viernes, mayo 09, 2025

58 El tesoro sin fondo



58 El tesoro sin fondo


EL TESORO SIN FONDO

Y dijo Schehrazada:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! ¡oh dotado de buenas maneras! que el califa Harún Al-Raschid que era el príncipe más generoso de su época y el más magnífico, a veces tenía la debilidad (¡sólo Alah no tiene debilidades!) de alardear, en la conversación, de que ningún hombre entre los vivos competía con él en generosidad y en mano abierta.
Y he aquí que un día, mientras él se alababa así de los dones que, en suma, no le había concedido el Retribuidor más que para que precisamente usase de ellos con generosidad, el gran visir Giafar alma delicada, no quiso que su señor continuara por más tiempo faltando al deber de la humildad para con Alah.
Y resolvió tomarse la libertad de abrirle los ojos.
Se prosternó, pues, entre sus manos, y después de besar por tres veces la tierra, le dijo:
"¡Oh Emir de los Creyentes! ¡oh corona de nuestras cabezas! perdona a tu esclavo si se atreve a alzar la voz en tu presencia para advertirte que la principal virtud del creyente es la humildad ante Alah, única cosa de que puede estar orgullosa la criatura. Porque todos los bienes de la tierra, y todos los dones del espíritu, y todas las cualidades del alma no son para el hombre más que un simple préstamo del Altísimo (¡exaltado sea!). Y el hombre no debe enorgullecerse de este préstamo más que el árbol por estar cargado de frutos o el mar por recibir las aguas del cielo.
¡En cuanto a las alabanzas que te merece tu munificencia, mejor es que dejes las hagan tus súbditos, que sin cesar dan gracias al cielo por haberles hecho nacer en tu imperio, y que no tienen otro gusto que pronunciar tu nombre con gratitud!"
Luego añadió: "¡Por otra parte!, oh mi señor no creas que eres el único a quien Alah ha cubierto con sus inestimables dones! Sabe, en efecto, que en la ciudad de Bassra hay un joven que, aunque es un simple particular vive con más fasto y magnificencia que los reyes más poderosos. ¡Se llama Abulcassem, y ningún príncipe en el mundo, incluso el Emir de los Creyentes mismo, le iguala en mano abierta y en generosidad...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 822ª noche

Ella dijo:
"¡... Se llama Abulcassem, y ningún príncipe en el mundo, incluso el Emir de los Creyentes mismo, le iguala en mano abierta y en generosidad!"
Cuando el califa hubo oído estas últimas palabras de su visir, se sintió extremadamente despechado, y se puso muy colorado y se le inflamaron los ojos; y mirando a Giafar con altivez, le dijo: "¡Mal hayas!, ¡oh perro entre los visires! ¿cómo te atreves a mentir delante de tu señor, olvidando que semejante conducta acarreará tu muerte sin remedio?" Y contestó Giafar: "¡Por vida de tu cabeza, ¡oh Emir de los Creyentes! que las palabras que osé pronunciar en tu presencia son palabras de verdad! Y si he perdido todo crédito en tu ánimo, puedes comprobarlas y castigarme luego si te parece que son falsas. Por lo que a mí respecta, ¡oh mi señor! no temo afirmarte que en mi último viaje a Bassra he sido el huésped deslumbrado del joven Abulcassem. Y todavía no han olvidado mis ojos lo que han visto, mis oídos lo que han oído, y mi espíritu lo que le ha encantado. ¡Por eso, aun a riesgo de atraerme la desgracia de mi señor, no puedo menos de proclamar que Abulcassem es el hombre más magnífico de su tiempo!"
Y tras de hablar así, calló Giafar.
El califa, en el límite de la indignación, hizo seña al jefe de los guardias para que detuviese a Giafar. Y en el momento se ejecutó la orden. Y después de aquello, Al-Raschid salió de la sala, y sin saber cómo desahogar su cólera, fué al aposento de su esposa Sett Zobeida, que palideció de espanto al verle con el rostro de los días negros.
