sábado, junio 28, 2025

63 P3 Los encuentros de Al-Raschid en el puente de Bagdad - tercera de tres partes

Hace parte de

63 Los encuentros de Al-Raschid en el puente de Bagdad        
       63,1 Historia del joven dueño de la yegua blanca
       63,2 Historia del jinete, detrás del cual tocaban aires indios y chinos
       63,3 Historia del jeique de mano generosa
       63,4 Historia del maestro de escuela lisiado y con la boca hendida
       63,5 Historia del ciego que se hacía abofetear en el puente




Ir a la segunda parte

Y cuando llegó la 871ª noche

Ella dijo:
... en el colchón, no tardando en dormirme.
Y he aquí que aquella noche, cuando se despertó tan temprano como de costumbre un pescador de mi vecindad, advirtió, al repasar sus redes antes de cargárselas a la espalda, que les faltaba un trozo de plomo precisamente en un sitio en que la carencia de plomo constituía un defecto grave para el buen funcionamiento de lo que le proporcionaba el pan. Y como no tenía a mano otro plomo de recambio y no era hora de ir a comprarlo en el zoco, pues todas las tiendas estaban cerradas, sintió una perplejidad grande al pensar que si no se iba de pesca dos horas antes del día no tendría con qué alimentar a su familia al día siguiente. Y entonces se decidió a decir a su mujer que, a pesar de lo intempestivo de la hora y el trastorno que aquello suponía, fuera a despertar a sus vecinos más próximos y a exponerle la situación, rogándoles que le dieran un trozo de plomo que supliese al que faltaba a su red.
Y como precisamente éramos nosotros los vecinos más próximos al pescador, la mujer llamó a nuestra puerta, mientras sin duda pensaba: "Voy a pedir plomo a Hassán el cordelero, aunque por experiencia sé que a su casa hay que ir cuando no se tiene necesidad de nada". Y siguió llamando a la puerta hasta que me desperté. Y grité: "¿Quién hay en la puerta?" Ella contestó: "¡Soy yo, la hija del tío de tu vecino el pescador! ¡Oh Hassán! se me ha ennegrecido el rostro por turbar así tu sueño; pero se trata de lo que da él pan al padre de mis hijos, y obligo a mi alma a este acto de mala educación. Por favor, dispénsame, y para que no te tenga levantado más tiempo, dime si dispones de un trozo de plomo que prestar a mi esposo para que arregle sus redes".
Y al punto me acordé del plomo que me había dado Si Saadi, y pensé: "¡Por Alah, que no podré utilizarlo mejor que haciendo ese servicio a mi vecino el padre de sus hijos!" Y contesté a la vecina que precisamente tenía un trozo de plomo que podía servirle, y fuí a buscar a tientas el trozo consabido, y se lo entregué a mi mujer para que se lo diera a la vecina.
Y la pobre mujer, satisfecha de no haber andado en vano y de no volverse a su casa sin resultado, dijo a mi mujer: "¡Oh vecina nuestra! ¡qué gran servicio es el que nos presta esta noche el jeique Hassán! ¡Así es que, en cambio, todo el pescado que coja mi esposo a la primera redada estará escrito a vuestra salud, y os lo traeremos mañana por encima de nuestra cabeza!" Y se apresuró a ir a entregar el trozo de plomo a nuestro vecino el pescador, que compuso con él sus redes, y salió de pesca dos horas antes del día, como de costumbre.
Y he aquí que la primera redada, a nuestra salud, no proporcionó más que un solo pez. Pero aquel pez era de más de un codo de largo y grueso en proporción. Y el pescador lo apartó en su cesto y prosiguió su pesca. Pero, de todo el pescado que cogió, ni un solo pez igualaba al primero en hermosura ni en tamaño. Así es que, cuando el pescador acabó de pescar, su primer cuidado, antes de ir a vender al zoco el producto de su pesca, fué poner el pez apartado en una almohada de follaje oloroso y llevárnoslo, diciéndonos: "¡Alah haga que os parezca delicioso y agradable!" Y añadió: "Os ruego que admitáis esta dádiva, aunque no sea suficiente ni oportuna. Y dispensadme su escasez, ¡oh vecinos! Porque así es vuestra suerte, ya que eso constituye toda mi primer redada."
Y contesté: "Ve ahí un trato en el que sales perdiendo, ¡oh vecino! Porque ésta es la primera vez que se vende un pez tan hermoso y de tanta valía por un trozo de plomo que apenas vale una ínfima moneda de cobre. Pero lo recibimos como regalo de tu parte, para no desairarte, y porque lo haces de corazón amistoso y generoso." Y aún cambiamos algunos cumplidos, y se marchó.
Y entregué a mi esposa el pez del pescador, diciéndole: "Ya ves ¡oh mujer! que no estaba equivocado Si Saadi cuando me decía que un pedazo de plomo podría serme más útil, si Alah quisiera, que todo el oro del Sudán. He aquí un pez como jamás lo han tenido en sus bandejas los emires y los reyes." Y aunque le regocijaba mucho el ver aquel pez, no dejó de replicarme mi esposa: "¡Si, por Alah! pero ¿cómo voy a arreglarme para guisarlo? No tenemos parrillas ni tampoco tenemos una olla bastante grande para cocerle en ella entero".
Y contesté "¡No te apures por eso, pues nos le comeremos con mucho gusto entero o en pedazos! No tengas escrúpulos por su presentación, y no temas cortarle en pedazos para ponerle guisado". Y partiéndole por la mitad, mi mujer le sacó las entrañas, y vió en medio de aquellas entrañas una cosa que brillaba con vivo resplandor. La cogió, la lavó en el cubo, y vimos que era un trozo de vidrio del tamaño de un huevo de paloma y transparente como el agua de roca. Y tras de contemplarlo algún tiempo, se lo dimos a nuestros hijos para que les sirviese de juguete y no molestaran a su madre, que preparaba el excelente pez.
Y he aquí que por la noche, a la hora de cenar, mi mujer advirtió que, aunque no había encendido todavía su lámpara de aceite iluminaba la estancia una luz que no había traído ella. Y miró a todos lados para ver de dónde procedía aquella luz, y vió que la proyectaba el huevo de vidrio abandonado en el suelo por los niños. Y cogió aquel huevo y lo puso al borde del aparador, en el sitio ordinario de la lámpara. Y llegamos al límite del asombro al ver la vivacidad de la luz que salía de él, y exclamé: "Por Alah, ¡oh mujer! he aquí que el trozo de plomo de Si Saadi no sólo nos alimentaba sino que nos alumbra y nos dispensará, para en lo sucesivo, de comprar aceite para arder".
Y a la claridad maravillosa de aquel huevo de vidrio, nos comimos el deleitoso pescado, comentando nuestro doble provecho de aquel día bendito y glorificando al Retribuidor por sus beneficios. Y aquella noche nos acostamos satisfechos de nuestra suerte y sin desear nada mejor que la continuación de aquel estado de cosas.
Y he aquí que al día siguiente, gracias a la lengua larga de la hija del tío, no tardó en correr por todo el barrio el rumor de que en el vientre del pescado habíamos descubierto aquel vidrio luminoso. Y en seguida recibió mi mujer la visita de una judía, vecina nuestra, cuyo marido era joyero del zoco. Y tras de las zalemas y salutaciones por una y otra parte, la judía, después de contemplar durante largo rato el huevo de vidrio, dijo a mi esposa: "¡Oh vecina mía Aischah! da gracias a Alah, que me ha conducido hoy a tu casa. ¡Porque, como me gusta este trozo de vidrio, y tengo otro trozo de vidrio muy parecido con el que me adorno algunas veces y que hace pareja con éste, quisiera comprártelo, y te ofrezco por él, sin regatear, la enorme suma de diez dinares de oro nuevo!"
Pero nuestros hijos que oyeron hablar de vender su juguete, se echaron a llorar, rogando a su madre que lo guardara para ellos. Y a fin de apaciguarlos, y también porque aquel huevo nos servía de lámpara, ella declinó oferta tan tentadora, con gran despecho de la judía, que se marchó cariacontecida.
A la sazón volví ya del trabajo y mi mujer me puso al corriente de lo que acababa de pasar. Y le contesté: "En verdad ¡oh hija del tío! que si este huevo de vidrio no tuviese algún valor, esa hija de judíos no nos habría ofrecido la suma de diez dinares. Supongo, pues, que volverá otra vez para ofrecernos más. Pero ya veré yo el modo de hacer subir la oferta". Y aquello me indujo al punto a pensar en las palabras de Si Saadi, que me había predicho que un trozo de plomo seguramente podría hacer la fortuna de un hombre, si tal era su destino. Y esperé con toda confianza a que por fin se mostrase mi destino después de huirme durante tanto tiempo.
Aquella misma noche, de acuerdo con mis presentimientos, la judía, esposa del joyero, fué a hacer una segunda visita a mi esposa; y tras de las zalemas y salutaciones de rigor, le dijo: "¡Oh vecina mía Aischah! ¿cómo puedes despreciar los dones del Retribuidor? ¡Y al despreciarlos rechazas el pan que te ofrezco por un trozo de vidrio! ¡Pero ya que se trata del bien de tus hijos, sabe que he hablado de ese huevo con mi marido, y como estoy encinta y no conviene que el deseo de las mujeres encinta se reconcentre sin verse cumplido, ha consentido en dejarme que te ofrezca veinte dinares de oro nuevo a cambio de tu trozo de vidrio!"
Pero mi mujer, que había recibido instrucciones mías a este respecto, contestó: "¡Ay, Ualah! ¡oh vecina! me haces volver en mí. Pero yo no tengo voto en casa, pues el hijo de mi tío es el amo de la casa y de su contenido, y a él es a quien tienes que dirigirte. ¡Espera, pues, a su regreso para hacerle esa oferta!"
Y cuando regresé, la judía me repitió lo que había dicho a mi esposa, y añadió: "Te traigo el pan de tus hijos, ¡oh hombre! por un trozo de vidrio. Porque debe satisfacerse mi antojo de mujer encinta, y mi esposo no quiere tener sobre su conciencia la reconcentración del deseo de las mujeres encinta. ¡Por eso ha consentido en dejarme proponerte ese cambio y esa venta, con gran pérdida para él!"
Y yo, ¡oh mi señor! dejando a aquella judía que me dijera cuánto quería darme, me tomé tiempo para responderle y acabé por mirarla sin decir una palabra, meneando la cabeza por toda respuesta.
Al ver aquello, a la hija de judíos se le puso muy amarilla la tez, me miró con ojos llenos de desconfianza, y me dijo: "Ruega a tu Profeta ¡oh musulmán!" Y contesté: "¡Con El la plegaria y la paz ¡oh descreída! y las más escogidas bendiciones del Dios único!"
Y ella repuso: "¿A qué vienen esos ojos vacíos ¡oh padre de tus hijos! y ese ademán negativo para los beneficios del Retribuidor sobre tu casa por mediación nuestra?" Yo contesté: "¡Los beneficios de Alah sobre Sus criaturas ¡oh hija de descreídos! son ya incalculables! ¡Glorificado sea, sin mediación de los que se apartan del camino derecho!" Y ella me dijo: "¿Entonces rehúsas los veinte dinares de oro?" Y tras de hacer de nuevo yo el signo negativo, me dijo ella: "¡Pues bien, ¡oh vecino! te ofrezco por tu vidrio cincuenta dinares de oro! ¿Estás satisfecho?" Y con mi gesto más indiferente, de nuevo hice un signo negativo de cabeza. Y me puse a mirar a otra parte...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 872ª noche

