideradas y de duda que emitiste con respecto a mí!"
Al oír estas palabras de su hijo, la madre ya no abrigó la menor duda acerca de la locura de Abul-Hassán, y le dijo: "¡Que Alah el misericordioso haga descender sobre tu cabeza el rocío de su bendición. ¡Oh Abul-Hassán! y te perdone y te conceda la gracia de que vuelvas a ser un hombre dotado de razón y de buen sentido! ¡Y te suplico ¡oh hijo mío! que dejes de pronunciar y de adjudicarte el nombre del califa, porque pueden oírte los vecinos y contar tus palabras al walí, que hará entonces que te detengan y te ahorquen a la puerta de palacio!" Luego, sin poder ya resistirse a su emoción, empezó a lamentarse y a golpearse el pecho con desesperación.
Y he aquí que, al ver aquello, en vez de apaciguarse, Abul-Hassán se excitó más; e irguiose sobre ambos pies, asió un palo, y precipitándose sobre su madre, extraviado de furor, le gritó con voz aterradora: "¡Te prohíbo ¡oh maldita! que vuelvas a llamarme Abul-Hassán! ¡Soy Harún Al-Raschid, y si todavía dudas de ello, te inculcaré esta creencia en la cabeza a estacazos!" Y al oír estas palabras, aunque temblaba toda de miedo y de emoción, la anciana no olvidó que Abul-Hassán era su hijo, y mirándole como mira a su vástago una madre, le dijo con voz dulce: "¡Oh hijo mío! ¡no creo que la ley de Alah y de su Profeta falte de tu espíritu hasta el punto de que llegues a olvidarte del respeto que un hijo debe a la madre que le ha llevado nueve meses en su seno y le ha nutrido con su leche y su ternura! Permíteme, por tanto, decirte por última vez que te equivocas, dejando sumergirse tu razón en ese extraño ensueño y arrogándote ese título augusto de califa que sólo pertenece a nuestro señor y soberano el Emir de los Creyentes Harún Al-Raschid. Y sobre todo, te haces culpable de una ingratitud muy grande para con el califa, precisamente al día siguiente de aquel en que nos ha colmado con sus beneficios. ¡Porque has de saber que el jefe tesorero de palacio vino ayer a nuestra casa, enviado por el propio Emir de los Creyentes, y me entregó por orden suya un saco con mil dinares de oro, acompañándolo de excusas por la exigüidad de la suma y prometiéndome que no sería el último regalo de su generosidad!"
Al oír estas palabras de su madre, Abul-Hassán perdió los postreros escrúpulos que pudieran quedarle con referencia a su antiguo estado, y quedó convencido de que siempre fué califa, puesto que él mismo había enviado el saco con mil dinares a la madre de Abul-Hassán. Miró, pues, a la pobre mujer con los ojos fuera de sus órbitas y amenazadores, y le dijo: "¿Acaso pretendes decir, para tu desgracia, ¡oh vieja calamitosa! que no soy yo quien te ha enviado el saco del oro, y que no vino a entregártelo ayer por orden mía mi jefe tesorero? Y después de eso, ¿te atreverás todavía a llamarme hijo tuyo y a decirme que soy Abul-Hassán el Disoluto?" Y como su madre se tapara los oídos para no escuchar estas palabras que la trastornaban, Abul-Hassán no pudo contenerse más, y excitado hasta el límite del frenesí, se arrojó a ella con el palo en la mano y empezó a molerla a golpes.
Entonces la pobre anciana, no pudiendo pasar en silencio su dolor y su indignación por aquella manera de tratarla, empezó a chillar pidiendo socorro a los vecinos, y gritando: "¡Oh! ¡Qué calamidad la mía! Acudid, ¡oh musulmanes!" Y Abul-Hassán, a quien aquellos gritos excitaban más  aún, continuó pegando a la anciana con el palo, mientras le gritaba de vez en cuando: "¿Soy o no soy el Emir de los Creyentes?" Y a pesar de los golpes, contestaba la madre: "¡Eres mi hijo! ¡Eres Abul-Hassán el Disoluto!"
Entretanto, atraídos los vecinos por los gritos y el estrépito...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 640ª noche

Ella dijo:
¡... Entretanto, atraídos los vecinos por los gritos y el estrépito, penetraron en la estancia, y se interpusieron entre la madre y el hijo para separarlos, y arrebataron el palo de manos de Abul-Hassán, e indignados por la conducta de un hijo así le sujetaron para que no se moviera y le preguntaron: "¿Te has vuelto loco, Abul-Hassán, para levantar así la mano a tu madre, a esta pobre vieja? ¿Olvidaste completamente los preceptos del Libro Santo?"
Pero les gritó Abul-Hassán, con los ojos brillantes de furor: "¿Qué es eso de Abul-Hassán? ¿A quién dais ese nombre?" Y al oír esta pregunta, los vecinos se quedaron extremadamente perplejos, y acabaron por preguntarle: "¿Cómo? ¿Acaso no eres tú Abul-Hassán el Disoluto? ¿Y no es esta buena vieja tu madre, que te ha educado y criado con su leche y su ternura?" El contestó: "¡Ah, hijos de perros, quitaos de mi vista! ¡Yo soy vuestro amo el califa Harún Al-Raschid, Emir de los Creyentes!"
Al oír estas palabras de Abul-Hassán, los vecinos quedaron en absoluto convencidos de su locura; y sin querer dejar ya en libertad de acción a aquel hombre a quien habían visto poseído por la ceguera del furor, le ataron de pies y manos, y enviaron a uno de ellos a buscar al portero del hospital de locos. Y al cabo de una hora, seguido de dos robustos celadores, llegó el portero del hospital de locos con todo un arsenal de cadenas y grilletes y llevando en la mano un latiguillo de nervio de buey.
Como al ver aquello, Abul-Hassán hacía grandes esfuerzos para librarse de sus ligaduras y dirigía injurias a los presentes, el portero comenzó por aplicarle en el hombro dos o tres latigazos con el nervio de buey. Tras de lo cual, sin reparar en sus protestas ni en los títulos que se adjudicaba, le cargaron de cadenas de hierro y le transportaron al hospital de locos en medio de la muchedumbre de transeúntes, que le daban unos un puñetazo y otros un puntapié, creyéndole loco.
Cuando llegó al hospital de locos, le encerraron en una jaula de hierro, como si fuese una bestia feroz, y la primera precaución fué administrarle una paliza de cincuenta latigazos con el nervio de buey. Y a partir de aquel día, sufrió una paliza de cincuenta latigazos con el nervio de buey cada mañana y cada tarde, de modo que, al cabo de diez días de hallarse sometido a semejante tratamiento, cambió de piel como una serpiente. Entonces volvió en sí, y pensó: "¡A qué estado me veo reducido ahora! ¡Debo ser yo el equivocado, puesto que todo el mundo me trata de loco! ¡Sin embargo, no es posible que sólo fuera efecto de un sueño todo lo que me sucedió en palacio! En fin, no quiero profundizar más en esta cuestión ni seguir tratando de comprenderla, porque voy a volverme realmente loco. Después de todo, no es ésta la única cosa que no puede llegar a comprender la razón del hombre, y encomiendo a Alah la solución!"
Mientras estaba sumido en estos nuevos pensamientos, llegó su madre, bañada en lágrimas, para ver en qué estado se encontraba y si tenía sentimientos más razonables. Y le vió tan flaco y extenuado, que prorrumpió en sollozos; pero consiguió sobreponerse a su dolor y acabó por poder saludarle tiernamente; y Abul-Hassán le devolvió la zalema con voz tranquila, como un hombre sensato, contestándole: "Contigo el saludo y la misericordia de Alah y sus bendiciones, ¡oh madre mía!" Y la madre sintió una alegría grande al oír que la llamaba madre, y le dijo: "El nombre de Alah sobre ti, ¡oh hijo mío! ¡Bendito sea Alah, que te ha devuelto la razón y puso en su sitio tu cerebro volcado!" Y Abul-Hassán contestó con acento muy contrito: "Pido perdón a Alah y a ti, ¡oh madre mía! ¡En verdad que no comprendo cómo pude decir todas las locuras que dije, y cometer excesos que sólo un insensato es capaz de realizar! ¡Por lo visto, fué el Cheitán quien me poseyó y me impulsó a dejarme llevar de semejantes arrebatos! ¡Porque no cabe duda de que a otros les hizo  caer en extravagancias mayores todavía! ¡Pero ha tenido buen fin todo, y heme aquí repuesto de mi extravío!" Y al oír estas palabras, notó la madre que sus lágrimas de dolor se tornaban en lágrimas de dicha, y exclamó: "Tan alegre está mi corazón ¡oh hijo mío! como si acabase yo de echarte al mundo por segunda vez. ¡Bendito sea por siempre Alah!" Luego añadió...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 642ª noche