Y con las cejas contraídas y los ojos dilatados, Al-Raschid fué a echarse en el diván, sin pronunciar una palabra. Y Sett Zobeida, que sabía cómo abordarle en sus momentos de mal humor, se guardó mucho de importunarle con preguntas ociosas; pero tomando un aire de extremada inquietud, le llevó una copa llena de agua perfumada de rosa, y ofreciéndosela, le dijo:
"El nombre de Alah sobre ti, ¡oh hijo del tío! ¡Que esta bebida te refresque y te calme! La vida está formada de dos colores: blanco y negro. ¡Ojalá marque tus largos días sólo el blanco!"
Y dijo Al-Raschid: "¡Por el mérito de nuestros antecesores, los gloriosos, que marcará mi vida el negro, ¡oh hija del tío! Mientras vea delante de mis ojos al hijo del Barmecida, a ese Giafar de maldición, que se complace en criticar mis palabras, en comentar mis acciones y en dar preferencia sobre mí a oscuros particulares de entre mis súbditos!" Y enteró a su esposa de lo que acababa de pasar, y se quejó a ella de su visir en términos que le hicieron comprender que la cabeza de Giafar corría aquella vez el mayor peligro. Así es que al principio no dejó ella de abundar en el sentir de él, manifestando su indignación por ver que el visir se permitía tales libertades para con su soberano. Luego, muy hábilmente, le hizo ver que era preferible diferir el castigo sólo el tiempo preciso para enviar a Bassra a cualquiera que diese fe de la cosa.
Y añadió: "Entonces podrás asegurarte de la verdad o de la falsedad de lo que te ha contado Giafar y tratarle en consecuencia". Y Harún, a quien había calmado a medias el lenguaje lleno de cordura de su esposa, contestó: "Verdad dices, ¡oh Zobeida! Ciertamente, debo esa justicia a un hombre cual el hijo de Yahia. Y como no puedo tener una confianza absoluta en la relación que me haga quien envíe a Bassra, quiero ir yo mismo a esa ciudad para comprobar la cosa. Y entablaré conocimiento con ese Abulcassem. Y te juro que le costará la cabeza a Giafar si me ha exagerado la generosidad de ese joven o si me ha dicho mentira".
Y sin más tardanza en ejecutar su proyecto, se levantó en aquella hora y en aquel instante, y sin querer escuchar lo que decía Sett Zobeida para decidirle a no hacer completamente solo ese viaje, se disfrazó de mercader del Irak, recomendó a su esposa que durante su ausencia velara por los asuntos del reino, y saliendo del palacio por una puerta secreta, abandonó Bagdad.
Y Alah le escribió la seguridad; y llegó sin contratiempo a Bassra, y paró en el khan principal de los mercaderes. Y sin tomarse tiempo siquiera para descansar y probar un bocado, se apresuró a interrogar al portero del khan acerca de lo que le interesaba, preguntándole, después de las fórmulas de la zalema: "¿Es cierto, ¡oh jeique! que en esta ciudad hay un hombre llamado Abulcassem que supera a los reyes en generosidad, en mano abierta y en magnificencia?"
Y contestó el viejo portero, meneando la cabeza con aire suficiente: "¡Alah haga descender sobre él Sus bendiciones! ¿Qué hombre no ha sentido los efectos de su generosidad? ¡Por mi parte, ya sidi! aun cuando en mi cara tuviera cien bocas y en cada una cien lenguas y en cada lengua un tesoro de elocuencia, no podría hablarte como es debido de la admirable generosidad del señor Abulcassem!"
Y luego, como llegaran de viaje con sus fardos otros mercaderes, el portero del khan no tuvo tiempo de ser más explícito. Y Harún se vió obligado a alejarse, y subió a reponer sus fuerzas y a descansar algo aquella noche.
Al día siguiente, muy de mañana, salió del khan y fue a pasearse por los zocos. Y cuando los mercaderes hubieron abierto sus tiendas, se acercó a uno de ellos, al que le pareció el de más importancia, y le rogó que le indicara el camino que conducía a la morada de Abulcassem. Y el mercader, muy asombrado, le dijo: "¿De qué lejano país llegas para ignorar la morada del señor Abulcassem? ¡Aquí es más conocido que lo que fue nunca un rey en su propio imperio!" Y Harún manifestó que, en efecto, llegaba de muy lejos; pero que el objeto de su viaje era precisamente entablar conocimiento con el señor Abulcassem. Entonces el mercader ordenó a uno de sus criados que sirviera de guía al califa, diciéndole: "¡Conduce a este honorable extranjero al palacio de nuestro magnífico señor!"