Ella dijo:
... Y con mi gesto más indiferente, de nuevo hice un signo negativo de cabeza. Y me puse a mirar a otra parte.
Entonces la mujer del joyero recogió sus velos como para marcharse, se dirigió a la puerta, hizo ademán de abrirla, y como decidiéndose de pronto, se encaró conmigo y me dijo: "¡La última palabra! ¡Cien dinares de oro! ¡Y eso que no sé si mi marido querrá darme tan formidable suma!"
Y entonces accedí a contestar, y le dije, no sin un aire de profunda indiferencia: "No es para que te marches disgustada, ¡oh vecina! pero estás muy lejos de ponerte en razón. Porque este huevo de vidrio, por el que me ofreces el precio irrisorio de cien dinares, es una cosa maravillosa, y su historia es tan maravillosa como él mismo. Por eso, y únicamente para darte gusto a ti y a nuestro vecino, y para no hacer que se reconcentre el deseo de una mujer encinta, me limitaré a reclamar, como precio de ese huevo luminoso, la suma de cien mil dinares de oro, ni uno más, ni uno menos. ¡Y si quieres, lo tomas, y si no, lo dejas, pues más me ofrecerán otros joyeros que están más al corriente que tu marido del valor real de las cosas hermosas y únicas! En cuanto a mí, ante Alah el Omnisciente juro que no variaré de tasación ni para aumentarla ni para disminuirla. ¡Uassalam!"
Cuando la mujer del judío hubo oído estas palabras y comprendido su significado, no supo replicar nada, y me dijo, marchándose: "Yo ni vendo ni compro, sino que es mi marido quien manda. Si la cosa le conviene, ya te hablaré de ello. ¡Prométeme, sin embargo, tener paciencia y esperar, antes de entrar en tratos con otros joyeros, a que él vea por sí mismo ese huevo de vidrio!"
Y se lo prometí.
Y se marchó.
Después de aquella discusión, ¡oh Emir de los Creyentes! ya no dudé de que el tal huevo, que yo creía de vidrio, era una gema entre las gemas del mar, desprendida de la corona de algún rey marino. Y por otra parte, yo, como todo el mundo, sabía que en las profundidades yacen tesoros con los que se adornan las hijas del mar y las reinas del mar. Y aquel hallazgo sirvió para confirmarme en mi creencia. Y glorifiqué al Retribuidor, que, por conducto del pez del pescador, había puesto entre mis manos aquella maravillosa muestra de los adornos de las jóvenes marinas. Y determiné no desdecirme de la cifra de cien mil dinares que había dicho a la mujer del judío, pensando que mejor habría hecho en no apresurarme a fijar de aquel modo la tasación, cuando tal vez hubiera podido obtener más del joyero judío. Pero como había fijado esta cifra solemnemente, no quise desdecirme, y me prometí mantenerme en lo que hube de indicar.
Y como había yo previsto, no tardó en presentarse en mi casa el joyero judío en persona. Y tenía un aire de redomado que no me anunciaba nada bueno, sino que me advertía que el hijo de cochinos iba a utilizar toda su astucia para escamotearme la gema como el que no quiere la cosa. Y por mi parte, me puse en guardia, adoptando la actitud más sonriente y más amable, y le rogué que tomara asiento en la estera. Y después de las zalemas y salutaciones de rigor, me dijo él: "¡Espero ¡oh vecino! que no estará el cáñamo demasiado caro en estos tiempos y que los negocios de tu tienda serán benditos!" Y yo contesté en el mismo tono: "La bendición de Alah no falta a Sus creyentes, ¡oh vecino! Y espero que a ti te serán favorables en el zoco de los joyeros". Y me dijo él: "¡Por vida de Ibrahim y de Yacub, ¡oh vecino! créeme que peligran, créeme que peligran! Y apenas si tenemos para comer un pedazo de pan y de queso". Y durante un buen rato continuamos hablando de tal suerte, sin abordar la única cuestión que nos interesaba, hasta que el judío, al ver que nada sacaba de mí por ese medio, acabó por ser el primero en decirme: "La hija de mi tío ¡oh vecino! me ha hablado de cierto huevo de vidrio, sin gran valor por lo demás, que sirve de juguete a tus hijos, y ya sabes que cuando una mujer está encinta, como lo está la mía, tiene antojos extraños y estrambóticos. Pero, desgraciadamente, nos vemos precisados a satisfacer tales antojos, hasta cuando son irrealizables, a trueque de que el objeto deseado llegue a imprimirse en el cuerpo del niño y a deformarle. Y en el caso actual, como el deseo de mi mujer se ha cifrado en ese huevo de vidrio, mucho me temo que, si no lo satisfago, se reproduzca ese huevo en tamaño natural sobre la nariz de nuestro hijo, cuando nazca, o sobre cualquier parte más delicada todavía y que la decencia me impide nombrar. Te ruego, pues, ¡oh vecino! que me enseñes, ante todo, ese huevo de vidrio, y en caso de que viera que me es imposible adquirir uno parecido en el zoco, tengas a bien cedérmelo mediante un precio razonable que tú me indicarás, sin aprovecharte demasiado de mi situación".
Y a estas palabras del judío, contesté: "Escucho y obedezco".
Y me levanté y fui hacia mis hijos, que jugaban en el patio con el huevo consabido y se lo quité de las manos, a pesar de sus gritos y sus protestas. Luego volví a la estancia donde me esperaba el judío sentado en la estera, y cerré la puerta y las ventanas, de modo que fuese completa la oscuridad, disculpándome por obrar así. Y hecho lo cual, me saqué del seno el huevo y lo puse bien a la vista, sobre un taburete, ante el judío.
Y al punto se iluminó la habitación como si ardieran en ella cuarenta antorchas. Y al ver aquello, el judío no pudo menos de exclamar: "¡Es una de las gemas que adornan la corona de Soleimán ben Daud!" Y tras de asombrarse de tal suerte, comprendió que había hablado demasiado, y se rehizo, diciendo: "Pero ya las he tenido semejantes entre mis manos. ¡Y como no eran de fácil venta, me he apresurado a revenderlas con pérdida! ¡Ah! ¿por qué estará encinta ahora la hija del tío para obligarme a adquirir una cosa invendible?"
Luego me dijo: "¿Cuánto pides ¡oh vecino! por este huevo marino?"
Yo contesté: "No está en venta, ¡oh vecino! pero te lo daré para no hacer que se reconcentre el deseo de la hija de tu tío. Y ya he marcado el precio de esta cesión. ¡Alah es testigo de que no me desdeciré!" Y me dijo él: "¡Sé razonable, ¡oh hijo de gentes de bien! y no arruines mi casa! ¡Aunque vendiera mi tienda y mi casa y aunque me vendiera yo mismo en el zoco de los subastadores, con mi mujer y mis hijos, no llegaría a realizar la cifra exorbitante que has señalado, en broma sin duda alguna! ¡Cien mil dinares de oro, ya Alah! ¡cien mil dinares de oro, ¡oh jeique! ni uno más, ni uno menos! ¡Es mi muerte lo que reclamas!"
Y tras de volver a abrir la puerta y las ventanas, contesté tranquilamente: "¡Cien mil dinares de oro, ni uno más, que el aumento sería ilícito! ¡Pero ni uno menos! ¡Lo tomas, si quieres, y si no lo dejas!" Y añadí: "Y cuenta que, si yo hubiera sabido que este huevo maravilloso era una gema entre las gemas marinas de la corona de Soleimán ben Daud (¡con ambos la plegaria y la paz!), no hubiese pedido cien mil dinares, sino diez veces cien mil, y además, algunos collares y joyeles de tu tienda como presente para mi mujer, que ha preparado el negocio difundiendo nuestro descubrimiento. Date, pues, por muy contento con pagar ese precio irrisorio, ¡oh hombre! y ve en busca de tu oro".
Y el joyero judío, con la nariz muy alargada al ver que nada podía hacer, se reconcentró un instante, luego me miró con resolución, y dijo, lanzando un gran suspiro: "¡El oro está a la puerta! ¡Dame la gema!" Y así diciendo, sacó la cabeza por la ventana y gritó a un esclavo negro que permanecía estacionado en la calle y tenía de la brida a un mulo cargado con varios sacos: "¡Hola Mubarak! ¡sube aquí los sacos y la balanza!"
Y el negro subió a mi casa los sacos llenos de dinares, y el judío los abrió uno tras otro y me pesó los cien mil dinares, como yo los había pedido, ni uno más, ni uno menos. Y la hija de mi tío sacó de nuestro cofre grande de madera, único que poseíamos, toda la ropa que contenía, y lo llenamos con el oro del judío. Y sólo entonces me saqué del seno, donde la había guardado para que estuviese segura, la gema salomónica, y se la entregué al judío, diciéndole: "¡Ojalá la revendas diez veces más cara de lo que acabas de comprarla!" Y él se echó a reír con una boca que le llegaba hasta las orejas, diciéndome: "¡Por Alah, ¡oh jeique! que no está de venta! La destino a satisfacer el antojo de mi mujer encinta".
Y se despidió de mí y me hizo ver la anchura de sus hombros.
¡Y esto es lo referente a él!
¡...Pero he aquí ahora lo que atañe a Si Saad, a Si Saadi y al destino que me trajo el pez ...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 873ª noche

Ella dijo:
¡... Pero he aquí ahora lo que atañe a Si Saad, a Si Saadi y al destino que me trajo el pez!
Cuando de la noche a la mañana me vi más rico de lo que nunca había deseado mi alma, y rodeado de oro y opulencia, no me olvidé de que, al fin y al cabo, sólo era un antiguo cordelero pobre, hijo de cordelero, y di gracias al Retribuidor por Sus beneficios y me puse a pensar en el uso que en adelante habría de hacer de mis riquezas. Pero habría querido primeramente besar la tierra entre las manos de Si Saadi, para demostrarle mi gratitud y hacer lo mismo con Si Saad, a quien, en último término, debía el ser quien era, por más que él no viera realizadas, como Si Saadi, sus buenas intenciones para conmigo. Pero me lo impidió la timidez; y además, yo no sabía con exactitud dónde vivían ambos. Por eso preferí esperar a que fuesen ellos por propio impulso a pedir noticias del pobre cordelero Hassán. (¡Alah le tenga en Su compasión al tal antiguo Hassán, que ya ha fallecido y tuvo una juventud tan miserable!)
Y entretanto, decidí hacer el mejor uso posible de la fortuna que me había sido escrita. Y lo primero que hice no fué comprarme ricos trajes ni cosas suntuosas, sino en ir en busca de todos los cordeleros pobres de Bagdad, que vivían en el mismo estado de miseria en que había vivido yo tanto tiempo, y congregándolos les dije: "He aquí que el Retribuidor me ha escrito el bienestar y me ha enviado Sus beneficios, siendo yo el último en merecerlos. Y por eso ¡oh hermanos musulmanes! deseo que los favores del Altísimo no se acumulen sobre la misma cabeza y que os aprovechéis de ellos con arreglo a vuestras necesidades. Así es que desde hoy os tomo a todos a mi servicio, empleándoos en trabajar para mí en la obra de cordelería, en la seguridad de que se os pagará liberalmente, según vuestra habilidad, a fin de la jornada. De esta manera tendréis la certeza de ganar abundantemente el pan de vuestra familia sin tener que preocuparos del día de mañana. Y ya sabéis por qué os he congregado en este local. Y esto es lo que tenía que deciros. ¡Pero Alah es más generoso y más magnánimo!"
Y los cordeleros me dieron gracias y alabaron mis buenas intenciones con respecto a ellos, y aceptaron lo que les propuse. Y desde entonces continúan trabajando por mi cuenta con tranquilidad, contentos de tener asegurada su vida y la de sus hijos. Y yo, merced a esta organización, cada vez aumento más mis rentas y consolido mi situación.
Ya hacía algún tiempo que había abandonado yo mi pobre casa antigua para establecerme en otra que había hecho construir a todo costo entre jardines, cuando Si Saad y Si Saadi pensaron por fin en ir a saber noticias del pobre cordelero Hassán conocido de ellos. Y fué extremado su asombro cuando nuestros antiguos vecinos, a quienes preguntaron al ver mi tienda cerrada como si me hubiese muerto, les aseguraron que no solamente estaba vivo todavía, sino que era uno de los mercaderes más ricos de Bagdad, que habitaba un maravilloso palacio rodeado de jardines y que ya no me llamaba Hassán el cordelero, sino Si Hassán el Magnífico. Entonces, tras de hacer que les dieran señas más precisas acerca del lugar en que se hallaba mi palacio, se dirigieron a él y no tardaron en llegar ante la puerta principal que daba acceso a los jardines. Y el portero les hizo atravesar un bosque de naranjos y de limoneros cargados de frutos y cuyas raíces se refrescaban en el agua que perpetuamente corría por una reguera que partía del río. Y cuando llegaron a la sala de recepción, estaban ya encantados de la frescura, del sombrajo, del murmullo del agua y del canto de los pájaros.
Y no bien me anunció su llegada uno de mis esclavos, les salí al encuentro apresuradamente y quise cogerles la orla del traje para besársela. Pero me lo impidieron y me abrazaron como si fuese su hermano, y les invité a entrar en el kiosco que había en el jardín, rogándoles que se sentaran en el sitio de honor que les correspondía. Y me senté un poco más lejos, como era debido.
Y después de hacer que les sirvieran sorbetes y refrescos, les conté cuanto me había sucedido punto por punto, sin olvidar el menor detalle. Pero no hay utilidad en repetirlo. Y Si Saadi, en el límite de la satisfacción, se encaró con su amigo y le dijo: "Ya lo ves, ¡oh Si Saad!" Y no le dijo nada más.
Y aún no habían vuelto del asombro en que hubo de sumirlos mi historia, cuando dos de mis hijos, que se divertían en el jardín, entraron de improviso, llevando en sus manos un gran nido de ave que  acababa de coger para ellos en la copa de una palmera el esclavo que vigilaba sus juegos. Y nos asombramos mucho al ver que aquel nido, que tenía pollos de gavilán, estaba hecho en un turbante. Y al examinar más de cerca aquel turbante, observé, sin que me cupiese duda alguna, que era el mismo que en otro tiempo me había llevado el gavilán ladrón. Y me encaré con mis huéspedes, y les dije: "¡Oh mis señores! ¿os acordáis todavía del turbante que llevaba yo el día en que Si Saad me hizo don de los primeros doscientos dinares?" Y contestaron: "No, por Alah, no nos acordamos con exactitud". Y Si Saad añadió: "¡Pero lo reconoceré, indudablemente, si están en él los ciento noventa dinares!" Y contesté: "¡Oh mis señores, no lo dudéis!" Y saqué los pajarillos, dándoselos a los niños, y desbaraté el nido, y desenrollé el turbante en toda su longitud. Y de la punta colgaba intacta, y atada como yo la había atado, la bolsa de Si Saad con los dinares que contenía.
Y aún no habían vuelto de su asombro mis dos huéspedes, cuando entró uno de los palafreneros llevando en las manos una cuba de salvado que al punto reconocí como la que mi mujer había cedido en otro tiempo al mercader de tierra para limpiar el cabello. Y me dijo: "¡Oh mi señor! esta cuba, que he comprado hoy en el zoco, porque se me había olvidado coger pienso para el caballo que montaba, contiene un saco atado que traigo entre tus manos". Y reconocimos la segunda bolsa de Si Saad.
Y desde entonces ¡oh Emir de los Creyentes! los tres vivimos como amigos, convencidos para siempre del poder del Destino, y maravillados de las vías que utiliza para llevar a cabo sus decretos.
Y como los bienes de Alah deben volver a sus pobres, no dejé de invertirlos en hacer las dádivas y limosnas prescritas. Y por eso me has visto dar esa limosna al mendigo del puente de Bagdad. ¡Y tal es mi historia!"
Cuando el califa hubo oído este relato del jeique generoso, le dijo: "¡Ciertamente, ¡oh jeique Hassán! las vías del Destino son maravillosas, y como prueba en apoyo de lo que me has contado, voy a enseñarte algo!"
Y se encaró con el visir del Tesoro y le dijo unas palabras al oído. Y el visir salió para volver al cabo de algunos instantes con un estuche en la mano. Y el califa lo cogió, lo abrió, y enseñó el contenido al jeique, quien al punto reconoció la gema salomónica cedida al joyero judío. Y Al-Raschid le dijo: "Esta gema entró en mi tesoro el mismo día que se la vendiste al judío".
Luego se encaró con el cuarto personaje, que era el maestro de escuela lisiado y con la boca hendida, y le dijo: "Cuenta lo que tengas que contarnos".
Y tras de besar la tierra entre las manos del califa, el hombre dijo:

HISTORIA DEL MAESTRO DE ESCUELA LISIADO Y CON LA BOCA HENDIDA

"Sabe ¡oh Emir de los Creyentes! que, por mi parte, empecé a ganarme la vida como maestro de escuela, y tenía bajo mi mano unos ochenta muchachos. Y la historia de lo que me sucedió con estos muchachos es prodigiosa.
Debo empezar por decirte ¡oh mi señor! que yo era para ellos severo hasta el límite de la severidad, e inflexible y riguroso, hasta el punto de exigir que, incluso en las horas de recreo, continuasen trabajando, y no los enviaba a sus casas hasta una hora después de ponerse el sol. Y aun entonces no dejaba de vigilarlos, siguiéndolos por zocos y barrios, para impedirles que jugaran con granujillas que los pervirtieran.
Y he aquí que fue precisamente mi rigor el que atrajo sobre mi cabeza las calamidades, como vas a ver ¡oh Emir de los Creyentes! En efecto, al entrar un día entre los días en la sala de lectura en el momento en que todos mis alumnos estaban reunidos, los vi de pronto erguirse sobre sus piernas a todos y exclamar con una sola voz "¡Oh maestro, que amarillo tienes hoy el rostro!" Y me sorprendió mucho aquello; pero como no sentía ningún dolor interno que pudiese amarillearme de tal suerte el rostro, no me preocupé excesivamente de aquella noticia, y abrí la clase como de costumbre, gritándoles: "Empezad, ¡oh granujas! que ha llegado la hora de trabajar". Pero he aquí que el alumno monitor avanzó hacia mí con un aire preocupado, y me dijo: "¡Por Alah, ¡oh maestro! tienes muy amarillo el rostro hoy, y Alah aleje tu mal! Si estás muy enfermo, yo daré la clase en lugar tuyo". Y al mismo tiempo, todos los alumnos, demostrando gran inquietud, me miraban llenos de conmiseración, como si ya estuviese yo a punto de rendir el alma. Y acabé por impresionarme mucho, y me dije a mí mismo: "¡Oh! por lo visto debes estar muy mal sin darte cuenta de ello. Y las peores enfermedades son las que entran en el cuerpo subrepticiamente, sin que su presencia se revele por molestias muy marcadas". Y me levanté en aquella hora y en aquel instante, confié la dirección de la clase al alumno monitor, y entré en mi harén, donde me acosté cuan largo era, diciendo a mi esposa: "¡Prepárame contra la ictericia!" Y lo dije lanzando muchos suspiros y quejándome, como si ya estuviese bajo la acción de todas las pestes y enfermedades rojas.
A la sazón, el alumno monitor llamó a la puerta y pidió permiso para entrar. Y me entregó la suma de ochenta dracmas, diciéndome: "¡Oh maestro! los buenos de tus alumnos acaban de verificar una colecta entre ellos para hacerte este presente, a fin de que nuestra maestra pueda cuidarte bien sin reparar en gastos".
Y me conmoví mucho con aquel rasgo de mis alumnos, y para demostrarles mi satisfacción, les di un día de asueto, sin sospechar que se había fraguado todo con este único fin. ¿Pero quién puede adivinar toda la malicia que se oculta en el pecho de los niños?
En cuanto a mí, pasé todo aquel día muy apurado, aunque la vista del dinero que habíame venido de manera tan inesperada me daba cierto gusto. Y al día siguiente volvió a verme el alumno monitor, y al encontrarse conmigo exclamó: "Alah aleje de ti todo mal, oh maestro! ¡Pero aún tienes la tez más amarilla que ayer! ¡Descansa! ¡descansa! ¡Y no te preocupes de los demás...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 874ª noche

Ella dijo:
"¡...Alah aleje de ti todo mal, ¡oh maestro! Pero aún tienes la tez más amarilla que ayer!
¡Descansa! ¡Y no te preocupes de los demás!" Y muy impresionado con las palabras del maligno muchacho, me dije a mí mismo: "Cuídate bien, ¡oh maestro! cuídate bien a costa de tus alumnos". Y así pensando, dije al monitor: "¡Da tú la clase como si yo estuviera allí!" Y empecé a gemir y a lamentarme de mí mismo. Y dejándome en aquel estado, el muchacho se apresuró a reunirse con los demás alumnos para ponerlos al corriente de la situación.
Y aquel estado de cosas duró una semana entera, al cabo de la cual el alumno monitor me llevó otra suma de ochenta dracmas, diciéndome: "Es la colecta que han hecho los buenos de tus alumnos, a fin de que nuestra maestra te pueda cuidar bien". Y aún me conmoví mucho más que la vez primera, y me dije: "¡Oh! en verdad que tu enfermedad es una enfermedad bendita que te proporciona dinero sin trabajos ni esfuerzos, y que, al fin y al cabo, no te hace sufrir. ¡Ojalá dure mucho tiempo todavía, para mayor bien tuyo!"
Y desde aquel momento decidí fingir que seguía enfermo, persuadido a la larga de que mi organismo no estaba realmente atacado, y diciéndome: "Jamás tus lecciones te producirán tanto como tu enfermedad".
Y a partir de aquel momento, me tocó a mí hacer creer en lo que no existía. Y cada vez que el alumno monitor volvía a verme le decía yo: "¡Voy a morir de inanición, porque mi estómago rehúsa los alimentos!" Pero no era verdad, pues nunca había comido yo con tanto apetito ni me había encontrado mejor.
Y continué viviendo de tal suerte durante algún tiempo, cuando he aquí que un día entró el alumno en el preciso momento en que me disponía a comer un huevo. Y al verle, mi primer impulso fue el de ocultar el huevo en mi boca, por temor de que, al encontrarme comiendo, sospechara la verdad y advirtiese mi falsía. Y como el huevo quemaba, me producía dolores intolerables. Y el empecatado chiquillo, que sin duda alguna debía saber a qué atenerse acerca de la situación, en vez de marcharse persistió en mirarme con aire compasivo y diciéndome: "¡Oh maestro, qué inflamadas tienes las mejillas y cuánto debes sufrir! Eso seguramente debe ser un absceso maligno". Luego, como en mi tortura se me salían los ojos de la cabeza y no le contestaba, me dijo: "¡Hay que abrirlo! ¡Hay que abrirlo!"
Y avanzó hacia mí con presteza, y quiso clavarme en la mejilla una aguja gorda. Pero entonces salté sobre ambos pies vivamente, y corrí a la cocina, donde escupí el huevo, que ya me había quemado gravemente las mejillas. Y a consecuencia de aquella quemadura, ¡oh Emir de los Creyentes! se me declaró en la mejilla un verdadero absceso y me hizo ver la muerte roja. Y me hizo ir al barbero, que me sacó la mejilla para vaciarme el absceso. Y a consecuencia de aquella operación se me quedó la boca hendida y deformada.
Y he aquí el por qué de la rasgadura y de la deformación de mi boca. En cuanto al por qué de mi lisiadura, ¡helo aquí!
Cuando, al cabo de algún tiempo, me repuse de las consecuencias de la herida, volví a la escuela, donde fui más riguroso y severo que nunca para con mis alumnos, cuya turbulencia había que reprimir. Y cuando la conducta de uno de ellos dejaba algo que desear, le corregía a estacazos. Así acabé por enseñarles a respetarme de tal modo, que, cuando me ocurría estornudar, abandonaban al instante sus libros y cuadernos, se erguían sobre sus pies con los brazos cruzados y se inclinaban ante mí hasta tierra, exclamando de común acuerdo: "¡Bendición! ¡Bendición!" Y yo contestaba, como era razón: "¡Y con vosotros el perdón! ¡Y con vosotros el perdón!" Y también les enseñaba otras mil cosas, a cual más provechosa e instructiva. Porque no quería que sus padres gastasen en vano el dinero que me daban por su educación. Y de tal suerte esperaba hacer de los chicos excelentes sujetos y comerciantes respetables.
Un día, que era día de salida, los llevé de paseo un poco más lejos que de costumbre. Y de haber andado mucho, teníamos mucha sed. Y como precisamente habíamos llegado junto a un pozo, decidí bajar a él para aplacar mi sed con el agua fresca que contenía y coger un cubo de ella, si podía, para los chicos.
Y al ver que no había cuerda, cogí todos los turbantes de los alumnos, y haciendo con los mismos una cuerda bastante larga, me la até a la cintura y ordené a mis alumnos que me bajaran al pozo. Y al punto me obedecieron. Y me vi colgado del orificio del pozo. Y me bajaron con precaución para que no diese con la cabeza en la piedra. Y he aquí que el tránsito del calor al fresco y de la luz a la oscuridad me hizo estornudar. Y no pude reprimir un estornudo. Y sea involuntariamente, sea por costumbre, sea por malicia, mis escolares soltaron la cuerda con un ademán unánime, se cruzaron de brazos y exclamaron todos a la vez, como lo hacían en la escuela: "¡Bendición! ¡Bendición!" Pero no pude contestarles en aquella circunstancia, porque caí pesadamente al fondo del pozo. Y como el agua no tenía mucha profundidad, no me ahogué; pero me rompí ambas piernas y la clavícula, en tanto que los chicos, espantados no sé si de su hazaña o de su atolondramiento, huyeron a todo correr.
Y yo lanzaba tales gritos de dolor, que unos transeúntes, de quienes llamé la atención, me sacaron del pozo. Y como me hallaba en un estado lamentable, me colocaron en un asno y me llevaron a casa, donde estuve postrado durante un tiempo considerable. Pero jamás me curé de mi accidente. Y no pude volver a ejercer mi profesión de maestro de escuela.
Y por eso ¡oh Emir de los Creyentes! me vi obligado a mendigar para dar de comer a mi mujer y a mis hijos. Y así es como me has visto y socorrido generosamente en el puente de Bagdad.
¡Y tal es mi historia!"
Y cuando el maestro de escuela lisiado y con la boca hendida acabó de contar de tal suerte la causa de su lisiadura y de su deformidad, Massrur, el portaalfanje, le hizo volver a la fila. Y el ciego que se hacía abofetear en el puente avanzó a tientas entre las manos del califa, y obedeciendo a la orden que le habían dado, contó así lo que tenía que contar. Dijo:

HISTORIA DEL CIEGO QUE SE HACIA ABOFETEAR EN EL PUENTE
"Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! que, por lo que a mí respecta, en tiempos de mi juventud yo era conductor de camellos. Y gracias a mí trabajo y a mi perseverancia, acabé por ser propietario de ochenta camellos de mi exclusiva pertenencia. Y los alquilaba a las caravanas que comerciaban de un país en otro, y en época de peregrinación, lo cual me valía crecidos beneficios y hacía aumentar de año en año mi capital y mis intereses. Y con mis beneficios aumentaba de día en día mi deseo de ser más rico aún, y no pensaba nada menos que en llegar a ser el más rico de los conductores de camellos del Irak.
Un día entre los días, regresando yo de Bassra de vacío con mis ochenta camellos, a los que había conducido a aquella ciudad cargados de mercaderías con destino a la India, y habiendo hecho alto junto a un depósito de agua para darles de beber y dejarlos pacer por las cercanías, vi avanzar en dirección mía a un derviche. Y el tal derviche me abordó con aire cordial, y después de las zalemas por una y otra parte, se sentó a mi lado. Y reunimos nuestras provisiones, y con arreglo a las costumbres del desierto, tomamos juntos nuestra comida. Tras de lo cual nos pusimos a hablar de unas cosas y de otras y nos interrogamos mutuamente acerca de nuestro viaje y de su punto de destino. Y él me dijo que se dirigía a Bassra y yo le dije que iba a Bagdad. Y cuando reinó la intimidad entre nosotros, le hablé de mis negocios y de mis ganancias y le di cuenta de mis proyectos de riquezas y de opulencia.
Y dejándome hablar hasta que concluí, el derviche me miró sonriendo y me dijo: "¡Oh mi señor Babá-Abdalah, cuánto trabajo te tomas para llegar a un resultado tan poco proporcionado, cuando a veces basta un recodo del camino para que el destino os haga, en un abrir y cerrar de ojos, no solamente más rico que todos los conductores de camellos del Irak, sino más poderoso que todos los reyes de la tierra reunidos!". Luego añadió: "¡Oh mi señor Babá-Abdalah! ¿Oíste alguna vez hablar de tesoros escondidos y de riquezas subterráneas?" Y contesté: "Ciertamente, ¡oh derviche! he oído hablar a menudo de tesoros escondidos y de riquezas subterráneas. Y todos sabemos que cada uno de nosotros puede, si tal es el decreto del Destino, despertarse un día más opulento que los reyes todos. Y no hay un labrador que, al labrar su tierra, no piense que llegará día en que caiga sobre la piedra sellada de algún tesoro maravilloso, y no hay un pescador que, al arrojar sus redes al agua, no piensa en que llegará día en que saque la perla o la gema marina que le llevará al límite de la opulencia. ¡Pues no soy un ignorante, ¡oh derviche! y además estoy persuadido de que los hombres de tu corporación conocen secretos y palabras de gran poder!"
Y al oír este discurso, el derviche cesó de escarbar en la arena con su báculo, me miró de nuevo y me dijo: "¡Oh mi señor Babá-Abdalah! creo que hoy no has tenido un mal encuentro al encontrarte conmigo, y se me antoja que este día es para ti precisamente el día en que hará recodo el camino que te conduzca frente a tu destino". Y le dije: "¡Por Alah, ¡oh derviche! que le acogeré con firmeza y con ojos llenos, y tráigame lo que me traiga, lo aceptaré con corazón agradecido!" Y me dijo él: "¡Entonces, levántate ¡oh pobre! y sígueme!"
Y se irguió sobre ambos pies, y echó a andar delante de mí. Y le seguí, pensando: "¡Sin duda hoy es el día de mi destino, después de tanto tiempo como llevo aguardándole!" Y al cabo de una hora de marcha llegamos a un pequeño valle bastante espacioso, cuya entrada era tan estrecha que mis camellos apenas podían pasar por ella uno a uno. Pero no tardó en ensancharse el terreno con el valle, y nos vimos al pie de una montaña tan impracticable, que no había ni que pensar que una criatura humana llegase por allí nunca hasta nosotros. Y el derviche me dijo: "Henos aquí llegados adonde había que llegar. Por lo que a ti respecta, para tus camellos y haz que se sienten, a fin de que, cuando llegue el momento de cargarlos con lo que vas a ver, no nos cueste trabajo el hacerlo". Y contesté con el oído y la obediencia, y me dediqué a sentar a todos los camellos, uno tras de otro, en el amplio espacio que se extendía al pie de aquella montaña, tras de lo cual me reuní con el derviche y le encontré con un eslabón en la mano prendiendo fuego a un montón de leña seca. Y en cuanto brotó llama del montón de leña, el derviche arrojó a él un puñado de incienso macho, pronunciando palabras cuyo significado no comprendí. Y al punto se elevó por el aire una columna de humo que el derviche partió en dos con su báculo. Y en seguida una roca grande, frente a la cual nos encontrábamos, se separó por la mitad y nos dejó ver una ancha abertura en el sitio donde un instante antes había una muralla lisa y vertical.. .

