47 Historia maravillosa del espejo de las vírgenes
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Y cuando llegó la 727ª noche
Ella dijo:
"... Así es que con su aplomo de siempre salió a recorrer la ciudad, poniendo en juego sus argucias, en busca de jóvenes. Y efectivamente, no tardó en llevar al palacio de Mubarak un primer grupo muy considerable de jóvenes selectas, todas de quince años de edad, más bien menos que más, y todas intactas en cuanto a su virginidad. Y una tras otra, envueltas en sus velos, con los ojos modestamente bajos, las introdujo en la sala en que les esperaba el príncipe Zein, provisto de su espejo y sentado junto al mercader Mubarak. Y al ver todos aquellos párpados bajos y aquellos rostros cándidos y aquel gesto púdico, nadie hubiera podido dudar de la pureza y de la virginidad de las jóvenes que introducía la vieja. ¡Pero he aquí que existía el espejo, y nada podía engañar al espejo, ni párpados bajos, ni rostros cándidos, ni gesto púdico! En efecto, cada vez que entraba una joven, el príncipe Zein, sin pronunciar palabra, volvía el espejo hacia la joven que había que inspeccionar, y miraba. Y aparecía ella en el espejo toda desnuda, a pesar de las numerosas vestiduras que la cubrían; y no resultaba invisible ninguna parte de su cuerpo; y se reflejaba su historia con sus menores detalles, igual que si se la hubiese colocado en un cofrecillo de cristal diáfano.
Y he aquí que, cada vez que el príncipe Zein inspeccionaba en el espejo a las jóvenes que entraban, estaba lejos de ver una historia minúscula en forma de almendra sin cáscara; y se asombraba prodigiosamente al comprobar en qué abismo sin fondo habría podido arrojarse o arrojar desatentadamente al Anciano de las Tres Islas, a no ser por el recurso del espejo mágico. Y después del examen desechaba a todas las que entraban, sin explicar, empero, a la vieja el verdadero motivo de su abstención; porque no quería perjudicar a aquellas jóvenes descubriendo lo que había velado Alah y revelando lo que por lo común estaba oculto. Y se limitaba a limpiar con la manga cada vez el vaho denso que acababa de empañar el espejo al aparecer la imagen. Y sin desalentarse y excitada por la esperanza de la remuneración, la vieja le llevó un segundo grupo, más importante todavía que el primero, y un tercero, y un cuarto, y un quinto grupos, pero sin más resultado que la vez primera. ¡Y de tal suerte, ¡oh Zein! viste las historias de las egipcias, de las coptas, de las nubias, de las abisinias, de las sudanesas, de las maghrenias, de las árabes y de las beduinas! Y en verdad que, entre tantas, las había que eran excelentes hasta cierto punto, y pertenecían a propietarias incomparablemente bellas y deliciosas. ¡Pero ni una sola vez viste, entre todas aquellas historias, la historia requerida, virgen de todo contacto, semejante a una almendra mondada!
Y en vista de ello, sin haber podido encontrar en Egipto, lo mismo entre las hijas de los grandes que entre las del pueblo, una joven que tuviera las condiciones necesarias, el príncipe y Mubarak juzgaron que ya no les quedaba que hacer más que abandonar aquel país para ir a continuar sus pesquisas en Siria por el pronto. Y partieron para Damasco, y alquilaron un magnífico palacio en el barrio más hermoso de la ciudad. Y Mubarak se puso al habla con las viejas casamenteras y con las alcahuetas, y les expuso lo que tenía que exponerles. Y le contestaron todas con el oído y la obediencia. Y entraron en negociaciones con las jóvenes, hijas de grandes y pequeños, lo mismo con las musulmanas que con las judías y las cristianas. Y sin sospechar las virtudes del espejo mágico, del que ignoraban hasta la existencia las llevaron por turno a la sala reservada para la inspección. Pero con las sirias ocurrió exactamente igual que había ocurrido con las egipcias y las otras; pues, no obstante su apostura modesta y la pureza de sus miradas y sus mejillas ruborizadas de pudor y sus quince años, todas tenían la historia perforada. Y las alcahuetas y las demás viejas se vieron obligadas a volverse con las narices tan largas que les llegaban hasta los pies.
¡Y he aquí lo referente a ellas!
