lunes, abril 07, 2025

53 Las llaves del destino

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53 Las llaves del destino     




LAS LLAVES DEL DESTINO

He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que el califa Mohammad ben-Theilún, sultán de Egipto, era un soberano tan mesurado y bueno como cruel y opresor fué su padre Theilún. Porque, lejos de obrar como éste, torturando a sus súbditos con objeto de que pagasen tres y cuatro veces los mismos impuestos, y haciendo que les administrasen palizas para obligarles a desenterrar los pocos dracmas que guardaban bajo tierra por temor a los recaudadores, se apresuró a hacer que renaciera la tranquilidad y de nuevo se aposentara entre su pueblo la justicia. Y los tesoros que su padre Theilún había acumulado a fuerza de violencia los empleaba él en proteger a los poetas y a los sabios, en recompensar a los valientes y en acudir en ayuda de los pobres y de los desgraciados. Así es que Alah el Retribuidor hizo que todo saliese bien bajo el reinado bendito de aquel rey; pues jamás fueron tan regulares y abundantes las crecidas del Nilo, jamás las mieses fueron tan ricas y multiplicadas, jamás estuvieron tan verdes los campos de alfalfa y de altramuz y jamás los mercaderes vieron afluir a sus tiendas tanto oro.
Un día entre los días el sultán Mohammad hizo ir a su presencia a todos los dignatarios de su palacio para interrogarles, por turno, acerca de sus funciones, de sus servicios pretéritos y de la paga que recibían del tesoro. Porque de tal suerte quería enterarse por sí mismo de su conducta y de sus medios de existencia, diciéndose: "Si veo que alguno tiene un empleo penoso y una paga ligera, disminuiré su trabajo y aumentaré su sueldo pero si veo que uno tiene una paga considerable y un empleo fácil, disminuiré su sueldo y aumentaré su trabajo".
Y los primeros que se presentaron entre sus manos fueron sus visires, que eran cuarenta, todos ancianos venerables, con luengas barbas blancas y rostro marcado por la sabiduría. Y llevaban a la cabeza tiaras enturbantadas, enriquecidas con piedras preciosas; y se apoyaban en largas pértigas con remate de ámbar, signo de su poder. Luego llegaron los walíes de provincias, los jefes del ejército y cuantos, de cerca o de lejos, tenían que mantener la tranquilidad y hacer justicia. Y unos tras de otros, se arrodillaron y besaron la tierra entre las manos del califa, que les interrogó largamente, y les retribuyó o destituyó con arreglo a lo que opinaba de sus méritos.
Y el último que se presentó fué el eunuco portaalfanje, ejecutor de la justicia. Y aunque estaba gordo, como hombre bien alimentado que no tiene nada que hacer, ofrecía un aspecto muy triste y en vez de ir orgullosamente con su alfanje desnudo al hombro, llevaba la cabeza baja y tenía el alfanje envainado. Y cuando estuvo entre las manos del sultán Mohammad ben-Theilún, besó la tierra y dijo: "¡Oh señor nuestro y corona de nuestra cabeza! ¡he aquí que por fin va a lucir el día de la justicia para el esclavo ejecutor de la justicia! ¡Oh mi señor, oh rey del tiempo! desde la muerte de tu difunto padre, el sultán Theilún (¡Alah lo tenga en Su misericordia!), he visto disminuir día por día las ocupaciones de mi cargo y desaparecer el provecho que me proporcionaban. Y mi vida, que antaño era dichosa, transcurre ahora aburrida e inútil. Y si el Egipto continúa de tal suerte gozando de tranquilidad y de abundancia, corro mucho riesgo de morirme de hambre, no dejando ni siquiera lo preciso para que me compren un sudario (¡Alah prolongue la vida de nuestro señor!)".
Cuando el sultán Mohammad ben-Theilún hubo oído estas palabras de su portaalfanje, reflexionó durante un buen rato, y comprendió que tales quejas eran justificadas, porque el provecho mayor que su cargo le producía al verdugo no procedía de su paga, que era poco considerable, sino de los dones y herencias que sacaba de quienes ejecutaba.
Y exclamó: "¡De Alah venimos y a El retornaremos! ¡Verdad es que la dicha de todos es una ilusión, y que lo que ocasiona la alegría de uno hace correr las lágrimas de otro! ¡Oh portaalfanje! ¡tranquiliza tu alma y refresca tus ojos, pues en adelante, para ayudarte a subsistir, ahora que casi no se retribuyen tus funciones, recibirás cada año doscientos dinares de emolumentos! ¡Y haga Alah que, durante todo mi reinado permanezca siendo tu alfanje tan inútil como lo es en este momento y se cubra con el orín pacífico de reposo!" Y el portaalfanje besó la orla del traje del califa y se volvió a su sitio. He narrado lo anterior para demostrar qué soberano tan justo y clemente era el sultán Mohammad.
Cuando ya iba a levantarse la sesión, el sultán divisó, detrás de las filas de dignatarios, a un jeique de edad, con la cara llena de arrugas y cargado de espaldas, que aun no había sido interrogado. Y le hizo seña de que se acercara, y le preguntó cuál era su empleo en el palacio. Y el jeique contestó: "¡Oh rey del tiempo! mi empleo se reduce sencillamente a vigilar un cofrecillo que me fué entregado; para su custodia, por tu padre el difunto sultán. ¡Y por este empleo se me dan del tesoro todos los meses diez dinares de oro!" Y el sultán Mohammad se asombró de aquello, y dijo: "¡Oh jeique! ¡ése es un sueldo muy crecido para un empleo tan descansado! Pero ¿qué hay en el cofrecillo?" El otro contestó: "¡Por Alah, ¡oh señor nuestro! que hace cuarenta años que lo guardo, e ignoro lo que contiene!" Y dijo el sultán: "¡Ve a traerlo cuanto antes!" Y el jeique se apresuró a ejecutar la orden.
Y he aquí que el cofrecillo que el jeique llevó al sultán era de oro macizo y estaba ricamente labrado. Y por orden del sultán, lo abrió el jeique por primera vez. Pero no contenía más que un manuscrito trazado con letras brillantes sobre piel de gacela teñida de púrpura. Y en el fondo había un poco de tierra roja.
Y el sultán cogió el manuscrito de piel de gacela, que estaba escrito en caracteres brillantes, y quiso leer lo que decía. Pero, aunque se hallaba muy versado en la escritura y en las ciencias, no pudo descifrar ni una sola palabra de los caracteres desconocidos que había trazados en él. Y ni los visires ni los ulemas que estaban presentes lograron un resultado mejor. Y el sultán hizo ir, unos tras otros, a todos los sabios afamados de Egipto, Siria, Persia e Indias; pero ninguno de ellos pudo decir siquiera en qué lenguaje estaba escrito aquel manuscrito. Porque, por lo general, los sabios no son más que pobres ignorantes con sus grandes turbantes por toda ciencia.
Entonces el sultán Mohammad hizo publicar por todo el imperio que otorgaría la mayor de las recompensas a quien pudiera solamente indicarle un hombre lo bastante instruido para descifrar los desconocidos caracteres.
Poco tiempo después de la publicación de aquel aviso; se presentó en la audiencia del sultán un anciano de turbante blanco, y después de obtener permiso para hablar, dijo: "¡Alah prolongue la vida de nuestro amo el sultán! ¡El esclavo que está entre tus manos es un antiguo servidor de tu padre, el difunto sultán Theilún, y hoy mismo acaba de volver del destierro a que había sido condenado! ¡Alah tenga en su compasión al difunto, que me condenó a verme relegado! ¡Pero me presento entre tus manos ¡oh señor soberano nuestro! para decirte que sólo un hombre puede leer el manuscrito de piel de gacela! Y es su dueño legítimo, el jeique Hassán Abdalah, hijo de El-Aschar, que hace cuarenta años fué arrojado a un calabozo por orden del difunto sultán. ¡Y sólo Alah sabe si gemirá él allá aún o si estará muerto!" Y el sultán preguntó: "¿Por qué motivo se encerró en un calabozo al jeique Hassan Abdalah?"
El otro contestó: "¡Porque el difunto sultán quería obligar por fuerza al jeique a leerle el manuscrito, después que le desposeyó de él!"
Al oír estas palabras, el sultán Mohammad al punto envió a los jefes de los guardias a visitar todas las prisiones, con la esperanza de encontrar en ellas al jeique Hassán Abdalah vivo todavía, y hacerle salir de allí. Y quiso la suerte que aún estuviese vivo el jeique. Y los jefes de los guardias, por orden del sultán, le vistieron con un traje de honor, y le llevaron entre las manos de su amo. Y el sultán Mohammad vió que el prisionero era un hombre de aspecto venerable y de rostro dolorido por los sufrimientos. Y se levantó en honor suyo, y le rogó que perdonara el injusto trato que le había hecho sufrir su padre, el califa Theilún. Luego le hizo sentarse junto a él, y entregándole el manuscrito de piel de gacela, le dijo: "¡Oh venerable jeique! ¡no quiero guardar por más tiempo este objeto que no me pertenece, aunque por él poseyera todos los tesoros de la tierra!"
Al oír estas palabras del sultán, el jeique Hassán Abdalah vertió abundantes lágrimas, y volviendo hacia el cielo las palmas de las manos, exclamó: "¡Señor, fuente de toda sabiduría eres Tú, que en el mismo suelo haces brotar el veneno y la planta salutífera! ¡En el fondo de un calabozo pasé cuarenta años de mi vida, y he aquí que es al hijo de mi opresor a quien ahora tengo que agradecer el morir al sol! ¡Señor, loores y gloria a Ti, cuyos decretos son insondables!"
Luego se encaró con el sultán, y dijo: "¡Oh amo, nuestro soberano! ¡lo que rehusé a la violencia se lo concedo a la bondad! ¡Este manuscrito, para la posesión del cual arriesgué varias veces mi vida, te pertenece como propiedad legítima en lo sucesivo! ¡Es el principio y fin de toda ciencia, y el único bien que traje de la ciudad de Scheddad ben-Aad, la ciudad misteriosa donde no puede entrar ningún humano, Aram-de-las-columnas!"
El califa abrazó al anciano, y le dijo: "¡Oh padre mío! ¡por favor, apresúrate a decirme lo que sepas con respecto a ese manuscrito de piel de gacela y a la ciudad de Scheddad ben-Aad, Aram-de-las-columnas!" Y contestó el jeique Hassán Abdalah: "¡Oh rey! la historia de este manuscrito es la historia de toda mi vida. ¡Y si estuviera escrita con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de lección a quien la leyera con respeto!" Y contó:
"Has de saber ¡oh rey del tiempo! que mi padre era uno de los mercaderes más ricos y más respetados de El Cairo. Y yo soy su hijo único. Y mi padre no escatimó nada para mi instrucción, y me dio los mejores maestros de Egipto. Así que a los veinte años ya era yo famoso entre los ulemas por mi saber y mis conocimientos en los libros de los antiguos. Y queriendo regocijarme con mis bodas, mi padre y mi madre me dieron por esposa a una joven virgen de ojos llenos de estrellas, de talle flexible y gracioso, y gacela por la elegancia y la ligereza. Y mis bodas fueron magníficas. Y pasé con mi esposa días de tranquilidad y noches de ventura. Y de tal suerte viví diez años tan hermosos como la primera noche nupcial.
Pero ¡oh mi señor! ¿quién puede saber lo que le reserva la suerte del mañana? Al cabo de aquellos diez años, que pasaron como el sueño de una noche tranquila, fuí presa del Destino, y todos los azotes cayeron a la vez sobre la dicha de mi casa. Porque en el transcurso de unos días, la peste hizo perecer a mi padre, el fuego devoró mi casa y las aguas del mar se tragaron a los navíos que traficaban a lo lejos con mis riquezas. Y pobre y desnudo como el niño al salir del seno de su madre, no tuve más recurso que la misericordia de Alah y la piedad de los creyentes. Y hube de frecuentar el patio de las mezquitas con los mendigos de Alah; y vivía en la compañía de los santones de hermosas palabras. Y en los días peores me ocurría con frecuencia volver sin un pedazo de pan a mi albergue, y después de haber ayunado toda la jornada, no tener nada que comer por la noche. Y sufría en extremo con mi propia miseria y la de mi madre, de mi esposa y de mis hijos.
Un día en que Alah no había enviado ninguna limosna a su mendigo, mi esposa se quitó su último vestido y me lo entregó llorando, y me dijo: "Ve a ver si lo vendes en el zoco, a fin de comprar a nuestros hijos un pedazo de pan". Y cogí el vestido de la mujer, y salí para ir a venderlo a la salud de nuestros hijos ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 789ª noche