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 875ª noche

Ella dijo:
... Y en seguida una roca grande, frente a la cual nos encontrábamos, se separó por la mitad y nos dejó ver una ancha abertura en el sitio donde un instante antes había una muralla lisa y vertical. Y dentro aparecían montones de oro amonedado y de pedrerías, como esos montículos de sal que se ven a orillas del mar. Y a la vista de aquel tesoro, me abalancé sobre el primer montón de oro, con la rapidez del halcón que cae sobre la paloma, y empecé por llenar un saco de que ya me había provisto. Pero el derviche se echó a reír, y me dijo: "¡Oh pobre, estás haciendo un trabajo poco productivo! ¿No ves que si llenas de oro amonedado tus sacos, pesarán demasiado para cargarlos en tus camellos? Llénalos mejor con esas pedrerías amontonadas que hay un poco más allá, y una sola de las cuales vale por sí más que cada uno de esos montones de oro, siendo cien veces más ligera que una moneda de ese metal."
Y contesté: "No hay inconveniente, ¡oh derviche!" Porque comprendí cuán justa era su observación. Y uno tras otro, llené mis sacos con aquellas pedrerías, y los cargué de dos en dos a lomos de mis camellos. Y cuando de tal suerte hube cargado a mis ochenta camellos, el derviche, que me había mirado hacer, sonriendo sin moverse de su sitio, se levantó y me dijo: "Ya no tenemos más que cerrar el tesoro y marcharnos". Y tras de hablar así, entró en la roca, y le vi que se dirigía a una orza labrada que había encima de un zócalo de madera de sándalo. Y en mi fuero interno me decía yo: "¡Por Alah, qué lástima no tener conmigo ochenta mil camellos que cargar con esas pedrerías y esas monedas y esas orfebrerías, en vez de los ochenta que son de mi propiedad únicamente!"
Y he aquí que vi al derviche acercarse a la consabida orza preciosa y levantar la tapa. Y sacó de ella un bote de oro, que se metió en el seno. Y como yo le mirara con una especie de interrogación en los ojos, me dijo: “¡No es nada! ¡Un poco de pomada para los ojos!" Y no me dijo más. Y como, impulsado por la curiosidad, quería yo avanzar a mi vez para coger de aquella pomada buena para los ojos, me lo impidió, diciendo: "Bastante tenemos por hoy, y ya es tiempo de que salgamos de aquí". Y me empujó hacia la salida, y pronunció ciertas palabras que no comprendí. Y al punto se juntaron las dos partes de la roca, y en lugar de la anchurosa abertura apareció una muralla tan lisa como si acabasen de tallarla en la misma piedra de la montaña.
Y el derviche se encaró entonces conmigo y me dijo: "¡Oh Babá-Abdalah! vamos ahora a salir de este valle. Y una vez que lleguemos al paraje donde hubimos de encontrarnos, dividiremos ese botín con toda equidad, y nos lo repartiremos amistosamente".
Y en seguida hice levantarse a mis camellos. Y desfilamos en buen orden por donde habíamos entrado al valle, y fuimos juntos hasta el camino de las caravanas, donde debíamos separarnos para seguir cada cual el suyo, yo hacia Bagdad y el derviche hacia Bassra. Pero en el camino me había dicho yo, pensando en el reparto consabido: "¡Por Alah! este derviche pide demasiado por lo que ha hecho. ¡Verdad es que él me ha revelado el tesoro, y lo ha abierto, merced a su ciencia de la hechicería, que el Libro Santo reprueba! ¿Pero qué hubiera hecho sin mis camellos? ¡Y hasta puede ser que sin mi presencia no hubiera tenido éxito la cosa, ya que el tesoro indudablemente está escrito a mi nombre, en mi suerte y en mi destino! Creo, pues, que si le doy cuarenta camellos cargados de estas pedrerías salgo perdiendo yo, que me he fatigado cargando los sacos mientras él descansaba sonriendo; y al fin y al cabo, yo soy el dueño de los camellos. No conviene, por tanto, que le deje hacer el reparto a su antojo. Y sabré hacerle atender a razones".
Así es que, cuando llegó el momento del reparto, dije al derviche: "¡Oh santo hombre! tú que, según los principios de tu corporación, debes preocuparte muy poco de los bienes del mundo, ¿qué vas a hacer de esos cuarenta camellos con su carga, que tan indiferente me reclamas como precio de tus indicaciones?" Y lejos de escandalizarse por mis palabras o de enfadarse, como yo esperaba, el derviche me contestó con voz pausada: `Babá-Abdalah, estás en lo cierto al decir que debo ser hombre que se preocupa muy poco de los bienes de este mundo. Así, no es por mí por quien reclamo la parte que me corresponde en un reparto equitativo, sino para distribuirla por el mundo a todos los pobres y a todos los desheredados. En cuanto a lo que tú llamas injusticia, piensa, ya Babá-Abdalah, que con cien veces menos de lo que te he dado serías ya el más rico de los habitantes de Bagdad. Y olvidas que nada me obligaba a hablarte de ese tesoro, y que hubiera podido guardar para mí solo el secreto. ¡Desecha, pues, la avidez y conténtate con lo que Alah te ha dado, sin tratar de contravenir nuestro acuerdo!"
Entonces, aunque convencido de la mala calidad de mis pretensiones y seguro de mi falta de derecho, cambié la cuestión de aspecto y de forma y contesté: "¡Oh derviche! me has convencido de mis errores. Pero permíteme que te recuerde que eres un excelente derviche que ignora el arte de conducir camellos y no sabe más que servir al Altísimo. Por lo visto, olvidas el apuro en que te verías al querer conducir a tantos camellos acostumbrados a la voz de su amo. Si quieres creerme, coge lo menos posible, sin perjuicio de volver más tarde al tesoro para cargar de nuevo con pedrerías, ya que puedes abrir y cerrar a tu antojo la entrada de la gruta. Escucha, pues, mi consejo y no expongas tu alma a sinsabores y preocupaciones a que no está acostumbrada". Y el derviche, como si no pudiese rehusarme nada, contestó: "Confieso ¡oh Babá-Abdalah! que de primera intención no había reflexionado en lo que acabas de recordarme; y heme aquí ya extremadamente inquieto por las consecuencias de ese viaje, solo con todos esos camellos. Escoge, pues, de los cuarenta camellos que me corresponden los veinte que te plazca escoger, y déjame los veinte restantes. ¡Después vete bajo la salvaguardia de Alah!"
Y yo, muy sorprendido de encontrar en el derviche tanta facilidad para dejarse persuadir, me apresuré a escoger primero los cuarenta que me correspondían del reparto y luego los otros veinte que me cedía el derviche. Y tras de darle gracias por sus buenos oficios, me despedí de él y me puse en camino para Bagdad, mientras él guiaba sus veinte camellos por el lado de Bassra.
Y he aquí que no había dado yo más que unos veinte pasos, cuando el cheitán infundió en mi corazón la envidia y la ingratitud. Y empecé a deplorar la pérdida de mis veinte camellos, y más aún las riquezas que llevaban de carga al lomo. Y me dije: "¿Por qué me arrebata mis veinte camellos ese derviche maldito, si es dueño del tesoro y puede sacar de allá cuantas riquezas quiera?" Y de repente paré mis animales y eché a correr detrás del derviche, llamándole con todas mis fuerzas y haciéndole señas para que detuviese sus animales y me esperase. Y oyó mi voz y se detuvo. Y cuando le alcancé, le dije: "¡Oh hermano mío derviche! en cuanto te he dejado he empezado a preocuparme mucho por ti, debido al interés que me tomo por tu tranquilidad. Y no he querido resolverme a separarme de ti sin hacerte considerar una vez más cuán difíciles de conducir son veinte camellos cargados, sobre todo cuando se es, como tú, ¡oh hermano mío derviche! un hombre que no está acostumbrado a este oficio y a este género de ocupación. ¡Créeme que te encontrarás mucho mejor si no te llevas más que diez camellos a lo sumo, aliviándote de los otros diez en un hombre como yo, a quien no cuesta más trabajo cuidar de ciento que de uno solo!" Y mis palabras produjeron el efecto que yo anhelaba, pues el derviche me cedió sin ninguna resistencia los diez camellos que le pedía, de modo que sólo le quedaron diez, y yo me vi dueño de setenta camellos con sus cargas, cuyo valor superaba a las riquezas de todos los reyes de la tierra reunidos.
Después de aquello parece ¡oh Emir de los Creyentes! que yo debía tener motivo para estar satisfecho. Pues bien; ni por asomo lo estaba. Y mis ojos permanecieron tan vacíos como antes, si no más, y mi avidez iba en aumento con mis adquisiciones. Y empecé a redoblar mis solicitudes, mis ruegos y mis importunidades para decidir al derviche a rematar su generosidad accediendo a cederme los diez camellos que le quedaban. Y le abracé y le besé las manos, y tanto hice, que no tuvo el valor de rehusármelos, y me anunció que me pertenecían, diciéndome: "¡Oh hermano Babá-Abdalah! haz buen uso de las riquezas que te vienen del Retribuidor y acuérdate del derviche que te encontró en el recodo de tu destino...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 876ª noche