Ella dijo:
"¡... Bendito sea por siempre Alah!" Luego añadió: "Claro que tú no tienes culpa por qué reprocharte; ¡oh hijo mío! pues todo el mal que nos ha sucedido se debe a aquel mercader extranjero a quien invitaste la tarde última a comer y beber contigo, y que se marchó por la mañana sin tomarse el trabajo de cerrar tras él la puerta. ¡Y ya debes saber que cada vez que queda abierta la puerta de una casa antes de salir el sol, el Cheitán entra en la casa y se posesiona del espíritu de los habitantes!
¡Y entonces ocurre lo que ocurre!
¡Demos, pues, gracias a Alah por no haber permitido que caigan sobre nuestras cabezas desgracias peores!" Y contestó Abul-Hassán: "Tienes razón, ¡oh madre! ¡Obra fué de la posesión del Cheitán! Por lo que a mí respecta, bien hube de advertir al mercader de Mossul que cerrara tras de sí la puerta para evitar que entrase el Cheitán en nuestra casa; pero no lo hizo, ¡y con ello nos causó tantos contratiempos!" Luego añadió: "¡Ahora que noto bien que no tengo el cerebro volcado y que se acabaron las extravagancias, te ruego ¡oh tierna madre! que hables con el portero del hospital de locos para que me libren de esta jaula y de los suplicios que soporto aquí a diario!"
Y sin más dilación, corrió la madre de Abul-Hassán a advertir al portero que su hijo había recobrado la razón. Y el portero fué con ella para examinar a Abul-Hassán e interrogarle. Y como las respuestas eran sensatas y el interpelado reconocía que era Abul-Hassán y no Harún Al-Raschid, el portero le sacó de la jaula y le libró de las cadenas. Y sin poder tenerse sobre sus piernas, Abul-Hassán regresó lentamente a su casa, ayudado por su madre, y estuvo acostado durante varios días hasta que le volvieron las fuerzas y se le pasaron un poco los efectos de los golpes recibidos.
Entonces, como empezaba a aburrirle la soledad, se decidió a reanudar su vida de antes, y a ir a sentarse en el extremo del puente, a la puesta del sol, para esperar la llegada del huésped extranjero que le deparase el Destino.
Y he aquí que aquella tarde era precisamente la de primero de mes; y el califa Harún Al-Raschid, que tenía la costumbre de disfrazarse de mercader a principio de cada mes, había salido en secreto de su palacio en busca de alguna aventura, y también para ver por sí mismo si reinaba en la ciudad el orden conforme a sus deseos. Y de tal suerte llegó al puente, al extremo del cual estaba sentado Abul-Hassán. Y Abul-Hassán, que acechaba la aparición de extranjeros, no tardó en divisar al mercader de Mossul a quien ya había albergado, y que se adelantaba, seguido, como la primera vez, de un esclavo corpulento.
Al verle, quizás porque considerase al mercader causa inicial de sus desgracias, quizás porque tenía la costumbre de hacer como que no conocía a las personas que había invitado en su casa, Abul-Hassán apresuróse a volver la cara en dirección al río para no verse obligado a saludar a su antiguo huésped. Pero el califa, que estaba enterado por sus espías de cuanto le sucedió a Abul-Hassán desde su ausencia y del trato que hubo de sufrir en el hospital de locos, no quiso dejar pasar aquella ocasión de divertirse más aún a costa de hombre tan singular. Y además, el califa, que tenía un corazón generoso y magnánimo, había resuelto reparar un día, en la medida de sus fuerzas, el daño sufrido por Abul-Hassán, devolviéndole con beneficios, de una manera o de otra, el placer que experimentó en su compañía. Así es que, en cuanto vió a Abul-Hassán, se acercó a él, y asomó la cabeza por encima del hombro de Abul-Hassán, que mantenía obstinadamente vuelto el rostro hacia el lado del río, y mirándole a los ojos, le dijo: "La zalema contigo, ¡oh amigo mío Abul-Hassán! ¡Mi alma desea besarte!"
Pero Abul-Hassán le contestó sin mirarle y sin moverse: "¡Entre tú y yo no hay zalema que valga! ¡Vete! ¡No te conozco!" Y exclamó el califa: "¿Cómo Abul-Hassán? ¿Es que no reconoces al huésped a quien albergaste toda una noche en tu casa?" El otro contestó: "¡No, por Alah, no te reconozco! ¡Vete por tu camino!" Pero Al-Raschid insistió cerca de él, y dijo: "¡Sin embargo, yo bien te reconozco, y no puedo creer que me hayas olvidado tan completamente, cuando apenas ha transcurrido un mes desde que tuvo lugar nuestra última entrevista y la velada agradable que pasé en tu casa solo contigo!" Y como Abul-Hassán continuara sin contestar y haciéndole señas para que se marchase, el califa le echó los brazos al cuello y empezó a besarle, y le dijo: "¡Oh hermano mío Abul-Hassán! ¡me parece muy mal que procedas conmigo de ese modo! En cuanto a mí, estoy decidido a no abandonarte sin que me hayas conducido por segunda vez a tu casa y me hayas contado la causa de tu resentimiento para conmigo. ¡Porque, por la manera de rechazarme, veo que tienes que reprocharme algo!"
Abul-Hassán exclamó con acento indignado: "¿Conducirte yo a mi casa por segunda vez, ¡oh rostro de mal agüero!? ¡Vamos, vuelve las espaldas y hazme ver la amplitud de tus hombros!" Pero el califa le besó por segunda vez, y le dijo: "¡Ah, amigo mío Abul-Hassán, qué duramente me tratas! ¡Si por acaso mi presencia en tu casa ocasionó alguna desgracia, puedes estar bien seguro de que aquí me tienes dispuesto a reparar todo el daño que involuntariamente te causase! ¡Cuéntame, pues, lo que haya pasado y el daño que hayas sufrido, para que pueda yo ponerle remedio!" Y a pesar de las protestas de Abul-Hassán, sentóse en el puente al lado suyo, y le pasó el brazo por el cuello, como haría un hermano con su hermano, y aguardó la respuesta...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 643ª noche

Ella dijo:
"... Y a pesar de las protestas de Abul-Hassán, sentóse en el puente al lado suyo, y le pasó el brazo por el cuello, como haría un hermano con su hermano, y aguardó la respuesta.
Entonces Abul-Hassán, conquistado por las caricias, acabó por decir: "Con mucho gusto te contaré las cosas extraordinarias que me ocurrieron a raíz de aquella velada, y las desgracias que se desarrollaron. ¡Y todo fué por culpa de la puerta que no cerraste tras de ti, y por la cual entró la Posesión!" ¡Y le contó todo lo que en realidad creyó ver y suponía que era indudablemente una ilusión suscitada por el Cheitán, y todas las desgracias y los malos tratos que hubo de soportar en el  hospital de locos, y el escándalo dado en el barrio con todo aquel asunto, y la mala fama que había adquirido definitivamente ante todos sus vecinos! ¡Y no omitió ningún detalle, y puso en su relato una vehemencia tal, y narró con tanta credulidad la historia de su presunta Posesión, que el califa no pudo menos que soltar una gran carcajada! Y Abul-Hassán no supo con exactitud a qué atribuir esta risa, y le preguntó: "¿Es que no te da lástima de la desgracia que descendió sobre mi cabeza, pues que así te burlas de mí? ¿O acaso te imaginas que soy yo quien me burlo de ti contándote una historia imaginaria? ¡Si así es, voy a disipar tus dudas y a probártelo de antemano!" Y así diciendo, se sacó las mangas del ropón y dejó al desnudo sus hombros, su espalda y su trasero, y de aquel modo enseñó al califa las cicatrices y los rosetones de su piel maltratada por los latigazos del nervio de buey.
Al ver aquello el califa no pudo menos de compadecer realmente la suerte del desdichado Abul-Hassán. Cesó entonces de abrigar con respecto a él la menor intención de broma, y aquella vez le besó con afección muy verdadera, y le dijo: "¡Por Alah sobre ti, hermano mío Abul-Hassán! te suplico que vuelvas a llevarme a tu casa esta noche, porque anhelo regocijarme el alma con tu hospitalidad. ¡Y verás cómo mañana te devuelve Alah tu beneficio centuplicado!"
Y siguió prodigándole tan buenas palabras y besándole tan afectuosamente, que no obstante su resolución de no recibir nunca por dos veces a la misma persona, le decidió a llevarle a su casa. Pero, por el camino, le dijo Abul-Hassán: "Cedo a tus inoportunidades, aunque de mala gana. Y en cambio, no quiero pedirte más que una sola cosa: que esta vez, al salir de mi casa mañana por la mañana ¡no te olvides de cerrar detrás de ti la puerta!" Y sofocando en su interior la risa que le producía la creencia que Abul-Hassán tenía siempre de que el Cheitán había entrado en su casa por la puerta abierta, le prometió con juramento que tendría cuidado de cerrarla. Y de tal suerte llegaron a la casa.
Cuando entraron y descansaron un poco, les sirvió el esclavo, y después de la comida les llevó las bebidas. Y con la copa en la mano, se pusieron a hablar agradablemente de unas cosas y de otras hasta que en su corazón fermentó la bebida. Entonces el califa encaminó diestramente la conversación hacia motivos de amor, y preguntó a su huésped si alguna vez se había enamorado de mujeres violentamente, o si ya estaba casado, o si había permanecido siempre soltero.
Abul-Hassán contestó: "Debo decirte ¡oh mi señor! que hasta hoy no me han gustado verdaderamente más que los compañeros alegres, los manjares delicados, las bebidas y los perfumes; y nada en la vida encontré superior a la conversación con amigos, teniendo la copa en la mano. Pero eso no significa que, al llegar la ocasión, no sepa yo reconocer los méritos de una mujer, sobre todo si se pareciera a una de las maravillosas jóvenes que el Cheitán me hizo ver en aquellos sueños fantásticos que me volvieron loco; una de esas jóvenes que siempre están de buen humor, que saben cantar, tañer instrumentos, danzar y calmar al niño que hemos heredado; que consagran su vida a complacernos y a divertirnos. En verdad que, si encontrase una joven así, me apresuraría a comprársela a su padre y a casarme con ella y a sentir por ella un afecto profundo. ¡Pero las que son así sólo están con el Emir de los Creyentes, o por lo menos con el gran visir Giafar!
Por eso ¡oh mi señor! en vez de escoger una mujer que estropeara mi vida con su mal humor o sus imperfecciones, prefiero mucho más la sociedad de los amigos de paso y de las botellas rancias que aquí ves. ¡Y de esta manera transcurre tranquila mi vida, y si quedo pobre, me comeré sólo el pan negro de la miseria!"
Y diciendo estas palabras, Abul-Hassán vació de un trago la copa que le ofrecía el califa, y al punto dió en la alfombra con la cabeza antes que con los pies. Porque el califa tuvo también cuidado aquella vez de mezclar al vino unos polvos de bang. Y, a una seña de su amo, el esclavo cargó con Abul-Hassán a la espalda y salió de la casa, seguido por el califa, quien, como aquella vez no tenía intención de volver a Abul-Hassán a su casa, no dejó de cerrar cuidadosamente detrás de sí la puerta. Y llegaron al palacio, y sin hacer ruido, penetraron en él por la puerta secreta, y llegaron a los aposentos reservados...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 644ª noche