Ella dijo:
"... Y cogí el vestido de la mujer, y salí para ir a venderlo a la salud de nuestros hijos. Y cuando me dirigía al zoco, me encontré con un beduino montado en una camella roja. Y al verme, el beduino paró de repente a su camella, la hizo arrodillarse, y me dijo: "La zalema contigo, ¡oh hermano mío! ¿No podrías indicarme la casa de un rico mercader que se llama el jeique Hassán Abdalah, hijo de Al-Achar?" Y Yo ¡oh mi señor! tuve vergüenza de mi pobreza, aunque la pobreza, como la riqueza, nos viene de Alah, y contesté, bajando la cabeza: "Y contigo la zalema y la bendición de Alah, ¡oh padre de los árabes! ¡Pero en El Cairo, que yo sepa, no hay ningún hombre con el nombre que acabas de pronunciar!" Y quise continuar mi camino. Pero el beduino se apeó de su camella, y tomando mis manos en las suyas, me dijo, con acento de reproche: "Alah es grande y generoso, ¡oh hermano mío! ¿Acaso no eres tú el jeique Hassán Abdalah, hijo de Al-Achar? ¿Y es posible que te desentiendas del huésped que Alah te envía, ocultando tu nombre?" Entonces yo, en el límite de la confusión, no pude contener mis lágrimas, y rogándole que me perdonara, le cogí las manos para besárselas; pero no quiso dejarme hacer, y me estrechó en sus brazos, como haría un hermano con su hermano. Y le conduje a mi casa.
Y mientras de aquel modo caminaba con el beduino, que llevaba del ronzal a su camella, mi corazón y mi espíritu estaban torturados por la idea de no tener nada para agasajar al huésped. Y cuando llegué, me apresuré a contar a la hija de mi tío el encuentro que acababa de tener; y ella me dijo: "¡El extranjero es el huésped de Alah, y para él será incluso el pan de los hijos! Vuélvete, pues, a vender el traje que te di, y con el dinero que por ello saques compra con qué alimentar a nuestro huésped. ¡Y si deja sobras, nos las comeremos nosotros!" Y para salir, tenía yo que pasar por el vestíbulo en que había dejado al beduino. Y como ocultara yo el traje, me dijo él: "¿Qué llevas entre la ropa, hermano mío?" Y contesté, bajando la cabeza, confuso: "¡Nada!" Pero él insistió, diciendo: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermano mío! te suplico me digas qué llevas escondido entre las vestiduras!" Y contesté, muy azorado: "¡Es el traje de la hija de mi tío, que se lo llevo a nuestro vecina, la cual tiene el oficio de remendar trajes!" Y el beduino insistió aún, y me dijo: "Déjame ver ese traje, ¡oh hermano mío!" Y ruborizándome, le enseñé el traje; y exclamó él: "¡Alah es clemente y generoso, oh hermano mío! ¡Lo que ibas a hacer ahora era vender en subasta el traje de tu esposa, madre de tus hijos, para cumplir con el extranjero los deberes de hospitalidad!" Y me abrazó, y me dijo: "¡Toma, ya Hassán Abdalah, aquí tienes diez dinares de oro, que proceden de Alah, a fin de que los gastes y nos compres con ellos lo preciso para nuestras necesidades y las de tu casa!" Y no pude rechazar la oferta del huésped, y cogí las monedas de oro. Y en mi casa entraron el bienestar y la abundancia. Y he aquí que, a diario, me entregaba el beduino la misma suma, y por orden suya la gastaba yo de la misma manera. Y duró aquello quince días.
Y glorifiqué al Retribuidor por sus beneficios.
Y he aquí que, a la mañana del decimosexto día, mi huésped el beduino me dijo, después de las zalemas: "Ya Hassán Abdalah, ¿quieres venderte a mí?" Y yo le contesté: "¡Oh mi señor! ¡ya soy tu esclavo, y te pertenezco por agradecimiento!" Pero me dijo él: "¡No Hassán Abdalah, no es eso lo que quiero decirte! Al preguntarte si te vendes a mí, es porque deseo comprarte realmente. ¡Así es que no voy a regatear tu venta, y te dejo que tú mismo fijes el precio en que quieres venderte!"
Ni por un instante dudé de que hablara en broma, y contesté, burlándome: "El precio de un hombre libre ¡oh mi señor! está fijado por el Libro en mil dinares, si se le mata de un solo golpe. ¡Pero si se hacen varias intentonas para matarle, produciéndole dos o tres o cuatro heridas o si se le corta en pedazos, entonces su precio llega a mil quinientos dinares!"
Y me dijo el beduino: "¡No hay inconveniente, Hassán Abdalah! ¡te pagaré esta última suma, si consientes en tu venta!" Y comprendiendo entonces que mi huésped no bromeaba, sino que estaba seriamente decidido a comprarme, pensé para mi ánima: "Alah es quien te envía este beduino para salvar a tus hijos del hambre y de la miseria, ya jeique Hassán! ¡Si tu destino es ser cortado en pedazos, no te escaparás de él!" Y contesté: "¡Oh hermano árabe, acepto mi venta! ¡Pero permíteme solamente consultar acerca de ello a mi familia!" Y me contestó: "¡Está bien!" Y me dejó y salió para dedicarse a sus asuntos.
Y he aquí ¡oh rey del tiempo! que fui en busca de mi madre, de mi esposa y de mis hijos, y les dije: "¡Alah os salva de la miseria!" Y les conté la proposición del beduino. Y al oír mis palabras, mi madre y mi esposa se maltrataron el rostro y el pecho, exclamando: "¡Oh calamidad sobre nuestra cabeza! ¿Qué quiere hacer de ti ese beduíno?" Y corrieron a mí los niños y se cogieron a mis ropas. Y lloraban todos. Y añadió mi esposa, que era prudente y de buen consejo: "¿Quién sabe si ese beduíno maldito, como te opongas a tu venta, reclamará lo que ha gastado aquí? Así es que, para que no te pille desprevenido, es preciso que vayas cuanto antes en busca de alguien que consienta en comprar esta miserable casa, última hacienda que te queda, y con el dinero que te produzca pagarás a ese beduino. Y de tal suerte no le deberás nada, y quedará libre tu persona". Y estalló en sollozos, pensando ver ya a nuestros hijos sin asilo, en la calle. Y yo me puse a reflexionar acerca de la situación, y ya estaba en el límite de la perplejidad. Y pensaba de continuo: "¡Oh Hassán Abdalah! ¡no desaproveches la ocasión que Alah te depara! ¡Con la suma que te ofrece el beduíno por tu venta aseguras el pan de tu casa!"
Luego pensé: "¿Pero por qué quiere él comprarte? ¿Y qué quiere hacer de ti? ¡Si aun fueras joven e imberbe! Pero si tienes la barba como la cola de Agar, y ni siquiera tentarías a un indígena del Alto Egipto! ¡Por lo visto, quiere matarte poco a poco, ya que te paga con arreglo a la segunda condición!"
Sin embargo, cuando, al caer la tarde, regresó a casa el beduino, yo había tomado mi partido y tenía decidido lo que había de hacer. Y le recibí con cara sonriente, y después de las zalemas, le dije: "¡Te pertenezco!" Entonces se desató el cinturón, sacó de él mil quinientos dinares de oro, y me los contó, diciendo: "¡Ruega por el Profeta, ya Hassán Abdalah!" Y contesté: "¡Con él la plegaria, la paz y las bendiciones de Alah!" Y me dijo: "Pues bien, hermano mío, ahora que te vendiste, puedes estar sin temor, porque tu vida será salva y tu libertad completa. Al hacer tu adquisición solamente deseé tener un compañero agradable y fiel en el largo viaje que quiero emprender. Porque ya sabes que el Profeta (¡Alah lo tenga en su gracia!) ha dicho: "¡Un compañero es la mejor provisión para el camino!"
Entonces entré muy alegre en el aposento donde se hallaban mi madre y mi esposa, y puse delante de ellas, en la estera, los mil quinientos dinares de mi venta. Y al ver aquello, sin querer escuchar mis explicaciones, empezaron ellas a lanzar gritos estridentes, mesándose los cabellos y lamentándose, como se hace junto al ataúd de los muertos. Y exclamaban: "¡Es el precio de la sangre! ¡Qué desgracia! ¡que desgracia! ¡Jamás tocaremos el precio de tu sangre! ¡Antes morir de hambre con los niños!" Y al ver la inutilidad de mis esfuerzos para calmarlas, las dejé un rato para que desahogaran su dolor. Luego me puse a hacerles razonamientos, jurándoles que el beduino era un hombre de bien con intenciones excelentes; y acabé por conseguir que amenguaran un poco sus lamentos. Y me aproveché de aquella calma para besarlas, así como a los niños, y decirles adiós. Y con el corazón dolorido, las dejé bañadas en las lágrimas de la desolación. Y abandoné la casa en compañía de mi amo el beduino.
Y en cuanto estuvimos en el zoco de las acémilas, por indicación suya compré una camella conocida por su rapidez. Y por orden de mi amo llené los sacos de provisiones necesarias para un viaje largo. Y terminados todos nuestros preparativos, ayudé a mi amo a montar en su camella, monté yo en la mía, y después de invocar el nombre de Alah nos pusimos en camino.
Y viajamos sin interrupción, y pronto ganamos el desierto, en donde no había más presencia que la de Alah, y en donde no se veía huella de viajeros en la movible arena. Y mi amo el beduino se guiaba, en aquellas inmensidades, por indicaciones conocidas sólo de él y de su cabalgadura. Y así caminamos, bajo un sol abrasador, durante diez días, cada uno de los cuales me pareció más largo que una noche de pesadillas.
Al undécimo día por la mañana llegamos a una llanura inmensa, cuyo suelo brillante parecía formado de pepitas de plata...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 790ª noche

Ella dijo:
"... Al undécimo día por la mañana llegamos a una llanura inmensa, cuyo suelo brillante parecía formado de pepitas de plata. Y en medio de aquella llanura se elevaba una alta columna de granito. Y en lo alto de la columna se erguía un joven de cobre rojo, que tenía la mano derecha extendida y abierta, con una llave colgando de cada uno de sus cinco dedos. Y la primera llave era de oro, la segunda de plata, la tercera de cobre chino, la cuarta de hierro y la quinta de plomo. Y cada una de estas llaves era un talismán. Y el hombre que se apropiara de cada una de aquellas llaves tenía que sufrir la suerte que iba aneja a ella. Porque eran las llaves del Destino: la llave de oro era la llave de las miserias, la llave de plata la de los sufrimientos, la llave de cobre chino la de la muerte, la llave de hierro la de la gloria y la llave de plomo la de la sabiduría y de la dicha.
Pero yo ¡oh mi señor! en aquel tiempo ignoraba estas cosas que mi amo era solo en conocer. Y mi ignorancia fué causa de todas mis desventuras. Pero las desventuras, como las venturas, nos vienen de Alah el Retribuidor. Y la criatura debe aceptarlas con humildad.
El caso es ¡oh rey del tiempo! que, cuando llegamos al pie de la columna, mi amo el beduino hizo arrodillarse a su camella y echó pie a tierra. Y yo hice lo que él. Y allá mi amo sacó de su carcaj un arco de forma extraña, y puso en él una flecha. Y tendió el arco y lanzó la flecha al joven de cobre rojo. Pero, sea por torpeza real, sea por torpeza fingida, la flecha no dió en el blanco. Y entonces me dijo el beduino: "Ya Hassán Abdalah, ahora es cuando puedes rescatarte conmigo, y si quieres, comprar tu libertad. Porque sé que eres fuerte y listo, y sólo tú podrás dar en el blanco. ¡Coge, pues, este arco y procura tirar esas llaves!"
Entonces, ¡oh mi señor! feliz yo de poder pagar mi deuda y rescatar mi libertad a aquel precio, no vacilé en obedecer a mi amo. Y cogí el arco, y al examinarle, observé que era de fabricación india y había salido de manos de un obrero hábil. Y deseoso de mostrar a mi amo mi saber y mi destreza, estiré el arco con fuerza y di en la mano del joven de la columna. Y a la primera flecha hice caer una llave: y era la llave de oro. Y muy orgulloso y alegre, la recogí y se la presenté a mi amo. Pero no quiso cogerla, y me dijo, rechazándola: "¡Guárdatela para ti ¡oh pobre! como premio por tu destreza!" Y le di las gracias, y me metí en el cinturón la llave de oro. Y no sabía que era la llave de las miserias.
Luego, al segundo tiro, hice caer otra llave, que era la llave de plata. Y el beduino no quiso tocarla, y yo me la guardé en el cinturón con la primera. Y no sabía que era la llave de los sufrimientos.
Tras de lo cual, con otras dos flechas, descolgué dos llaves más: la llave de hierro y la llave de plomo. Y una era la de la gloria, y otra la de la sabiduría y la dicha. Pero yo no lo sabía. Y sin darme tiempo a recogerlas, mi amo se apoderó de ellas, lanzando exclamaciones de alegría y diciendo: "¡Bendito sea el seno que te ha llevado!, ¡oh Hassán Abdalah! ¡Bendito sea quien adiestró tu brazo y ejercitó tu golpe de vista!" Y me estrechó en sus brazos, y me dijo: "¡En adelante eres tu  propio amo!" Y le besé la mano, y de nuevo quise devolverle la llave de oro y la llave de plata. Pero las rehusó, diciendo: "¡Para ti!"
Entonces saqué del carcaj la quinta flecha, y me apercibí a tirar la última llave, la de cobre chino, que no sabía era la llave de la muerte. Pero mi amo se opuso vivamente a mi propósito, deteniéndome el brazo y exclamando: "¿Qué vas a hacer, desgraciado?" Y muy aturdido, dejé caer inadvertidamente la flecha a tierra. Y precisamente se me clavó en el pie izquierdo y me le atravesó, haciéndome una herida dolorosa. ¡Y aquello fué el principio de mis desventuras!
Cuando mi amo, afligido por aquel accidente que hubo de sobrevenirme, me curó la herida como mejor pudo, ayudme a montar en mi camella. Y proseguimos nuestro camino.
Después de tres días y tres noches de una marcha muy penosa a causa del pie herido, llegamos a una pradera, donde nos detuvimos para pasar la noche. Y en aquella pradera había árboles de una especie que yo no había visto nunca. Y aquellos árboles ostentaban hermosos frutos maduros, cuya apariencia, fresca y encantadora, excitaba la mano a cogerlos. Y yo, acuciado por la sed, me arrastré hasta uno de aquellos árboles, y me apresuré a coger uno de aquellos frutos. Y era de un color rojo dorado y de un perfume delicioso. Y me lo llevé a la boca y lo mordí. Y he aquí que clavé los dientes con tanta fuerza, que no pude desencajar las mandíbulas. Y quise gritar, pero de mi boca no salió más que un sonido inarticulado y sordo. Y sufría horriblemente. Y eché a correr de un lado para otro con mi pierna coja y con el fruto cogido entre mis mandíbulas encajadas, y empecé a gesticular como un loco. Luego me tiré al suelo con los ojos fuera de las órbitas.
Entonces mi amo el beduino, al verme en aquel estado, se asustó mucho al principio. Pero cuando comprendió la causa de mi tormento, se acercó a mí e intentó desencajarme las mandíbulas. Pero sus esfuerzos sólo sirvieron para aumentar mi mal. Y al ver aquello, me dejó y fué a recoger al pie de los árboles algunos de los frutos caídos. Y los contempló atentamente, y acabó por escoger uno y tirar los demás. Y volvió conmigo y me dijo: "¡Mira este fruto, Hassán Abdalah! ¡Ya ves los insectos que lo roen y lo destruyen! Pues bien; estos insectos van a servir de remedio para tu mal. ¡Pero se necesitan calma y paciencia!" Y añadió: "¡Porque he calculado que, poniendo en el fruto que obstruye tu boca alguno de estos insectos, se dedicarán o roerlo, y en dos o tres días, a lo más, estarás libre!" Y como se trataba de un hombre de experiencia, le dejé hacer, pensando: "¡Ya Alah! ¡tres días y tres noches de semejante suplicio! ¡Oh! ¡preferible la muerte!" Y sentándose a la sombra junto a mí, mi amo hizo lo que había dicho, llevando al fruto maldito los insectos salvadores. Y en tanto que los insectos roedores comenzaban su obra, mi amo sacó de su saco de provisiones dátiles y pan seco, y se puso a comer. Y de cuando en cuando se interrumpía para recomendarme paciencia, diciéndome: "¿Ves, ya Hassán, cómo tu glotonería me detiene en mi camino y retrasa la ejecución de mis proyectos? ¡Pero soy prudente y no me atormento con exceso por este contratiempo! ¡Haz como yo!" Y se dispuso a dormir, y me aconsejó que hiciese lo propio.
Pero ¡ay! que me pasé sufriendo la noche y el día siguiente. Y aparte los dolores de mis mandíbulas y de mi pie, estaba torturado por la sed y el hambre. Y para consolarme, el beduino me aseguraba que adelantaba el trabajo de los insectos. Y de tal suerte me hizo tener paciencia hasta el tercer día. Y por la mañana de aquel tercer día al fin sentí que se me desencajaban las mandíbulas. E invocando y bendiciendo el nombre de Alah, tiré el fruto maldito con los insectos salvadores.
Entonces, libre ya, mi primer cuidado fué registrar el saco de provisiones y palpar el odre que contenía el agua. Pero observé que mi amo lo había agotado todo en los tres días que duró mi suplicio, y me eché a llorar, acusándole de mis sufrimientos. Pero él, sin alterarse, me dijo con dulzura: "Eres injusto, Hassán Abdalah. ¿Acaso también yo iba a dejarme morir de hambre y de sed? ¡Pon, pues, tu confianza en Alah y en Su Profeta, y levántate en busca de un manantial donde aplacar tu sed!"
Y entonces me levanté y me dediqué a buscar agua o alguna fruta que me fuese conocida. Pero no había allí otros frutos que los de la especie perniciosa cuyos efectos hube de experimentar. Por fin, a fuerza de pesquisas, acabé por descubrir en el hueco de una roca un pequeño manantial de agua brillante y fresca, que invitaba a aplacar la sed.
Y me puse de rodillas, ¡y bebí, y bebí, y bebí! Y me detuve un instante, y seguí bebiendo. Tras de lo cual, un poco calmado, consentí en ponerme en camino, y seguí a mi amo, que ya se había alejado en su camella roja. Pero no habría dado cien pasos mi cabalgadura, cuando sentí que me acometían retorcijones tan violentos, que creí tener en las entrañas todo el fuego del infierno. Y me puse a gritar: ¿Oh madre mía! ¡Ya Alah! ¡Oh madre mía!" Y en vano traté de moderar el paso de mi camella que, a grandes zancadas, corría con toda su velocidad en pos de su rápida compañera. Y con los saltos que daba y el vaivén de su paso, se hizo tan intenso mi suplicio que empecé a dar aullidos espantosos y a lanzar tales imprecaciones contra mi camella, contra mí mismo y contra todo, que acabó por oírme el beduino, y retrocediendo hasta mí, me ayudó a parar mi camella y a echar pie a tierra. Y me acurruqué en la arena, y -dispensa esta confianza a tu esclavo, ¡oh rey del tiempo!- di libre curso al torrente que llevaba dentro. Y sentí como si se me desgarrasen todas las entrañas. Y en mi pobre vientre se levantó una tempestad completa, con todos los truenos de la Creación, mientras mi amo el beduino me decía: "¡Ya Hassán Abdalah, ten paciencia!" Y a consecuencia de todo aquello, caí desmayado en el suelo.
No sé cuánto tiempo duró mi desmayo. Pero cuando volví en mí, me vi otra vez a lomos de la camella, que seguía a su compañera. Y era por la tarde. Y se ponía el sol detrás de una montaña alta, al pie de la cual llegábamos. Y nos paramos a descansar. Y mi amo dijo: "¡Loado sea Alah, que no permite que nos quedemos en ayunas hoy! ¡Pero no te preocupes tú de nada, y estate tranquilo, pues mi experiencia del desierto y de los viajes me hará encontrar un alimento sano y refrescante donde tú no podrías recoger más que venenos!" Y tras de hablar así, fué al matorral formado por plantas de hojas apretadas, carnosas y cubiertas de espinas, poniéndose a cortar con un sable algunas de ellas. Y las mondó, y extrajó una pulpa amarilla y azucarada, parecida, en el sabor, a la de los higos. Y me dió cuanta quise; Y comí hasta que estuve harto y refrescado.
Entonces empecé a olvidar un poco mis sufrimientos; y confié en pasar por fin la noche tranquilamente en un sueño, de cuyo sabor hacía tanto tiempo que no me acordaba. Y al salir la luna, extendí en tierra mi capote de pelo de camello, y ya me aprestaba a dormir, cuando me dijo mi amo el beduino: "¡Ya Hassán Abdalah, ahora es cuando tienes ocasión de probarme si realmente me guardas alguna gratitud... !
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 791ª noche