Y he aquí que el tal palacio era un palacio admirable. Y estaba enteramente construido con piedras de talla en mármol jaspeado, con puertas de jade verde. Y Harún quedó maravillado de la armonía de su construcción; y al entrar en el patio vio una multitud de pequeños esclavos blancos y negros, elegantemente vestidos, que se divertían jugando en espera de las órdenes de su amo. Y abordó a uno de ellos y le dijo: "¡Oh joven! te ruego que vayas a decir al señor Abulcassem: "¡Oh mi señor! ¡en el patio hay un extranjero que ha hecho el viaje de Bagdad a Bassra con el sólo propósito de regocijarse los ojos con tu rostro bendito!" Y el joven esclavo al punto advirtió en el lenguaje y el aspecto de quien se dirigía a él que no era un hombre vulgar. Y corrió a avisar a su amo, el cual fue hasta el patio para recibir al huésped extranjero. Y después de las zalemas y los deseos de bienvenida, le cogió de la mano y le condujo a una sala que era hermosa por sí propia y por su perfecta arquitectura.
Y en cuanto estuvieron sentados en el amplio diván de seda bordada de oro que daba vuelta a la sala, entraron doce esclavos blancos, jóvenes y muy hermosos, cargados con vasos de ágata y de cristal de roca. Y los vasos estaban enriquecidos de gemas y de rubíes y llenos de licores exquisitos. Luego entraron doce jóvenes como lunas, que llevaban fuentes de porcelana llenas de frutas y de flores las unas, y grandes copas de oro llenas de sorbetes de nieve de un sabor excelente las otras. Y aquellos jóvenes esclavos y aquellas jóvenes miraron si estaban en su punto los licores, los sorbetes y los demás refrescos antes de presentárselos al huésped de su señor. Y probó Harún aquellas diversas bebidas, y aunque estaba acostumbrado a las cosas más deliciosas de todo el Oriente, hubo de confesar que jamás había bebido nada comparable a ellas. Tras de lo cual, Abulcassem hizo pasar a su convidado a una segunda sala, donde estaba servida una mesa cubierta de platos de oro macizo con los manjares más delicados. Y con sus propias manos le ofreció los bocados selectos. Y a Harún le pareció extraordinario el aderezo de los tales manjares.
Luego, terminada la comida, el joven cogió de la mano a Harún y le llevó a una tercera sala, amueblada con más riqueza que las otras dos. Y unos esclavos, más hermosos que los anteriores, llevaron una prodigiosa cantidad de vasos de oro incrustados de pedrerías y llenos de toda clase de vinos, como también tazones de porcelana llenos de confituras secas y bandejas cubiertas de pasteles delicados. Y mientras Abulcassem servía a su convidado, entraron cantarinas y tañedoras de instrumentos, dando principio a un concierto que habría conmovido al granito. Y se decía Harún en el límite del entusiasmo: "¡En mi palacio tengo, ciertamente, cantarinas de voces admirables, y aun cantores como Ishak, que no ignoran ningún resorte del arte; pero ninguno de ellos podría compararse con éstas! ¡Por Alah! ¿cómo ha podido arreglarse un simple particular, un habitante de Bassra, para reunir semejante ramillete de cosas perfectas?"
Y en tanto que Harún estaba particularmente atento a la voz de una almea, cuya dulzura le encantaba, Abulcassem salió de la sala y volvió un momento después llevando en una mano una varita de ámbar y en la otra un arbolito con el tronco de plata, las ramas y las hojas de esmeraldas y las frutas de rubíes. Y en la copa de aquel árbol estaba encaramado un pavo real de una hermosura que glorificaba a quien lo había fabricado. Y dejando aquel árbol a los pies del califa, Abulcassem tocó con su varita la cabeza del pavo real. Y al punto la hermosa ave abrió sus alas y desplegó el esplendor de su cola, y se puso a girar con rapidez sobre sí misma. Y a medida que giraba esparcía por todos lados emanaciones tenues de perfumes de ámbar, de nadd, de áloe y otros olores de que estaba lleno y que embalsamaban la sala.