Ella dijo:
"... Y llegaron al palacio, y sin hacer ruido, penetraron en él por la puerta secreta, y llegaron a los aposentos reservados.
Entonces el califa mandó que echaran a Abul-Hassán en su propio lecho, como la primera vez, e hizo que le vistieran de la misma manera. Y dió las mismas órdenes que antes, y recomendó a Massrur que fuera a despertarle por la mañana temprano, antes de la hora de la plegaria. Y fué a acostarse en una habitación vecina.
Al día siguiente, a la hora indicada, cuando le despertó Massrur, el califa marchó a la habitación en que todavía estaba aletargado Abul-Hassán, e hizo ir a su presencia a todas las jóvenes que la vez primera se hallaban en las diferentes salas por donde pasó Abul-Hassán, así como a todas las músicas y cantarinas. Y las hizo ponerse en orden, y les dió instrucciones. Luego, tras de hacer aspirar un poco de vinagre a Abul-Hassán, que al punto estornudó, echando por la nariz alguna mucosidad, se escondió detrás de la cortina y dió la señal convenida.
Inmediatamente las cantarinas mezclaron a coro sus voces deliciosas al son de arpas, de flautas y de oboes, y dejaron oír un concierto comparable al concierto de los ángeles en el paraíso. Y en aquel momento salió Abul-Hassán de su letargo, y antes de abrir los ojos oyó aquella música llena de armonía, que acabó de despertarle. Y abrió entonces los ojos y se vió rodeado por las veintiocho jóvenes que hubo de encontrar de siete en siete en las cuatro salas; y las reconoció de una ojeada, así como el lecho, la habitación, las pinturas y los adornos. Y también reconoció las mismas voces que le encantaron la primera vez. E incorporase a la sazón con los ojos fuera de las órbitas, sentándose en la cama, y se pasó la mano por la cara varias veces para asegurarse bien de su estado de vigilia.
En aquel momento, tal como se había convenido de antemano, cesó el concierto y reinó en la habitación un silencio grande. Y todas las damas bajaron modestamente los ojos ante los ojos augustos que las miraban. Entonces Abul-Hassán, en el límite de la estupefacción, se mordió los dedos, y exclamó en medio del silencio: "¡Desgraciado de ti, ya Abul-Hassán! ¡oh hijo de tu madre! ¡Ahora le toca el turno a la ilusión; pero mañana serán contigo el nervio de buey, las cadenas, el hospital de locos y la jaula de hierro!"
Luego gritó aún: "¡Ah, infame mercader de Mossul! ¡Así te ahogarás en el fondo del infierno, en brazos de tu señor el Cheitán! Sin duda volviste a dejar entrar en mi casa al Cheitán por no haber cerrado la puerta, y me posee ya. Y ahora el Maligno me vuelca el cerebro y me hace ver cosas extravagantes. ¡Alah te confunda, oh Cheitán! con tus secuaces y con todos los mercaderes de Mossul. ¡Y ojalá la ciudad de Mossul entera se derrumbe sobre sus habitantes y los sepulte a todos en sus escombros!"
Luego cerró los ojos, y los abrió, y los volvió a cerrar, y los volvió a abrir repetidas veces, y exclamó: "¡Oh pobre Abul-Hassán! lo mejor que puedes hacer es dormirte de nuevo tranquilo, y no despertarte hasta que estés bien seguro de que el Maligno te ha salido del cuerpo y tienes el cerebro en su sitio acostumbrado. ¡De no ser así, ya sabes lo que te aguarda mañana!" Y diciendo estas palabras, se echó otra vez en el lecho, se tapó la cabeza con la colcha, y para hacerse la ilusión de que dormía se puso a roncar como un camello en celo o como un rebaño de búfalos en el agua.
Y he aquí que, al ver y oír aquello desde detrás de la cortina, el califa tuvo un acceso de risa tan grande, que creyó ahogarse.
En cuanto a Abul-Hassán, no consiguió dormir, porque su preferida la joven Caña-de-Azúcar, siguiendo las instrucciones recibidas, se aproximó al lecho donde él roncaba sin dormir, y sentándose al borde de la cama, dijo con amable voz a Abul-Hassán: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡prevengo a Tu Alteza que ha llegado el momento de despertarse para la plegaria de la mañana!" Pero Abul-Hassán gritó con sorda voz desde debajo de la colcha: "¡Confundido sea el Maligno! Retírate, ¡oh Cheitán!" Sin desconcertarse, añadió Caña-de-Azúcar: "¡Sin duda el Emir de los Creyentes se halla bajo el influjo de un mal sueño! ¡No es Cheitán quien te habla, ¡oh mi señor! sino la pequeña Caña-de-Azúcar! ¡Alejado sea el Maligno! Soy la pequeña Caña-de-Azúcar, ¡oh Emir de los Creyentes...!
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 645ª noche

Ella dijo:
"... Soy la pequeña Caña-de-Azúcar, ¡oh Emir de los Creyentes!"
Al oír estas palabras, Abul-Hassán separó la colcha, y abriendo los ojos, vió, en efecto, sentada al borde de la cama a su preferida la pequeña Caña-de-Azúcar, y de pie ante él, en tres filas, a las demás jóvenes, a quienes reconoció una por una: Hoja-de-Rosa, Cuello-de-Alabastro, Aderezo-de-Perlas, Estrella-de-la-Mañana, Alba-del-Día, Grano-de Almizcle, Corazón-de-Granada, Boca-de-Coral, Nuez-Moscada, Fuerza-de-los-Corazones, y las otras. Y al ver aquello, se restregó los ojos hasta hundírselos en el cráneo, y exclamó: "¿Quiénes sois? ¿y quién soy yo?" Y todas contestaron a coro con tonalidades diferentes: "¡Gloria a nuestro amo el califa Harún Al-Raschid, Emir de los Creyentes, rey del mundo!" Y en el límite de la estupefacción, preguntó Abul-Hassán: "¿Pero es que no soy Abul-Hassán el Disoluto?" Ellas contestaron a coro con tonalidades diferentes: "¡Alejado sea el Maligno! ¡No eres Abul-Hassán, sino Abul-Hossn! (Padre de la Belleza) ¡Eres nuestro soberano y la corona de nuestra cabeza!" Y Abul-Hassán se dijo: "¡Ahora voy a saber con certeza si duermo o estoy despierto!" Y encarándose con Caña-de-Azúcar, le dijo: "¡Ven por aquí, pequeña!" Y Caña-de-Azúcar, adelantó la cabeza, y Abul-Hassán le dijo: "¡Muérdeme en la oreja!" Y Caña-de-Azúcar clavó sus dientes en el lóbulo de la oreja de Abul-Hassán, pero tan cruelmente, que empezó él a chillar de una manera espantosa. Luego exclamó: "¡Claro que soy el Emir de los Creyentes, Harún Al-Raschid en persona!"
Enseguida empezaron a tocar al mismo tiempo los instrumentos de música un atrayente paso de danza, y las cantarinas entonaron a coro una canción animada. Y cogiéndose de la mano, todas las jóvenes hicieron un gran corro en la habitación, y levantando los pies con ligereza, se pusieron a bailar alrededor del lecho, respondiendo con el estribillo al canto principal de tan gracioso modo y tan locamente, que Abul-Hassán, exaltado de pronto y poseído de entusiasmo, arrojó las mantas y almohadas, tiró al aire su gorro de dormir, saltó del lecho, se desnudó completamente, quitándose a toda prisa sus vestiduras, y con el zib enhiesto y el trasero al descubierto, se metió entre las jóvenes y se puso a bailar con ellas, haciendo mil contorsiones, y moviendo el vientre, el zib y el trasero en medio de las carcajadas y del tumulto progresivo. E hizo tantas bufonadas, y tales movimientos divertidos hubo de ejecutar, que el califa, detrás de la cortina, no pudo reprimir la explosión de su hilaridad, ¡y empezó a lanzar una serie de carcajadas tan fuertes, que dominaron la algazara del baile y el canto y el ruido de los tambores, de los instrumentos de cuerda y de los instrumentos de viento! Y le dio hipo, y se cayó de trasero, y estuvo a punto de perder el conocimiento. Pero logró levantarse, y descorriendo la cortina, sacó la cabeza, y gritó: "Abul-Hassán, ya Abul-Hassán, ¿es que juraste hacerme morir ahogado por la risa?"
Al ver al califa y al oír el sonido de su voz, cesó el baile de improviso, las jóvenes quedáronse inmóviles en el lugar que ocupaban respectivamente, y se interrumpió tan por completo el ruido, que se oiría resonar una aguja que cayese en el suelo. Y Abul-Hassán, estupefacto, se detuvo como los demás y volvió la cabeza en dirección de la voz. Y divisó al califa, y al primer golpe de vista, reconoció en él al mercader de Mossul.
Entonces, rápida cual el relámpago que brilla, asaltó su cerebro la comprensión de la causa a que hubo de obedecer cuanto le había sucedido. Y adivinó de pronto toda la broma. Así es que, lejos de desconcertarse o de turbarse, fingió no reconocer la persona del califa; y queriendo divertirse a su vez, se adelantó hacia el califa, y le gritó: "¡Hola! ¡hola! hete aquí ya, ¡oh mercader de mi trasero! ¡Espera, y verás cómo voy a enseñarte a dejar abiertas las puertas de las personas honradas!" Y el califa se echó a reír muy a gusto y contestó: "¡He jurado por los méritos de mis santos abuelos ¡oh Abul-Hassán, hermano mío! que te concederé cuanto tu alma pueda desear para indemnizarte de todas las tribulaciones que te hemos causado! ¡Y en adelante, se te tratará en mi palacio como hermano mío!" Y le besó con efusión, estrechándole contra su pecho.
Tras de lo cual, se encaró con las jóvenes y les ordenó que vistieran a su hermano Abul-Hassán con trajes de su ropero particular, escogiendo lo más rico y suntuoso que había. Y las jóvenes se apresuraron a ejecutar la orden. Y cuando Abul-Hassán estuvo completamente vestido, el califa le dijo: "¡Habla ya, Abul-Hassán! ¡Cuanto me pidas te será concedido al instante!"
Y Abul-Hassán besó la tierra entre las manos del califa, y contestó: "¡No quiero pedir a nuestro generoso señor más que una cosa: que me otorgue el favor de vivir a su sombra toda mi vida!"
Y extremadamente conmovido por la delicadeza de sentimientos de Abul-Hassán, le dijo el califa: "¡Mucho aprecio tu desinterés, ya Abul-Hassán! Así es que, no solamente te escojo en este instante para compañero de copa y hermano mío, sino que te concedo entrada libre y salida libre a todas horas del día y de la noche, sin demanda de audiencia y sin demanda de ausencia. ¡Más aún! quiero que ni siquiera te esté prohibido, como a los demás, el acceso al aposento de Sett Zobeida, la hija de mi tío. ¡Y cuando entre yo allí, irás conmigo, sea la hora que sea del día o de la noche!"
Al propio tiempo el califa destinó a Abul-Hassán un espléndido alojamiento en el palacio, y empezó por darle, como primeros emolumentos, diez mil dinares de oro. Y le prometió que cuidaría por sí mismo que no careciese de nada nunca. Tras de lo cual le abandonó para ir al diwán a arreglar los asuntos del reino...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.