¡Pero he aquí ahora lo referente al príncipe Zein y a Mubarak! Cuando comprobaron que la Siria, como el Egipto, estaba completamente limpia de jóvenes con las historias todavía selladas, se quedaron muy estupefactos; y Zein pensó: "¡Es inconcebible!" Y dijo a Mubarak: "¡Oh Mubarak! creo que nada tenemos que hacer ya en este país, y que necesitamos buscar por otras comarcas lo que deseamos. ¡Porque mi corazón y mi espíritu están pendientes de la séptima joven de diamante, y me hallo dispuesto siempre a continuar las pesquisas para dar con la virgen de quince años que ha de entregarse al Anciano de las Islas a cambio de su regalo!" Y contestó Mubarak: "¡Escucho y obedezco!" Y añadió: "Mi opinión es que sería inútil ir a otra parte que no fuera el Irak. Porque sólo allí tenemos probabilidad de encontrar lo que buscamos. ¡Preparemos, pues, la caravana, y vamos a Bagdad, la ciudad de paz ...!
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y cuando llegó la 728ª noche
Ella dijo:
¡... Preparemos, pues, la caravana y vamos a Bagdad, la ciudad de paz!"
Y Mubarak hizo los preparativos de marcha, y cuando la caravana estuvo completa, emprendió con el príncipe Zein el camino que a través del desierto conduce a Bagdad. Y Alah les escribió la seguridad; y no se encontraron con beduinos salteadores de caminos, y llegaron con buena salud a la ciudad de paz.
Empezaron, como habían hecho en Damasco, por alquilar un palacio situado a orillas del Tigris y que tenía unas vistas maravillosas y un jardín semejante al Jardín-de-las-Delicias del califa. Y mantuvieron un tren de casa extraordinario, gastando con esplendidez y dando festines sin igual. Y cuando sus invitados habían comido y bebido hasta la saciedad, mandaban distribuir las sobras entre los pobres y derviches. Y había entre aquellos derviches uno que se llamaba Abu-Bekr, y que era un desvergonzado, un canalla de lo más detestable, que odiaba a la gente rica por ser rica precisamente y él pobre. Pues la miseria endurece el corazón del hombre dotado de alma baja, en tanto que ennoblece el corazón del hombre dotado de alma elevada. Y como veía la abundancia y los bienes de Alah en la morada de los recién venidos, no necesitó más para tomar aversión a ambos. Y así es que un día entre los días, fué a la mezquita para la plegaria de la tarde, y exclamó en medio de la muchedumbre congregada allí: "¡Oh creyentes! habéis de saber que han venido a habitar en nuestro barrio dos extranjeros que a diario gastan sumas considerables y hacen alarde de sus riquezas, únicamente para deslumbrar los ojos de los pobres como nosotros. ¡Pero no sabemos quiénes son esos extranjeros e ignoramos si son unos malvados que se escaparon de un país con bienes considerables para venir a derrochar en Bagdad el producto de sus latrocinios y el dinero de viudas y de huérfanos! ¡Por el nombre de Alah y los méritos de nuestro señor Mohamed (¡con El la plegaria y la paz!), os conjuro, pues, a que os pongáis en guardia contra esos desconocidos y no aceptéis nada de su falsa generosidad! Además, si nuestro amo el califa llega a saber que en nuestro barrio hay hombres así, a todos nos hará responsables de sus hazañas y nos castigará por no haberle advertido. ¡Pero en cuanto a mí, he de declararos que retiro mis dos manos de ese asunto y que no tengo nada de común con esos extranjeros ni con los que aceptan sus invitaciones y entran en su casa!" Y todos los presentes contestaron a una: "Ciertamente, tienes razón ¡oh jeique Abu-Bekr! ¡Y quedas encargado de redactar una queja al califa acerca del particular para que examine el caso!"
Después salió de la mezquita toda la asamblea. Y el derviche Abu-Bekr regresó a su casa para meditar la manera de hacer daño a los dos extranjeros.
Entretanto, no tardó Mubarak en saber, por decreto del Destino, lo que acababa de ocurrir en la mezquita; y le atemorizaron mucho los manejos del derviche, y pensó que, como la cosa moviera ruido, no le sería posible inspirar confianza a las alcahuetas y casamenteras. Así es que, sin pérdida de tiempo, metió en un saco quinientos dinares de oro y corrió a casa del derviche. Y llamó a la puerta, y fué a abrirle el derviche, y al reconocerle, le preguntó con acento colérico: "¿Quién eres? ¿Y qué quieres?" Y el otro contestó: "Soy tu esclavo Mubarak, ¡oh imán Abu-Bekr, amo mío! Y vengo a verte de parte del emir Zein, que ha oído hablar de tu ciencia, de tus conocimientos y de tu influencia en la ciudad, y me ha enviado para que te rinda sus homenajes y le ponga por completo a tu disposición. Y a fin de demostrarte su buena voluntad, me ha encargado que te entregue esta bolsa con quinientos dinares, como homenaje de un leal a su soberano, excusándose contigo de no guardar proporción el regalo con la inmensidad de tus merecimientos. ¡Pero si Alah quiere, en días sucesivos no dejará de probarte más aún todo lo agradecido y lo perdido que se halla en el desierto sin límites de tu benevolencia!"