Pero estando Harún ocupado en contemplar el árbol y el pavo real, Abulcassem cogió con brusquedad uno y otro y se los llevó. Y Harún se resintió mucho por aquel acto inesperado, y dijo para sí: "¡Por Alah! ¡qué cosa tan extraña! ¿Y qué significa todo esto? ¿Y es así como se portan los huéspedes con sus invitados? Me parece que este joven no sabe hacer las cosas tan bien como Giafar me hizo presumir. Me quita el árbol y el pavo real cuando me ve ocupado precisamente en mirarlos. Sin duda alguna teme que yo le ruegue que me lo regale. ¡Ah! no me pesa haber comprobado por mí mismo esa famosa generosidad que, según mi visir, no tiene igual en el mundo!"
Mientras asaltaban el espíritu del califa estos pensamientos, el joven Abulcassem volvió a la sala. Y le acompañaba un joven esclavo tan hermoso como el sol. Y aquel amable niño llevaba un traje de brocato de oro realzado con perlas y diamantes. Y tenía en el mano una copa hecha de un solo rubí y llena de un vino de púrpura. Y se acercó a Harún, y después de besar la tierra entre sus manos le presentó la copa. Y Harún la cogió y se la llevó a los labios. Pero ¡cual no sería su asombro cuando, tras de beberse el contenido, advirtió, al devolvérsela al lindo esclavo, que todavía estaba llena hasta el borde! Así es que la cogió otra vez de manos del niño, y llevándosela a la boca la vació hasta la última gota. Luego se la entregó al esclavito, observando que de nuevo se llenaba sin que nadie vertiese nada dentro.
Al ver aquello, Harún llegó al límite de la sorpresa...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 823ª noche

Ella dijo:
... Al ver aquello, Harún llegó al límite de la sorpresa, y no pudo por menos de preguntar a que obedecía. Y Abulcassem contestó: "Señor, nada tiene de asombroso. ¡Esta copa es obra de un antiguo sabio que poseía todos los secretos de la tierra!" Y habiendo pronunciado estas palabras, cogió de la mano al niño y salió de la sala con precipitación. Y el impetuoso Harún se indignó ya. Y pensó: "¡Por vida de mi cabeza! o este joven ha perdido la razón, o lo que todavía es peor, no ha conocido nunca los miramientos que se deben al huésped y las buenas maneras. Me trae todas esas curiosidades sin que yo se las pida, las ofrece a mis ojos, y cuando advierte que me gusta verlas se las lleva. ¡Por Alah, que jamás vi nadie tan mal educado y tan grosero! ¡Maldito Giafar! ¡Ya te enseñaré, si Alah quiere, a juzgar a los hombres y a revolver la lengua en la boca antes de hablar!"
En tanto que Al-Raschid se hacía estas reflexiones acerca del carácter de su huésped, le vió entrar en la sala por tercera vez. Y a algunos pasos de él le seguía una joven como no se encontraría más que en los jardines del Edén. Y estaba toda cubierta de perlas y de pedrerías y aun más ataviada con su belleza que con sus galas. Y al verla, Harún se olvidó del árbol, del pavo real y de la copa inagotable, y sintió que el encanto le penetraba el alma. Y después de hacerle una profunda reverencia, la joven fué a sentarse entre sus manos, y en un laúd hecho de madera de áloe, de marfil, de sándalo y de ébano, se puso a tocar de veinticuatro maneras diferentes, con un arte tan perfecto, que Al-Raschid no pudo contener su admiración, y exclamó: "¡Oh jovenzuela! ¡cuán digna de envidia es tu suerte!" Pero en cuanto Abulcassem notó que su convidado estaba encantado de la joven, la cogió de la mano al punto y se la llevó de la sala con presteza.
Cuando el califa vió aquella conducta de su huésped, quedó extremadamente mortificado, y temiendo dejar estallar su resentimiento, no quiso permanecer más tiempo en una morada donde se le recibía de manera tan extraña. Así es que, en cuanto el joven volvió a la sala, le dijo, levantándose: "¡Oh generoso Abulcassem! estoy muy confundido, en verdad, de la manera como me has tratado, sin conocer mi rango y mi condición. Permíteme, pues, que me retire y te deje tranquilo, sin abusar por más tiempo de tu munificencia". Y por temor a molestarle, no quiso el joven oponerse a su deseo, y haciéndole una graciosa reverencia, le condujo hasta la puerta de su palacio, pidiéndole perdón por no haberle recibido tan magníficamente como se merecía.