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42 P1 Historia del dormido despierto - primera de tres partes

Hace parte de

42 Historia del dormido despierto




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HISTORIA DEL DORMIDO DESPIERTO

He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que antaño, en tiempos del califa Harún Al-Raschid, había en Bagdad un joven soltero, llamado Abul-Hassán, que llevaba una vida muy extraña y muy extraordinaria. Porque sus vecinos jamás le veían tratar dos días seguidos a la misma persona ni invitar en su casa a ningún habitante de Bagdad, pues cuantos a su casa iban eran extranjeros. Así es que las gentes de su barrio, como ignoraban lo que hacía, le habían puesto el mote de Abul-Hassán el Disoluto.
Tenía él costumbre de ir todas las tardes a apostarse al extremo del puente de Bagdad, y allá esperaba que pasase algún extranjero; y en cuanto divisaba uno, fuese rico o pobre, joven o viejo, se adelantaba a él sonriendo y lleno de urbanidad, y después de las zalemas y los deseos de bienvenida, le invitaba a aceptar la hospitalidad de su casa durante la primera noche que residiese en Bagdad. Y se lo llevaba con él, y le albergaba lo mejor que podía; y como se trataba de un individuo muy jovial y de carácter complaciente, le hacía compañía toda la noche y no escatimaba nada para darle la mejor idea de su generosidad. Pero al día siguiente le decía: "¡Oh huésped mío! has de saber que, si te invité a mi casa cuando en esta ciudad sólo Alah te conoce, es porque tengo mis razones para obrar de esa manera. Pero hice juramento de no tratar jamás dos días seguidos al mismo extranjero, aunque sea el más encantador y el más delicioso entre los hijos de los hombres. ¡Así, pues, heme aquí precisado a separarme de ti, e incluso te ruego que, si alguna vez me encuentras por las calles de Bagdad, hagas como que no me conoces para no obligarme a que me aparte de ti!"
Y tras de hablar así, Abul-Hassán conducía a su huésped a cualquier khan de la ciudad, le daba todos los informes que pudiera necesitar, se despedía de él y no volvía a verle ya. Y si por casualidad ocurría que se encontrase más tarde por los zocos con alguno de los extranjeros que había recibido en su casa, fingía no conocerle, e incluso volvía a otro lado la cabeza para no verse obligado a hablarle o saludarle. Y continuó obrando de tal suerte, sin dejar nunca ni una sola tarde de llevarse a su casa un nuevo extranjero.
Pero una tarde, al ponerse el sol, cuando estaba sentado, según tenía por costumbre, al extremo del puente de Bagdad esperando la llegada de algún extranjero, vió avanzar en dirección suya a un rico mercader vestido a la manera de los mercaderes de Mossul, y seguido por un esclavo de alta estatura y de aspecto imponente. Era nada menos que el califa Harún Al-Raschid, disfrazado, como solía hacerlo todos los meses, a fin de ver y examinar por sus propios ojos lo que ocurría en Bagdad. Y Abul-Hassán, al verle, ni por asomo se figuró quién era; y levantándose del sitio en que estaba sentado, avanzó a él, y después de la zalema más graciosa y el deseo de bienvenida, le dijo: "¡Oh mi señor, bendita sea tu llegada entre nosotros! Hazme el favor de aceptar por esta noche mi hospitalidad en lugar de ir a dormir en el khan. ¡Y ya tendrás tiempo mañana por la mañana de buscar tranquilamente alojamiento!" Y para decidirle a aceptar su oferta, en pocas palabras le contó que desde hacía mucho tiempo tenía costumbre de dar hospitalidad, sólo por una noche, al primer extranjero que veía pasar por el puente. Luego añadió: "Alah es generoso, ¡oh mi señor! ¡En mi casa encontrarás amplia hospitalidad, pan caliente y vino clarificado!"
Cuando el califa hubo oído las palabras de Abul-Hassán, le pareció tan extraña la aventura y tan singular Abul-Hassán, que ni por un instante vaciló en satisfacer su anhelo de conocerle más a fondo. Así es que, tras de hacerse rogar un momento por pura fórmula y para no resultar un hombre mal educado, aceptó la oferta, diciendo: "¡Por encima de mi cabeza y de mi oído! ¡Alah aumente sobre ti sus beneficios!, ¡oh mi señor! ¡Heme aquí pronto a seguirte!" Y Abul-Hassán mostró el camino a su huésped y le condujo a su casa, conversando con él con mucho agrado.
Aquella noche la madre de Hassán había preparado una comida excelente. Y les sirvió primero bollos tostados con manteca y rellenos con picadillo de carne y piñones, luego un capón muy gordo rodeado de cuatro pollos grandes, luego un pato relleno de pasas y alfónsigos, y por último, unos pichones en salsa. Y en verdad que todo aquello era exquisito al paladar y agradable a la vista.
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 624ª noche

Ella dijo:
"... Y en verdad que todo aquello era exquisito al paladar y agradable a la vista. Así es que, sentándose ambos ante las bandejas, comieron con gran apetito; y Abul-Hassán escogía los trozos más delicados para dárselos a su huésped. Después, cuando acabaron de comer, el esclavo les presentó el jarro y la jofaina; y se lavaron las manos, en tanto que la madre de Hassán retiraba las fuentes de manjares para servir los platos de frutas llenos de uvas, dátiles y peras, así como otros platos con botes llenos de confituras, pastas de almendras y toda clase de cosas deliciosas. Y comieron hasta la saciedad para comenzar a beber luego.
Entonces Abul-Hassán llenó de vino la copa del festín, y con ella en la mano, se encaró con su huésped, y le dijo: "¡Oh huésped mío! Ya sabes que el gallo no bebe nunca sin llamar con cacareos antes a las gallinas para que vayan a beber con él. Por tanto, si yo me llevase a los labios esta copa para beber estando solo, la bebida detendríase en mi gaznate, y moriría yo seguramente. Ruégote, pues, que, por esta noche, dejes la sobriedad para quienes estén de mal humor, y busques conmigo la alegría en el fondo de la copa. ¡Porque, en verdad, ¡oh huésped mío! que mi felicidad alcanza su límite extremado al tener yo en mi casa a un personaje tan honorable como tú!"
El califa, que no quería desairarle, y que, además, deseaba hacerle hablar, no rehusó la copa y se puso a beber con él. Y cuando empezó el vino a aligerarles las almas, dijo el califa a Abul-Hassán: "¡Oh mi señor! Ahora que existe entre nosotros el pan y la sal, ¿quieres decirme el motivo que te induce a portarte así con extranjeros a quienes no conoces, y contarme, a fin de que yo la oiga, tu historia, que debe ser asombrosa?"
Y contestó Abul-Hassán: "Has de saber ¡oh huésped mío! que mi historia no es asombrosa, sino instructiva únicamente. Me llamo Abul-Hassán, y soy hijo de un mercader que a su muerte me dejó lo bastante para vivir con toda holgura en Bagdad, nuestra ciudad. Y como yo había sido educado muy severamente en vida de mi padre, me apresuré a hacer cuanto estaba en mi mano para ganar el tiempo perdido en mi juventud. Pero como estaba naturalmente dotado de reflexión, tuve la precaución de dividir mi herencia en dos partes: una que convertí en oro y otra que conservé como reserva. Y cogí el oro realizado con la primera parte, y empecé a dilapidarlo a manos llenas, tratando a jóvenes de mi edad, a quienes regalaba y atendía con una esplendidez y una generosidad de emir. Y no escatimaba nada para que nuestra vida estuviese llena de delicias y comodidades.
Pero, gastando de tal suerte, advertí que, al cabo de un año no me quedaba ya ni un solo dinar en el fondo de la arquilla, y volví la vista a mis amigos, pero habían desaparecido. Entonces fui en busca suya, y les pedí que a su vez me ayudasen en la situación penosa por que atravesaba. Pero, uno tras de otro, todos me pusieron algún pretexto que les impedía ir en mi ayuda, y ninguno de ellos accedió a ofrecerme algo para que subsistiese ni un solo día. Entonces volví en mí, y comprendí cuánta razón tuvo mi padre para educarme con severidad.
Y regresé a mi casa, y me puse a reflexionar acerca de lo que me quedaba que hacer. Y a la sazón hice hincapié en una resolución que desde entonces mantengo sin vacilar. Juré ante Alah, en efecto, que jamás frecuentaría el trato de los individuos de mi país, ni daría en mi casa hospitalidad a nadie más que a extranjeros; pero la experiencia me ha enseñado también que la amistad corta y efusiva es preferible con mucho a la amistad larga y que acaba mal, ¡e hice juramento de no tratar nunca dos días seguidos al mismo extranjero invitado en mi casa, aunque sea el más encantador y el más delicioso entre los hijos de los hombres! Porque ya he experimentado cuán crueles son los lazos del  afecto, y hasta qué punto impiden saborear en su plenitud las alegrías de la amistad.
Así, pues, ¡oh huésped mío! no te asombres de que mañana por la mañana, tras esta noche en que la amistad se nos deja ver bajo el aspecto más atrayente, me encuentre obligado a decirte adiós. ¡E incluso si, más tarde, me encontraras en las calles de Bagdad, no tomes a mal que no te reconozca ya siquiera!"
Cuando el califa hubo oído estas palabras de Abul-Hassán, le dijo: "¡Por Alah, que tu conducta es una conducta maravillosa, y en mi vida he visto conducirse con tanta prudencia como tú a ningún joven disoluto! Así es que mi admiración por ti llega a sus límites extremos: con los fondos que te reservaste de la segunda parte de tu patrimonio, supiste llevar una vida inteligente que te permite disfrutar cada noche del trato de un hombre distinto con quien puedes variar siempre de placeres y conversaciones, y que no podrá hacerte experimentar sensaciones desagradables". Luego añadió: "Pero ¡oh mi señor! lo que me has dicho respecto a nuestra separación de mañana me produce una pena extremada. Porque yo quería corresponder de algún modo a lo bien que conmigo te portaste y a la hospitalidad de esta noche.
Te ruego, pues, ahora, que manifiestes un deseo, y te juro por la Kaaba santa que me comprometo a satisfacerlo. ¡Háblame, por tanto, con toda sinceridad, y no temas que resulte excesiva tu petición, pues los bienes de Alah son numerosos sobre este mercader que te habla, y no me será difícil realizar nada, con ayuda de Alah ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 625ª noche