Ella dijo:
"¡... Oh hermano Babá-Abdalah! haz buen uso de las riquezas que te vienen del Retribuidor, y acuérdate del derviche que te encontró en el recodo de tu destino".
Y yo, ¡oh mi señor! en vez de llegar al límite de la satisfacción por haberme convertido en propietario de toda la carga de pedrerías, me sentí impulsado por la avidez de mis ojos a pedir otra cosa más. Y aquello era lo que debía ocasionar mi perdición. Me vino a las mientes, en efecto, la idea de que el bote de oro que contenía la pomada, y que el derviche había sacado de la orza preciosa antes de salir de la gruta, también tenía que pertenecerme como lo demás. Porque me decía yo: "¡Quién sabe las virtudes que podrá tener esa pomada! Y además, claro es que tengo derecho a llevarme ese bote, pues el derviche puede procurarse en la gruta otros iguales cuando le plazca". Y este pensamiento me determinó a hablarle del particular. Así es que, cuando acababa de abrazarme para despedirse de mí, le dije: "Por Alah sobre ti ¡oh hermano derviche! ¿Qué quieres hacer con este bote de pomada que te has escondido en el seno? ¿Y de qué le puede servir esa pomada a un derviche que de ordinario no utiliza pomadas ni olor de pomada ni sombra de pomada? ¡Mejor es que me des ese bote, a fin de que yo me lo lleve con lo demás como recuerdo tuyo!"
A la sazón yo esperaba que, irritado por mi insistencia, el derviche me rehusase sencillamente el bote consabido. Y estaba dispuesto a basarme en su negativa para arrebatárselo a la fuerza, pues que yo era, con mucho, el más fuerte, y en caso de que se resistiera, a dejarle en el sitio en aquel paraje desierto. Pero, en contra de mis suposiciones, el derviche me sonrió con bondad, se sacó del seno el bote, y me lo presentó graciosamente diciéndome: "¡Toma, aquí tienes el bote, ¡oh hermano Babá- Abdalah! y ojalá satisfaga el último de tus deseos! Por otra parte, si crees que puedo hacer más por ti, no tienes más que hablar, y aquí estoy dispuesto a complacerte".
Cuando tuve el bote entre las manos, lo abrí, y mirando su contenido, dije al derviche: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermano derviche! completa tus bondades diciéndome cómo se usa y qué virtudes tiene esta pomada que desconozco!" Y añadió: "Sabe, ya que lo preguntas, que esta pomada ha sido triturada por los dedos de los genn subterráneos, que han puesto en ella facultades maravillosas. En efecto, si se aplica un poco alrededor del ojo izquierdo y en el párpado, hace aparecer ante quien la ha utilizado los escondrijos donde se encuentran los tesoros de la tierra. Pero si, por desgracia, se aplica esta pomada al ojo derecho, de repente queda uno ciego de ambos ojos a la vez. Y tal es la virtud y tal es el uso de esta pomada, ¡oh hermano Babá Abdalah! ¡Uassalam!"
Y tras de hablar así, quiso de nuevo despedirse de mí. Pero le retuve por la manga, y le dije: "¡Por tu vida! hazme el último favor aplicándome tú mismo esta pomada en el ojo izquierdo, pues sabrás hacerlo mucho mejor que yo, y estoy en el límite de la impaciencia por experimentar la virtud de esta pomada de la que soy poseedor". Y el derviche no quiso hacerse rogar más, y siempre amable y tranquilo, tomó un poco de pomada con la yema del dedo y me la aplicó alrededor del ojo izquierdo y en el párpado izquierdo, diciéndome "¡Abre el ojo izquierdo y cierra el derecho!"
Y abrí el ojo izquierdo untado de pomada, ¡oh Emir de los Creyentes! y cerré el ojo derecho. Y al punto desaparecieron todas las cosas visibles a mis ojos habitualmente para dejar sitio a planos superpuestos de grutas subterráneas y marinas, de troncos de árboles gigantescos ahuecados por la base, de estancias abiertas en roca y de escondrijos de todas clases. Y todo aquello estaba lleno de tesoros de pedrerías, orfebrerías, joyeles, alhajas y dinero de todos los colores y de todas las formas. Y vi metales en sus minas, plata virgen y oro natural, piedras cristalizadas en su ganga y filones preciosos circundando la tierra. Y no cesé de mirar y de maravillarme, hasta que sentí que mi ojo derecho, que me veía obligado a tener cerrado, se fatigaba y quería abrirse. Entonces lo abrí, y al punto los objetos del paisaje que me rodeaba se pusieron por sí solos en su sitio habitual, y todos los planos, debidos al efecto de la pomada mágica, desaparecieron, alejándose.
Y asegurándome así de la verdad acerca del efecto real de aquella pomada cuando se aplicaba al ojo izquierdo, no pude por menos de abrigar dudas acerca del efecto de su aplicación al ojo derecho. Y me dije para mi fuero interno: "Entiendo que el derviche está lleno de astucia y de doblez, y ha estado conmigo tan asequible y tan afable para engañarme a la postre. Porque no es posible que la misma pomada produzca dos efectos tan contrarios en las mismas condiciones, sencillamente a causa de la diferencia de sitio". Y dije al derviche riendo: ¿¡Eh, ualah! ¡oh padre de la astucia, creo que te ríes de mí al presente! Porque no es posible que una misma pomada produzca efectos tan opuestos uno a otro. Antes bien, me parece, pues que no la has ensayado en ti mismo, que, aplicada al ojo derecho, esta pomada tendrá la virtud de poner a mi disposición los tesoros que me ha enseñado mi ojo izquierdo. ¿Qué opinas? ¡Puedes hablar sin reticencias! Y por cierto que, me des o me quites la razón, quiero experimentar en mi propio ojo el efecto de esta pomada al lado derecho, a fin de no tener ya duda. Te ruego, pues, que me la apliques sin tardanza al ojo derecho, porque es preciso que me ponga en camino antes de ocultarse el sol".
Pero por primera vez desde que nos encontramos, el derviche tuvo un movimiento de impaciencia, y me dijo: "¡Babá-Abdalah, tu petición es irrazonable y nociva, y no puedo resolverme a hacerte mal después de haberte hecho bien! ¡No me obligues, pues, con tu obstinación a obedecerte en una cosa de la que te arrepentirás toda tu vida!" Y añadió: "Separémonos, pues, como hermanos, y que cada cual vaya por su camino". Pero yo ¡oh mi señor! no le dejé, y cada vez estaba más persuadido de que las dificultades que ponía no tenían otro objeto que impedirme tener en mi mano, perteneciéndome absolutamente, los tesoros que podía ver con mi ojo izquierdo. Y le dije: "Por Alah, ¡oh derviche! si no quieres que me separe de ti con el corazón descontento por cosa tan fútil, después de tantas de importancia como me has concedido, no tienes más que untarme el ojo derecho con esta pomada, pues yo no sabría. Y en verdad que no te dejaré más que con esta condición".
Entonces el derviche se puso muy pálido y su rostro tomó un aire de dureza que no conocía yo en él, y me dijo: "Te vuelves ciego con tus propias manos". Y tomó un poco de pomada y me la aplicó alrededor del ojo derecho y en el párpado derecho. Y ya no vi más que tinieblas con mis dos ojos, y me convertí en el ciego que ves, ¡oh - Emir de los Creyentes!
Y al sentirme en aquel estado lamentable, volví en mí de pronto y exclamé, tendiendo los brazos al derviche: "Sálvame de la ceguera, ¡oh hermano mío!" Pero no obtuve ninguna respuesta, y se mantuvo él sordo a mis súplicas y a mis gritos, y le oí poner en marcha los camellos y alejarse, llevándose lo que había sido mi parte y mi destino. Entonces me dejé caer al suelo, y estuve sin conocimiento un largo transcurso de tiempo. Y sin duda habría muerto de dolor y de confusión en aquel sitio, si al día siguiente no me hubiese recogido y traído a Bagdad una caravana que volvía de Bassra.
Y desde entonces, tras de haber visto pasar al alcance de mi mano la fortuna y el poder, me vi reducido a este estado de mendigo por los caminos de la generosidad. Y en mi corazón entró el arrepentimiento por mi avaricia y por lo que abusé de los beneficios del Retribuidor, y para castigarme yo mismo, me impuse la penitencia de una bofetada de mano de toda persona que me diera limosna.
Y tal es mi historia, ¡oh Emir de los Creyentes! Y te la he contado sin ocultar en nada mi impiedad y la bajeza de mis sentimientos. Y heme aquí dispuesto a recibir una bofetada de mano de cada uno de los honorables circunstantes, aunque no sea ése bastante castigo.
¡Pero Alah es infinitamente misericordioso!"
Cuando el califa hubo oído esta historia del ciego, le dijo: "¡Oh Babá-Abdalah! ¡Indudablemente tu crimen es un crimen grande y la avidez de tus ojos una avidez imperdonable! Pero creo que te han redimido ya tu arrepentimiento y tu humildad ante el Misericordioso. Y por eso quiero que en adelante esté asegurada tu vida por cuenta de mi tesorero, para no verte sufrir esa penitencia pública que te has impuesto. Y en consecuencia, el visir del tesoro te dará a diario diez dracmas de moneda mía para tu subsistencia. ¡Y Alah te tenga en Su misericordia!"
Y ordenó que también se entregase igual suma al maestro de escuela lisiado y con la boca hendida, y retuvo junto a él, para tratarlos mejor según se merecía su rango y con toda la magnificencia que acostumbraba, al joven dueño de la yegua blanca, al jeique Hassán y al jinete detrás del cual tocaban aires indios y chinos.

63 P2 Los encuentros de Al-Raschid en el puente de Bagdad - segunda de tres partes

Hace parte de

63 Los encuentros de Al-Raschid en el puente de Bagdad        
       63,1 Historia del joven dueño de la yegua blanca
       63,2 Historia del jinete, detrás del cual tocaban aires indios y chinos
       63,3 Historia del jeique de mano generosa
       63,4 Historia del maestro de escuela lisiado y con la boca hendida
       63,5 Historia del ciego que se hacía abofetear en el puente




Ir a la primera parte

Y cuando llegó la 866ª noche

La pequeña Doniazada exclamó: "¡Oh hermana mía! ¡por favor, apresúrate a decirnos qué pasó cuando el califa se hubo encarado con el joven jinete detrás del cual tocaban aires indios y chinos!"
Y contestó Schehrazada: "¡De todo corazón amistoso!"
Y continuó de esta manera:
"...Cuando el califa se encaró con el hermoso jinete que estaba de pie entre sus manos, y a quien había encontrado caracoleando sobre un caballo que con su aspecto pregonaba su raza, le dijo: "¡Oh joven! por la cara me has parecido un noble extranjero, y para facilitarte el acceso a mi palacio te he hecho venir a mi presencia a fin de que nuestro oído y nuestra vista se regocijen contigo. Así, pues, si tienes alguna cosa que pedirnos, o alguna cosa admirable que contarnos, no te  detengas más". Y después de besar la tierra entre las manos del califa, el joven se inclinó y contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! el motivo de mi llegada a Bagdad no es una embajada o comisión, como tampoco una simple curiosidad, sino sencillamente el deseo de volver a ver el país en que nací y donde he de vivir hasta mi muerte. ¡Pero tan asombrosa es mi historia, que no vacilo en contársela a nuestro dueño el Emir de los Creyentes!"


HISTORIA DEL JINETE DETRAS DEL CUAL TOCABAN AIRES INDIOS Y CHINOS

Has de saber ¡oh mi señor y corona de nuestra cabeza! que por mi antiguo oficio, que también fue el oficio de mi padre y del padre de mi padre, era yo un leñador y el más pobre entre los leñadores de Bagdad. Y era mucha mi miseria, y a diario estaba agravada por la presencia, en mi casa, de la hija de mi tío, mi propia esposa, mujer de mal carácter, avara, pendenciera, dotada de ojos vacíos y de espíritu mezquino. Además, no servía para nada absolutamente, y la escoba de nuestra cocina se hubiera podido comparar con ella en ternura y en flexibilidad. Y como era más tenaz que una mosca borriquera y más escandalosa que una gallina asustada, había yo decidido, tras de muchas disputas y sinsabores, no dirigirle la palabra nunca y ejecutar, sin discutir, todos sus caprichos, con objeto de tener alguna tranquilidad a mi regreso del trabajo fatigoso de la jornada. Con lo cual, cuando el Donador retribuía mis desvelos con algunos dracmas de plata, la maldita no dejaba de acudir a apoderarse de ellos en cuanto franqueaba yo el umbral. Y así es como transcurría mi vida, ¡oh Emir de los Creyentes!
Un día entre los días, teniendo necesidad de comprarme una cuerda para atar los haces, pues la que poseía estaba toda deshilachada, me decidí, a pesar del mucho terror que me inspiraba la idea de dirigir la palabra a mi esposa, a participarle la necesidad que tenía de comprar aquella cuerda nueva. Y apenas salieron de mi boca las palabras "comprar" y "cuerda", ¡oh Emir de los Creyentes! creí que sobre mi cabeza se abrían todas las puertas de las tempestades. Y aquello fué una tormenta desencadenada de injurias y de recriminaciones que no es preciso repetir en presencia de nuestro amo. Y puso fin al altercado, diciéndome: "¡Ah, el peor de los tunantes y de los malos sujetos! Sin duda sólo me reclamas ese dinero para ir a gastártelo con las pelandruscas de Bagdad. Pero estate tranquilo, porque vigilo tu conducta ojo avizor. Y si realmente reclamas para una cuerda ese dinero, saldré contigo a fin de que la compres en mi presencia. ¡Y además, no saldrás de casa sin mí en lo sucesivo!"
Y así diciendo, me arrastró airadamente al zoco, y ella misma pagó al mercader la cuerda que me era necesaria para ganarme el pan. Pero Alah sabe a costa de cuántos regateos y miradas atravesadas, dirigidas alternativamente a mí y al asustado mercader, se ultimó aquella accidentada compra.
Pero ¡oh mi señor! aquello no era más que el principio de mi infortunio de aquel día. Porque, al salir del zoco, como quisiera yo despedirme de mi esposa para ir a mi trabajo, me dijo ella: "¿Cómo, cómo se entiende? ¡Yo voy contigo, y no te dejo!" Y sin más ni más, saltó al lomo de mi asno, y añadió: "En adelante, con objeto de vigilar tu trabajo, te acompañaré a la montaña donde aseguras que pasas el día".
Y al escuchar semejante noticia, ¡oh mi señor! vi ennegrecerse ante mí el mundo entero, y comprendí que ya no me quedaba más remedio que morir. Y me dije: "¡He aquí ¡oh pobre! que la calamitosa no va ya a dejarte en paz! Antes, al menos, tenías alguna tranquilidad cuando estabas solo en la selva. ¡Pero ahora se terminó aquello! ¡Muere en tu miseria y en tu desesperación! ¡No hay recurso ni poder más que en Alah el Misericordioso! ¡De El venimos y a El volveremos!" Y una vez que hube llegado a la selva, resolví echarme de bruces y dejarme morir de muerte negra.
Y así pensando, sin contestar una palabra, eché a andar detrás del asno que llevaba a cuestas el peso que gravitaba sobre mi alma y sobre mi vida.
Y he aquí que, de camino, el alma del hombre, que le es cara a la vida, me sugirió, a fin de evitar la muerte, un proyecto en el cual no había pensado hasta entonces. Y no dejé de ponerlo en ejecución al punto.
En efecto, no bien llegamos al pie de la montaña y mi esposa se apeó del asno, le dije: "Escucha, ¡oh mujer! ¡ya que no es posible ocultarte nada, voy a declararte que la cuerda que acabamos de comprar no la tenía yo destinada a atar mis haces, sino que debía servir para enriquecernos por siempre!" Y estando mi esposa bajo la impresión en que habíala sumido esta declaración inesperada, la conduje hacia el brocal de un pozo antiguo, seco desde hacía años, y le dije: "¿Ves este pozo? ¡Pues bien; contiene nuestro destino! Y voy a cogerlo con la cuerda". Y como la hija del tío estuviese más perpleja cada vez, añadí: "¡Sí, por Alah! hace mucho tiempo que he tenido la revelación de un tesoro oculto en este pozo y que está escrito en mi destino. ¡Y hoy es el día en que tengo que bajar a buscarlo! ¡Y por eso me decidí a rogarte que me compraras esa cuerda!"
Apenas hube pronunciado las palabras del tesoro y de bajar al pozo, realizóse plenamente lo que yo había previsto. Porque mi esposa exclamó: "¡No, por Alah! ¡yo soy quien bajará ahí dentro! Porque tú nunca sabrías abrir el tesoro y apoderarte de él. Y además, no tengo confianza en tu honradez". Y al punto se quitó su velo, y me dijo: "Vamos, date prisa a atarme con esa cuerda y a hacerme bajar a ese pozo".
Y yo, ¡oh mi señor! después de poner algunas dificultades, nada más que por fórmula, y ganarme algunas injurias por mi vacilación, suspiré: "Hágase la voluntad de Alah y tu voluntad, ¡oh hija de hombres de bien!" Y la até fuertemente con la cuerda, pasándosela por debajo de los brazos, y la dejé escurrirse a lo largo del pozo. Y cuando sentí que había llegado al fondo, lo solté todo, tirando la cuerda al fondo del pozo. Y lancé un suspiro de satisfacción como no se había exhalado de mi pecho desde que salí del seno de mi madre. Y grité a la calamitosa: "¡Oh hija de hombres de bien! ¡ten la amabilidad de permanecer ahí hasta que yo venga a sacarte!"
Y sin escuchar su respuesta, me volví tranquilamente a mi trabajo, y me puse a hacer haces cantando, cosa que no me había ocurrido desde mucho tiempo atrás.
Y poseído de felicidad, creí que me habían crecido alas, pues me sentía ligero como los pájaros.
Libre así de la causa de mis tribulaciones, por fin pude gustar el sabor de la tranquilidad y de la paz. Pero, al cabo de dos días, pensé para mi ánima: "Ya Ahmad, la ley de Alah y de Su enviado (¡con El la plegaria y las bendiciones!) no permite a la criatura quitar la vida a otra criatura hecha a su imagen. Y al abandonar en el fondo del pozo a la hija de tu tío, le expones a morir de inanición. Claro que una criatura semejante merece el peor de los tratos. Pero no cargues tu conciencia con su muerte y sácala del fondo del pozo. ¡Y además, quién sabe si esa lección la habrá corregido para siempre su mal carácter!"
Y sin poder resistir a este aviso de mi conciencia, me dirigí al pozo, y grité a la hija de mi tío, echándola otra cuerda: "Vamos, date prisa a atarte, que ya te saco. Espero que esta lección te habrá  corregido". Y cuando sentí que cogían la cuerda en el fondo del pozo esperé un momento para dar tiempo a mi esposa a que se atara con ella fuertemente. Tras de lo cual, sintiendo que imprimía sacudidas a la cuerda para significarme que ya estaba dispuesta, la izé a duras penas, de tan pesado como era el peso que había al extremo de la cuerda. Y cuál no sería mi espanto ¡oh Emir de los Creyentes! al ver atado a aquella cuerda, en lugar de la hija de mi tío, un genni gigante de aspecto poco tranquilizador...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 867ª noche