Y Harún emprendió de nuevo el camino de su khan, pensando con amargura: "¡Qué hombre tan lleno de ostentación ese Abulcassem! Se complace en poner de manifiesto sus riquezas a los ojos de los extraños para satisfacer su orgullo y su vanidad. Si en eso estriba su largueza, seré yo un insensato y un ciego. ¡Pero no! En el fondo, ese hombre no es más que un avaro de la especie más detestable. ¡Y pronto sabrá Giafar lo que cuesta engañar a su soberano con la más vulgar mentira!"
Y reflexionando de tal suerte, Al-Raschid llegó a la puerta del khan. Y vió en el patio de entrada un gran cortejo en forma de media luna, compuesto de un número considerable de jóvenes esclavos blancos y negros, los blancos a un lado y los negros a otro. Y en el centro de la media luna se mantenía la hermosa joven del laúd que le había encantado en el palacio de Abulcassem, teniendo a su derecha al amable niño cargado con la copa de rubíes y a su izquierda a otro muchacho, no menos simpático y hermoso, cargado con el árbol de esmeraldas y el pavo real.
No bien Al-Raschid franqueó la puerta del khan, todos los esclavos se prosternaron en el suelo, y la exquisita joven avanzó entre sus manos y le presentó en un cojín de brocato un rollo de papel de seda. Y Al-Raschid, muy sorprendido de todo aquello, cogió la hoja, la desenrolló, y vió que contenía estas líneas:
"La paz y la bendición para el huésped encantador cuya llegada honró nuestra morada y la perfumó. Y ahora, ¡oh padre de los convidados graciosos! dígnate posar tu vista en los escasos objetos sin valor que envía a tu señoría nuestra mano de poco alcance, y admitirlos de parte nuestra como humilde homenaje de nuestra lealtad para con el que ha iluminado nuestro techo. Hemos notado, en efecto, que los diversos esclavos que forman el cortejo, los dos muchachos y la joven, así como el árbol, la copa y el pavo real, no han desagradado de particular manera a nuestro convidado; y por eso le suplicamos que los considere como si siempre le hubiesen pertenecido. Por lo demás, de Alah viene todo y a El retorna todo. ¡Uassalam!"
Cuando Al-Raschid hubo acabado de leer esta carta y hubo comprendido todo su sentido y todo su alcance, quedó extremadamente maravillado de semejante largueza, y exclamó: "¡Por los méritos de mis antecesores (¡Alah honre sus rostros!), convengo en que he juzgado mal al joven Abulcassem! ¿Qué eres tú, liberalidad de Al-Raschid, al lado de semejante liberalidad? ¡Caigan sobre tu cabeza las bendiciones de Alah, ¡oh visir mío Giafar! que eres causa de que yo me haya curado de mi falso orgullo y de mi arrogancia! ¡He aquí que, en efecto, sin la menor pena y sin que parezca molestarle lo más mínimo, un simple particular acaba de exceder en generosidad y en munificencia al monarca más rico de la tierra!" Luego, recapacitando de pronto, pensó: "Bueno; pero, por Alah, ¿cómo un simple particular puede ofrecer tales presentes, y dónde ha podido procurarse o encontrar tantas riquezas? ¿Y cómo es posible que un hombre lleve en mis Estados una vida más fastuosa que la de los reyes sin que sepa yo por qué medio ha llegado a semejante grado de riqueza? ¡Es preciso, en verdad, que sin tardanza, y aun a riesgo de parecer inoportuno, vaya a comprometerle para que me descubra cómo ha podido reunir una fortuna tan prodigiosa!"