Ella dijo
"¡Ya Hassán Abdalah ahora es cuando tienes ocasión de probarme si realmente me guardas alguna gratitud! Porque deseo que esta noche asciendas a esa montaña, y cuando hayas llegado a la cima, esperes allí la salida del sol. Entonces, de pie, mirando a oriente, recitarás la plegaria de la mañana; luego bajarás: ¡Y ése es el servicio que te pido! Pero guárdate bien de dejarte sorprender por el sueño, ¡oh hijo de El-Aschar! Pues las emanaciones de esta tierra son en extremo malsanas, y tu salud se resentiría de ello sin remedio!"
Entonces, ¡oh mi señor! a pesar de mi estado de fatiga excesiva y de mis sufrimientos de toda especie, contesté con el oído y la obediencia, porque no me olvidaba de que el beduino había dado el pan a mis hijos, a mi esposa y a mi madre; y también se me ocurrió que, si acaso yo me negara a prestarle aquel extraño servicio, me abandonaría él en aquellos lugares salvajes.
Poniendo mi confianza en Alah, trepé, pues, a la montaña, y no obstante el estado de mi pie y de mi vientre, llegué a la cima al mediar la noche. Y el suelo estaba allí blanco y pelado, sin un arbusto ni la menor brizna de hierba. Y el viento helado, que soplaba con violencia por aquella cúspide, y el cansancio de todos aquellos días calamitosos, me sumieron en un estado de modorra tal, que no pude por menos de dejarme caer en tierra y dormirme hasta por la mañana, a pesar de todos los esfuerzos de mi voluntad.
Cuando me desperté acababa de aparecer el sol en el horizonte. 'Y quise al punto seguir las instrucciones del beduino. Hice, pues, un esfuerzo para saltar sobre ambos pies, pero en seguida caí al suelo, inerte, porque mis piernas, gordas a la sazón cual patas de elefante, estaban flojas y doloridas, y se negaban en absoluto a sostener mi cuerpo y mi vientre, que estaban hinchados como un odre. Y la cabeza me pesaba sobre los hombros más que si fuese toda de plomo; y no podía yo levantar mis brazos paralizados.
Entonces, temiendo disgustar al beduino, obligué a mi cuerpo a obedecer al esfuerzo de mi voluntad, y aunque a trueque de los sufrimientos horribles que experimentaba, conseguí ponerme en pie. Y me volví hacia oriente, y recité la plegaria de la mañana. Y el sol saliente iluminaba mi pobre cuerpo y proyectaba en occidente su sombra desmesurada.
Y he aquí que, cumplido de tal suerte mi deber, pensé bajar de la montaña. Pero era tan pina su pendiente y tan débil estaba yo, que, al primer paso que quise dar, se me doblaron las piernas con mi peso y caí y rodé como una bola con asombrosa rapidez. Y las piedras y las zarzas a que intentaba yo agarrarme desesperadamente, lejos de detener mi carrera, no hacían más que arrancar jirones de mi carne y de mis vestiduras. Y no cesé de rodar de aquel modo, regando el suelo con mi  sangre, hasta que llegué al principio de la montaña, al paraje donde se hallaba mi amo el beduino.
Y he aquí que estaba echado de bruces en tierra y trazaba líneas en la arena con tanta atención, que ni siquiera advirtió mi presencia ni se dió cuenta de la manera como llegaba yo. Y cuando le distrajeron del trabajo en que estaba absorto mis gemidos insistentes, exclamó, sin volverse hacia mí y sin mirarme: "¡Al hamdú lilah! ¡Hemos nacido bajo una feliz influencia, y todo nos saldrá bien! ¡Gracias a ti, ya Hassán Abdalah, pude descubrir por fin lo que buscaba desde hace luengos años, midiendo la sombra que proyectaba tu cabeza desde lo alto de la montaña!"
Luego añadió, sin levantar tampoco la cabeza: "¡Date prisa a venir a ayudarme a cavar el suelo en el sitio donde he clavado mi lanza!" Pero como no contestase yo más que con un silencio entrecortado por gemidos lamentables, acabó por levantar la cabeza y volverse hacia mi lado. Y vió en que estado me encontraba y que seguía inmóvil en tierra y encogido como una bola. Y avanzó a mí, y me gritó: "Imprudente Hassán Abdalah, ya veo que me has desobedecido y que te dormiste en la montaña. ¡ Y los vapores malsanos se te han metido en la sangre y te han envenenado!" Y como daba yo diente con diente y movía a compasión el verme, se calmó y me dijo: "¡Bueno! ¡pero no desesperes de mi solicitud! ¡Voy a curarte!" Y así diciendo, se sacó del cinturón un cuchillo de hoja pequeña y cortante, y antes de que yo tuviese tiempo de oponerme a sus propósitos, me pinchó profundamente en varios sitios, en el vientre, en los brazos, en los muslos y en las piernas. Y al punto salió de las incisiones agua en abundancia; y me desinflé como un pellejo vacío. Y se me quedó la piel flotando sobre los huesos, como un vestido demasiado ancho que se hubiese comprado en almoneda. Pero no tardé en aliviarme un poco; y a pesar de mi debilidad, pude levantarme y ayudar a mi amo en el trabajo para que me reclamara.
Nos pusimos, pues, a cavar la tierra en el mismo sitio en que estaba clavada la lanza del beduino. Y no tardamos en descubrir un ataúd de mármol blanco. Y el beduino levantó la tapa del ataúd, y encontró en él algunos huesos humanos y el manuscrito de piel de gacela teñida de púrpura que tienes entre las manos, ¡oh rey del tiempo! y en el cual hay trazados caracteres de oro que brillan.
Y mi amo cogió el manuscrito, temblando, y aunque estaba escrito en lengua desconocida, se puso a leerlo con atención. Y a medida que lo iba leyendo, su frente pálida se coloreaba de placer y sus ojos brillaban de alegría. Y acabó por exclamar: "¡Ahora conozco el camino de la ciudad misteriosa! ¡Oh Hassán Abdalah! regocíjate, que pronto entraremos en Aram-de-las-Columnas, donde jamás ha entrado ningún adamita. ¡Y allí hallaremos el principio de las riquezas de la tierra, germen de todos los metales preciosos: el azufre rojo!"
Pero yo, que ante aquella idea de viajar más, me asustaba hasta el límite extremo del susto, exclamé, al oír estas palabras: "¡Ah! ¡señor, perdona a tu esclavo! ¡Pues aunque haya compartido él tu alegría, cree que los tesoros le aprovechan poco, y prefiere ser pobre y estar con buena salud en El Cairo a ser rico sufriendo todas las miserias en Aram-de-las-Columnas!" Y al oír estas palabras, mi amo me miró con piedad, y me dijo: "¡Oh pobre! ¡Por tu dicha trabajo tanto como por la mía! ¡Y hasta el presente siempre lo hice así!" Y exclamé: "¡Verdad es, por Alah! Pero ¡ay, que a mí solo me tocó llevar la peor parte, y el Destino se ha desencadenado contra mí!"
Y sin prestar más atención a mis quejas y recriminaciones, mi amo hizo gran acopio de la planta de pulpa parecida en el sabor a la pulpa de los higos. Luego montó en su camella. Y me vi obligado a hacer lo que él. Y proseguimos nuestro camino por oriente, bordeando los flancos de la montaña.
Y aun viajamos durante tres días y tres noches. Y al cuarto día por la mañana divisamos ante nosotros, en el horizonte, como un anchuroso espejo que reflejase el sol. Y al aproximarnos a ello, vimos que era un río de mercurio que nos cortaba el camino. Y estaba surcado por un puente de cristal sin balaustrada, tan estrecho, tan pendiente y tan escurridizo, que ningún hombre dotado de razón intentaría pasar por él.
Pero mi amo el beduino, sin vacilar un momento, echó pie a tierra y me ordenó hacer lo propio y desensillar a las camellas para dejarlas paciendo hierba en libertad. Luego sacó de las alforjas unas babuchas de lana, que hubo de calzarse, y me dió otro par, ordenándome que le imitara. Y me dijo que le siguiera sin mirar a derecha ni a izquierda. Y cruzó con paso firme el puente de cristal. Y yo, todo tembloroso, me vi obligado a seguirle. Y Alah no me escribió aquella vez la muerte por ahogo en el mercurio. Y llegué a la otra orilla.
Después de algunas horas de marcha en silencio, llegamos a la entrada de un valle negro, rodeado por todos lados de rocas negras, y donde no crecían más que árboles negros. Y a través del follaje negro vi deslizarse espantables serpientes gordas, negras y cubiertas de escamas. Y poseído de terror, volví la espalda para huir de aquel lugar de horror. Pero no pude dar con el sitio por donde había entrado, pues en torno mío alzábanse por todas partes, como paredes de un pozo, rocas negras.
Y al ver aquello, me dejé caer en tierra, llorando, y grité a mi amo: "¡Oh hijo de gentes de bien! ¿por qué me has conducido a la muerte por el camino de los sufrimientos y de las miserias? ¡Ay de mí! ¡Ya nunca volveré a ver a mis hijos y a su madre y a mi madre! ¡Ah! ¿por qué me sacaste de mi vida pobre, pero tan tranquila? ¡Verdad es que yo solamente era un mendigo en el camino de Alah, pero frecuentaba el patio de las mezquitas, y oía las hermosas sentencias de los santones...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 792ª noche