Cuando el derviche Abu-Bekr vió el saco de oro y computó su contenido, se le enternecieron mucho los ojos y se le endulzaron las intenciones. Y contestó: "¡Oh mi señor! ¡ardientemente imploro que me perdone tu amo el emir por lo que mi lengua haya podido decir acerca de él sin pensar, y me arrepiento hasta el límite del arrepentimiento por haber faltado a mis deberes para con su persona! Te ruego, pues, seas mi delegado acerca de él para exponerle mi contrición en cuanto a lo pasado y mis disposiciones en cuanto al porvenir. ¡Porque a partir de hoy, si Alah quiere, voy a reparar en público las desconsideraciones en que haya podido incurrir, y en vista de eso, me haré acreedor a los favores del emir!"
Y contestó Mubarak: "¡Loores a Alah, que llena de buenas intenciones tu corazón, oh amo mío Abu-Bekr! ¡Pero te suplico que después de la plegaria, no te olvides de ir a honrar nuestro umbral con tu presencia y a deleitar nuestro espíritu con tu trato! ¡Porque sabemos que la bendición acompañará los pasos de tu santidad en nuestra morada!" Y cuando hubo hablado así, besó la mano al derviche y retornó a la casa.
En cuanto a Abu-Bekr, no dejó de ir a la mezquita a la hora de la plegaria, e irguiéndose en medio de los fieles congregados, exclamó: "¡Oh creyentes, hermanos míos! ¡ya sabéis que no hay nadie que no tenga enemigos; y ya sabéis también que la envidia se ensaña principalmente en aquellos sobre quienes han descendido los favores y las bendiciones de Alah! Así, pues, para descargar mi conciencia, he de deciros que los dos extranjeros de quienes ayer os hablé desconsideradamente, son personas dotadas de nobleza, de tacto, de virtudes y de cualidades inestimables. Además, los informes que adquirí respecto a ellos me permiten afirmar que uno de los tales es un emir de alto rango y mucho mérito, y su presencia sólo bien puede hacer a nuestro barrio. Es preciso, por tanto, que le honréis donde le encontréis, y que le rindáis los honores debidos a su rango y a su calidad. ¡Uassalam!"
Y el derviche Abu-Bekr destruyó así en el espíritu de sus oyentes el efecto de sus palabras de la víspera. Y los dejó para volver a su casa con objeto de cambiarse de ropa y vestirse con un capote nuevo, cuyos bordes le arrastraban y cuyas amplias mangas le llegaban hasta las rodillas. Y fué a visitar al príncipe Zein, y entró en la sala reservada a los visitantes...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Pero cuando llegó la 729ª noche
Ella dijo:
"... Y fué a visitar al príncipe Zein, y entró en la sala reservada a los visitantes. Y se inclinó hasta la tierra en presencia del príncipe, que le devolvió su zalema y le recibió con cordialidad y le invitó a sentarse en el diván al lado suyo. Luego mandó que le sirvieran de comer y de beber, y le hizo compañía, compartiendo la comida con él y con Mubarak. Y charlaron como dos excelentes amigos. Y el derviche, completamente conquistado por los modales del príncipe, le preguntó: "¡Oh mi señor Zein! ¿piensas iluminar por mucho tiempo nuestra ciudad con tu presencia?" y Zein, que, no obstante su tierna edad, era muy avisado y sabía sacar provecho de las ocasiones deparadas por el Destino, le contestó: "Sí, ¡oh mi señor imán! ¡Mi intención es vivir en Bagdad hasta que logre mi propósito!" Y Abu-Bekr dijo: "¡Oh mi señor emir! ¿cuál es el noble propósito que persigues? ¡Tu esclavo estará muy contento de poder ayudarte en algo, y se interesará por ti de todo corazón amistoso!" Y contestó el príncipe Zein: "Sabe entonces, ¡oh venerable jeique Abu-Bekr! que mi anhelo se cifra en el matrimonio. En efecto, deseo encontrar, para tomarla por esposa, una joven de quince años que sea a la vez excesivamente bella y virgen en absoluto. Y es preciso que su belleza sea tal, que no tenga ella par entre las jóvenes de su tiempo, y que su virginidad sea de buena ley, por fuera y por dentro. Y ése es el propósito que persigo y el motivo que me condujo a Bagdad tras de impulsarme a residir en Egipto y en Siria". Y contestó el derviche: "¡En verdad, ¡oh amo mío! que eso es cosa muy rara y muy difícil de encontrar! Y si Alah no me hubiera puesto en tu camino, tu estancia en Bagdad no habría visto jamás su término, y en vano hubieran perdido el tiempo en pesquisas todas las casamenteras. ¡Pero yo sé dónde podrás encontrar esa perla única, y te lo diré si es que me lo permites!"