Al punto, dominado por la impaciencia de satisfacer su curiosidad, dejando en el khan a sus nuevos esclavos y lo que le llevaban, Al-Raschid volvió al palacio de Abulcassem. Y cuando estuvo en presencia del joven, le dijo, después de las zalemas:
"¡Oh mi generoso señor! ¡Alah aumente sobre ti Sus beneficios y haga durar los favores de que te ha colmado! Pero son tan considerables los presentes que me ha hecho tu mano bendita, que temo, al aceptarlos, abusar de mi calidad de convidado y de tu generosidad sin igual. ¡Permite, pues, que, sin temor a ofenderte, me sea dable devolvértelos, y que, encantado de tu hospitalidad, vaya a Bagdad, mi ciudad, a publicar tu magnificencia!"
Pero Abulcassem contestó con un aire muy afligido: "Al hablar así, señor, sin duda es porque tienes algún motivo de queja de mi recibimiento, o acaso porque mis presentes te han desagradado por su poca importancia. De no ser así no habrías vuelto desde tu khan para hacerme sufrir esta afrenta". Y Harún, disfrazado siempre de mercader, contestó: "Alah me libre de responder a tu hospitalidad con semejante proceder, ¡oh más que generoso Abulcassem! ¡Mi venida obedece únicamente al escrúpulo que me asalta al verte prodigar así objetos tan raros a extranjeros a quienes has visto por primera vez, y a mi temor de ver agotarse, sin que recojas de ello la satisfacción que mereces, un tesoro que, por muy inagotable que sea, debe tener un fondo!"
Al oír estas palabras de Al-Raschid, Abulcassem no pudo por menos de sonreír, y contestó: "Calma tus escrúpulos, ¡oh mi señor! si verdaderamente es ése el motivo que me ha procurado el placer de tu visita. Has de saber, en efecto, que todos los días de Alah pago las deudas que tengo con el Creador (¡glorificado y exaltado sea!), haciendo a los que llaman a mi puerta uno o dos o tres regalos equivalentes a los que están entre tus manos. Porque el tesoro que me concedió el Distribuidor de riquezas es un tesoro sin fondo". Y como viera reflejarse un asombro grande en las facciones de su huésped, añadió: "¡Ya veo, ¡oh mi señor! que es preciso que te haga confidente de ciertas aventuras de mi vida y que te cuente la historia de ese tesoro sin fondo, que es una historia tan asombrosa y tan prodigiosa, que si se escribiera con agujas en el ángulo interior del ojo serviría de enseñanza a quien la leyera con atención!"
Y tras de hablar así, el joven Abulcassem cogió de la mano a su huésped y le condujo a una sala llena de frescura, donde perfumaban el aire varios pebeteros muy gratos y donde se veía un amplio trono de oro con ricos tapices para los pies. Y el joven hizo subir a Harún al trono, se sentó a su lado y empezó de la manera siguiente su historia: "Has de saber, ¡oh mi señor! (¡Alah es señor de todos nosotros!) que soy hijo de un gran joyero, oriundo de El Cairo, que se llamaba Abdelaziz. Pero, aunque nacido en El Cairo, como su padre y su abuelo, mi padre no había vivido toda su vida en su ciudad natal. Porque poseía tantas riquezas, que, temiendo atraerse la envidia y la codicia del sultán de Egipto, que en aquel tiempo era un tirano sin remedio, se vió obligado a dejar su país y a venir a establecerse en esta ciudad de Bassra, a la sombra tutelar de los Bani-Abbas. (¡Qué Alah extienda sobre ellos sus bendiciones!) Y mi padre no tardó en casarse con la hija única del mercader más rico de la ciudad. Y yo nací de este matrimonio bendito. Y antes de mí y después de mí no vino a aumentar la genealogía ningún otro fruto. De modo que, al incautarme de todos los bienes de mi padre y de mi madre después de su muerte (¡Alah les conceda la salvación y esté satisfecho de ellos!), tuve que administrar, muy joven todavía, una gran fortuna en bienes de todas clases y en riquezas...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 824ª noche

Ella dijo:
"... tuve que administrar, muy joven todavía, una gran fortuna en bienes de todas clases y en riquezas. Pero como me gustaba el dispendio y la prodigalidad, me dediqué a vivir con tanta profusión, que en menos de dos años se vió disipado todo mi patrimonio. ¡Porque, ¡oh mi señor! de Alah nos viene todo y a Él vuelve todo! Entonces, viéndome en un estado de completa penuria, me puse a reflexionar sobre mi conducta pasada. Y pensando en la vida y el papel que había hecho en Bassra, resolví dejar mi ciudad natal para ir a pasar en otra parte días miserables: que la pobreza es más soportable ante ojos extraños. Vendí, pues, mi casa, única hacienda que me quedaba, y me agregué a una caravana de mercaderes, con los cuales fui primero a Mossul y luego a Damasco. Tras de lo cual atravesé el desierto para ir en peregrinación a la Meca; y desde allí volví al gran Cairo, cuna de nuestra raza y de nuestra familia.