Ella dijo:
"...y oía las hermosas sentencias de los santones!" Y mi amo, sin enfadarse, me dijo: "Sé hombre, Hassán Abdalah, y cobra valor. ¡Porque no morirás aquí, y pronto volverás a El Cairo, sin ser ya pobre entre los pobres, sino rico cual el más rico de los reyes!"
Y tras de hablar así, mi amo se sentó en tierra, abrió el manuscrito de piel de gacela, y se puso a hojearle, mojándose el pulgar, y a leerle tranquilamente como si estuviese en medio de su harem. Luego, al cabo de una hora de tiempo, levantó la cabeza, me llamó y me dijo: "¿Quieres, ya Hassán Abdalah, que salgamos de aquí cuanto antes y demos fin a nuestro viaje?" Y exclamé. "¡Ya Alah! ¡claro que quiero!" Y añadí: "Por favor, dime solamente qué tengo que hacer para eso. ¿Es preciso que recite todos los capítulos del Korán? ¿O acaso es preciso que repita todos los nombres y todos los atributos sagrados de Alah? ¿O bien es preciso que haga voto de ir en peregrinación diez años seguidos a la Meca y a Medina? ¡Habla, ¡oh mi señor! que estoy dispuesto a todo, y aun a más!"
Entonces mi amo, mirándome siempre con bondad, me dijo: "¡No, Hassán Abdalah, no! Lo que quiero pedirte es más sencillo que todo eso. Sólo tienes que coger este arco y esta flecha que ves aquí, y recorrer este valle hasta que encuentres una gran serpiente con cuernos negros. ¡Y como eres diestro, la matarás de primera intención, y me traerás su cabeza y su corazón! ¡Y esto es todo lo que necesito que hagas, si quieres salir de estos lugares de desolación!" Y al oír estas palabras, exclamé: "¡Ah! ¿Conque es una cosa tan fácil? ¿Por qué, entonces, ¡oh mi señor! no lo haces tú mismo? ¡Por mi parte, declaro que voy a dejarme morir aquí mismo, sin preocuparme de mi vida miserable!" Pero el beduino me tocó el hombro, y me dijo: "¡Acuérdate ¡oh Hassán Abdalah! del traje de tu esposa y del pan de tu casa!" Y a este recuerdo, rompí a llorar, y comprendí que no podía rehusar nada al hombre que había salvado a mi casa y a los de mi casa. Y temblando, cogí el arco y la flecha, y me encaminé hacia las rocas negras, por donde veía arrastrarse a los reptiles aterradores. Y no estuve mucho tiempo sin descubrir al que buscaba, y al cual reconocí por los cuernos que coronaban su cabeza negra y hedionda. E invocando el nombre de Alah, apunté y disparé la flecha. Y saltó herida la serpiente, se agitó, estremeciéndose de una manera terrible, y se estiró para caer luego inmóvil en el suelo. Y cuando tuve la certeza de que estaba bien muerta, le corté la cabeza con mi cuchillo, y abriéndole el vientre, le saqué el corazón. Y llevé a mi amo el beduino ambos despojos.
Y mi amo me recibió con afabilidad, cogió los dos despojos de la serpiente, y me dijo: "¡Ahora ven a ayudarme a encender lumbre!" Y recogí hierbas secas y ramas pequeñas, llevándoselas. Y con ellas hizo un montón muy grande. Luego se sacó del pecho un diamante, lo volvió hacia el sol, que se hallaba en el punto más alto del cielo, y con ello produjo un rayo de luz que prendió en seguida fuego al montón de ramaje seco.
Encendida ya la lumbre, el beduino se sacó de entre el traje un vasito de hierro y una redoma, que estaba tallada en un solo rubí, y contenía una materia roja. "¡Ya ves esta redoma de rubí, Hassán Abdalah; pero no sabes lo que contiene!" Y se interrumpió un momento, y añadió: "¡Es la sangre del Fénix!" Y así diciendo, destapó la redoma, echó su contenido en el vaso de hierro, y lo mezcló con el corazón y los sesos de la serpiente cornuda. Y puso el vaso en la lumbre, y abriendo el manuscrito de piel de gacela, leyó palabras ininteligibles para mi entendimiento.
Y de pronto se irguió sobre ambos pies, dejó al descubierto sus hombros, como hacen los peregrinos de la Meca al partir, y empapando un extremo de su cinturón en la sangre del Fénix mezclada con los sesos y el corazón de la serpiente, me ordenó que le frotara la espalda y los hombros con aquella mixtura. Y me puse a ejecutar la orden. Y a medida que le frotaba, veía que la piel de los hombros y la espalda se le hinchaba y estallaba para dar paso a unas alas que, aumentando a ojos vistas, no tardaron en llegarle hasta el suelo. Y el beduino las agitó con fuerza, y tomando impulso de improviso, se elevó por los aires. Y prefiriendo yo mil muertes antes que quedar abandonado en aquellos lugares siniestros, recurrí a lo que me quedaba de fuerza y de valor, y me agarré fuertemente al cinturón de mi amo, una de cuyas puntas colgaba, por fortuna. Y con él fui transportado fuera de aquel valle negro, del que no esperaba salir ya. Y llegamos a la región de las nubes.
No podría decirte ¡oh mi señor! cuánto tiempo duró nuestra carrera aérea. Pero si sé que al punto nos encontramos por sobre una llanura inmensa, con el horizonte limitado a lo lejos por un recinto de cristal azul. Y el suelo de aquella llanura parecía formado con polvo de oro, y sus guijarros con piedras preciosas. Y en medio de aquella llanura se alzaba una ciudad llena de palacios y de jardines.
Y exclamó mi amo: "¡Ahí está Aram-de-las-Columnas!" Y cesando de mover sus alas, se dejó caer, y yo con él. Y tocamos tierra al pie mismo de las murallas de la ciudad de Scheddad, hijo de Aad. Y poco a poco disminuyeron y desaparecieron las alas de mi amo.
Y he aquí que aquellas murallas estaban construidas con ladrillos de oro alternados con ladrillos de plata, y en ellas se abrían ocho puertas semejantes a las puertas del Paraíso. La primera era de rubí, la segunda de esmeralda, la tercera de ágata, la cuarta de coral, la quinta de jaspe, la sexta de plata y la séptima de oro.
Y penetramos en la ciudad por la puerta de oro, y avanzamos invocando el nombre de Alah. Y atravesamos calles bordeadas de palacios con columnatas de alabastro y jardines donde el aire que se respiraba era de leche y los arroyos de aguas embalsamadas. Y llegamos a un palacio que dominaba la ciudad y que estaba construido con un arte y una magnificencia inconcebibles, y cuyas terrazas estaban sostenidas por mil columnas de oro con balaustradas formadas de cristales de color y con muros incrustados de esmeraldas y zafiros. Y en el centro del palacio se glorificaba un jardín encantado, cuya tierra, odorífera como el almizcle, estaba regada por tres ríos de vino puro, de agua de rosas y de miel. Y en medio del jardín se alzaba un pabellón con bóveda formada por una sola esmeralda, que resguardaba a un trono de oro rojo incrustado de rubíes y de perlas. Y en el trono había un cofrecillo de oro.
Aquel cofrecillo ¡oh rey del tiempo! era precisamente el que ahora tienes entre tus manos.
Y mi amo el beduino cogió el cofrecillo y lo abrió. Y encontró dentro unos polvos rojos, y exclamó: "¡He aquí el Azufre rojo, ya Hassán Abdalah! ¡Esta es la Kimia de los sabios y de los filósofos, todos los cuales murieron sin dar con ella!" Y dije yo: "¡Tira ese vil polvo ¡oh mi señor! y llenemos mejor ese cofrecillo con riquezas de las que rebosan en este palacio!" Y mi amo me miró con conmiseración, y me dijo: "¡Oh pobre! ¡Ese polvo es la fuente misma de todas las riquezas de la tierra! Y un sólo grano de este polvo basta para convertir en oro los metales más viles. ¡Es la Kimia! ¡Es el Azufre rojo!, ¡oh pobre ignorante! ¡Con este polvo, si quiero, construiré palacios más hermosos que éste, fundaré ciudades más magníficas que ésta, compraré la vida de los hombres y la conciencia de los puros, seduciré a la propia virtud y me haré rey, hijo de rey!" Y le dije: "Y con ese polvo, ¡oh mi señor! ¿podrás prolongar un sólo día tu vida o borrar una hora de tu existencia pasada?" Y me contestó: "¡Sólo Alah es grande!"
Y como yo no estaba seguro de la eficacia de las virtudes de aquel Azufre rojo, preferí recoger las piedras preciosas y las perlas. Y ya me había llenado con ellas el cinturón, los bolsillos y el turbante, cuando exclamó mi amo: "¡Mal hayas, hombre de espíritu grosero! ¿Qué estás haciendo? ¿Ignoras que, si nos lleváramos una sola piedra de este palacio y de esta tierra, caeríamos heridos de muerte en el instante?" Y salió del palacio a grandes pasos, llevándose el cofrecillo. Y yo, bien a pesar mío, vacié mis bolsillos, mi cinturón y mi turbante, y seguí a mi amo, no sin volver bastantes veces la cabeza hacia aquellas riquezas incalculables. Y en el jardín me reuní con mi amo, que me cogió de la mano para atravesar la ciudad, temeroso de que me dejara yo tentar por cuanto se ofrecía a mi vista y estaba al alcance de mis dedos. Y salimos de la ciudad por la puerta de rubí.
Y cuando nos aproximamos al horizonte de cristal azul, se abrió ante nosotros y nos dejó pasar. Y cuando le hubimos franqueado, nos volvimos para mirar por última vez la llanura milagrosa y la ciudad de Aram; pero llanura y ciudad habían desaparecido. Y nos encontramos a orillas del río de mercurio, que atravesamos por el puente de cristal como la primera vez. Y en la otra orilla hallamos a nuestras camellas paciendo hierba juntas. Y me acerqué a la mía como a un antiguo amigo. Y después de asegurar bien las correas de las sillas, montamos en nuestros brutos; y me dijo mi amo: "¡Ya regresamos a Egipto!" Y alcé los brazos en acción de gracias a Alah por aquella buena noticia.
Pero ¡oh mi señor! en mi cinturón estaban siempre la llave de oro y la llave de plata, y no sabía yo que eran las llaves de las miserias y de los sufrimientos.
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 793ª noche

Ella dijo:
"... Y no sabía yo que eran las llaves de las miserias y de los sufrimientos.
Así es que durante todo el viaje, hasta nuestra llegada a El Cairo, soporté muchas miserias y muchas privaciones, y sufrí todos los males, que hubo de ocasionarme la pérdida de mi salud. Pero, por una fatalidad cuya causa ignoraba siempre, sólo yo era víctima de los contratiempos del viaje, mientras que mi amo, tranquilo, dilatado hasta el límite de la dilatación, parecía prosperar con todos los males que me asaltaban. Y pasaba sonriente por entre plagas y peligros, y marchaba por la vida como sobre un tapiz de seda.
Y de tal suerte llegamos a El Cairo, y mi primer cuidado fué correr a mi casa en seguida. Y me encontré la puerta rota y abierta y los perros errantes habían hecho de mi morada asilo suyo. Y nadie estaba allí para recibirme. Y no vi ni trazos de mi madre, de mi esposa y de mis hijos. Y un vecino, que me había visto entrar y oía mis gritos de desesperación, abrió su puerta, y me dijo: "¡Ya Hassán Abdalah, prolónguense tus días con los días que perdieron ellos! ¡En tu casa han muerto todos!" Y al oír esta noticia, caí al suelo, inanimado.
Y he aquí que, cuando volví de mi desmayo, vi a mi lado a mi amo el beduino, que me auxiliaba y me echaba en la cara agua de rosas. Y ahogándome de lágrimas y de sollozos, aquella vez no pude menos de lanzar imprecaciones contra él y acusarle de ser causante de todas mis desdichas. Y durante largo rato le abrumé con injurias, haciéndole responsable de los males que pesaban sobre mí y se encarnizaban conmigo. Pero él, sin perder su serenidad y sin abandonar su calma, me tocó en el hombro, y me dijo: "¡Todo nos viene de Alah y a Alah va todo!" Y cogiéndome de la mano, me arrastró fuera de mi casa.
Y me condujo a un palacio magnífico a orillas del Nilo, y me obligó a habitar allí con él. Y como veía que nada conseguía distraer a mi alma de sus males y de sus penas, con la esperanza de consolarme, quiso compartir conmigo cuanto poseía. Y llevando la generosidad a sus límites extremos, se dedicó a iniciarme en las ciencias misteriosas, y me enseñó a leer en los libros de alquimia y a descifrar los manuscritos cabalísticos. Y con frecuencia, hacía traer ante mí quintales de plomo que ponía en fusión, y echando entonces una partícula de azufre rojo del cofrecillo, convertía el vil metal en el oro más puro. Sin embargo, aun rodeado de tesoros, y en medio de la alegría y las fiestas que a diario daba mi amo, yo tenía el cuerpo afligido de dolores y mi alma era desgraciada. Y ni siquiera podía soportar el peso ni el contacto de los ricos trajes y de las telas preciosas con que me obligaba él a cubrirme. Y se me servían los manjares más delicados y las bebidas más deliciosas; pero en vano, pues yo sólo sentía repugnancia por todo aquello. Y tenía para mí aposentos soberbios, y lechos de madera olorosa, y divanes de púrpura; pero el sueño no cerraba mis ojos. Y los jardines de nuestro palacio, refrescados por la brisa del Nilo, estaban poblados de los más raros árboles, traídos de la India, de Persia, de China y de las Islas, sin reparar en gastos; y unas máquinas construidas con arte elevaban el agua del Nilo y la hacían caer en surtidores refrescantes dentro de estanques de mármol y de pórfido; pero yo no sentía ningún gusto con todas aquellas cosas, porque un veneno sin antídoto había saturado mi carne y mi espíritu.
En cuanto a mi amo el beduino, sus días transcurrían en el seno de los placeres y de las voluptuosidades, y sus noches eran un anticipo de las alegrías del Paraíso. Y habitaba él, no lejos de mí, en un pabellón colgado de telas de seda brochadas de oro, donde la luz era dulce como la de la luna. Y aquel pabellón estaba entre bosquecillos de naranjos y de limoneros, con cuyo aroma se mezclaba el de los jazmines y las rosas. Y allí era donde cada noche recibía a numerosos convidados, a quienes trataba magníficamente. Y cuando sus corazones y sus sentidos estaban preparados a la voluptuosidad, a causa de los vinos exquisitos y de la música y los cantos, hacía desfilar ante los ojos de ellos a jóvenes hermosas como huríes, compradas a peso de oro en los mercados de Egipto, de Persia y de Siria. Y si alguno de los convidados posaba una mirada de deseo en cualquiera de ellas, mi amo la cogía de la mano, y presentándosela al que la deseaba, le decía: "¡Oh mi señor! ¡permíteme que conduzca esta esclava a tu casa!" Y de tal suerte, cuantos se acercaban a él se hacían amigos suyos. Y ya no se le llamaba más que el Emir Magnífico.
Un día, mi amo, que a menudo iba a visitarme al pabellón donde mis sufrimientos me forzaban a vivir solitario, fué a verme de improviso, llevando consigo una nueva joven. Y tenía él la cara iluminada por la embriaguez y el placer, y unos ojos exaltados que brillaban con un fuego extraordinario. Y fué a sentarse muy cerca de mí, puso en sus rodillas a la joven, y me dijo: "¡Ya Hassán Abdalah voy a cantar! Todavía no has oído mi voz. ¡Escucha! Y cogiéndome de la mano, se puso a cantar estos versos con una voz extática, llevando el compás con la cabeza:
¡Ven, joven! ¡El sabio es quien deja a la alegría ocupar su vida por entero!
¡Guarden el agua para la plegaria, las gentes religiosas!
¡Tú, échame de ese vino, que harás más exquisita la rojez de tus mejillas!
¡Quiero beber hasta perder la razón!
¡Pero bebe tú primero, bebe sin temor, y dame la copa que perfuman tus labios!
¡No tenemos por testigos más que a los naranjos, que esparcen sus perfumes en el viento, y a los arroyos rientes que corren fugitivos!
¡Cánteme tu voz cosas apasionadas, y enmudecerán los ruiseñores envidiosos!
¡Canta sin temor, cántame cosas apasionadas, que estoy solo para escucharte!
¡Y no oirás otro ruido que el de las rosas que se abren y el latir de mi corazón!
¡Estoy solo para escucharte, estoy solo para verte! ¡Oh! ¡Deja caer tu velo!
¡Que no tenemos por testigos de nuestros placeres más que a la luna y a sus compañeras!
¡E inclínate y déjame besar tu frente! ¡Déjame besar tu boca y tus ojos y tu seno blanco cual la nieve!
¡Ah! ¡Inclínate sin temor, que no tenemos por testigos más que a los jazmines y a las rosas!
¡Ven a mis brazos, que el amor me abrasa y ya no puedo más! ¡Pero baja tu velo antes que nada, porque si Alah nos viera, tendría envidia!
Y tras de cantar así, mi amo el beduino lanzó un gran suspiro de dicha, inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció dormirse. Y la joven, que estaba en sus rodillas, se desenlazó de sus brazos para no turbar su reposo y se esquivó ligeramente. Y me aproximé yo a él para taparle y recostar su cabeza en un cojín, y advertí que su aliento había cesado; y me incliné sobre él en el límite de la ansiedad, ¡y observé que había muerto como los predestinados, sonriendo a la vida! ¡Alah le tenga en su compasión!
Entonces yo, con el corazón oprimido por la desaparición de mi amo, que, a pesar de todo, siempre había estado para conmigo lleno de serenidad y de benevolencia, y olvidando que se habían acumulado sobre mi cabeza todas las desdichas desde el día en que hube de encontrarme con él, ordené que se le hiciesen funerales magníficos. Yo mismo lavé su cuerpo con aguas aromáticas, cerré cuidadosamente con algodón perfumado todas sus aberturas naturales, le depilé, peiné con esmero su barba, teñí sus cejas, ennegrecí sus pestañas y le afeité la cabeza. Luego le envolví en una especie de sudario de cierto tisú maravilloso que se labró para un rey de Persia, y le metí en un ataúd de madera de áloe incrustado en oro.
Tras de lo cual convoqué los numerosos amigos con que se había hecho la generosidad de mi amo; y ordené a cincuenta esclavos, vestidos todos con trajes apropiados a las circunstancias, que llevaran por turno el ataúd a hombros. Y formado ya el cortejo, salimos para el cementerio. Y un número considerable de plañideras, que había yo pagado a tal efecto, seguía al cortejo, lanzando gritos lamentables y agitando sus pañuelos por encima de sus cabezas, mientras abrían la marcha los lectores del Korán, cantando los versículos sagrados, a los cuales respondía la muchedumbre, repitiendo: "¡No hay más Dios que Alah! ¡Y Mohamed es el enviado de Alah!" Y cuantos musulmanes pasaban apresurábanse a ayudar a llevar el ataúd, aunque sólo fuese tocándolo con la mano. Y le sepultamos entre los lamentos de todo un pueblo. Y sobre su tumba hice degollar un rebaño entero de carneros y crías de camello.
Habiendo cumplido de tal modo mis deberes para con mi difunto amo, y después de presidir el festín de los funerales, me aislé en el palacio para empezar a poner en orden los asuntos de la sucesión. Y mi primer cuidado fué comenzar por abrir el cofrecillo de oro para ver si aún tenía los polvos del Azufre rojo. Pero no encontré más que lo poco que ahora queda y que tienes ante los ojos, ¡oh rey del tiempo! Porque, con sus prodigalidades inusitadas, mi amo había ya agotado todo para transformar en oro quintales de plomo. Pero lo poco que todavía quedaba en el cofrecillo bastaba para enriquecer al más poderoso de los reyes. Y no estaba inquieto yo por eso. Además, ni siquiera me preocupaba por las riquezas, dado el estado lamentable en que me encontraba. Sin embargo, quise saber lo que contenía el manuscrito misterioso de piel de gacela, que mi amo no había querido dejarme leer nunca, aunque me había enseñado a descifrar los caracteres talismánicos. Y lo abrí y recorrí su contenido. Y solamente entonces ¡oh mi señor! fué cuando supe, entre otras cosas extraordinarias que te diré un día, las virtudes fastas y nefastas de las cinco llaves del Destino. Y comprendí que el beduino me había comprado y llevado consigo sólo para sustraerse a las tristes propiedades de las dos llaves de oro y de plata, atrayendo sobre mí sus malas influencias. Y hube de invocar en mi ayuda todos los pensamientos más hermosos del Profeta (¡con Él la plegaria y la paz!) para no maldecir al beduino y escupir sobre su tumba.
Así es que me apresuré a sacar de mi cinturón las dos llaves fatales, y para desembarazarme de ellas para siempre, las eché en un crisol y encendí debajo lumbre, a fin de derretirlas y volatilizarlas. Y al mismo tiempo me dediqué a la busca de las dos llaves de la gloria, de la sabiduría y de la dicha. Pero por más que registré en los menores rincones del palacio, no pude encontrarlas. Y volví al crisol, y puse todo mi ahínco en la fusión de las dos llaves malditas.
Mientras estaba yo ocupado en aquel trabajo...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 794ª noche