Ella dijo:
"... y no me será difícil realizar nada, con ayuda de Alah!"
Al oír estas palabras del califa disfrazado de mercader, Abul-Hassán contestó sin turbarse ni manifestar el menor asombro: "¡Por Alah, ¡oh mi señor! que mis ojos están pagados ya con verte, y tus beneficios estarían de más! ¡Te doy las gracias, pues, por tu buena voluntad para conmigo; pero, como no tengo ningún deseo que satisfacer ni ninguna ambición que realizar, me noto muy perplejo al responderte! ¡Porque me basta con mi suerte, y no deseo más que vivir como vivo, sin tener necesidad de nadie nunca!" Pero el califa insistió: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh mi señor! no rechaces mi oferta, y deja a tu alma expresar un deseo, a fin de que yo lo satisfaga! ¡De no ser así, me marcharé de aquí con el corazón muy torturado y muy humillado! ¡Porque más pesa un beneficio recibido que una mala acción, y el hombre bien nacido debe siempre devolver duplicado el bien que se le hace! ¡Así, pues, habla y no temas molestarme!"
Entonces, al ver que no podía comportarse de otro modo, Abul-Hassán bajó la cabeza y se puso a reflexionar profundamente acerca de la petición que se veía obligado a hacer; levantó de pronto luego la cabeza, y exclamó: "¡Pues bien; ya di con ello! Pero se trata de una petición loca, sin duda. ¡Y me parece que no voy a indicártela para no separarme de ti haciéndote formar con respecto a mí tan mala idea!"
El califa dijo: "¡Por la vida de mi cabeza! ¿Y quién puede decir de antemano si una idea es loca o razonable? ¡En verdad que no soy más que un mercader! pero, a pesar de todo, puedo hacer bastante más de lo que parece a juzgar por mi oficio! ¡Habla pronto, pues!" Abul-Hassán contestó: "Hablaré, ¡oh mi señor! pero por los méritos de nuestro Profeta (con El la paz y la plegaria), te juro que sólo el califa podría realizar lo que yo deseo. ¡Pues, para complacerme, sería preciso que me convirtiese yo, aunque fuese nada más que por un día, en califa en lugar de nuestro amo el Emir de los Creyentes Harún Al-Raschid!" El califa preguntó: "Pero, vamos a ver, ya Abul-Hassán ¿qué harías si fueses califa un día solamente?"
El otro contestó: "¡Escucha!" Y Abul-Hassán se interrumpió un momento, luego dijo: "Has de saber ¡oh mi señor! que la ciudad de Bagdad está dividida en barrios y que cada barrio tiene al frente un jeique al que llaman al-balad. Pero, para desgracia de este barrio en que habito, el jeique-al-balad que lo regentea es un hombre tan feo y tan horroroso, que ha debido nacer sin duda de la copulación de una hiena con un cerdo. Su presencia resulta pestilente, porque no tiene por boca una boca vulgar, sino un brocal sucio comparable al agujero de una letrina; sus ojos de pez le salen de los lados y parece que se le van a saltar hasta caer a sus pies; sus labios tumefactos se dirían una llaga maligna, y cuando habla, lanzan chorros de saliva; sus orejas son unas orejas de puerco; sus mejillas, fláccidas y pintadas, se asemejan al trasero de un mono viejo; sus mandíbulas carecen de dientes a fuerza de mascar basuras; su cuerpo está aquejado de todas las enfermedades; en cuanto a su ano, ya no existe; a fuerza de servir de estuche a las herramientas de arrieros, poceros y barrenderos, está atacado de podredumbre y lo reemplazan ahora unos tapones de lana que impiden que se le salgan por allí las tripas.
"Y este innoble depravado es quien se permite poner en conmoción a todo el barrio con ayuda de otros dos depravados que voy a describirte. Porque no hay villanía que no cometa y calumnia que no difunda, y como tiene un alma excrementicia, ejerce su maldad de mujerzuela vieja sobre las personas honradas, tranquilas y limpias. Pero como no puede encontrarse a la vez en todas partes para infestar el barrio con su pestilencia, tiene a su servicio dos ayudantes tan infames como él.
"El primero de estos infames es un esclavo de rostro imberbe como el de los eunucos, de ojos amarillos y de voz tan desagradable como el sonido que se escapa del trasero de los asnos. Y ese esclavo, hijo de zorra y de perro, se hace pasar por un noble árabe, cuando sólo es un rumí de la más vil y de la más baja extracción. Su oficio consiste en ir a hacer compañía a los cocineros, a los criados y a los eunucos en casa de los visires y de los grandes del reino para sorprender los secretos  de sus amos y contárselos a su jefe, el jeique al-balad, y traerlos y llevarlos por las tabernas y los sitios peores. Ninguna tarea le repugna, y lame los traseros cuando de ese modo puede encontrar un dinar de oro.
"En cuanto al segundo infame, es una especie de bufón de ojos saltones que se ocupa en decir chistes y gracias por los zocos, en donde se le conoce por su cráneo calvo como un casco de cebolla y su tartamudez, que es tan penosa, que a cada palabra que dice parece que va a vomitar los hígados. ¡Además, ningún mercader le invita a que se siente en su tienda, ya que está tan gordo y tan macizo, que cuando se sienta en una silla, vuela hecha pedazos la silla a causa de su peso! ¡Pero éste no es tan depravado como el primero, aunque es bastante más tonto!
"Por tanto, ¡oh mi señor! si yo fuese únicamente un día Emir de los Creyentes, no intentaría enriquecerme ni enriquecer a los míos, sino que me apresuraría a librar a nuestro barrio de esos tres horribles canallas, y los echaría al hoyo de la basura, una vez que hubiese castigado a cada cual con arreglo al grado de su ignominia. Y de tal suerte devolvería la tranquilidad a los habitantes de nuestro barrio. ¡Y eso es todo lo que deseo!...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 627ª noche