Al oír estas palabras, Zein y Mubarak no pudieron por menos de sonreír. Y Zein le dijo: "¡Oh santo derviche! ¿estás bien seguro de la virginidad de la que me hablas? Y de ser así, ¿cómo te arreglaste para adquirir esa certeza? Si viste por ti mismo a esa joven lo que debe permanecer oculto, ¿cómo quieres que sea virgen? ¡Porque la virginidad reside tanto en la conservación del sello como en que permanezca invisible!" Y Abu-Bekr contestó: "¡Claro que no lo he visto! ¡Pero me cortaría la mano derecha si no estuviese como te he indicado! Y además, ¿cómo vas a arreglarte tú mismo, ¡oh mi señor! para tener una certeza tan completa antes de la noche de bodas?" Y contestó Zein: "¡Es muy sencillo: sólo necesitaré verla un instante, toda vestida y completamente envuelta en sus velos!" Y el derviche no quiso echarse a reír, por consideración a su huésped, y limitóse a contestar: "¡Buen fisonomista debe ser nuestro amo el emir para adivinar de esa manera, sin ver más que los ojos tras el velo, el estado de la virginidad en una joven a quien no conozca!" Y dijo Zein: "¡Así es! ¡Y no tienes más que dejarme ver a la joven, si verdaderamente crees que es posible la cosa! ¡Y ten la seguridad de que sabré corresponder a tus servicios y estimarlos en más de su valor!" Y contestó el derviche: "¡Escucho y obedezco!" Y salió en busca de la consabida joven.
Porque Abu-Bekr conocía a una joven que podía llenar las condiciones requeridas, y que no era otra que la hija del jeique de los derviches de Bagdad. Y su padre habíala criado alejada de todas las miradas, haciéndola llevar una vida sencilla y recatada, con arreglo a los preceptos sublimes del Libro. Y creció ella en la morada ignorando la fealdad, y cuajó como una flor. Y era blanca y elegante y deliciosamente formada, pues había salido sin defecto del molde de la belleza. Y sus proporciones eran admirables, y negros sus ojos, y bruñidos como trozos de luna sus miembros delicados. ¡Y era toda redonda y finísima al mismo tiempo! En cuanto a lo que estaba situado entre las columnas, no sabría describirlo nadie, porque nadie lo había visto. ¡He aquí por qué el espejo mágico será el único que la refleje por primera vez y pueda permitir esta descripción con asentimiento de Alah!
El derviche Abu-Bekr fue, pues, a casa del jeique de la corporación, y tras de las zalemas y cumplimientos por una y otra parte, le espetó un largo discurso, basado en diversos textos del Libro santo acerca de la necesidad que del matrimonio tienen las jóvenes púberes, y acabó por exponerle la situación con todos sus detalles, añadiendo: "¡Porque ese emir tan noble, tan rico y tan generoso, está dispuesto a pagarte la dote que pidas por tu hija; pero en cambio, exige, como única condición, posar una sola mirada en ella estando tu hija vestida por completo y enteramente envuelta en el izar!" Y el jeique de los derviches, padre de la joven, hubo de reflexionar durante una hora de tiempo, y contestó: "¡No hay inconveniente!" Y fué en busca de su esposa, madre de la joven, y le dijo: "¡Oh madre de Latifah! ¡levántate y coge a nuestra hija Latifah y echa a andar detrás de nuestro hijo, el derviche Abu-Bekr, que te conducirá a un palacio donde el destino de tu hija le espera hoy ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Pero cuando llegó la 730ª noche
Ella dijo:
"¡... Oh madre de Latifah! ¡levántate y coge a nuestra hija Latifah y echa a andar detrás de nuestro hijo, el derviche Abu-Bekr, que te conducirá a un palacio donde el destino de tu hija la espera hoy!" Y la esposa del jeique de los derviches obedeció en seguida y se envolvió en sus velos y fué al aposento de su hija, y le dijo: "¡Oh hija mía Latifah! ¡tu padre desea que salgas hoy por primera vez conmigo!" Y tras de peinarla y vestirla salió con ella y siguió, a diez pasos de distancia, al derviche Abu-Bekr; que las condujo al palacio donde les esperaban Zein y Mubarak sentados en el diván de la sala de audiencia.