Ella dijo:
... Y cuál no sería mi espanto ¡oh Emir de los Creyentes! al ver atado a aquella cuerda, en lugar de la hija de mi tío, un genni gigante de aspecto poco tranquilizador, que, en cuanto hubo tocado tierra, se inclinó ante mí y me dijo: "¡Cuántas gracias tengo que darte, ya Sidi Ahmad, por el servicio que acabas de hacerme! Has de saber, en efecto, que me cuento en el número de los genn que no tienen la facultad de volar por los aires y sólo pueden arrastrarse por la tierra, por más que de esta manera sea grande su velocidad y les permita andar tan de prisa como los genn aéreos. Y he aquí que desde hace años yo, genni terrestre, había elegido este pozo antiguo para hacer de él mi morada. Y acá vivía muy en paz, cuando, hace dos días, bajó a mi mansión la peor mujer del Universo. No ha cesado de atormentarme desde que me tocó por compañera, y durante todo este tiempo me ha obligado a maniobrar con ella sin descanso, a mí, que hace años que vivía en el celibato y había perdido la costumbre de la copulación. ¡Ya Alah, cuán agradecido te estoy por haberme librado de esa calamitosa! ¡Ah! ciertamente, un servicio tan importante no quedará sin recompensa, porque ha caído en el alma de quien sabe su valor. He aquí, pues, lo que puedo y quiero hacer por ti".
Y se interrumpió un momento para tomar aliento, en tanto que yo, tranquilizado por sus buenas intenciones para conmigo, pensaba: "¡Por Alah! esa mujer es cosa tan espantosa, que ha conseguido asustar a los mismos genn y a los más gigantescos de entre los genn. ¿Cómo pude resistir tanto tiempo su malicia y su maldad?" Y lleno de conmiseración para mí mismo y para mi compañero de infortunio, le escuché entonces, prosiguiendo él de este modo: "Sí, ya Sidi Ahmad; de leñador que eres, voy a hacer de ti un igual de los reyes más poderosos. Y he aquí cómo. Sé que el sultán de la India tiene una hija única, que es una adolescente como la luna en su décimo cuarto día. Y es púber precisamente, con catorce años y cuarto de edad y virgen como la perla en su nácar. Y quiero hacer que te la dé en matrimonio su padre el sultán de la India, que la quiere más que a su propia vida. Y para realizar este proyecto, voy a ir a buen paso, lo más de prisa que pueda, al palacio del sultán, en la India, y entraré en el cuerpo de la joven princesa y tomaré posesión de su espíritu momentáneamente. Y de tal suerte, convertida en posesa, parecerá loca a cuantos la rodean, y su padre, el sultán, procurará que la curen los médicos más hábiles de la India. Pero ninguno podrá adivinar la verdadera causa del mal, que será mi presencia en el cuerpo de la joven; y todos los cuidados que con ella tengan fracasarán bajo mi aliento y por mi voluntad. Y entonces te presentarás tú, y serás quien cure a la princesa. ¡Y voy a indicarte los medios para ello!" Y tras de hablar así, el genni se sacó del pecho algunas hojas de un árbol desconocido, las cuales me entregó, añadiendo: "Una vez que se te haya introducido a presencia de la princesa enferma, la examinarás como si ignorases completamente su mal, tomarás actitudes cabizbajas y pensativas para imponer con ellas a tu alrededor, y acabarás por coger una de estas hojas que empaparás en agua y con la cual frotarás el rostro de la joven. Y al punto me veré forzado a salir de su cuerpo, y en aquella hora y en aquel instante recobrará ella la razón y tornará a su estado prístino. Y en vista de ello, como recompensa a la curación verificada, serás esposo de la joven, hija del rey.
Ésta es, ya Sidi Ahmad, la manera como quiero corresponder al servicio capital que me has hecho librándome de esa mujer aterradora que ha venido a hacerme imposible la estancia en mi pozo, el tranquilo paraje donde esperaba yo que transcurriesen mis días en el retraimiento. ¡Y Alah maldiga a la calamitosa!"
Y tras de hablar así, el genni se despidió de mí, apremiándome para que me pusiese en camino hacia el país de la India; me deseó buen viaje y desapareció a mis ojos, corriendo por la superficie de la tierra como un navío empujado por la tempestad.
Entonces, ¡oh mi señor! al saber que en la India me esperaba mi destino, no vacilé en seguir las instrucciones del genni y en ponerme al punto en camino para aquel país lejano. Y Alah me escribió la seguridad, y después de un largo viaje lleno de fatigas, de privaciones y de peligros que no hay ninguna utilidad en narrar a nuestro amo, llegué sin contratiempo al país de la India, donde reinaba el sultán padre de mi futura esposa la princesa.
Y llegado de tal suerte al término de mi viaje, me enteré de que, en efecto, hacía ya algún tiempo que habíase declarado la locura de la princesa, la cual tenía sumidos en la mayor consternación a la corte y a todo el país, y que, después de haber empleado en vano la ciencia de los médicos más hábiles, el sultán había prometido en matrimonio la princesa al que la curara.
Entonces yo, ¡Oh Emir de los Creyentes! seguro de las instrucciones que me había dado el genni y sin ninguna inquietud respecto al éxito, me presenté a la audiencia que una vez al día concedía el sultán a los que querían ensayar una cura para el espíritu de la princesa. Y entré con toda confianza en el aposento donde estaba encerrada la joven, y no dejé de poner en práctica la lección del genni, adoptando todo género de actitudes importantes para que se me tomase completamente en serio. Luego, una vez que impuse a cuantos me rodeaban, y sin hacer ninguna pregunta acerca del estado de la enferma, mojé una de las hojas que poseía y froté con ella el rostro de la princesa.
Y al instante, la joven fué presa de convulsiones, lanzó un grito estridente y cayó desvanecida. Era que el genni, con la impetuosidad de su salida del cuerpo de la joven, había producido aquel estado que hubiera podido asustar a cualquier otro que no fuese yo. Pero, lejos de mostrarme alarmado, rocié con agua de rosas el rostro de la joven y la hice volver en sí. Y se despertó en su cabal razón, y se puso a hablar a todo el mundo con cordura, dulzura y aplomo, reconociendo a quienes la rodeaban y llamando por su nombre a cada cual.
Y fué inmenso el júbilo en palacio y en toda la ciudad. Y el sultán de la India, en agradecimiento al servicio prestado, no renegó de su promesa, y me concedió a su hija. Y aquel mismo día se celebraron nuestras bodas con la mayor pompa, en medio del regocijo y la felicidad de todo el pueblo.
En cuanto a la segunda princesa, a quien viste sentada en el lado izquierdo del palanquín, ¡oh Emir de los Creyentes! he aquí lo que pasó.
Cuando el genni gigante hubo abandonado el cuerpo de la princesa de la India, en virtud del pacto concertado entre nosotros, torturó su espíritu para saber adónde iría a habitar en lo sucesivo, pues que ya no tenía albergue y el pozo seguía ocupado por la calamitosa hija de mi tío. Por otra parte, durante su estancia en el cuerpo de la joven, había acabado por tomarle el gusto a aquella especie de retiro, y se había prometido, a su salida de allí, ir a escoger el cuerpo de otra joven. Tras de reflexionar, pues, un instante, hizo su composición de lugar, y a toda velocidad se dirigió al reino de la China como un gran navío ahuyentado por la tempestad.
Y no encontró nada mejor que ir a alojarse en el cuerpo de la hija del sultán de la China, una joven princesa de catorce años y cuarto y virgen como la perla en su nácar. Y de repente, la princesa se entregó a una serie de contorsiones y movimientos desordenados y a un desbordamiento de palabras incoherentes que hicieron creer en su locura. Y por más que el desdichado sultán de la China llamó a presencia de su hija a los más hábiles médicos chinos, no consiguió que su hija volviera a su estado anterior. Y con su palacio y su reino, quedó sumido en la desolación y la desesperación, pues la princesa era su única hija y era tan amable como encantadora y hermosa. Pero al fin Alah se apiadó de él, e hizo llegar hasta sus oídos el rumor de la curación maravillosa, merced a mis cuidados, de la princesa india que había llegado a ser mi esposa. Y al punto envió un embajador al padre de mi esposa para que me rogara que fuese a curar a su hija, la princesa de la China, prometiéndomela en matrimonio, caso de éxito.
Entonces fui en busca de mi joven esposa, hija del sultán de la India, y la puse al corriente de la demanda y de la proposición que se me hacía. Y logré convencerla de que podía muy bien aceptar por hermana a la princesa de la China que me ofrecían por esposa en caso de curación. Y partí para la China.
Pero ¡oh Emir de los Creyentes! todo lo que acabo de contarte acerca de la posesión de la princesa china por el genni sólo hube de saberlo al llegar a la China, y de los propios labios del genni en cuestión. Porque hasta entonces yo no conocía con exactitud la naturaleza del mal que sufría la princesa china, y suponía que mis hojas llegarían a curar cualquier dolencia. Por eso hube de partir lleno de confianza, sin sospechar que era mi antiguo amigo, el genni gigante, quien había causado el daño eligiendo para domicilio el cuerpo de la hija del sultán.
Así es que, una vez que entré en el aposento de la princesa china, adonde había pedido que me dejaran solo con la enferma, fué extremado mi asombro al reconocer la voz de mi amigo el genni gigante, que me decía por boca de la princesa: "¡Cómo! ¿eres tú, ya Sidi-Ahmad? ¿Eres tú, a quien he colmado de beneficios, quien viene a echarme de la morada que he escogido para mi vejez? ¿No te da vergüenza corresponder al bien con el mal? ¿Y no temes que, si me fuerzas a salir de aquí, vaya yo derecho a las Indias para entregarme, durante tu ausencia, a diversas copulaciones extremadas con la persona de tu esposa india, y la mate luego?"
Y como no era poco lo que me asustaba aquella amenaza, se aprovechó de ello para contarme su historia a partir del día en que había salido del cuerpo de mi esposa india, y por mi bien me abjuró a que le dejara vivir tranquilamente en el nuevo alojamiento que había escogido.
Entonces, yo, muy perplejo, y sin querer caer en falta de gratitud con aquel excelente genni que, en suma, había sido el causante de mi fortuna, ya iba a decidirme a volver al lado del sultán de la China para declararle que me sentía incapaz de librar, con mi ciencia, de su mal a la princesa, cuando Alah infundió en mi espíritu una estratagema. Me encaré, pues, con el genni, y le dije: "¡Oh jefe de los genn y corona suya, oh excelente! no es para curar a la princesa de China por lo que he venido aquí, sino que hice todo este viaje para rogarte, por el contrario, que vengas en mi socorro. Sin duda te acordarás de aquella mujer con quien pasaste en el pozo algunos malos ratos. Pues bien; aquella mujer era mi esposa, la hija de mi tío. Y fui yo quien la arrojó a aquel pozo para tener paz. Y he aquí que la calamidad me persigue, porque no sé quién ha podido sacar de allí a esa hija de perro. Pero el caso es que está en libertad y me persigue los pasos. Va detrás de mí por todas partes, y ¡qué desgracia la nuestra! dentro de un instante estará aquí mismo. Y ya la oigo gritar con su voz aborrecible en el patio del palacio. Por favor, ayúdame, ¡oh amigo mío! ¡Vengo a implorar tu concurso...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 868ª noche

Ella dijo:
"... Y ya la oigo gritar con su voz aborrecible en el patio del palacio. Por favor, ayúdame, ¡oh amigo mío! ¡Vengo a implorar tu concurso!"
Cuando el genni hubo oído mis palabras, sintió que le poseía un terror indescriptible, y exclamó: "¡Mi concurso! ¡ya Alah! ¡mi concurso! ¡Que mis hermanos los genn me preserven de encontrarme nunca cara a cara con una mujer semejante! ¡Amigo Ahmad, arréglate como puedas! En cuanto a mí nada podría hacer. Y me voy al instante".
Dijo, y salió con estrépito del cuerpo de la princesa para echar a correr y devorar a su paso la distancia: parecía un navío grande ahuyentado en el mar por la tempestad.
Y la princesa china volvió a la razón. Y llegó a ser mi segunda esposa.
Y desde entonces viví con las dos jóvenes reales entre delicias de todas clases y placeres delicados.
Y a la sazón pensé, antes de ser sultán de la India o de la China y de encontrarme en la imposibilidad de viajar, en volver a ver el país en que nací como leñador, esta ciudad de Bagdad, ciudad de paz.
Y ya sabes ¡oh Emir de los Creyentes! por qué me has encontrado en el puente de Bagdad a la cabeza de mi cortejo, seguido del palanquín que llevaba a mis dos esposas, las princesas de la India y de la China, en honor de las cuales los músicos tocaban en sus instrumentos aires indios y chinos. ¡Pero Alah es más sabio!"
Cuando el califa hubo oído el relato del noble jinete, se levantó en honor suyo y le invitó a sentarse junto a él en el lecho del trono. Y le felicitó por haber sido escogido por los decretos del Todopoderoso para convertirse, de pobre leñador que era, en heredero del trono de la India y del trono de la China. Y añadió: "¡Alah selle nuestra amistad y te guarde y te conserve para dicha de tus futuros reinos!"
Tras de lo cual, Al-Raschid se encaró con el tercer personaje, que era el venerable jeique de mano generosa, y le dijo: "¡Oh jeique! te he encontrado ayer en el puente de Bagdad, y lo que he visto de tu generosidad, de tu modestia y de tu humildad ante Alah me ha incitado a tratarte más de cerca. Y estoy convencido de que las vías de que plugo al Retribuidor servirse para gratificarte con Sus dones deben ser extraordinarias. Tengo mucha curiosidad por saberlas por ti mismo, y para darme esa satisfacción, te he hecho venir. Háblame, pues, con sinceridad, a fin de que me regocije participando de tu dicha con más conocimiento. ¡Y ten la seguridad de que, digas lo que digas, de antemano estás cubierto con el pañuelo de mi protección y de mi salvaguardia!"
Y después de besar la tierra entre las manos del califa, contestó el jeique de mano generosa: "¡Oh Emir de los Creyentes! te haré el relato fiel de lo que merece ser contado en mi vida. ¡Y si mi historia es asombrosa, más asombrosos todavía son el poderío y la munificencia del Dueño del Universo!"
Y contó su historia como sigue:


HISTORIA DEL JEIQUE DE MANO GENEROSA

"Has de saber ¡oh mi señor y señor de todo beneficio! que toda mi vida ejercí el oficio de pobre cordelero, trabajando en el cáñamo, como antes que yo habían trabajado mi padre y mis antepasados. Y lo que ganaba con mi oficio apenas bastaba para alimentarnos a mí, a mi esposa y a mis hijos. Pero, exento de capacidades para ejercer otra profesión, me contentaba, sin renegar demasiado, con lo poco que nos deparaba el Retribuidor, y sólo atribuía mi miseria a mi falta de maña y a la pesadez de mi espíritu. Y en eso no me equivocaba; debo declararlo con toda humildad ante el Dueño de la inteligencia. Pero ¡oh mi señor! la inteligencia no ha sido nunca patrimonio de los cordeleros que trabajan en cáñamo y su sitio predilecto no iba a estar debajo del turbante de un cordelero que trabajara en cáñamo. Por eso, al fin y al cabo, no me quedaba más que comer el pan de Alah sin emitir aspiraciones más irrealizables que pasar de un salto la cumbre de la montaña Kaf.
Un día entre los días, estando yo sentado en mi tienda con una cuerda de cáñamo sujeta al dedo gordo del pie y acabando de confeccionarla, vi acercarse dos ricos habitantes de mi barrio que tenían costumbre de ir a sentarse delante de mi tienda, para charlar de unas cosas y de otras, tomando el aire de la tarde. Y aquellos dos notables de mi barrio estaban unidos por la amistad, y les gustaba discutir entre sí, tan pronto sobre una cosa como sobre otra, desgranando su rosario de ámbar. Pero jamás, en la animación de sus charlas, habían llegado a pronunciar una palabra más alta que otra ni a salirse de la cortesía que los amigos deben tener con los amigos en las relaciones de la vida. Bien al contrario, cuando uno hablaba el otro escuchaba, y viceversa. Con lo cual sus discursos eran siempre sensatos, y yo mismo, no obstante mi poca inteligencia, solía sacar provecho de tan buenas palabras.
Y aquel día, una vez que me hicieron la zalema y yo se la devolví como es debido, fueron a su sitio habitual delante de mi tienda y continuaron una charla que ya habían iniciado, en su paseo. Y uno de ellos que se llamaba Si Saad, dijo a otro, que se llamaba Si Saadi: "¡Oh amigo mío Saadi! no es por contradecirte; pero, por Alah, un hombre no puede ser dichoso en este mundo más que teniendo bienes y grandes riquezas para vivir con toda independencia. Y por otra, parte, los pobres no son pobres más que porque han nacido en la pobreza, transmitida de padres a hijos, o porque, nacidos con riquezas, las han perdido a causa de la prodigalidad, de la relajación, de algún mal negocio o sencillamente por una de esas fatalidades contra las cuales es impotente la criatura. De todos modos, ¡oh Saadi! mi opinión es que los pobres sólo son pobres porque no pueden llegar a acumular una cantidad de dinero lo bastante importante para permitirles enriquecerse definitivamente con algún negocio comercial emprendido a tiempo. Y entiendo que si, enriquecidos de tal suerte, hacen un uso conveniente de su riqueza, no solamente serán ricos, sino que llegarán a ser más opulentos por el tiempo".
A lo cual respondió Si Saadi, diciendo: "¡Oh amigo mío Saad! no es por contradecirte; pero por Alah que estoy contrariado por no ser de tu opinión. Por lo pronto, claro que más vale, generalmente, vivir con desahogo que con pobreza. Pero la riqueza por sí misma no tiene nada que pueda tentar a un alma sin ambición. A lo más, es útil para sembrar dádivas, en torno nuestro. ¡Pero cuántos inconvenientes tiene! ¿No sabemos algo de eso por nosotros mismos, que a diario tenemos que aguantar tantos ajetreos y sinsabores? ¿Y no es, en suma, preferible a la nuestra la suerte de nuestro amigo Hassán el cordelero? Y además, ¡oh Saad! el medio que propones para que un pobre se vuelva rico no me parece tan seguro como a ti. Considera, en efecto, que ese medio es muy problemático, porque depende de una porción de circunstancias y coincidencias tan problemáticas como él mismo, y que sería demasiado prolijo discutir. Por mi parte, creo que un pobre desprovisto de todo dinero en un principio tiene, por lo menos, tantas probabilidades de hacerse rico como si poseyera algo; quiero decirte, pues, que sin un ahorro inicial puede llegar a ser inmensamente rico sin tomarse el menor trabajo, sencillamente porque tal sea su destino. Por eso entiendo que es del todo inútil hacer economías en previsión de los días malos, pues los días malos como los buenos nos vienen de Alah, y hacemos mal en escatimar los bienes que nos depara el Retribuidor en el presente, tratando de apartar lo que nos sobre. Este exceso, ¡oh Saad! si existe, debe ir a parar a los pobres de Alah; y reservárnoslo supone falta de confianza en la generosidad del Retribuidor. En cuanto a mí, ¡oh amigo mío! no se pasa día en que no me despierte diciéndome: "¡Regocíjate, ya Si Saadi, porque quién sabe en qué consistirá hoy el beneficio que te haga tu Señor!" Y jamás ha sido defraudada mi fe en el Retribuidor. Y por eso en mi vida he trabajado ni me he preocupado nunca del mañana. Y ésta es mi opinión".
Al oír estas palabras de su amigo, el notable Si Saad contestó: "¡Oh Saadi! bien se me alcanza que por hoy sería verdaderamente inútil persistir en sostener mi opinión en contra de la tuya. Por eso, en vez de discutir sin objeto, prefiero intentar una experiencia que pueda convencerte de la excelencia de mi manera de considerar la vida. Quiero, pues, ir sin tardanza en busca de un hombre verdaderamente pobre, nacido de un padre tan miserable como él, a quien daré sin más ni más una suma importante que le sirva de ahorro inicial. Y como el hombre que escogeré tendrá que haber dado prueba de honradez, la experiencia nos probará quién de nosotros dos tiene razón, si tú, que todo lo esperas del Destino, o yo, que entiendo es preciso que cada uno edifique por sí mismo la propia casa".
Y contestó Si Saadi: "Está muy bien, ¡oh amigo mío! Y para dar con el hombre pobre y honrado de que hablas, no tenemos necesidad de ir a buscarle lejos. He aquí a nuestro amigo Hassán el cordelero, que, verdaderamente, reúne las condiciones requeridas. ¡Y no podrá caer tu liberalidad sobre cabeza más digna...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 869ª noche

Ella dijo:
"... He aquí a nuestro amigo Hassán el cordelero, que, verdaderamente, reúne las condiciones requeridas. ¡Y no podrá caer tu liberalidad sobre cabeza más digna!"
Y contestó Si Saad: "¡Por Alah, que dices verdad! Y sólo por olvido quise buscar fuera de aquí lo que tenemos al alcance de la mano".
Luego se encaró conmigo y me dijo: "¡Ya Hassán! sé que tienes una numerosa familia, la cual tiene a su vez bocas numerosas y dientes numerosos, y que ni uno de los cinco hijos con que te ha gratificado el Donador está todavía en edad de ayudarte a la menor cosa. Por otra parte, sé que el cáñamo sin trabajar, aunque no está demasiado caro a la cotización actual del zoco, precisa de algún dinero para comprarlo. Y para disponer de ese dinero hay que haber hecho economías. Y las economías no son posibles en un hogar como el tuyo, donde el haber es más exiguo que el debe. Así, pues, ¡ya Hassán! para ayudarte a salir de la miseria, quiero hacerte don de una suma de doscientos dinares de oro, que te servirán de fondo inicial para ampliar tu comercio cordelero. ¡Dime, pues, si con esa suma de doscientos dinares crees que podrás sacar adelante el negocio, haciendo fructificar el dinero con habilidad y sagacidad!"
Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! contesté: "¡Oh amo mío! ¡que Alah alargue tu vida y te haga recuperar el céntuplo de lo que me ofrece tu munificencia! Y puesto que te dignas interrogarme, me atrevo a decirte que en mi tierra el grano cae en un suelo fértil, y que, sin presumir con exceso de mis aptitudes, una suma mucho menor entre mis manos bastaría, no solamente para que fuera yo tan rico como los principales cordeleros de mi profesión, sino hasta para que fuera yo solo más opulento que todos los cordeleros reunidos de esta ciudad de Bagdad, no obstante lo populosa y grande que es -siempre que Alah me favorezca-, ¡inschalah!"
Y Si Saad, muy satisfecho de mi respuesta, me dijo: "¡Me inspiras mucha confianza, ya Hassán!" Y se sacó del seno una bolsa, que puso entre mis manos, y me dijo: "Toma esta bolsa que contiene los doscientos dinares consabidos. ¡Y ojalá hagas de ellos un uso afortunado y prudente y encuentres ahí el germen de la riqueza! ¡Y ten la seguridad de que yo y mi amigo Si Saadi nos regocijaremos en extremo si un día sabemos que en la prosperidad eres más dichoso que en medio de privaciones.
Entonces, ¡oh mi señor! tomando la bolsa, llegué al límite de los transportes de alegría. Y era tal mi emoción, que me sentí incapaz de hacer decir a mi lengua las palabras de gratitud que convenía pronunciar en semejante circunstancia; y a duras penas pude inclinarme hasta tierra y coger el borde del traje de mi bienhechor, llevándomelo a los labios y a la frente. Pero él se apresuró a retirarlo con modestia y se despidió de mí. Y acompañado de su amigo Si Saadi, se levantó para continuar su interrumpido paseo.
En cuanto a mí, cuando se hubieron alejado ellos, el primer pensamiento que asaltó naturalmente mi espíritu fué buscar un sitio donde guardar bien la bolsa de doscientos dinares para que estuviera segura del todo. Y como en mi pobre casita, compuesta de una sola pieza, no había ni armario, ni olor a armario, ni cajón, ni cofre, ni nada semejante donde esconder un objeto que se tuviese que esconder, quedé extremadamente perplejo, y por un momento pensé en ir a enterrar aquel dinero en algún paraje desierto, fuera de la ciudad, mientras daba con el modo de hacerlo fructificar. Pero volví de mi acuerdo al pensar que mi mala suerte podría hacer que se descubriera mi escondite o que algún labrador me viera. Y al punto se me ocurrió la idea de que lo mejor sería ocultar la bolsa en los pliegues de mi turbante. Y en aquella hora y en aquel instante me levanté, cerré la puerta de la tienda, y desenrollé mi turbante en toda su extensión. Y empecé por sacar de la bolsa diez monedas de oro que aparté para gastarlas, y envolví el resto, con la bolsa, en los pliegues de la tela, cogiéndola por un extremo. Y anudando este extremo a la bolsa, lo junté con mi gorro y me hice de  nuevo el turbante con cuatro vueltas perfectamente combinadas. Y entonces pude respirar más a mis anchas.
Acabado este trabajo, volví a abrir la puerta de mi tienda, y me apresuré a ir al zoco para aprovisionarme de cuanto tenía necesidad. Comencé por comprarme una buena cantidad de cáñamo, que llevé a mi tienda. Tras de lo cual, como hacía tiempo que no había yo visto carne en mi casa, fui a la carnicería y compré una espaldilla de cordero. Y emprendí el camino a casa para llevar a mi mujer aquella espaldilla de cordero, a fin de que nos la guisase con tomates. Y de antemano me regocijaba con el júbilo de los niños a la vista de aquel manjar suculento.
Pero ¡oh mi señor! mi presunción era demasiado notoria para que se quedase sin castigo. Porque me había yo puesto a la cabeza aquella espaldilla, y caminaba moviendo mucho los brazos, con el espíritu perdido en mis ensueños de opulencia. Y he aquí que un gavilán hambriento se abalanzó a la espaldilla de cordero, y antes de que yo pudiese alzar los brazos o hacer el menor movimiento, me la arrebató, así como el turbante con lo que contenía, y remontó el vuelo llevándose la espaldilla en el pico y el turbante en las garras.
Y al ver aquello, me puse a lanzar gritos tan desaforados, que los hombres, mujeres y niños de la vecindad se conmovieron y juntaron sus gritos a los míos para asustar al ladrón y hacerle soltar su presa. Pero en vez de producir este efecto, nuestros gritos no hicieron más que excitar al gavilán a acelerar el movimiento de sus alas. Y pronto desapareció en los aires con mi hacienda y mi suerte.
Y yo, despechado y entristecido, tuve que resignarme a comprar otro turbante, lo que ocasionó una nueva disminución en los dinares de oro que había tenido cuidado de sacar de la bolsa, y que a la sazón constituían todo mi haber. Y he aquí que, como había gastado buena parte de ello en la compra de mis provisiones de cáñamo, lo que me quedaba estaba lejos de bastar para hacerme concebir en adelante sólidas esperanzas en mi porvenir de opulencia. Pero en verdad que lo que me  causó más pena y ensombreció el mundo ante mis ojos fué el pensamiento de que mi bienhechor Si Saad tuviera que arrepentirse de haber escogido tan mal al hombre a quien había confiado su dinero y el éxito de la experiencia proyectada. Y me decía yo, además, que cuando él se enterara de la funesta aventura, acaso la considerase una invención de mi parte y me abrumara con su desprecio.
De todos modos, ¡oh mi señor! mientras duraron los escasos dinares que me quedaron después del robo llevado a cabo por el gavilán, no tuvimos en casa demasiados motivos de queja. Pero cuando se gastó la última moneda menuda, no tardamos en caer en la misma miseria de tiempo atrás, y me vi en igual imposibilidad de salir de mi estado. Sin embargo, me guardé bien de murmurar contra los decretos del Altísimo, y pensé: "¡Oh pobre! ¡el Retribuidor te ha dado bienes cuando menos lo esperabas, y te los ha quitado casi al mismo tiempo, porque así le plugo, y suyos eran esos bienes! ¡Resígnate ante Sus Decretos, y sométete a Su voluntad!"
Y mientras a mí me agitaban estos sentimientos, estaba de lo más inconsolable mi mujer, a quien yo no había podido por menos de participar la pérdida que sufrí y de dónde me llegaba. Y para colmo de infortunio, como en mi turbación también se me había escapado decir a mis vecinos que con mi turbante perdía el valor de ciento noventa dinares de oro, mis vecinos, para quienes era conocida mi pobreza desde hacía mucho tiempo, se rieron de mis palabras con sus hijos, persuadidos de que la pérdida de mi turbante me había vuelto loco.
Y las mujeres decían a mi paso, riendo: "¡Ahí va el que dejó echar a volar su razón con su turbante!"
¡Eso fué todo!
Y he aquí ¡oh Emir de los Creyentes! que haría unos diez meses que el gavilán me había ocasionado aquella desgracia, cuando los dos señores amigos Si Saad y Si Saadi pensaron ir a pedirme cuentas del uso que había hecho yo de la bolsa de doscientos dinares. Y mientras se dirigían a mí, Si Saad decía a Si Saadi: "¡Ya hace días que pensaba en nuestro amigo Hassán, complaciéndome mucho en la satisfacción que voy a tener al hacerte testigo de nuestra experiencia! Vas a notar en él un cambio tan grande, que nos costará trabajo reconocerle".
Y como ya estaban muy próximos a la tienda, Si Saadi contestó sonriendo "Me parece, por Alah, ¡oh amigo mío Saad! que te comes el cohombro antes de que esté maduro. Por lo que a mí respecta, con mis propios ojos veo yo a Hassán sentado como de ordinario, con el cáñamo sujeto al dedo gordo del pie; pero no asombra mi vista ningún cambio notable de su persona. Porque hele aquí tan pobremente vestido como antes, y la única diferencia que observo en él es que su turbante es un poco menos feo y grasiento que el que tenía hace diez meses. Además, míralo por ti mismo, y verás que lo que he dicho no tiene vuelta de hoja".
A la sazón, Si Saad, que ya había llegado ante la tienda, me examinó y vió también que en mi estado no había alteración ni mejora en mi aspecto. Y entraron en mi casa ambos amigos, y después de las zalemas de rigor, Si Saad me dijo: "Y bien, Hassán, ¿a qué obedece esa cara demudada y ese aire compungido? ¡Por lo visto, tus negocios te dan que hacer y el cambio de vida te entristece un poco!"
Y con los ojos bajos, contesté: "¡Oh mis señores! Alah prolongue vuestra vida; pero el Destino siempre es enemigo mío y las tribulaciones del presente son peores que las del pasado. ¡En cuanto a la confianza que mi amo Si Saad ha cifrado en su esclavo, se ve defraudada, no ciertamente por culpa de su esclavo sino por culpa de la hostilidad del Destino!" Y les conté mi aventura con todos los detalles, tal como te la he contado, ¡oh Emir de los Creyentes! Pero no hay utilidad en repetirla.
Cuando hube terminado mi relato, vi que Si Saadi sonreía con malicia, mirando a Si Saad, que estaba muy abatido. Y hubo un momento de silencio, al cabo del cual me dijo Si Saad: "En verdad que el éxito no es tal como yo esperaba. Pero no voy a hacerte reproches, aunque esa historia del gavilán sea un poco extraña, y me induzca, en uso de mi derecho, a no creerla y a suponer que te has divertido, te has regalado y has estado de comilona con el dinero que te di para que de él hicieras un uso muy distinto. De todos modos, deseo intentar la experiencia contigo una vez más, y entregarte otra suma igual a la primera. ¡Porque no quiero que mi amigo Saadi se salga con la suya después de una sola tentativa por mi parte!"
Y tras de hablar así, me contó doscientos dinares, diciéndome: "Quiero creer que esta vez no guardarás esa suma en tu turbante...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 870ª noche