Ella dijo:
"Y de tal suerte devolvería la tranquilidad a los habitantes de nuestro barrio. ¡Y eso es todo lo que deseo!".
Cuando el califa hubo oído estas palabras de Abul-Hassán, le dijo: "En verdad, ya Abul-Hassán, que tu deseo es el deseo de un hombre que va por el buen camino y el de un corazón excelente, porque sólo los hombres buenos y los corazones excelentes sufren cuando la impunidad resulta el pago de los malos. ¡Pero no creas que tu deseo es tan difícil de realizar como me hiciste creer, pues bien convencido estoy de que si lo supiese el Emir de los Creyentes, a quien tanto le gustan las aventuras singulares, se apresuraría a entregar su poderío entre tus manos por un día y una noche!"
Pero Abul-Hassán se echó a reír, y contestó: "¡Por Alah! ¡Demasiado se me alcanza que cuanto acabamos de decir no es más que una broma! ¡Y a mi vez estoy convencido de que, si el califa se enterase de mi extravagancia, haría que me encerraran como a un loco! ¡Así, pues, te ruego, que, si por casualidad tus relaciones te llevan a presencia de algún personaje de palacio, no le hables nunca de lo que dijimos bajo la influencia de la bebida!"
Y para no contrariar a su huésped, le dijo el califa: "¡Te juro que a nadie le hablaré de ello!" Pero en su interior se prometió no dejar pasar aquella ocasión de divertirse como jamás lo había hecho desde que recorría su ciudad disfrazado con toda clase de disfraces. Y dijo a Abul-Hassán; "¡Oh huésped mío! ¡Conviene que a mi vez te eche yo de beber, pues hasta el presente fuiste tú quien se tomó el trabajo de servirme!" Y cogió la botella y la copa, vertió vino en la copa, echando en ella diestramente un poco de bang de la calidad más pura, y ofreció la copa a Abul-Hassán, diciéndole: "¡Que te sea sano y delicioso!" Y Abul-Hassán contestó: "¿Cómo rehusar la bebida que nos ofrece la mano del invitado? ¡Pero, por Alah sobre ti, ¡oh mi señor! como mañana no podré levantarme para acompañarte fuera de mi casa, te ruego que al salir no te olvides de cerrar bien detrás de ti la puerta!"
Y el califa se lo prometió así. Tranquilo ya por aquel lado, Abul-Hassán tomó la copa y la vació de un solo trago. Pero al punto surtió su efecto el bang, y Abul-Hassán rodó por tierra, dando con la cabeza antes que con los pies, de manera tan rápida, que el califa se echó a reír. Tras de lo cual llamó al esclavo que esperaba sus órdenes, y le dijo: "¡Cárgate a la espalda a este hombre, y sígueme!" Y el esclavo obedeció, y cargándose a la espalda a Abul-Hassán, siguió al califa, que le dijo: "¡Acuérdate bien del emplazamiento de esta casa, a fin de que puedas volver a ella cuando yo te lo ordene!"
Y salieron a la calle, olvidándose de cerrar la puerta, no obstante la recomendación.
Llegados que fueron a palacio, entraron por la puerta secreta y penetraron en el aposento particular en que estaba situada la alcoba. Y el califa dijo a su esclavo: "¡Quítale la ropa a este hombre, vístele  con mi traje de noche, y échale en mi propio lecho!" Y cuando el esclavo hubo ejecutado la orden, el califa le envió a buscar a todos los dignatarios del palacio, visires, chambelanes y eunucos, así como a todas las damas del harén; y cuando se presentaron todos entre sus manos, les dijo: "Es preciso que mañana por la mañana estéis todos en esta habitación, y que cada cual de vosotros se ponga a las órdenes de este hombre que está echado en mi lecho y vestido con mi ropa. Y no dejéis de guardarle las mismas consideraciones que a mí mismo, y en todo os portaréis con él como si yo mismo fuese. Y al contestar a sus preguntas, le daréis el tratamiento de Emir de los Creyentes; y tendréis mucho cuidado de no contrariarle en ninguno de sus deseos. ¡Porque si alguno de vosotros, aunque fuese mi propio hijo, no interpreta bien las intenciones que os indico, en aquella hora y en aquel instante será ahorcado a la puerta principal de palacio!"
Al oír estas palabras del califa, todos los circunstantes contestaron: "¡Oír es obedecer!" Y a una seña del visir se retiraron en silencio, comprendiendo que, cuando el califa les había dado aquellas instrucciones, era porque quería divertirse de una manera extraordinaria. Cuando se marcharon, Al-Raschid se encaró con Giafar y con el portaalfanje Massrur, que se habían quedado en la habitación, y les dijo: "Ya habéis oído mis palabras. ¡Pues bien: es preciso que mañana seáis vosotros los primeros que os levantéis y vengáis a esta habitación para poneros a las órdenes de mi sustituto, que es éste que aquí véis! Y no habéis de asombraros por ninguna de las cosas que os diga, para sacaros de vuestro error simulado. Y haréis dádivas a quienes él os indique, aunque tuviérais que agotar todos los tesoros del reino; y recompensaréis, y castigaréis, y ahorcaréis, y mataréis, y nombraréis, y destituiréis exactamente como él os diga que hagáis. Y no tendréis necesidad de ir a consultarme antes. ¡Yo estaré escondido cerca, y veré y oiré cuanto ocurra! ¡Y sobre todo, obrad de manera que ni por un momento pueda sospechar que todo lo que sucede se reduce a una broma combinada por orden mía!
¡Eso es todo! ¡Y que se cumpla así!"
Luego añadió: "¡No dejéis tampoco, en cuanto os despertéis, de ir a sacarme de mi sueño a la hora de la plegaria matinal...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 629ª noche

Ella dijo:
"¡... No dejéis tampoco, en cuanto os despertéis, de ir a sacarme de mi sueño a la hora de la plegaria matinal!"
Y he aquí que al día siguiente, a la hora indicada, no dejaron Giafar y Massrur de ir a despertar al califa, que al punto corrió a colocarse detrás de una cortina en la misma habitación en que dormía Abul-Hassán. Y desde allí podía oír y ver todo lo que iba a ocurrir, sin exponerse a que Abul-Hassán le advirtiera entre los presentes.
Entonces entraron Giafar y Massrur, así como todos los dignatarios, las damas y los esclavos, y cada cual se colocó en el sitio de costumbre, con arreglo a su categoría. Y reinaban en la habitación una gravedad y un silencio como si se tratase del despertar del Emir de los Creyentes.
Cuando todos estuvieron formados por orden, el esclavo designado de antemano se acercó a Abul-Hassán, que seguía dormido, y le aplicó a la nariz un hisopo empapado en vinagre. Y al punto estornudó Abul-Hassán una vez, dos veces y tres veces, arrojando por la nariz largos filamentos producidos por el efecto del bang. Y el esclavo recogió aquellas mucosidades en una bandeja de oro para que no cayesen en el lecho o en la alfombra; luego secó la nariz y el rostro a Abul-Hassán y le roció con agua de rosas. Y Abul-Hassán acabó por salir de su sopor, y abrió los ojos, despertándose.
¡Y se vió de primera intención en un lecho magnífico, cuya colcha era un magnífico y admirable brocado de oro rojo constelado de perlas y pedrerías! ¡Y alzó los ojos y se vió en un salón de paredes y techo tapizados de raso, con cortinas de seda y vasos de oro y de cristal en los rincones! Y giró los ojos a su alrededor y se vió rodeado de mujeres jóvenes y de esclavos jóvenes, de una belleza subyugante, que se inclinaban a su vista, y detrás de ellos divisó a la muchedumbre de visires, emires, chambelanes, eunucos negros y tañedores de instrumentos prontos a pulsar las cuerdas armoniosas y acompañar a las cantarinas colocadas en un círculo sobre un estrado. Y junto a él, encima de un taburete, reconoció por el color de los trajes, el manto y el turbante del Emir de los Creyentes.
Cuando Abul-Hassán vió todo aquello, cerró de nuevo los ojos para dormirse otra vez, de tan convencido como estaba de que se hallaba bajo el efecto de un sueño. Pero en el mismo momento se acercó a él el gran visir Giafar, y después de besar la tierra por tres veces, le dijo con acento respetuoso: "¡Oh Emir de los Creyentes, permite que te despierte tu esclavo, pues ya es la hora de la plegaria matinal!"
Al oír estas palabras de Giafar, Abul-Hassán se restregó los ojos repetidas veces, luego se pellizcó en un brazo tan cruelmente que hubo de lanzar un grito de dolor, y se dijo: "¡No, por Alah, no estoy soñando! ¡Heme aquí convertido en califa!" Pero vaciló aún, y dijo en voz alta: "¡Por Alah, que todo esto es producto de mi razón extraviada por tanta bebida como ingerí ayer con el mercader de Mossul, y también es efecto de la disparatada conversación que con él tuve!" Y se volvió del lado de la pared para dormirse de nuevo. Y como ya no se movía, Giafar se aproximó más a él, y le dijo: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡Permite que tu esclavo se asombre al ver que su señor falte a su costumbre de levantarse para la plegaria!" En aquel mismo momento, a una seña de Giafar, las tañedoras de instrumentos hicieron oír un concierto de arpas, de laúdes y de guitarras, y las voces de las cantarinas resonaron armoniosamente. Y Abul-Hassán volvióse hacia las cantarinas, diciéndose en alta voz: "¿Y desde cuándo, ¡ya Abul-Hassán! los durmientes oyen lo que tú oyes y ven lo que tú ves?" Y acto seguido se levantó en el límite de la estupefacción y del encanto, aunque dudando siempre de la realidad de todo aquello. Y se puso las manos delante de los ojos a modo de pantalla, para distinguir mejor y probarse mejor sus impresiones, diciéndose: "¡Ualah! ¡Qué extraño! ¡Qué asombroso! ¿Dónde estás, Abul-Hassán, ¡oh hijo de tu madre!? ¿Sueñas o no sueñas? ¿Desde cuándo eres califa? ¿Desde cuándo este palacio, este lecho, estos dignatarios, estos eunucos, estas mujeres encantadoras, estas tañedoras de instrumentos, estas cantarinas hechiceras y todo esto es tuyo?"
Pero en aquel momento cesó el concierto, y Massrur el portaalfanje se acercó al lecho, besó la tierra por tres veces, e incorporándose, dijo a Abul-Hassán: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡permite al último de tus esclavos que te diga que ya ha pasado la hora de la plegaria, y es tiempo de ir al diwán para despachar los asuntos del reino!" Y Abul-Hassán, cada vez más estupefacto, sin saber ya qué partido tomar en su perplejidad, acabó por mirar a Massrur entre ambos ojos, y le dijo con cólera: "¿Quién eres tú? ¿Y quién soy yo?"
Massrur contestó con acento respetuoso: "Tú eres nuestro amo el Emir de los Creyentes, el califa Harún Al-Raschid, quinto de los Ani-Abbas, descendiente del tío del Profeta (¡con él la plegaria y la paz!) ¡Y el esclavo que te habla es el pobre, el despreciable, el ínfimo Massrur, honrado con el cargo augusto que consiste en llevar el alfanje de la voluntad de nuestro señor...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 630ª noche