Ella dijo:
"... Mientras estaba yo ocupado en aquel trabajo, creyendo verme desembarazado para siempre de mi mal destino con la anulación de las dos llaves nefastas, y en tanto que activaba el fuego para favorecer aquella destrucción, que no se hacía tan de prisa como yo quisiera, de pronto vi el palacio invadido por los guardias del califa, que se precipitaron sobre mí y me arrastraron entre las manos de su amo.
Y tu padre, el califa Theilún ¡oh mi señor! me dijo con severidad que estaba enterado de que yo poseía el secreto de la alquimia, y que era necesario que en el momento se lo revelara y le hiciera aprovecharse de él. Pero como yo sabía ¡ay! que el califa Theilún, opresor del pueblo, emplearía la ciencia contra la justicia y para el mal, me negué a hablar. Y en el límite de la cólera, el califa hizo que me cargaran de cadenas y me arrojaran al más negro de los calabozos. Y al mismo tiempo mandó saquear y destruir, de arriba a abajo, nuestro palacio, y se apoderó del cofrecillo de oro que contenía el manuscrito de piel de gacela y las escasas partículas de polvo rojo. Y encargó la custodia del cofrecillo a ese venerable jeique que la ha traído entre tus manos, ¡oh rey del tiempo! Y a diario me sometía a tortura, esperando así obtener de la debilidad de mi carne la revelación de mi secreto.
Pero Alah diome la virtud de la paciencia. Y durante años y años he vivido de tal manera, aguardando de la muerte mi liberación. ¡Y ahora ¡oh mi señor! moriré consolado, ya que mi perseguidor fue a rendir cuenta a Alah de sus acciones, y yo pude hoy acercarme al más justo y al más grande de los reyes!"
Cuando el sultán Mohammed ben-Theilún hubo oído este relato del venerable Hassán Abdalah, se levantó de su trono y abrazó al anciano, exclamando: "¡Loores a Alah, que permite a su servidor reparar la injusticia y calmar los daños!" Y en el acto nombró a Hassán Abdalah gran visir, y le puso su propio manto real. Y le confió al cuidado de los médicos más expertos del reino, a fin de que contribuyesen a su curación. Y ordenó a los escribas más hábiles del palacio que escribieran cuidadosamente en letras de oro aquella historia extraordinaria y la conservaran en el archivo del reino.
Tras de lo cual, sin dudar ya de la virtud del Azufre rojo, el califa quiso experimentar su efecto sin tardanza. Y mandó echar y poner en fusión, en calderas enormes de barro cocido, mil quintales de plomo; y lo mezcló con las escasas partículas de Azufre rojo que quedaban en el fondo del cofrecillo, pronunciando las palabras mágicas que le dictó el venerable Hassán Abdalah. Y al punto convirtióse todo el plomo en el oro más puro.
Entonces, sin querer que todo aquel tesoro se gastara en cosas fútiles, el sultán resolvió emplearlo en una obra que resultase agradable al Altísimo. Y decidió la construcción de una mezquita que no tuviese igual en todos los países musulmanes. E hizo ir a los arquitectos más famosos de su imperio, y les ordenó que trazaran los planos de aquella mezquita con arreglo a sus indicaciones, sin pensar en las dificultades de la ejecución ni en las sumas de dinero que pudiera costar. Y al pie de la colina que dominaba la ciudad trazaron los arquitectos un cuadrilátero inmenso, cada uno de cuyos lados miraba a uno de los cuatro puntos cardinales del cielo. Y en cada ángulo dispusieron una torre de proporción admirable, cuya parte alta estaba adornada con una galería y coronada por una cúpula de oro. Y en cada fachada de la mezquita alzaron mil pilastras que soportaban arcos de una curvatura elegante y sólida, y allí establecieron una terraza cuya balaustrada era de oro maravillosamente cincelado. Y en el centro del edificio erigieron una cúpula inmensa, de construcción tan ligera y aérea, que parecía colocada entre el cielo y la tierra, sin punto de apoyo. Y la bóveda de la cúpula se recubrió de esmalte color azul y salpicado de estrellas de oro. Y el pavimento se formó con mármoles raros. Y el mosaico de los muros se hizo con jaspe, pórfido, ágatas, nácar opalino y gemas preciosas. Y los pilares y los arcos se cubrieron con versículos del Korán, entrelazados, esculpidos y pintados con colores puros. Y para que aquel maravilloso edificio estuviese al abrigo del fuego, no se empleó en su construcción madera alguna. Y en la erección de aquella mezquita se invirtieron siete años enteros y siete mil hombres y siete mil quintales de dinares de oro. Y se la llamó la Mezquita del sultán Mohammed ben-Theilún. Y todavía se la conoce con este nombre en nuestros días.
En cuanto al venerable Hassán Abdalah, no tardó en recobrar su salud y sus fuerzas, y vivió honrado y respetado hasta la edad de ciento veinte años, que fué el término marcado por su destino. ¡Pero Alah es más sabio! ¡El es el único viviente!

martes, abril 01, 2025

52 Historia de la pierna de carnero

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52 Historia de la pierna de carnero      




HISTORIA DE LA PIERNA DE CARNERO

Cuentan -¡pero Alah es más sabio!- que en El Cairo, bajo el reinado de un rey entre los reyes de aquel país, había una mujer dotada de tanta astucia y de tanta destreza, que pasar por el ojo de la aguja más pequeña era para ella tan sencillo como beberse un sorbo de agua. Y he aquí que Alah (que distribuye a su antojo cualidades y defectos) había infundido a aquella mujer tal ardor de temperamento, que si le hubiese cabido en suerte ser una de las cuatro esposas de un creyente y compartir con justicia las cuatro noches en cuatro lotes, uno para cada una, se hubiera muerto de deseo reconcentrado. Así es que supo ella arreglarse de manera que llegó, no sólo a ser la esposa única de un hombre, sino a casarse a la vez con dos hombres, de la raza de los gallos del Alto Egipto, que podían consolar una tras otra a veinte gallinas. Y había usado de tanta sutileza, y tan bien supo tomar sus medidas, que ninguno de los dos hombres sospechaba un reparto tan contrario a la ley y a las costumbres de los verdaderos creyentes. Y por cierto que favorecía los manejos de ella la profesión que ejercían sus dos maridos, porque uno era ladrón nocturno y el otro ratero diurno. Con lo cual, cuando uno regresaba a casa por la noche, una vez terminada su tarea, el otro había salido ya en busca de algún trabajo apropiado. En cuanto a sus nombres, se llamaban: el ladrón, Haram, y el ratero, Akil.
Y transcurrieron días y meses, y el ladrón Haram y el ratero Akil se dedicaban con provecho en casa a su oficio de gallos, y fuera de casa al de zorros.
Un día entre los días, el ladrón Haram, después que el heredero de su padre hubo consolado a la hija del tío más excelentemente aún que de costumbre, dijo a la mujer: "Un asunto de gran importancia ¡oh mujer! me obliga a ausentarme por algún tiempo. ¡Plugue a Alah escribirme el éxito, a fin de que esté yo de vuelta junto a ti lo más pronto posible!" Y contestó la mujer: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, ¡oh cabeza de los hombres! Pero ¿qué va a ser de esta desventurada mientras dura la ausencia de su enamorado?" Y se desoló mucho y le dijo mil palabras de desconsuelo, y sólo le dejó partir después de las más cálidas pruebas de afecto. Y cargado con un saco de provisiones de boca que la joven había tenido cuidado de prepararle para el viaje, el ladrón Haram se fué por su camino, satisfecho y chasqueando la lengua de contento.
Haría apenas una hora de tiempo que había partido él, cuando regresó Akil el ratero. Y quiso la suerte que, teniendo necesidad de abandonar la ciudad, precisamente fuese a anunciar su marcha a su esposa. Y la joven no dejó de hacer presente a su otro marido toda la pena que le producía su alejamiento, y después de las pruebas diversas y multiplicadas de una pasión extraordinaria, le llenó de provisiones de boca un saco para el viaje, y le dijo adiós, invocando sobre su cabeza las bendiciones de Alah (¡exaltado sea!) Y el ratero Akil salió de su casa alabándose de tener una esposa tan cálida y tan atenta y chasqueando la lengua de contento.
Y como por lo general, a cada criatura le espera su destino en cualquier encrucijada del camino, ambos maridos debían encontrar el suyo donde menos pensaban. En efecto, al fin de la jornada, el ratero Akil entró en un khan que le pillaba de camino, proponiéndose pasar allí la noche. Y al entrar en el khan, sólo encontró en él a un viajero, con el cual entabló conversación en seguida, después de las zalemas y cumplimientos por una y otra parte. Y he aquí que su interlocutor era precisamente el ladrón Haram, que tomó el mismo camino que su asociado, a quien no conocía. Y el primero dijo al segundo: "¡Oh compañero! ¡parece que estás muy fatigado!" Y el otro contestó: "¡Por Alah! ¡hoy me he hecho de una tirada todo el camino de El Cairo! Y tú, compañero, ¿de dónde vienes?" El aludido contestó: "¡De El Cairo también! Y glorificado sea Alah, que pone en mi camino un compañero tan agradable para continuar el viaje. Porque ha dicho el profeta (¡con él la plegaria y la paz!) : "¡Un compañero es la mayor provisión para el camino!" ¡Pero, entretanto, para sellar nuestra amistad, partamos juntos el mismo pan y probemos la misma sal! ¡He aquí ¡oh compañero! mi saco de provisiones, en el que tengo, para ofrecértelos, dátiles frescos y asado con ajo!" Y el otro contestó: "Alah aumente tus bienes, ¡oh compañero! Acepto la oferta de todo corazón amistoso. ¡Pero permíteme que también contribuya con lo mío!" Y mientras el primero sacaba del saco sus provisiones, puso él las suyas en la estera donde estaban sentados.
Cuando acabaron ambos de colocar sobre la estera lo que tenían que ofrecerse, advirtieron que llevaban provisiones exactamente iguales: panes de sésamo, dátiles y media pierna de carnero. Y hubieron de asombrarse hasta el límite extremo del asombro en cuanto observaron que las dos medias piernas de carnero se acoplaban con perfecta exactitud. Y exclamaron: "¡Alahu akbar! ¡estaba escrito que esta pierna de carnero vería reunirse sus dos mitades, a pesar de la muerte, el horno y el guiso!"
Luego el ratero preguntó al ladrón: "Por Alah sobre ti, ¡oh compañero! ¿puedo saber de dónde procede ese trozo de pierna de carnero?" Y el ladrón contestó: "¡Me lo ha dado la hija de mi tío antes de ponerme en marcha! Pero, por Alah sobre ti, ¡oh compañero! ¿puedo, a mi vez, saber de dónde sacaste esa media pierna?" Y el ratero dijo: "¡También me la metió en el saco la hija del tío! Pero ¿puedes decirme en qué barrio se encuentra tu honorable casa?" El aludido dijo: "¡Junto a la Puerta de las Victorias!" Y el otro exclamó: "¡Y la mía también!" Y de pregunta en pregunta, pronto ambos ladrones adquirieron la convicción de que desde el día de su matrimonio eran, sin saberlo, asociados de la misma cama y del mismo tizón. Y exclamaron: "¡Alejado sea el Maligno! ¡He aquí que nos ha burlado la maldita!"
Luego, aunque en un principio este descubrimiento les incitó a realizar alguna violencia, como eran avisados y prudentes, acabaron por pensar que el mejor partido que podían tomar consistía en volver sobre sus pasos y esclarecer por sus propios ojos y sus propias orejas lo que tenían que esclarecer con la taimada. Y de acuerdo sobre el particular, emprendieron de nuevo ambos la ruta de El Cairo, y no tardaron en llegar a su vivienda común.
Cuando, tras de abrirles la puerta, la joven vió juntos a sus dos maridos, no pudo dudar de que habían descubierto su estratagema, y como era prudente y avisada, comprendió que sería inútil buscar entonces un pretexto con que ocultar por más tiempo la verdad. Y pensó: "¡El corazón del hombre más duro no puede resistir a las lágrimas de la mujer amada!" Y de pronto, estallando en sollozos y despeinándose los cabellos, se arrojó a los pies de sus dos maridos, implorando su misericordia.
Y he aquí que la amaban ambos y tenían el corazón prendado por los encantos de ella. Así que, a pesar de tan notoria perfidia, sintieron que no se había debilitado su afecto hacia ella y la levantaron y le otorgaron su perdón, pero después de haberle hecho los cargos con ojos furibundos. Luego, como ella permaneciera silenciosa con un aire muy contrito, le dijeron que aquello no era todo, pues tenía que cesar sin tardanza aquel estado de cosas tan contrario a las costumbres y usos de los creyentes. Y añadieron: "¡Es absolutamente necesario que, al punto, te decidas a escoger entre nosotros dos al que quieras conservar como esposo!"
Al oír estas palabras de sus dos maridos, la joven bajó la cabeza, y reflexionó profundamente. Y por más que la apremiaron ellos para que, sin tardanza, tomase una determinación, les fué imposible hacerle designar al que prefería, porque a ambos les encontraba iguales gallardía, fuerza y resistencia. Pero como, impacientes por el silencio de ella, le gritasen con voz amenazadora que tenía que escoger, acabó por levantar la cabeza, y dijo: "¡No hay recurso y misericordia más que en Alah el Altísimo, el Todopoderoso! ¡Oh hombres! ¡ya que me obligáis a escoger entre vosotros y a tomar un partido me lastima al afecto que os dediqué por igual, y como, hecha la reflexión y pesadas las consecuencias, no tengo ningún motivo para preferir el uno al otro, he aquí lo que os propongo! Ambos vivís de vuestra destreza, y sobre eso tenéis tranquila la conciencia, y Alah, que juzga las acciones de sus criaturas conforme a las aptitudes que les ha puesto en el corazón, no os rechazará del seno de Su bondad. Tú, Akil, escamoteas durante el día, y tú, Haram, robas por la noche. ¡Pues bien; declaro ante Alah y ante vosotros que conservaré como esposo a aquel de vosotros dos que dé la mejor prueba de destreza y realice la proeza más ingeniosa!" Y ambos contestaron con el oído y la obediencia, admitiendo en seguida la proposición y preparándose al punto a rivalizar en ingenio.
Y he aquí que el ratero Akil fué quien empezó a actuar, yendo con su asociado Haram al zoco de los cambistas. Y le mostró con el dedo a un viejo judío que se paseaba con lentitud de una tienda a otra, y dijo: "¿Ves ¡oh Haram! a ese hijo de perro? ¡Pues me comprometo a quitarle su saco de cambista antes de que acabe de dar ese paseo!" Y habiendo hablado así, ligero como una pluma, se acercó al judío que paseaba y le sustrajo el saco lleno de dinares de oro que llevaba consigo. Y volvió al lado de su compañero, el cual, poseído de extremado pavor, quiso evitarle en un principio para no arriesgarse a que le detuvieran como cómplice del otro; pero maravillado luego de golpe de mano tan feliz, empezó a felicitarle por la maestría de que acababa de dar prueba, y le dijo: "¡Por Alah! ¡me parece que, por mi parte, jamás podré llevar a cabo una empresa tan brillante! ¡Yo creía que robar a un judío era cosa que superaba a las fuerzas de un creyente!" Pero el ratero se echó a reír, y le dijo: "¡Oh pobre! ¡eso no es más que el principio de la cosa, pues no es así como pretendo apropiarme el saco del judío! Porque un día u otro podría ponerse sobre mi pista la justicia y obligarme a decir la verdad. ¡Quiero convertirme en propietario legal del saco con su contenido, conduciéndome de manera que el propio kadí me adjudique lo que le pertenece a ese judío relleno de oro!" Y así diciendo, se marchó a un rincón retirado del zoco, abrió el saco, contó las monedas de oro, que contenía, quitó de ellas diez dinares y puso en su lugar un anillo de cobre que le pertenecía. Tras de lo cual volvió a cerrar el saco cuidadosamente, y acercándose de nuevo al judío despojado, se lo deslizó diestramente en el bolsillo del kaftán, como si no hubiese pasado nada.
La destreza es un don de Alah, ¡oh creyentes!
Y he aquí que, apenas había dado algunos pasos el judío, cuando el ratero se lanzó otra vez sobre él, pero entonces muy ostensiblemente, gritándole: "¡Miserable hijo de Aarón, se acerca tu castigo! ¡Devuélveme mi saco o vamos ambos a casa del kadi!" Y en el límite de la sorpresa, al verse tratado así por un hombre a quien no conocía, ni de padre, ni de madre, y a quien nunca en su vida había visto, el judío, para eludir los golpes, empezó a deshacerse en excusas, y juró por Ibrahim, Ishak y Yacub que su agresor se equivocaba de persona y que, por su parte, jamás se le había ocurrido, ni por pienso, arrebatarle el saco. Pero Akil, sin querer escuchar sus protestas, amotinó contra el judío a todo el zoco y acabó por agarrarle del kaftán, diciéndole: "¡Yo y tú a casa del kadí!" Y como el otro se resistiese, le cogió de la barba, y entre el tumulto le arrastró a la presencia del kadí.
Y el kadí preguntó: "¿De qué se trata?" Y al punto contestó Akil: "¡Oh nuestro amo el kadí! este judío, de la tribu de los judíos, que traigo entre tus manos, dispensadoras de justicia, es sin duda el ladrón más audaz que ha entrado en la sala de tus decretos. ¡He aquí que, después de haberme robado mi saco lleno de oro, se atreve a pasearse por el zoco con la tranquilidad del musulmán irreprochable!" Y gimió el judío, con la barba a medio arrancar: "¡Oh nuestro amo el kadí, protesto de eso! ¡Jamás he visto ni conocido a este hombre que me ha maltratado y reducido al estado lamentable en que me hallo, después de haber amotinado al zoco contra mí y haber destruido para siempre mi crédito y arruinado mi reputación de cambista irreprochable!"
Pero Akil exclamó: "¡Oh maldito hijo de Israel! ¿desde cuándo la palabra de un perro de tu raza prevalece sobre la palabra de un creyente? ¡Oh nuestro amo el kadí! ¡este embaucador niega su robo con tanta audacia como cierto mercader de las Indias, cuya historia contaré a tu señoría, si no la conoce!"
Y el kadí contestó: "¡No conozco la historia del mercader de las Indias! ¿Pero qué le sucedió? ¡Dímelo brevemente!" Y Akil dijo: "¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡oh amo nuestro! Para hablar brevemente, te diré que el tal mercader de las Indias era un hombre que había conseguido inspirar tanta confianza a la gente del zoco, que un día le confiaron en depósito una importante cantidad de dinero, sin pedirle recibo. Y se aprovechó de esta circunstancia para negar el depósito el día en que fué a reclamárselo el propietario. Y como éste no podía exhibir contra el demandado testigos ni escrituras, sin duda el mercader se habría comido con toda tranquilidad la hacienda ajena, si el kadí de la ciudad, con su talento, no hubiese logrado hacerle declarar la verdad. ¡Y obtenida esta declaración, le hizo aplicar doscientos palos en la planta de los pies, y le echó de la ciudad!" Luego continuó Akil: "¡Y ahora, ¡oh nuestro amo el kadí! espero de Alah que tu señoría, llena de sagacidad y de talento, hallará fácilmente el medio de demostrar la doblez de este judío! ¡Y primeramente permite a tu esclavo que te ruegue des orden de registrar a mi ladrón para convencerte de su robo!"
Cuando el kadí hubo oído este discurso de Akil, ordenó a los guardias que registraran al judío. Y no tardaron mucho tiempo en encontrarle encima el saco consabido. Y el acusado, gimiendo, insistió en que el saco era de su propiedad legítima. Y por su parte, Akil aseguraba, con toda clase de juramentos e injurias dirigidas al descreído, que él reconocía perfectamente el saco que le habían sustraído. Y el kadí, como juez avisado, ordenó entonces que cada una de las partes declarase lo que había dentro del saco en litigio. Y el judío declaró: "¡En el saco ¡oh amo nuestro! hay quinientos dinares de oro que metí en él esta mañana, ni uno más, ni uno menos!" Y Akil exclamó: "¡Mientes, ¡oh hijo de judíos! a no ser que, al revés de lo que ocurre con los de tu raza, me devuelvas más de lo que cogiste! Yo declaro que en el saco sólo hay cuatrocientos noventa dinares, ni uno más, ni uno menos. ¡Y, además, debe estar guardado ahí un anillo de cobre con mi sello, como no sea que lo hayas tú quitado ya!" Y el kadí abrió el saco en presencia de los testigos, y su contenido hubo de dar la razón al ratero. Y al punto el kadí entregó el saco a Akil y ordenó que inmediatamente se administrase una paliza al judío, ¡que se había quedado mudo de estupefacción!
Cuando el ladrón Haram vió el éxito de la acertada jugarreta de su asociado Akil, le felicitó y le dijo que a él le resultaría muy difícil superarle. No obstante, se citó con él para aquella misma noche en las inmediaciones del palacio del sultán, a fin de intentar, a su vez, alguna hazaña que no fuese indigna de la maravillosa jugarreta de que acababa de ser testigo.
Así es que, al caer la noche, ya estaban en el punto de cita convenido ambos asociados. Y Haram dijo a Akil: "Compañero, te has reído de la barba de un judío y de la del kadí. Yo quiero obrar sobre el propio sultán. ¡Aquí tienes una escala de cuerda, de la que voy a valerme para penetrar en el aposento del sultán! ¡Pero tienes que acompañarme para ser testigo de lo que ocurra!" Y a Akil, que no estaba acostumbrado al robo, sino sencillamente a las raterías, en un principio le asustó mucho la temeridad de aquella tentativa; pero se avergonzó de retroceder ante su asociado, y le ayudó a arrojar por encima de la muralla del palacio la escala de cuerda. Y treparon ambos por ella,  bajaron por el lado opuesto, atravesaron los jardines y se adentraron en el mismo palacio, a favor de las tinieblas, y se deslizaron por las galerías hasta el propio aposento del sultán; y levantando una cortina, Haram hizo a su compañero ver al sultán dormido y junto al cual había un mozalbete que le hacía cosquillas en la planta de los pies...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 788ª noche