Y he aquí que, estando yo en aquella ciudad de hermosas casas y de mezquitas innumerables, rememoré que allí era donde había nacido Abdelaziz, el rico joyero, y al recordarlo no pude por menos de lanzar profundos suspiros y de llorar. Y me figuré el dolor de mi padre si hubiese visto la deplorable situación de su hijo único y heredero. Y preocupado con estos pensamientos que me enternecían, llegué, paseando, a orillas del Nilo, por detrás del palacio del sultán. Y he aquí que en una ventana apareció una cabeza arrebatadora, que me dejó inmóvil mirándola. Pero de repente se retiró, y no vi nada más. Y permanecí allí con beatitud hasta la noche, esperando en vano una nueva aparición. Y acabé por retirarme, aunque muy a mi pesar, e ir a pasar la noche en el khan donde paraba.
Pero al día siguiente, como se ofrecieran a mi espíritu sin cesar las facciones de la jovenzuela, no dejé de apostarme debajo de la ventana consabida. Pero fueron vanas mi paciencia y mi esperanza, pues no se mostró el delicioso rostro, si bien se estremeció un poco la cortina de la ventana, y creí adivinar tras de la celosía un par de ojos babilónicos. Y aquella abstención me afligió mucho, sin desanimarme, no obstante, porque no dejé de volver al mismo sitio al día siguiente.
¡Y cuál no sería mi emoción cuando vi entreabrirse la celosía y descorrerse la cortina para dejar aparecer la luna llena de su rostro! Y me apresuré a prosternarme con la faz contra la tierra, y levantándome después, dije: "¡Oh dama soberana! soy un extranjero llegado hace poco a El Cairo y que ha inaugurado su entrada en esta ciudad con la contemplación de tu belleza. ¡Ojalá que el Destino, que me ha conducido de la mano hasta aquí, acabe su obra con arreglo a los deseos de tu esclavo!" Y me callé, esperando la respuesta. Y en vez de contestarme, la joven mostró una actitud tan asustadiza, que no supe si debía permanecer allí o echar a correr. Y me decidí a permanecer en mi puesto aún, insensible a todos los peligros que pudiera correr. Hice bien, pues de pronto la joven se inclinó sobre el alféizar de su ventana, y me dijo con voz temblorosa: "Vuelve a medianoche. ¡Pero huye ahora cuanto antes!" Y tras estas palabras, desapareció con precipitación y me dejó en el límite del asombro, del amor y del júbilo. Y al instante me olvidé de mis desgracias y de mi penuria. Y me apresuré a volver a mi khan para mandar llamar al barbero público, que se dedicó a afeitarme la cabeza, los sobacos y las ingles, a arreglarme y a hermosearme. Luego fui al hammam de los pobres, en donde, por algunas monedas, tomé un baño perfecto y me perfumé y me refresqué para salir de allí completamente aseado y con el cuerpo ligero como una pluma.
Así es que, cuando llegó la hora indicada, a favor de las tinieblas me puse debajo de la ventana del palacio. Y encontré una escala de seda que colgaba desde aquella ventana hasta el suelo. Y como a la sazón no tenía nada que perder más que una vida a la que no me ataba ya ningún lazo y que carecía de sentido, trepé por la escala y penetré por la ventana al aposento. Atravesé rápidamente dos habitaciones y llegué a otra, en donde, sobre un lecho de plata, estaba tendida, sonriendo, la que yo esperaba. ¡Ah, señor mercader, huésped mío, qué encanto era aquella obra del Creador! ¡Qué ojos y qué boca! A su vista sentí que se me huía la razón, y no pude pronunciar ni una palabra. Pero se incorporó ella a medias, y con una voz más dulce que el azúcar cande me dijo que me acomodara a su lado en el lecho de plata. Luego me preguntó con interés quién era. Y le conté mi historia con toda sinceridad desde el principio hasta el fin, sin omitir un detalle. Pero no hay utilidad en repetirla.