Ella dijo:
"... Quiero creer que esta vez no guardarás esa suma en tu turbante". Y cuando ya le cogía yo las manos para llevármelas a los labios, me dejó y se fué con su amigo.
Por lo que a mí respecta, no reanudé mi trabajo cuando se marcharon, y me apresuré a cerrar la tienda y a entrar en casa, sabiendo que a aquella hora no encontraría allí a mi mujer ni a los niños. Y puse aparte diez dinares de oro de los doscientos, y envolví los otros ciento noventa en un lienzo, atándolo. Y ya sólo me quedaba dar con un lugar seguro para esconder aquel dinero. Así es que, después de haber reflexionado mucho tiempo, se me ocurrió meterlo en el fondo de una cuba llena de salvado, donde me imaginaba con razón que nadie pensaría en ir a buscarlo. Y tras de colocar otra vez la cuba en su rincón, salí mientras mi mujer entraba a preparar la comida. Y dejándola sola le dije que iba a comprar cáñamo, pero que volvería a la hora de comer. Y he aquí que mientras yo estaba en el zoco para hacer aquella compra, acertó a pasar por mi calle un vendedor de esa tierra que limpia los cabellos y de la cual se sirven las mujeres en el hammam, y se anunció con su pregón. Y mi mujer, que desde hacía mucho tiempo no se había limpiado el cabello, llamó al vendedor. Pero como no tenía dinero encima, no sabía qué hacer para pagarle, y pensó, diciéndoselo a sí misma: "Esta cuba de salvado que hace tanto tiempo que está aquí, por el momento no nos es de ninguna necesidad. Voy, pues, a dársela al vendedor a cambio de la tierra de limpiar el cabello".
Y así lo hizo.
Y tras de consentir el vendedor en este cambio, quedó ultimado el trato. Y se llevó la cuba con su contenido.
En cuanto a mí, a la hora de comer volví cargado con cuanto cáñamo podía llevar a cuestas, y lo puse en el sobradillo que a este efecto había dispuesto en la casa. Luego me apresuré a echar disimuladamente una ojeada a la cuba que contenía mi fortuna. Y vi lo que vi. Y pregunté con precipitación a mi mujer por qué había quitado la cuba de su sitio habitual. Y me contestó contándome tranquilamente el cambio consabido. Y con la impresión entró la muerte roja en mi alma. Y me desplomé en el suelo como un hombre atacado de vértigo. Y exclamé: "Alejado sea el Lapidado, ¡oh mujer! Acabas de cambiar mi destino, tu destino y el destino de nuestros hijos por un poco de tierra de limpiar los cabellos. ¡Esta vez estamos perdidos sin remedio!" Y en pocas palabras la puse al corriente de la cosa.
Y ella empezó a lamentarse, a golpearse el pecho, a mesarse los cabellos y a desgarrarse los vestidos con desesperación. Y exclamó: "¡Oh, qué desgracia por culpa mía! He vendido la fortuna de los niños a ese vendedor de tierra de limpiar, a quien no conozco. Es la primera vez que pasa por nuestra calle, y ya no volveré a encontrarle nunca, sobre todo ahora que habrá descubierto la bolsa."
Luego, tras de la reflexión, hubo de reprocharme mi falta de confianza en ella para un asunto de tanta importancia, diciéndome que seguramente se habría evitado aquella desgracia si yo le hubiese dado parte de mi secreto. Y sin duda sería demasiado prolijo contarte, ¡oh mi señor! pues no ignoras cuán elocuentes son las mujeres en la aflicción, todo lo que el dolor le puso entonces en la boca. Y yo no sabía qué hacer para calmarla. Le decía: "¡Oh hija del tío, modérate, por favor! ¿No ves que vas a atraer con tus gritos y tus llantos a todos los vecinos, y verdaderamente no hay necesidad de que se enteren de esta segunda desgracia, cuando no tienen ya bastantes sonrisas y palabras burlonas para hacer befa de nosotros y humillarnos con lo del gavilán? Y ahora tendrían doble gusto en bromearnos por nuestra candidez.
Así que es preferible para nosotros, que ya hemos aguantado sus bromas, ocultar esta pérdida y soportarla pacientemente, sometiéndonos a los decretos del Altísimo. Todavía hemos de bendecirle por no haber querido quitarnos de Sus dones más que ciento noventa monedas, dejándonos estas diez, cuyo empleo no dejará de proporcionarnos algún desahogo." Pero, por muy buenas que fuesen mis razones, a mi mujer le costó mucho trabajo rendirse a ellas. Y sólo conseguí consolarla poco a poco, diciéndole: "Es verdad que somos pobres. Pero, en suma, ¿qué tienen más que nosotros en la vida los ricos? ¿No respiramos el mismo aire? ¿No disfrutamos del mismo cielo y de la misma luz? ¿Y no se mueren ellos como nosotros?" Y hablando así, ¡oh mi señor! no solamente acabé por convencerla, sino por convencerme a mí mismo. Y reanudé mi trabajo, con el espíritu tan libre como si no nos hubiesen sucedido aquellas dos aflictivas aventuras.
Una sola cosa, sin embargo, continuaba apenándome: me sentía inquieto al preguntarme a mí mismo cómo iba a resistir la presencia de Si Saad, mi bienhechor, cuando fuera a pedirme cuentas del empleo de los doscientos dinares de oro. Y esta idea ennegrecía ante mi rostro el mundo y la vida.
Por fin llegó el tan temido día que me puso en presencia de ambos amigos. Y felicitándose por haber tardado tanto en ir a saber noticias mías, Si Saad debía decir sin duda a Si Saadi: "No nos apresuremos a ir en busca de Hassán el cordelero. Porque cuanto más retrasemos nuestra visita, más se habrá enriquecido, y será mayor la satisfacción que yo tenga." Y Si Saadi supongo que respondería, sonriendo: "¡Por Alah, que no deseo otra cosa que estar de acuerdo contigo! No obstante, me temo que el pobre Hassán todavía tenga que recorrer mucho camino antes de llegar al paraje donde le espera la opulencia. Pero ya hemos llegado. ¡Y él mismo ha de decirnos cómo van sus negocios!"
Y yo ioh Emir de los Creyentes! estaba tan confuso, que no tenía más que un deseo, y era el de ocultarme a su vista; y con todas mis fuerzas anhelaba que la tierra se abriese y me tragase. Así es que cuando estuvieron delante de la tienda, hice como que no les advertía, y aparenté estar muy atareado en mi trabajo de cordelero. Y sólo levanté los ojos para mirarles cuando me hicieron la zalema y me vi obligado a devolvérsela. Y para que no durasen mucho rato mi suplicio y mi azoramiento, no quise esperar a que me preguntaran, y me encaré resueltamente con Si Saad y le conté, sin tomar aliento, la segunda desgracia que me había ocurrido, es decir, el cambio que mi mujer hizo de la cuba de salvado, donde escondí la bolsa, por un poco de tierra de limpiar el cabello. Y habiéndome desahogado así un tanto, bajé los ojos, me volví a mi sitio y reanudé mi trabajo sujetando de nuevo la madeja de cáñamo al dedo gordo de mi pie izquierdo.
Y pensé: "Ya he dicho lo que tenía que decir. ¡Y Alah sólo sabe lo que sucederá!"
Pero, lejos de enfadarse conmigo o de injuriarme, motejándome de embustero y de hombre de mala fe, Si Saad supo contenerse, sin demostrar ni por asomo el despecho que sentía al ver que el Destino le quitaba la razón con tanta persistencia. Y se contentó con decirme: "Después de todo, Hassán, es posible que sea verdad cuanto me cuentas, y que verdaderamente se haya esfumado la segunda bolsa, como se esfumó su hermana. Sin embargo, es un poco asombroso, en verdad, que el gavilán y el vendedor de tierra de limpiar se hayan presentado, precisamente en el momento en que te hallabas distraído o ausente. ¡De cualquier modo, renuncio a intentar nuevas experiencias en lo sucesivo!" Luego se encaró con Si Saadi, y le dijo: "Pero ¡oh Saadi! no persisto menos en pensar  que sin dinero nada es posible, y que un pobre permanecerá pobre mientras con su trabajo no fuerce al Destino para que le sea favorable".
Pero Si Saadi contestó: "¡Qué error el tuyo, ¡oh generoso Saad! Para que prevaleciera tu opinión, no has vacilado en tirar cuatrocientos dinares, llevándose la mitad un gavilán y la otra mitad un vendedor de tierra de limpiar los cabellos. Pues bien, por mi parte, no seré tan generoso como tú has sido, sino que solamente quiero, a mi vez, tratar de probarte que la marcha del Destino es la única norma de nuestra vida, y que los decretos del Destino son los únicos elementos de buena o mala suerte con que podemos contar." Luego se encaró conmigo, y enseñándome un gran trozo de plomo que acababa de coger del suelo, me dijo: "¡Oh Hassán, de quien huyó la suerte hasta el presente! quisiera ayudarte, como lo ha hecho mi generoso amigo Si Saad. Pero Alah no me ha favorecido con tantas riquezas, y todo lo que puedo darte es este pedazo de plomo, que sin duda ha perdido algún pescador al recoger sus redes."
A estas palabras de Si Saadi, su amigo Si Saad se echó a reír a carcajadas, creyendo que quería gastarme una broma. Pero Si Saadi no prestó atención a ello, y con grave ademán me ofreció el trozo de plomo, diciéndome: "Tómalo, y deja que se ría Si Saad. Porque llegará el día en que este trozo de plomo te será más útil, si tal es tu destino, que toda la plata de las minas".
Y sabiendo hasta qué punto era hombre de bien Si Saadi, y cuán grande era su sabiduría, no quise desairarle haciendo la menor observación. Y cogí el trozo de plomo que me ofrecía, y lo guardé cuidadosamente en mi cinturón, vacío de toda moneda. Y no dejé de darle gracias calurosamente por sus buenos deseos y por sus buenas intenciones. Y acto seguido los dos amigos me dejaron para continuar su paseo, en tanto que yo de nuevo me entregaba a mi trabajo. Y cuando, por la noche, regresé a casa, y después de cenar me desnudé para acostarme, sentí que algo caía al suelo de pronto. Y lo busqué y lo recogí, encontrándome con que era el trozo de plomo que me había echado al cinturón. Y sin darle la menor importancia, lo puse donde primero se me ocurrió, y me tumbé en el colchón, no tardando en dormirme...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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