Ella dijo:
"... Un mozalbete que le hacía cosquillas en la planta de los pies. E incluso el mozalbete aquél, que favorecía el dormir del rey con semejante maniobra, parecía abrumado de sueño, y para no dejarse vencer por el sopor mascaba un trozo de almácigo. Al ver aquello, Akil, lleno de pavor, estuvo a punto de caerse de espaldas, y Haram le dijo al oído: "¿Por qué te asustas así compañero? ¡Tú has hablado con el kadí, y yo, a mi vez, quiero hablar con el rey!" Y dejándole escondido detrás de la cortina, se acercó al mozalbete con una agilidad maravillosa, le amordazó, le ató, y le colgó del techo como a un fardo. Luego se sentó en el sitio del otro, y se puso a hacer cosquillas al rey en la planta de los pies con la ciencia de un masajista del hammam. Y al cabo de un momento, maniobró de manera que se despertase el sultán, quien empezó a bostezar. Y Haram, imitando la voz de un mozalbete, dijo al sultán: "¡Oh rey del tiempo! ya que tu Alteza no duerme, ¿quieres que te cuente algo?" Y cuando contestó el sultán: "¡Está bien!" Haram dijo: "En una ciudad entre las ciudades había ¡oh rey del tiempo! un ladrón llamado Haram y un ratero llamado Akil, que rivalizaban en audacia y destreza. ¡Y he aquí lo que cada uno de ellos hizo un día!" Y contó al sultán la jugarreta de Akil con todos sus detalles, y llevó su audacia hasta enterarle de cuanto pasaba en su propio palacio, cambiando solamente el nombre del sultán y el lugar de la escena. Y cuando hubo terminado su relato, dijo: "Y ahora, ¡oh rey del tiempo! ¿me dirás a cuál de ambos compañeros encuentra más hábil tu señoría?"
Y contestó el sultán: "¡Indudablemente, al ladrón que se introdujo en el palacio del rey!"
Cuando hubo oído esta respuesta, Haram pretextó una urgente necesidad de orinar, y salió como si fuera a los retretes. Y fué a reunirse con su compañero, que, durante todo el tiempo que duró la conversación, estuvo sintiendo que el alma se le escapaba de terror por la nariz. Y de nuevo emprendieron el camino que ya habían recorrido y salieron del palacio tan felizmente como habían entrado.
Al día siguiente, el sultán, que estaba muy asombrado de no haber vuelto a ver a su favorito, a quien creía en los retretes, llegó al límite de la sorpresa al hallarle colgado del techo, exactamente igual que en la historia que oyó contar. Y en seguida adquirió la certeza de que él mismo acababa de ser víctima de tan audaz ladrón. Pero, lejos de irritarse contra quien así le había burlado, quiso conocerle; y a tal fin hizo proclamar, por los pregoneros públicos, que perdonaba al que se introdujo de noche en su palacio y le prometía una gran recompensa si se presentaba ante él. Y fiado en esta promesa, fué Haram al palacio y se presentó entre las manos del sultán, que hubo de alabarle mucho por su valor, y para recompensar tanta maestría, le nombró en el momento jefe de policía del reino. Y la joven, por su parte, al enterarse de la cosa, no dejó de escoger a Haram por único esposo, y vivió con él entre delicias y alegrías. ¡Pero Alah es más sabio!

lunes, marzo 31, 2025

51 P2 Historia de Kamar y de la experta Halima - segunda de dos partes

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51 Historia de Kamar y de la experta Halima      




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Y cuando llegó la 784ª noche