Y entraste ¡oh Latifah! mostrando tus grandes ojos negros, muy asombrados tras el velillo de tu rostro. Porque en tu vida habías visto otra cara de hombre que la cara venerable de tu padre, el jeique de los derviches. ¡Y no bajaste los ojos, pues no conocías la falsa modestia, ni el falso pudor, ni ninguna de las cosas que de ordinario aprenden las hijas de los hombres para cautivar los corazones, sino que lo mirabas todo con tus hermosos ojos negros de gacela temblorosa, vacilante y encantadora!
Y al verte aparecer, el príncipe Zein sintió que se le huía la razón, porque entre todas las mujeres de su palacio de Bassra y todas las jóvenes de Egipto y de Siria no había visto a ninguna que, de cerca o de lejos, se pudiera comparar a ti en belleza. Y el espejo te reflejó toda desnuda. Y así pudo ver él, acurrucada en lo alto de las columnas, semejante a una pequeñísima palomita blanca, una milagrosa historia sellada con el sello intacto de Soleimán (¡con El la paz y la plegaria!) Y la consideró más atentamente, y en el límite del júbilo comprobó que tu historia ¡oh Latifah! era de todo punto semejante a una almendra mondada. ¡Gloria a Alah que conserva los tesoros y los reserva a sus creyentes!
Cuando el príncipe Zein, gracias al espejo mágico, vió cómo estaba la joven que hubo de buscar, encargó a Mubarak que inmediatamente fuera a hacer la petición de matrimonio. Y Mubarak, acompañado de Abu-Bekr, el derviche, fué al punto a casa del jeique de los derviches, le transmitió la petición de matrimonio y le pidió su consentimiento. Y le condujo al palacio; y se envió a buscar al kadí y a los testigos; y se extendió el contrato de matrimonio. Y se celebraron las bodas con una pompa extraordinaria; y Zein dió grandes festines e hizo muchas dádivas a los pobres del barrio. Y cuando se marcharon todos los invitados, Zein retuvo con él al derviche Abu-Bekr, y le dijo: "Has de saber, ¡oh Abu-Bekr! que esta misma tarde partimos para un país bastante lejano. Y mientras vuelvo a Bassra he aquí para ti diez mil dinares de oro, como remuneración por tus buenos servicios. ¡Pero Alah es más grande, y algún día podré probarte mejor mi gratitud!" Y le dió los diez mil dinares, pensando nombrarle un día gran chambelán, cuando llegara a su reino. Y después que el derviche le besó las manos, dió la señal de partida. Y colocaron a la joven virgen en una litera a lomos de un camello. Y Mubarak abrió la marcha, y Zein marchó el último. Y acompañados de su séquito, emprendieron el camino de las Tres Islas.
Como las Tres Islas estaban muy lejos de Bagdad, el viaje duró largos meses, durante los cuales el príncipe Zein se sentía a diario más prendado cada vez de los encantos de la maravillosa joven virgen convertida en su esposa legal. Y la amó con todo su corazón, porque ella atesoraba en sí dulzura, hechizos, gentileza y virtudes naturales. Y por primera vez experimentó él los efectos del verdadero amor, cuya existencia nunca hasta entonces hubo supuesto. Así es que, con gran amargura en el corazón, vió llegar el momento de entregar la joven al Anciano de las Tres Islas. Y varias veces estuvo tentado de desandar el camino y volverse a Bassra, llevándose a la joven. Pero le retenía el juramento que había hecho al Anciano de las Tres Islas, y no podía dejar de mantenerlo.