Ella dijo:
"¡... Y el esclavo que te habla es el pobre, el despreciable, el ínfimo Massrur, honrado con el cargo augusto que consiste en llevar el alfanje de la voluntad de nuestro señor!" Al oír estas palabras de Massrur, le gritó Abul-Hassán: "¡Mientes, hijo de mil cornudos!" Pero Massrur, sin turbarse contestó: "¡Oh mi señor! ¡en verdad que, al oír hablar así al califa, moriría de dolor otro cualquiera! ¡Pero yo, tu antiguo esclavo, que desde hace tan largos años estoy a tu servicio y vivo a la sombra de tus beneficios y de tu bondad, sé que el vicario del Profeta sólo me habla así para poner á prueba mi fidelidad! ¡Por favor, pues, ¡oh mi señor! te suplico que no me sometas a prueba más tiempo! ¡Si alguna pesadilla fatigó tu sueño esta noche, ahuyéntala y tranquiliza a tu esclavo tembloroso!"
Al oír estas palabras de Massrur, Abul-Hassán no pudo contenerse por más tiempo, y lanzando una inmensa carcajada, se tiró en el lecho, y empezó a revolcarse, enredándose en la colcha y alzando las piernas por encima de su cabeza. Y Harún Al-Raschid, que oía y veía todo aquello desde detrás de la cortina, hinchaba los carrillos para sofocar la risa que le embargaba.
Cuando Abul-Hassán se estuvo riendo en aquella postura durante una hora de tiempo, acabó por calmarse un poco, y levantándose acto seguido, hizo seña de que se aproximara a un esclavo negro, y le dijo: "¡Oye! ¿me conoces? ¿Y podrías decirme quién soy?"
El negro bajó los ojos con respeto y modestia, y contestó: "Eres nuestro amo el Emir de los Creyentes Harún Al-Raschid, califa del Profeta (¡bendito sea!) y vicario en la tierra del Soberano de la Tierra y del Cielo". Pero Abul-Hassán le gritó: "¡Mientes, ¡oh rostro de pez! oh hijo de mil alcahuetes!"
Se encaró entonces con una de las esclavas que estaban allí presentes, y haciéndole seña de que se aproximara, le tendió un dedo, diciéndole: "¡Muerde este dedo! ¡Así veré si duermo o estoy despierto!" Y la joven, que sabía que el califa estaba viendo y oyendo cuanto pasaba, se dijo para sí: "¡Esta es la ocasión de mostrar al Emir de los Creyentes todo lo que sé hacer para divertirle!" Y juntando los dientes con todas sus fuerzas, mordió el dedo hasta llegar al hueso. Y lanzando un grito de dolor, exclamó Abul-Hassán: "¡Ay! ¡Ah! ¡ya veo que no duermo! ¡Qué he de dormir!"
Y preguntó a la joven: "¿Podrías decirme si me conoces y si soy verdaderamente quien has dicho?" Y la esclava contestó, extendiendo los brazos: "¡El nombre de Alah sobre el califa y alrededor suyo! ¡Eres mi señor! ¡el Emir de los Creyentes Harún Al-Raschid, vicario de Alah!"'
Al oír estas palabras, exclamó Abul-Hassán: "Hete aquí en una noche convertido en vicario de Alah, ¡oh Abul-Hassán! ¡oh hijo de tu madre!" Luego, rehaciéndose, gritó a la joven: "¡Mientes, oh zorra! ¿Acaso no sé bien yo quién soy?"
Pero en aquel momento acercóse al lecho el jefe eunuco, y después de besar por tres veces la tierra, se levantó, y encorvado por la cintura, se dirigió a Abul-Hassán, y le dijo: "¡Perdóneme nuestro amo! ¡Pero es la hora en que nuestro amo tiene costumbre de satisfacer sus necesidades en el retrete!" Y le pasó el brazo por los sobacos, y le ayudó a salir del lecho. Y en cuanto Abul-Hassán estuvo de pie sobre sus plantas, la sala y el palacio retemblaron al grito con que le saludaban todos los presentes: "¡Alah haga victorioso al califa!" Y pensaba Abul-Hassán: "¡Por Alah ¿no es cosa maravillosa? ¡Ayer era Abul-Hassán! ¿Y hoy soy Harún Al-Raschid?" Luego se dijo: "¡Ya que es la hora de mear, vamos a mear! ¡Pero no estoy ahora muy seguro de si también es la hora en que asimismo satisfago la otra necesidad!"
Pero sacole de estas reflexiones el jefe eunuco, que le ofreció un calzado descubierto, bordado de oro y perlas, y que era alto del talón por estar especialmente destinado a usarlo en el retrete. ¡Pero Abul-Hassán, que en su vida había visto nada parecido, cogió aquel calzado, y creyendo sería algún objeto precioso que le regalaban, se lo metió en una de las amplias mangas de su ropón!
Al ver aquello, todos los presentes, que hasta entonces habían logrado retener la risa, no pudieron comprimir por más tiempo su hilaridad. Y los unos volvieron la cabeza, en tanto que los otros, fingiendo besar la tierra ante la majestad del califa, cayeron convulsos sobre sus alfombras. Y detrás de la cortina, el califa era presa de tal acceso de risa silenciosa, que cayó de costado al suelo.
Entretanto, el jefe eunuco, sosteniendo a Abul-Hassán por debajo del hombro, le condujo a un retrete pavimentado de mármol blanco, en tanto que todas las demás habitaciones del palacio estaban cubiertas de ricas alfombras. Tras de lo cual, volvió con él a la alcoba, en medio de los dignatarios y de las damas, alineados todos en dos filas. Y al punto se adelantaron otros esclavos que estaban dedicados especialmente al tocado y que le quitaron sus efectos de noche y le presentaron la jofaina de oro, llena de agua de rosas, para sus abluciones. Y cuando se lavó, sorbiendo con delicia el agua perfumada, le pusieron sus vestiduras reales, le colocaron la diadema, y le entregaron el cetro de oro.
Al ver aquello, Abul-Hassán pensó: "¡Vamos a ver! ¿Soy o no soy Abul-Hassán?" Y reflexionó un instante, y con acento resuelto, gritó en alta voz para ser oído por todos los presentes: "¡Yo no soy Abul-Hassán! ¡Que empalen a quien diga que soy Abul-Hassán! ¡Soy Harún Al-Raschid en persona!"
Y tras de pronunciar estas palabras, ordenó Abul-Hassán con un acento de mando tan firme como si hubiese nacido en el trono: "¡Marchen!" Y al punto se formó el cortejo; y colocándose el último, Abul-Hassán siguió al cortejo que le condujo a la sala del trono. Y Massrur le ayudó a subir al trono, donde sentose él entre las aclamaciones de todos los presentes. Y se puso el cetro en las rodillas, y miró a su alrededor. Y vió que todo el mundo estaba colocado por orden en la sala de cuarenta puertas; y vió una muchedumbre innumerable de guardias con alfanjes brillantes, y visires y emires, y notables, y representantes de todos los pueblos del imperio, y otros más. Y entre la silenciosa multitud divisó algunas caras que conocía muy bien: Giafar el visir, Abu-Nowas, Al-Ijli, Al-Rakashi, Ibdán, Al-Farazadk, Al-Loz, Al-Sakar, Omar Al-Tartis, Abu-Ishak, Al-Khalia y Padim.
Y he aquí que mientras paseaba de aquel modo sus miradas de rostro en rostro, se adelantó Giafar, seguido de los principales dignatarios, todos vestidos con trajes espléndidos; y llegando ante el trono, se prosternaron con la faz en tierra, y permanecieron en aquella postura hasta que les ordenó que se levantaran. Entonces Giafar sacó de debajo de su manto un gran rollo que deshizo y del cual extrajo un legajo de papeles que se puso a leer uno tras otro y que eran los proyectos ordinarios. Y aunque Abul-Hassán jamás había entendido en semejantes asuntos, ni por un instante se turbó; y en cada uno de los asuntos que se le sometieron, dictó sentencia con tanto tacto y con justicia tanta,  que el califa, que había ido a ocultarse detrás de una cortina de la sala del trono, quedó del todo maravillado.
Cuando Giafar hubo terminado su exposición, Abul-Hassán le preguntó: "¿Dónde está el jefe de policía?" Y Giafar le designó con el dedo a Ahmad-la-Tiña, jefe de policía, y le dijo: "Este es, ¡oh Emir de los Creyentes!"
Al verse aludido, el jefe de policía se destacó del sitio que ocupaba, y se acercó gravemente al trono, al pie del cual se prosternó con la faz en la tierra. Y después de permitirle que se levantara, le  dijo Abul-Hassán: "¡Oh jefe de policía! ¡lleva contigo diez guardias, y ve al instante a tal barrio, tal calle y tal casa! En ella encontrarás a un horrible cerdo que es jeique-al-balad del barrio, y le hallarás sentado entre sus dos compadres, dos canallas no menos innobles que él. Apodérate de sus personas, y para acostumbrarles a lo que tienen que sufrir, empieza por dar a cada uno cuatrocientos palos en la planta de los pies...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 632ª noche