Ella dijo:
"... y de traer contigo cien dinares de oro para mi esposo el barbero, que es un pobre!" Y Kamar contestó con el oído y la obediencia y salió de la casa del barbero, repitiéndose, para grabarlas bien en su memoria, las instrucciones de la vendedora de perfumes, esposa del barbero. Y bendecía a Alah, que en su camino puso, como piedra indicadora, a aquella mujer de bien.
Y de tal suerte llegó al zoco de los joyeros y orfebres, en donde todo el mundo se apresuró a indicarle la tienda del jeique de los joyeros Osta-Obeid. Y entró en la tienda y vió entre sus aprendices al joyero, a quien saludó con la mayor cortesía, llevándose la mano al corazón, a los labios y a la cabeza, y diciendo: "¡La paz sea contigo!"
Osta-Obeid le devolvió la zalema y le recibió con finura y le rogó que se sentara. Y Kamar sacó entonces de su bolsa una gema escogida, pero de la especie menos hermosa de las cuatro que poseía, y le dijo: "¡Oh maestro! ¡anhelo vivamente que para esta gema me hagas una montura digna de tus capacidades, pero de la manera más simple y con un peso que no exceda de un miskal!" Y al mismo tiempo le entregó veinte monedas de oro, diciendo: "¡Esto ¡oh maestro! no es más que un ínfimo anticipo de la cantidad con que pienso remunerar el trabajo que me hagas!" Y asimismo entregó una moneda de oro a cada uno de los numerosos aprendices, y también a cada uno de los numerosos mendigos que habían hecho su aparición en la calle en cuanto vieron entrar en la tienda a aquel joven extranjero vestido tan suntuosamente. Y tras de portarse de tal modo, se retiró él, dejando a todo el mundo maravillado de su liberalidad, de su belleza y de sus modales distinguidos.
En cuanto a Osta-Obeid, no quiso retrasar lo más mínimo la confección de la sortija, y como estaba dotado de una destreza extraordinaria y tenía a su disposición medios que ningún otro joyero poseía en el mundo, la empezó y la concluyó al terminar el día, dejándola toda cincelada y limpia. Y como el joven Kamar no debía volver hasta el día siguiente, se la llevó consigo por la noche para enseñársela a su esposa, la joven consabida, pues la piedra le parecía maravillosa, y de un agua tan limpia, que daba gana de humedecerse con ella la boca.
Cuando la joven esposa de Osta-Obeid hubo visto la sortija, la encontró muy hermosa, y preguntó: "¿Para quién?" El contestó: "Para un joven extranjero, que es mucho más deslumbrador que esta maravillosa gema. Porque has de saber que el dueño de esta sortija que ya me ha pagado de antemano como nunca se me pagó trabajo alguno, es hermoso y encantador, con ojos que hieren de deseo, mejillas como pétalos de anémona en un parterre lleno de jazmines, una boca como el sello de Soleimán, labios empapados en sangre de cornalinas, y un cuello como el cuello del antílope, que soporta graciosamente su cabeza fina cual un tallo soporta su corola. Y para resumir lo que está por encima de toda alabanza, bástete oír que es hermoso, verdaderamente hermoso, y tan encantador como hermoso, lo que le hace parecerse a ti, no sólo por sus perfecciones, sino también por su tierna edad y por las facciones de su rostro".
Así describió el joyero a su esposa al joven Kamar, sin advertir que sus palabras acababan de encender en el corazón de la joven una pasión repentina y tanto más viva cuanto que el objeto de ella era invisible. Y aquel propietario de una frente en que iban a crecer cuernos como cohombros en un terreno estercolado, olvidaba que no existe tercería peor ni de éxito más seguro que la de un marido que ante su esposa ensalza los méritos y la belleza de un desconocido, sin cuidarse de las consecuencias. Así es como Alah el Altísimo, cuando quiere que se cumplan los designios decretados con respecto a sus criaturas, las hace tantear en las tinieblas de la ceguera.
Y he aquí que la joven esposa del joyero oyó aquellas palabras y las retuvo en el fondo de su espíritu, pero sin dejar traslucir, ni por asomo, los sentimientos que la agitaban. Y dijo a su esposo con acento indiferente: "¡Déjame ver esa sortija!" Y Osta-Obeid se la entregó, y ella la miró con aire distraído y se la puso en el dedo, impensadamente. Luego dijo: "¡Parece que la han hecho a medida de mi dedo! ¡Mira qué bien me está!" Y contestó el joyero: "¡Vivan los dedos de las huríes!  ¡Por Alah, ¡oh mi señora! que, como el propietario de esta sortija está dotado de generosidad y de galantería, mañana le rogaré que me la venda al precio que sea, y te la traeré!"
Mientras tanto, Kamar había ido a dar cuenta a la esposa del barbero de la manera como se había conducido con arreglo a sus instrucciones; y le entregó cien monedas de oro en calidad de regalo para aquel pobre barbero. Y preguntó a su protectora qué le quedaba que hacer. Y ella le dijo: "¡Mira! Cuando veas al joyero, no admitas la sortija que te tenga hecha. Finges que te está muy estrecha en el dedo, y se la das de regalo; y preséntale otra gema mucho más hermosa que la primera, de las que valen a setecientos dinares la pieza, y dile que te la monte con cuidado. Al mismo tiempo, dale sesenta dinares de oro para él y dos para cada uno de sus obreros, como gratificación. Y tampoco olvides a los mendigos de la puerta. Y conduciéndote así, irán a tu gusto las cosas. ¡Y no te olvides ¡oh hijo! de volver a darme cuenta del asunto y de traer contigo algo para mi pobre esposo el barbero!"
Y contestó Kamar: "¡Escucho y obedezco!"
Y salió de casa de la mujer del barbero, y al día siguiente no dejó de ir al zoco en busca del joyero Osta-Obeid, el cual en cuanto le advirtió, levantose en honor suyo, y después de las zalemas y cumplimientos, le presentó la sortija. Y Kamar hizo como que se la probaba, y dijo después: "Por Alah, ¡oh maestro Obeid! que la sortija está muy bien hecha, pero me viene un poco estrecha al dedo. ¡Toma! ¡te la doy para que se la regales a cualquiera de las numerosas esclavas de tu harem! Y aquí tienes otra gema, que prefiero a la anterior, y que, montada sencillamente, resultará mucho más hermosa". Y así diciendo, le entregó una gema de setecientos dinares de oro; y al mismo tiempo le dió sesenta dinares de oro para él y dos para cada uno de sus aprendices, diciendo: "¡Sólo es para que refresquéis con un sorbete pero, si este trabajo se acaba con prontitud, espero que quedaréis satisfechos del modo como seréis remunerados!" Y salió, distribuyendo a derecha e izquierda monedas de oro a los mendigos congregados delante de la puerta de la tienda.
Cuando el joyero vió tanta liberalidad en su joven cliente, quedó extremadamente sorprendido. Y a la noche, una vez que hubo entrado en su casa, no se cansaba de alabar en presencia de su esposa a aquel generoso extranjero, del que decía: "¡Por Alah, que no se contenta con ser hermoso, como jamás lo fueron los más hermosos, sino que tiene la mano abierta de los hijos de los reyes!" Y cuanto más hablaba, hacía incrustarse más en el corazón de su mujer el amor sentido por el joven Kamar. Y cuando él la hubo entregado la sortija, don de su cliente, se la puso ella lentamente en el dedo, y preguntó: "¿Y no te ha encargado otra?" El dijo: "¡Sí, por cierto! Y tanto he trabajado en ella todo el día, que aquí la tienes acabada". Ella dijo: "¡Déjamela ver!" Y la cogió, la miró, sonriendo, y dijo: "¡Quisiera quedarme con ella!" El dijo: "¿Quién sabe? ¡Capaz es de dejármela, como ha hecho con su hermana! "
Mientras tanto, Kamar había ido a concertarse con la esposa del barbero acerca de lo que había pasado y de lo que tenía que hacer. Y le entregó cuatrocientos dinares de oro para su pobre esposo el barbero.
Y ella le dijo: "Hijo mío, tu asunto va por el camino mejor. Cuando veas al joyero, no admitas la sortija encargada, sino haz como que te está muy grande, y déjasela de regalo. Luego entrégale otra piedra preciosa, de las que valen casi a novecientos dinares de oro la pieza; y en espera de que terminen el trabajo, da cien dinares para el maestro y tres para cada uno de los aprendices. ¡Y al volver a darme cuenta de la marcha del asunto, no te olvides de traer para mi pobre esposo el barbero algo con que pueda comprarse un pedazo de pan! Y Alah te guarde y prolongue tus días preciosos, ¡oh hijo de la generosidad!"
Y he aquí que Kamar siguió puntualmente el consejo de la vendedora de perfumes. Y el joyero no encontró ya palabras ni expresión con qué pintar a su mujer la liberalidad del hermoso extranjero. Y ella le dijo, probándose la nueva sortija: "¿No te da vergüenza ¡oh hijo del tío! no haber invitado todavía a tu casa a un hombre que tan generoso se ha mostrado contigo? ¡Y sin embargo, gracias a los beneficios de Alah, no eres avaro ni descendiente de una familia de avaros; pero me parece que a veces faltas a las prácticas sociales! ¡Así, es absolutamente un deber de parte tuya rogar a ese extranjero que venga a tomar mañana la sal de tu hospitalidad!
Por su parte, Kamar, después de haber consultado a la mujer del barbero, a la cual entregó para aquel pobre hombre ochocientos dinares de gratificación, lo preciso para que comprara un pedazo de pan, no dejó de presentarse en la tienda del joyero, a fin de probarse la tercera sortija. Y después de ponérsela en el dedo, se la sacó, la miró un instante con cierto desdén, y dijo: "Está bastante bien; pero no me gusta del todo esta piedra. ¡Quédate, pues, con ella para una de tus esclavas, y móntame esta otra gema! Y aquí tienes un anticipo de doscientos dinares y cuatro para cada uno de tus aprendices. ¡Y perdóname todas las molestias que te causo!" Y así diciendo, le entregó una gema blanca y maravillosa que valía mil dinares de oro. Y en el límite de la confusión, le dijo el joyero: "¡Oh mi señor! ¿querrías honrar mi casa con tu presencia y concederme la gracia de ir a cenar conmigo esta noche? ¡Porque tus beneficios están por encima de mí, y mi corazón se siente atraído por tu mano generosa!"
Y contestó Kamar: "¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos!" Y le dió las señas del khan donde paraba.
Y he aquí que, llegada la noche, el joyero se presentó en el khan consabido para recoger a su invitado. Y le condujo a su casa...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 785ª noche

Ella dijo:
"… Y le condujo a su casa, donde le festejó con una recepción suntuosa y un espléndido festín. Y tras de retirar las bandejas de manjares y bebidas, una esclava les sirvió sorbetes preparados por las  propias manos de la joven dueña de la casa. No obstante, a pesar del deseo que de ello tenía, no quiso infringir la costumbre de las recepciones, donde las mujeres jamás toman parte en las comidas, y permaneció en el harem. Y se limitó a esperar allí que produjese efecto su estratagema. Y he aquí que, apenas Kamar y su huésped probaron el delicioso sorbete, cayeron ambos en un profundo sueño; porque la joven había tenido cuidado de echar en las copas un polvo adormecedor. Y la esclava que les servía se retiró en cuanto los vió tendidos sin movimiento.
Entonces la joven, vestida solamente con su camisa, y preparada toda ella como para la primera entrada nupcial, levantó el cortinaje y penetró en la sala del festín. Y quien hubiese visto a aquella joven, en todo el esplendor de su belleza, con sus ojos cargados de crímenes, habría sentido que se le desmenuzaba el corazón y que la razón se le huía. Avanzó ella, pues, hasta Kamar, a quien hasta entonces no había entrevisto más que por la ventana, cuando entraba él en la casa, y se puso a contemplarle. Y vió que era en absoluto de su conveniencia. Y empezó por sentarse junto a él, y se puso a acariciarle el rostro dulcemente con la mano. Y de pronto, aquella gallina hambrienta se arrojó glotonamente sobre el jovenzuelo y empezó a picotearle los labios y las mejillas con tanta violencia, que hizo saltar la sangre. Y aquellos picotazos crueles duraron algún tiempo y fueron reemplazados por tales movimientos, que sólo Alah sabría lo que pudo ocurrir a consecuencia de toda aquella agitación de la gallina montada a horcajadas sobre el joven gallo dormido.
Y con aquel juego transcurrió la noche entera.
Pero cuando apareció la mañana, aquella ardiente jovenzuela se decidió a levantarse; y se sacó del seno cuatro tabas de cordero y se las metió en el bolsillo de Kamar. Y hecho lo cual, le dejó y volvió al harem. Y mandó a la sala del festín a la esclava confidente que de ordinario ejecutaba sus órdenes, la misma que llevaba el alfanje desnudo al paso del cortejo por los zocos de Bassra. Y la esclava, para disipar el sueño del joven Kamar y del viejo joyero, les echó en las narices unos polvos que eran poderoso antídoto. Y no tardaron en producir su efecto aquellos polvos, porque los dos durmientes se despertaron después de estornudar. Y la joven esclava dijo al joyero: "¡Oh amo vuestro! nuestra ama Halima me envía a despertarte y te dice: "Es la hora de la plegaria de la mañana, y he aquí que desde el minarete el muezín hace el llamamiento a los creyentes. ¡Y he aquí, además, la palangana para las abluciones!" Y exclamó el viejo, aturdido aún: "¡Por Alah ! ¡qué pesadamente se duerme en esta habitación! ¡Siempre que me acuesto aquí no me despierto hasta muy entrado el día!"
Kamar no supo qué responder. Pero, al levantarse para hacer sus abluciones, sintió que le ardían como el fuego los labios y el rostro, sin contar lo que no se veía. Y se asombró de ello en extremo, y dijo al joyero: "No sé qué será, pero siento que los labios y el rostro me arden como el fuego y me queman como carbones encendidos. ¿A qué obedecerá?"
Y el viejo contestó: "¡Oh! eso no es nada. ¡Sencillamente picaduras de mosquitos!" Y dijo Kamar: "Está bien; pero ¿cómo es que en tu rostro no veo trazas de picaduras de mosquitos, si has dormido a mi lado?" El otro contestó: "¡Por Alah, que es verdad! Sin embargo, has de saber ¡oh cara hermosa! que a los mosquitos les gustan las mejillas jóvenes y vírgenes de pelo, y detestan los rostros barbudos. Y he aquí que bajo tu lindo semblante circula una sangre delicada, mientras que de mis mejillas descienden unas barbas luengas". Dicho esto, hicieron sus abluciones, se dedicaron a la plegaria y almorzaron juntos. Tras de lo cual, Kamar se despidió de su huésped, y salió para ir en busca de la mujer del barbero.
Y he aquí que se encontró con que estaba ella esperándole. Y le acogió riéndose, y le dijo: "¡Vamos, ¡oh hijo! cuéntame la aventura de esta noche, por más que la veo escrita con mil signos en tu rostro!" El dijo: "¡Estos signos son simples picaduras de mosquitos y nada más, madre mía!" Y la mujer del barbero se rió aun más fuerte al oír estas palabras, y dijo: "¿De verdad son picaduras de mosquitos? ¿Y no ha tenido otros resultados tu visita a la casa de la que amas?" El contestó: "¡Por Alah, que no, a no ser estas cuatro tabas de jugar los niños, y que me he encontrado en el bolsillo, sin saber cómo han entrado en él!"
Ella dijo: "¡Enséñamelas!" Y las cogió, las miró un momento, y continuó diciendo: "Eres muy inocente, hijo mío, al no haber adivinado que en tu cara llevas todavía la huella, no de picaduras de mosquitos, sino de besos apasionados de la que amas. En cuanto a esos huesos, que ella misma te ha metido en el bolsillo, son un reproche que te dirige por haberte pasado el tiempo durmiendo, pudiéndolo emplear mejor con ella. Ha querido decirte: "Eres un niño que se pasa el tiempo durmiendo. Aquí tienes unas tabas, como cumple a los niños que no saben divertirse con otro juego". Tal es la explicación de estas tabas, hijo mío. Y ha sido hablar bastante claro para la primera vez. Y por otra parte, no tienes más que hacer la prueba esta misma noche. En efecto, te aprovecharás de la invitación del joyero, el cual, sin duda, te convidará de nuevo a cenar, ¡y creo que no te olvidarás de portarte de manera que te satisfaga y la satisfaga, y hagas dichosa a tu madre que te quiere, hijo mío! ¡Y para cuando estés de vuelta en mi casa, ¡oh pupila del ojo! piensa en la miserable condición de mi pobrísimo esposo el barbero!"
Y Kamar contestó: "¡Por encima de la cabeza y de los ojos!" Y regresó al khan en que se alojaba. Y he aquí lo referente a él.
En cuanto a la joven Halima, preguntó a su esposo, el viejo joyero, cuando fué él a buscarla al harem: "¿Cómo te has portado con tu huésped el joven extranjero?" El contestó: "Con todas las galanterías y todas las consideraciones, ¡oh Halima! ¡Pero ha debido pasar muy mala noche, porque le han picado con encarnizamiento los mosquitos!" Ella dijo: "Tú tienes la culpa por no haberle hecho dormir con mosquitero. Pero, sin duda, estará menos incómodo la próxima noche. Pues supongo que le invitarás otra vez. ¡Y es lo menos que con él puedes hacer en agradecimiento por todas las pruebas de generosidad con que te ha colmado!" Y el joyero sólo pudo responder con el oído y la obediencia, máxime cuando él también sentía gran afecto por el joven.
Así es que, cuando Kamar llegó a la tienda, no dejó de invitarle el joyero, y aquella noche sucedió lo mismo que la anterior, a pesar del mosquitero. Porque, una vez que la bebida adormecedora hubo surtido su efecto, la joven Halima se pasó toda la noche agitándose y moviéndose a horcajadas sobre el gallo dormido, y de manera aun más extraordinaria que la primera vez. Y cuando, por la mañana, el joven Kamar salió de su profundo sueño, merced a los polvos que le echaron en las narices, sintió que le ardía el rostro y que tenía todo el cuerpo acribillado a succiones, mordiscos y otras cosas semejantes realizadas por su ardiente enamorada. Pero no dejó entrever nada al joyero, que le interrogaba sobre cómo había dormido, y tras de despedirse de él, salió para ir a dar cuenta a la mujer del barbero de lo que había pasado. Y al mirar en su bolsillo, encontró un cuchillo que le habían metido allí.
Y enseñó a su protectora aquel cuchillo, dándole quinientos dinares de oro de gratificación para aquel pobre barbero esposo suyo. Y después de besarle la mano, exclamó la vieja al ver el cuchillo: "¡Alah os resguarde de la desgracia, ¡oh hijo mío! He aquí que tu bienamada está irritada, y te amenaza con matarte si te vuelve a encontrar dormido. ¡Porque ésa es la explicación del cuchillo encontrado en tu bolsillo!" Y preguntó Kamar, muy perplejo: "¿Pero qué voy a hacer para no dormirme? ¡La noche última estaba yo resuelto a velar a todo trance, pero no lo conseguí!" Ella contestó: "Pues bien; para ello, no tendrás más que dejar beber al joyero solo y fingiendo que te tomas la copa de sorbete, cuyo contenido arrojarás detrás de ti, simularás dormir en presencia de la esclava. ¡Y de tal suerte conseguirás el objeto deseado!" Y Kamar contestó con el oído y la obediencia, y no dejó de seguir exactamente aquel excelente consejo.
Y he aquí que pasaron las cosas de la manera prevista por la vieja. Porque el joyero, por consejo de su esposa, invitó a Kamar a la tercera cena, con arreglo a la costumbre que exige sea el huésped invitado tres noches seguidas. Y cuando la esclava que había llevado los sorbetes vió dormidos a ambos hombres, se retiró para anunciar a su señora que ya se había producido el efecto deseado.
Al escuchar esta noticia, la ardiente Halima, furiosa de ver que el joven no había comprendido ninguna de sus advertencias, entró en la sala del festín, cuchillo en mano, dispuesta a hundirlo en el corazón del imprudente. Pero de pronto Kamar se irguió sobre ambos pies, riendo, y se inclinó hasta tierra ante la joven, que hubo de preguntarle: "¡Ah! ¿y quién te ha enseñado esa estratagema?" Y Kamar no le ocultó que había obrado de acuerdo con los consejos de la mujer del barbero. Y ella sonrió, y dijo: "¡Es lista la vieja! Pero en adelante sólo tienes que tratar conmigo. ¡Y no te arrepentirás!" Y así diciendo, atrajo hacia ella al jovenzuelo, de carne virgen todavía de todo contacto de mujer, y manipuló con él de manera tan experta...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 786ª noche