Entre tanto, llegaron al territorio vedado, y por el mismo camino y los mismos procedimientos de antes, arribaron a la isla en que residía el Anciano. Y tras de las zalemas y los cumplimientos, Zein le presentó a la joven toda tapada. Y al propio tiempo le entregó el espejo, y sus mismos ojos parecían dos espejos. Y al cabo de algunos instantes se acercó a Zein, y colgándose a su cuello, le besó con mucha efusión, y le dijo: "En verdad, sultán Zein, que estoy muy contento de tu diligencia por complacerme y del resultado de tus pesquisas. ¡Porque la joven que me traes es tal y como yo la anhelaba! ¡Es admirablemente bella y supera en encantos y en perfecciones a todas las jóvenes de la tierra! Además, está virgen y con virginidad de buena ley, ya que se la diría sellada con el sello de nuestro señor Soleimán ben-Daúd (¡con ambos la plegaria y la paz!) ¡Por lo que a ti se refiere, no tienes más que volver a tus Estados; y cuando entres en la segunda sala de loza, en donde están las seis estatuas, encontrarás allí la séptima que te he prometido y que por sí sola vale más que otras mil juntas!" Y añadió: "¡Haz comprender ahora a la joven que me la cedes y que ya no tiene nada de común contigo!"
Al oír estas palabras la encantadora Latifah, que también sentía mucho afecto por el hermoso príncipe Zein, lanzó un profundo suspiro y se echó a llorar. Y Zein se echó a llorar asimismo. Y muy triste, le explicó todo lo concertado entre él y el Anciano de las Islas, desmayándose de dolor Latifah. Y tras de haber besado la mano al Anciano, el joven emprendió de nuevo con Mubarak el camino de Bassra. Y durante todo el viaje no cesaba de pensar en aquella Latifah tan encantadora y tan dulce, y se recriminaba amargamente por haberla engañado haciéndole pensar que era su esposa, y se creía causante de la desdicha de ambos. Y no podía consolarse de ello.
Y he aquí que llegó en aquel estado de desolación a Bassra, donde grandes y pequeños celebraron su regreso con muchos festejos. Pero el príncipe Zein se había puesto muy triste, sin tomar parte en aquellos regocijos, y a pesar de todos los requerimientos de su fiel Mubarak, se negaba a bajar al subterráneo en que debía encontrar a la joven de diamante, tanto tiempo anhelada. Por fin, cediendo a los consejos de Mubarak, a quien hubo de nombrar visir en cuanto llegó a Bassra, consintió en bajar al subterráneo. Y atravesó la sala de porcelana y de cristal, toda llena de dinares y polvo de oro, y penetró en la sala de loza verde incrustada de oro...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y cuando llegó la 731ª noche
Ella dijo:
"... Y atravesó la sala de porcelana y de cristal, toda llena de dinares y polvo de oro, y penetró en la sala de loza verde incrustada de oro. Y vió las seis estatuas en sus respectivos sitios; y lanzó una mirada distraída al séptimo pedestal de oro. Y he aquí que en él se erguía sonriente una joven desnuda, más brillante que el diamante, en la cual reconoció el príncipe Zein, en el límite de la emoción, la que había conducido a las Tres Islas. Y sólo supo abrir la boca, inmóvil, sin poder pronunciar una sola palabra. Y dijo Latifah: "¡Sí, yo soy Latifah, a quien no esperabas encontrar aquí! ¡Ay! ¡ya veo que venías en espera de poseer algo más preciado que yo!"
Y al fin pudo expresarse Zein, y exclamó: "¡No, por Alah, ¡oh mi señora! que bajé aquí sin que lo dictase el corazón, el cual sólo por ti latía! ¡Pero bendito sea Alah, que ha permitido nuestra unión!"
Y cuando pronunciaba estas palabras se dejó oír el fragor de un trueno, que hizo retemblar el subterráneo, y en aquel mismo momento apareció el Anciano de las Islas. Y sonreía con bondad. Y se acercó a Zein, y le cogió la mano y la puso en la mano de la joven, diciéndole: "¡Oh Zein! has de saber que desde que naciste te tuve bajo mi protección. Tenía, pues, que asegurar tu dicha. Y nada mejor que darte el único tesoro que es inestimable. Y ese tesoro, más hermoso que todas las jóvenes de diamante y todas las pedrerías de la tierra, lo constituye esta joven virgen. ¡Porque la virginidad, unida a la belleza del cuerpo y a la excelencia del alma, es la triaca que procura todos los remedios y vale por todas las riquezas! Y hablando así, besó a Zein y desapareció.
¡Y el sultán Zein y su esposa Latifah, en el límite de la dicha, se amaron con un amor grande, y vivieron largos años la vida más deliciosa y más selecta, hasta que fué a visitarles la Separadora inevitable de los amantes y de las sociedades! ¡Gloria al Único Viviente que no conoce la muerte!