Ella dijo:
"... Apodérate de sus personas, y para acostumbrarles a lo que tienen que sufrir, empieza por dar a cada uno cuatrocientos palos en la planta de los pies. Tras de lo cual, les subirás en un camello sarnoso, vestidos de andrajos y con la cara vuelta hacia la cola del camello, y les pasearás por todos los barrios de la ciudad, haciendo pregonar al pregonero público: "¡Este es el principio del castigo impuesto a los calumniadores, a los que manchan a las mujeres, a los que turban la paz de sus vecinos y babean sobre las personas honradas!" Efectuado esto, harás empalar por la boca al jeique-al-balad, ya que por ahí es por donde ha pecado y ya que en la actualidad no tiene ano; y arrojarás su cuerpo podrido a los perros. Cogerás luego al hombre imberbe de ojos amarillos, que es el más infame de los dos compadres que ayudan en su vil tarea al jeique-al-balad, y harás que le ahoguen en el hoyo de los excrementos de la casa de su vecino Abul-Hassán. ¡Después le tocará el turno al segundo compadre! A éste, que es un bufón y un tonto ridículo, no le harás sufrir más castigo que el siguiente: mandarás a un carpintero hábil que construya una silla hecha de manera que vuele en pedazos cada vez que vaya a sentarse en ella el hombre consabido, ¡y le condenarás a sentarse toda su vida en esa silla! ¡Ve, y ejecuta mis órdenes!"
Al oír estas palabras, el jefe de policía Ahmad-la-Tiña, que había recibido de Giafar la orden de ejecutar todos los mandatos que le formulara Abul-Hassán, se llevó la mano a la cabeza para indicar con ello que estaba dispuesto a perder su propia cabeza si no ejecutaba puntualmente las órdenes recibidas. Luego besó la tierra por segunda vez entre las manos de Abul-Hassán y salió de la sala del trono.
¡Eso fué todo! Y el califa, al ver a Abul-Hassán desempeñar con tanta gravedad prerrogativas de la realeza, experimentó un placer extremado. Y Abul-Hassán continuó juzgando, nombrando, destituyendo y ultimando los asuntos pendientes hasta que el jefe de policía estuvo de vuelta al pie del trono. Y le preguntó: "¿Ejecutaste mis órdenes?" Y después de prosternarse como de ordinario, el jefe de policía sacó de su seno un papel y se lo presentó a Abul-Hassán, que lo desdobló y lo leyó por entero. Era precisamente el proceso verbal de la ejecución de los tres compadres, firmado por los testigos legales y por personas muy conocidas en el barrio. Y dijo Abul-Hassán: "¡Está bien! ¡Quedo satisfecho! ¡Sean por siempre castigados así los calumniadores, los que manchan a las mujeres y cuantos se mezclan en asuntos ajenos!"
Tras de lo cual Abul-Hassán hizo seña al jefe tesorero para que se acercara, y le dijo: "Coged del tesoro al instante un saco de mil dinares de oro, y ve al mismo barrio adonde he enviado al jefe de policía y pregunta por la casa de Abul-Hassán el que llaman el Disoluto. Y como este Abul-Hassán, que está muy lejos de ser un disoluto, es un hombre excelente y de agradable compañía, todo el mundo se apresurará a indicarte su casa. Entonces entrarás en ella y dirás que tienes que hablar con su venerable madre; y después de las zalemas y las consideraciones debidas a esta excelente anciana, le dirás: "¡Oh madre de Hassán! he aquí un saco de mil dinares de oro que te envía nuestro amo el califa. Y este regalo no es nada en proporción a tus méritos. ¡Pero en este momento está vacío el tesoro, y el califa siente no poder hacer más por ti hoy! ¡Y sin más tardanza, le entregarás el saco y volverás a darme cuenta de tu misión!" Y el jefe tesorero contestó con el oído y la obediencia, y apresuróse a ejecutar la orden.
Hecho lo cual, Abul-Hassán indicó con una seña al gran visir Giafar que se levantara el diwán. Y Giafar transmitió la seña a los visires, a los emires, a los chambelanes y a los demás concurrentes, y todos, después de prosternarse al pie del trono, salieron en el mismo orden que cuando entraron. Y sólo se quedaron con Abul-Hassán el gran visir Giafar y el portaalfanje Massrur, que se acercaron a él y le ayudaron a levantarse, cogiéndole uno por debajo del brazo derecho y otro por debajo del brazo izquierdo. Y le condujeron hasta la puerta del aposento interior de las mujeres, en donde habían servido el festín del día. Y al punto las damas de servicio fueron a reemplazar junto a él a Giafar y a Massrur, y le introdujeron en la sala del festín.
Enseguida dejóse oír un concierto de laúdes, de tiorbas, de guitarras, de flautas, de oboes y de clarinetes que acompañaban a frescas voces de jóvenes, con tanto encanto, melodía y justeza, que Abul-Hassán no sabía por cuál decidirse, entusiasmado hasta el límite extremo del entusiasmo. Y acabó por decirse: "¡Ahora ya no puedo dudar! Soy realmente el Emir de los Creyentes Harún Al-Raschid. ¡Porque no va a ser un sueño todo esto! De ser así ¿vería, oiría, sentiría y andaría como lo hago? ¡En la mano tengo este papel con el proceso verbal de la ejecución de los tres compadres; escucho estos cánticos y estas voces; y todo lo demás, y estos honores, y estas consideraciones son para mí! ¡Soy el califa!...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y como era discreta, se calló.

Pero cuando llegó la 634ª noche

Ella dijo:
¡... Soy el califa!" Y miró a su derecha y miró a su izquierda; y lo que vió le afirmó todavía más en la idea de su realeza. Estaba en medio de una sala espléndida, donde brillaba el oro en todas las paredes, donde los colores más agradables dibujábanse de manera variada en los tintes de los tapices, y donde ponían un resplandor incomparable siete áureas arañas de siete brazos colgadas del techo azul. Y en medio de la sala, en taburetes bajos, había siete grandes bandejas de oro macizo cubiertas con manjares admirables, cuyo olor embalsamaba el aire con ámbar y especias. Y alrededor de estas bandejas hallábanse de pie, en espera de una seña, siete jóvenes de belleza incomparable, vestidas con trajes de colores y hechuras diferentes. Y cada una tenía en la mano un abanico, dispuestas a refrescar el aire en torno de Abul-Hassán.
Entonces Abul-Hassán, que aun no había comido nada desde la víspera, se sentó ante las bandejas; y al punto las siete jóvenes se pusieron a agitar todas a la vez sus abanicos para hacer aire en torno suyo. Pero como no estaba él acostumbrado a recibir tanto aire mientras comía, miró a las jóvenes una tras de otra con sonrisa graciosa, y les dijo: "¡Por Alah ¡oh jóvenes! que me parece bastante para darme aire una sola persona! Venid, pues, todas a sentaros a mi alrededor para hacerme compañía. ¡Y decid a esa negra que está ahí que venga a hacernos aire!" Y las obligó a sentarse a su derecha, a su izquierda y delante de él, de modo que, por cualquier lado que se volviese, tuviese a la vista un espectáculo agradable.
Entonces comenzó a comer; pero, al cabo de algunos instantes, advirtió que las jóvenes no se atrevían a tocar la comida por consideración a él; y las invitó repetidas veces a que se sirvieran sin escrúpulos, e incluso les ofreció con su propia mano pedazos escogidos. Luego las interrogó por el nombre de cada una; y le contestaron: "¡Nos llamamos Grano-de-Almizcle, Cuello-de-Alabastro, Hoja-de-Rosa, Corazón-de-Granada, Boca-de-Coral, Nuez-Moscada y Caña-de-Azúcar!" Y al oír nombres tan graciosos, exclamó él: "¡Por Alah, que se os amoldan esos nombres, oh jóvenes! ¡Porque ni el almizcle, ni el alabastro, ni la rosa, ni la granada, ni el coral, ni la nuez moscada, ni la caña de azúcar pierden sus cualidades al pasar por vuestra gracia!" Y mientras duró la comida, continuó diciéndoles palabras tan exquisitas, que el califa, que le observaba con gran atención oculto detrás de una cortina, se felicitó cada vez más de haber organizado semejante diversión.
Cuando se terminó la comida, las jóvenes avisaron a los eunucos que al punto llevaron con qué lavarse las manos. Y las jóvenes apresuráronse a tomar de manos de los eunucos la jofaina de oro, el jarro y las toallas perfumadas, y poniéndose de rodillas ante Abul-Hassán, le vertieron agua en las manos. Luego le ayudaron a levantarse; y cuando los eunucos descorrieron una gran cortina, apareció otra sala en que estaban colocadas las frutas sobre bandejas de oro. Y las jóvenes le acompañaron hasta la puerta de aquella sala, y se retiraron.
Entonces, sostenido por dos eunucos, Abul-Hassán llegó hasta el centro de aquella sala, que era más hermosa y estaba mejor decorada que la anterior. Y en cuanto se sentó, un nuevo concierto, dado por otra orquesta de músicas y cantarinas, hizo oír acordes admirables. Y muy entusiasmado, Abul-Hassán advirtió en las bandejas diez hileras alternadas de las frutas más raras y más exquisitas; y había siete bandejas; y cada bandeja estaba debajo de una araña colgada del techo; y ante cada bandeja hallábase una joven más hermosa y mejor adornada que las anteriores; y también tenía cada cual un abanico. Y Abul-Hassán las examinó una tras de otra y quedó encantado de su belleza. Y las invitó a sentarse a su alrededor; y para animarlas a comer, no dejó de servirlas por sí mismo en vez de dejarlas servirle. Y se informó de sus nombres, y supo decir a cada una un cumplimiento apropiado al presentarles un higo, o un racimo de uvas, o una raja de sandía, o un plátano. Y el califa, que le escuchaba, se divertía en extremo y estada cada vez más satisfecho de ver lo que el otro daba de sí.
Cuando Abul-Hassán hubo probado de todas las frutas que había en las bandejas, y también se las hizo probar a las jóvenes, levantose, ayudado por los eunucos, que le introdujeron en una tercera sala más hermosa sin duda que las dos primeras...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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