Ella dijo:
"... y manipuló con él de manera tan experta, que el joven aprendió de pronto a declinar todos los casos sin vacilar, a poner el régimen pasivo en acusativo, y a exigir el régimen directo en su misión activa. ¡Y en aquella batalla de piernas y de muslos se portó con tanta valentía y tal maestría de choques de vaivén, que aquella noche fué la noche del gallo por excelencia! ¡Loores a Alah, que da alas al primer vuelo de los pájaros, que hace danzar al cabrón desde su nacimiento, que hace desarrollarse el cuello del león joven, que hace saltar al río brotando de la roca y que pone en el corazón de sus creyentes un instinto invencible y hermoso como el canto del gallo por la aurora!
Cuando por medio de aquel valiente justador, que acababa de romper el cascarón, la experta Halima hubo aplacado el ardor que la consumía, le dijo, entre mil caricias: "Sabe ¡oh fruto de mi corazón! que ya no podré pasarme sin ti. ¡Por tanto, no te creas que me bastarán una o dos noches, una o dos semanas, uno o dos meses, uno o dos años! Quiero pasarme contigo la vida entera, abandonando al esposo viejo y feo, y siguiéndote a tu patria. Escúchame, pues, y si me amas y te ha satisfecho la experiencia de esta noche, haz lo que voy a decirte. ¡Helo aquí!
Cuando mi anciano esposo te invite a cenar una vez más, contéstale: "¡Por Alah, tío mío, que Ibn-Adán es demasiado pesado por naturaleza, y tiene muy densa la sangre! ¡Y cuando reitera las visitas a casa de los demás, hace que se harten de él ricos y pobres! ¡Excúsame, por no poder aceptar tu graciosa oferta, pues temería cometer una indiscreción reteniéndote tres o cuatro noches fuera de tu harem!" Y tras de hablarle así, le rogarás que alquile para ti una casa en la vecindad nuestra, con pretexto de que así podréis veros cómodamente ambos y pasar juntos, por turno, parte de la noche, sin que ello resulte importuno para uno ni para otro. Desde luego, sé que mi marido vendrá a consultármelo, y le afirmaré en ese proyecto. ¡Y cuando lo realicemos, Alah se encargará de lo demás!" Y el joven Kamar contestó: "¡Oír es obedecer!" Y le juró conformarse con todos sus deseos, y para sellar su juramento, hizo con ella una repetición de regímenes todavía más detallada que la primera. Y en verdad que aquella noche funcionó con celo el báculo del peregrino sobre el camino allanado ya por la primera marcha del jinete.
Hecho lo cual, Kamar, por consejo de su enamorada, fué a tenderse junto al joyero, como si nada hubiese pasado. Y por la mañana, cuando los polvos antídotos despertaron al joyero, Kamar quiso despedirse de él, como tenía por costumbre. Pero el otro le retuvo a la fuerza, y le invitó a compartir con él una vez más la comida de la noche. Y Kamar no olvidó la recomendación de su enamorada, y no quiso aceptar la invitación del joyero pero le participó el plan concertado, y le dijo  que era el único medio de no importunarse uno a otro en lo sucesivo. Y contestó el viejo joyero: "¡No hay inconveniente!" Y sin más tardanza se levantó y fué a alquilar la casa inmediata a la suya, la amuebló ricamente e instaló en ella a su joven amigo. Y por su parte, la experta Halima se cuidó de hacer practicar, con gran secreto, en la medianería, una abertura grande, que se disimulaba por ambos lados con un armario.
Así es que, al día siguiente, quedó Kamar extremadamente asombrado al ver entrar en su aposento a su enamorada, como si surgiera de lo invisible. Pero ella, tras de haberle colmado de caricias, le descubrió el misterio del armario, y acto seguido le hizo seña de que se dedicara a su oficio de gallo. Y Kamar se prestó a ello con diligencia y celeridad, y manejó siete veces seguidas el báculo del peregrino. Tras de lo cual, la joven Halima, húmeda aún del ardor satisfecho, sacó de su seno un puñal espléndido de la pertenencia de su esposo el joyero, que lo había labrado por sí mismo con el mayor cuidado y cuyo puño había adornado con hermosas piedras preciosas, y se lo entregó a Kamar, diciéndole: "Guárdate este puñal en el cinturón y preséntate en la tienda de Osta-Obeid, mi marido; enséñale el puñal y pregúntale si le gusta y cuánto vale. Y te preguntará cómo es que lo tienes; dile entonces, que, al pasar por el zoco de los armeros, has oído a dos hombres hablar entre sí y que uno de ellos decía al otro: "¡Mira el regalo que me ha hecho mi amante, que me da los objetos que pertenecen a su anciano marido, el más feo y el más repugnante de los maridos ancianos!" Y añade que, cuando se te acercó el hombre que así hablaba, le compraste el puñal. ¡Abandona la tienda luego y ven a toda prisa a casa, donde me encontrarás en el armario para recoger el puñal!" Y tomando el puñal, Kamar se presentó en la tienda del joyero, donde desempeñó el papel que le había indicado su amada.
Cuando el joyero vió el puñal y oyó las palabras de Kamar, se sintió muy turbado, y contestó con frases entrecortadas, como hombre a quien se le extravía la razón. Y al ver el estado del joyero, Kamar salió de la tienda y corrió a devolver el puñal a su amada, que ya le esperaba en el armario. Y le pintó el estado cruel y el desvarío en que hubo de dejar a su marido el joyero.
En cuanto al desdichado Osta-Obeid, corrió a su vez a la casa, presa de los tormentos de los celos y silbando cual una serpiente furiosa. Y entró, con los ojos fuera de las órbitas, gritando: "¿Dónde está mi puñal?" Y Halima aparentando el aire más inocente, contestó, abriendo unos ojos muy extrañados: "Está en su sitio, en la arquilla. ¡Pero, por Alah, que me guardaré de dártelo, ¡oh hijo del tío! porque veo que tienes extraviada la razón y temo que quieras herir con él a alguien!" Y el joyero insistió, jurando que no quería herir a nadie. Entonces, abriendo la arquilla, le presentó ella el puñal. Y exclamó él: "¡Oh, prodigio!" Ella preguntó: "Pues, ¿qué tiene de sorprendente?" El dijo: "¡Hace un instante creí ver este puñal en el cinturón de mi joven amigo!" Ella dijo: "¡Por mi vida! ¿has podido abrigar sospechas infundadas de tu esposa, ¡oh el más indigno de los hombres!?" Y el joyero le pidió perdón y se esforzó cuanto pudo por aplacar la cólera de la joven.
Y he aquí que, al día siguiente, Halima, tras de haber jugado con su amante una partida de ajedrez en siete asaltos, pensó de qué medio se valdría para hacer que el viejo joyero se divorciara de ella, y dijo a Kamar: "Ya has visto que el primer medio no nos ha dado resultado. Ahora voy a vestirme de esclava, y me conducirás a la tienda de mi marido. Y me levantarás el velo, diciéndole que acabas de comprarme en el mercado. ¡Y veremos si eso le abre los ojos!" Y se levantó y se vistió de esclava, efectivamente, y acompañó a su amante a la tienda de su marido. Y dijo Kamar al anciano joyero "Mira qué esclava acabo de comprar por mil dinares de oro. ¡A ver si te gusta!" Y así diciendo, le levantó el velo. Y el joyero creyó desmayarse al reconocer a su mujer, adornada con magníficas pedrerías labradas por él mismo y llevando en los dedos las sortijas que le había regalado Kamar. Y exclamó: "¿Cómo se llama esta esclava?" Y Kamar contestó: "¡Halima! " Y al oír estas palabras, el joyero sintió que se le secaba la garganta, y cayó de espaldas. Y Kamar y la joven se aprovecharon del desmayo para retirarse.
Cuando Osta-Obeid volvió de su desvanecimiento, corrió a su casa con todas sus fuerzas, y estuvo a punto de morirse de sorpresa y de espanto al encontrar a su esposa con el mismo atavío con que acababa de verla, y exclamó: "¡No hay fuerza y protección más que en Alah el Omnisciente!" Y ella le dijo: "Y bien, ¡oh hijo del tío! ¿de qué te asombras?" El dijo: "¡Alah confunda al Maligno! ¡Acabo de ver una esclava que ha comprado mi amigo y que parece ser tú misma, de tanto como se te asemeja!" Y Halima, fingiendo sofocarse de indignación, exclamó: "¿Cómo ¡oh calamitoso de barba blanca! te atreves a ultrajarme con sospechas tan vergonzosas? ¡Ve a convencerte por tus propios ojos, y corre a casa de tu vecino para ver si encuentras allí a la esclava!" El dijo: "¡Tienes razón! ¡No hay sospecha que ceda a semejante prueba!" Y bajó la escalera, y salió de su casa para ir a la de su amigo Kamar.
Y como había pasado por el armario, ya se encontraba allí Halima cuando entró su esposo. Y confuso ante tan gran parecido, el infortunado no supo más que murmurar: "¡Alah es grande! ¡El crea los juegos de la Naturaleza y cuanto le place!" Y regresó a su casa en el límite de la turbación y de la perplejidad; y al encontrar a su mujer como la había dejado, no pudo por menos de colmarla de elogios y pedirle perdón. Luego se volvió a su tienda.
En cuanto a Halima, fué a reunirse con Kamar, pasando por el armario, y le dijo: "¡Ya ves que no hay medio de abrir los ojos a ese padre de la barba vergonzosa! Ya sólo nos queda marcharnos de aquí sin tardanza. ¡He tomado mis medidas, y están prontos los camellos cargados, así como los caballos, y la caravana no espera a nadie más que a nosotros para partir!" Y se levantó, y envolviéndose en sus velos, le decidió a llevarla al sitio en que se hallaba la caravana. Y montaron ambos en los caballos que les aguardaban, y partieron. Y Alah les escribió la seguridad, y llegaron a Egipto sin ningún incidente desagradable.
Cuando llegaron a la casa del padre de Kamar, y el venerable mercader se enteró del regreso de su hijo, la alegría dilató todos los corazones, y Kamar fué recibido con lágrimas de dicha. Y cuando Halima entró en la casa, todos los corazones quedaron deslumbrados por su belleza. Y el padre de Kamar preguntó a su hijo: "¡Oh hijo mío! ¿es una princesa?" El joven contestó: "No es una princesa, sino aquella cuya hermosura motivó mi viaje. Pues de ella es de quien nos habló el derviche. ¡Y ahora me propongo casarme con ella conforme a la Sunnah y a la Ley!" Y contó a su padre, desde el principio hasta el fin, toda su historia. Pero no hay utilidad en repetirla.
Al saber aquella aventura de su hijo, el venerable mercader Abd el-Rahmán exclamó: "¡Oh hijo mío! ¡Sea contigo mi maldición en este mundo y en el otro si persistes en querer casarte con esa mujer salida del infierno! ¡Ah! ¡teme ¡oh hijo mío! que un día se conduzca contigo de manera tan desvergonzada como con su primer marido! ¡Mejor será que me dejes buscar para ti una esposa entre las jóvenes de buena familia!" Y le amonestó largamente, y le habló tan cuerdamente, que contestó Kamar: "Haré lo que deseas, ¡oh padre mío!" Y al oír estas palabras, el venerable mercader besó a su hijo y ordenó que al punto encerraran a Halima en un pabellón retirado, mientras tomaba una decisión con respecto a ella.
Tras de lo cual, se ocupó de buscar por toda la ciudad una esposa conveniente para su hijo. Y después de numerosos pasos dados por la madre de Kamar cerca de las mujeres de los notables y de los mercaderes ricos, se celebraron los esponsales de Kamar con la hija del kadí, la cual, sin duda, era la jovenzuela más bella de El Cairo. Y con aquel motivo, durante cuarenta días enteros no se escatimaron los festines, ni las iluminaciones, ni las danzas, ni los juegos. Y el último día tuvo  lugar una fiesta reservada especialmente a los pobres, a quienes se cuidaron de invitar a sentarse en torno a las bandejas servidas para ellos con toda generosidad.
Y he aquí que Kamar, que por sí mismo vigilaba a los servidores durante aquel festín, advirtió entre los pobres a un hombre peor vestido que los más pobres y quemado del sol, llevando en su cara las huellas de prolongadas fatigas y de penas abrasadoras. Y al detener en él sus miradas para llamarle, reconoció al joyero Osta-Obeid. Y corrió a participar su descubrimiento a su padre, que le dijo: "¡Ha llegado el momento de reparar, en cuanto nos es posible, el daño que cometiste por instigación de la desvergonzada a quien he encerrado!" Y se adelantó al anciano joyero, que ya se disponía a alejarse, y llamándole por su nombre, le abrazó tiernamente y le interrogó acerca del motivo que habíale reducido a tal estado de pobreza. Y Osta-Obeid le contó que se había marchado de Bassra para que no se difundiese su aventura y no tuviesen ocasión de burlarse de él sus enemigos, pero en el desierto había caído en manos de bandoleros árabes, que le quitaron cuanto poseía. Y el venerable Abd el-Rahmán se apresuró a hacer que le condujeran al hammam, y después del baño que le vistieran con ricos trajes; luego le dijo: "¡Eres mi huésped, y te debo verdad! Sabe, pues, que tu esposa Halima está aquí, encerrada por orden mía en un pabellón retirado. Y pensaba devolvértela con escolta a Bassra pero ya que Alah te condujo hasta aquí, es porque, de antemano, estaba señalada la suerte de esa mujer. Voy, pues, a conducirte a su aposento, y la perdonarás o la tratarás como se merezca. Porque no debo ocultarte que conozco toda la penosa aventura, de que es única culpable tu mujer; pues el hombre que se deja seducir por una mujer no tiene nada que reprocharse, dado que no puede resistir al instinto que Alah ha infundido en él; pero la mujer no está constituida de igual manera, y si no rechaza la aproximación y el ataque de los hombres, siempre será culpable.
¡Ah! ¡hermano mío, se necesita gran acopio de sabiduría y paciencia en el hombre que posee una mujer!" Y dijo el joyero: "¡Tienes razón, hermano mío! Mi mujer es la única culpable en este caso. Pero ¿dónde está? Y dijo el padre de Kamar: "¡En ese pabellón que ves delante de ti, y cuyas llaves aquí tienes!" Y el joyero cogió las llaves con gran alegría y fué al pabellón, cuyas puertas hubo de abrir, y entró en el aposento de su mujer. Y avanzó hacia ella sin decir una palabra, y echándola de repente al cuello las dos manos, la estranguló, exclamando: "¡Mueran así las desvergonzadas de tu especie...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 787ª noche

Ella dijo:
"... la estranguló, exclamando: "¡Mueran así las desvergonzadas de tu especie!"
Y el mercader Abd el-Rahmán, para acabar de reparar los yerros de su hijo Kamar con el joyero, creyó equitativo y meritorio ante Alah el Altísimo casar, el mismo día de las bodas de Kamar, a su hija Estrella-de-la-Mañana con Osta-Obeid. ¡Pero Alah es más grande y más generoso!
Tras de contar así esta historia, Schehrazada se calló.

Las historias completas del podcast de las mil noches y una noche.

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