Y he aquí que la joven, que me había escuchado con mucha atención, pareció realmente conmovida de la situación a que hubo de reducirme el Destino. Y al ver yo aquello, exclamé: "¡Oh mi señora! ¡por muy desgraciado que yo sea, ceso de estar quejoso, ya que eres lo bastante buena para compadecerte de mis desgracias!" Y ella tuvo la respuesta oportuna, e insensiblemente nos enredamos en una charla que cada vez se hizo más tierna e íntima. Y acabó ella por declararme que, por su parte, había sentido cierta inclinación hacia mí al verme. Y exclamé: "¡Loores a Alah, que enternece los corazones y dulcifica los ojos de las gacelas!" A lo cual tuvo ella también la respuesta oportuna, y añadió: "¡Ya que me has enterado de quién eres, Abulcassem, no quiero que sigas ignorando quién soy yo!"
Y tras de quedarse silenciosa un momento, dijo: "Sabe, ¡oh Abulcassem! que soy la esposa favorita del sultán y que me llamo Sett Labiba. Pero a pesar de todo el lujo con que vivo aquí, no soy dichosa. Porque, además de estar rodeada de rivales celosas y prontas a perderme, el sultán, que me ama, no puede llegar a satisfacerme, pues Alah, que distribuye la potencia a los gallos, se olvidó de él al hacer la distribución. Y por eso, al verte bajo mi ventana, lleno de valor y desdeñando el peligro, me pareció que eras un hombre potente. Y te he llamado para hacer la experiencia. ¡De ti, pues, depende ahora demostrarme que no me equivoqué en mi elección y que tu gallardía es igual a tu temeridad!"
Entonces, ¡oh mi señor! yo, que no necesitaba que me incitasen a obrar, puesto que no había ido allí más que para eso, no quise perder un tiempo precioso cantando versos, como es costumbre en tales circunstancias, y me apresté al asalto. Pero en el mismo momento en que nuestros brazos se enlazaban, llamaron fuertemente a la puerta de la habitación. Y la bella Labiba me dijo muy asustada: "Nadie tiene derecho para llamar así no siendo el sultán: ¡Estamos vencidos y perdidos sin  remedio!"
Al punto pensé en la escala de la ventana para escaparme por donde había subido. Pero quiso la suerte que precisamente llegase el sultán por aquel lado; y no me quedaba ninguna probabilidad de fuga. Así es que, tomando el único partido que me quedaba, me escondí debajo del lecho de plata, mientras la favorita del sultán se levantaba para abrir. Y en cuanto la puerta estuvo abierta, entró el sultán seguido de sus eunucos, y antes de que yo tuviese tiempo siquiera para darme cuenta de lo que iba a suceder, me sentí cogido debajo del lecho por veinte manos terribles y negras, que me sacaron como a un fardo y me levantaron del suelo. Y aquellos eunucos corrieron cargados conmigo hasta la ventana, en tanto que otros eunucos negros, cargados con la favorita, ejecutaban la misma maniobra hacia otra ventana. Y todas las manos a la vez soltaron su carga, precipitándonos ambos desde lo alto del palacio al Nilo.
Y he aquí que estaba escrito en mi destino que yo tenía que escapar a la muerte por ahogo. Por eso, aunque aturdido por la caída, después de ir a parar al fondo del río logré salir a la superficie del agua y ganar, a favor de la oscuridad, la ribera opuesta al palacio. Y libre ya de un peligro tan grande, no quise irme sin haber intentado extraer a aquella cuya pérdida fué debida a mi imprudencia, y entré en el río con más bríos que había salido, y me sumergí y me volví a sumergir diversas veces para ver si daba con ella. Pero fueron vanos mis propósitos, y como me faltaban las fuerzas, me vi en la necesidad de ganar tierra otra vez para salvar mi alma. Y muy triste, me lamenté por la muerte de aquella encantadora favorita, diciéndome que no debí acercarme a ella estando bajo la influencia de la mala suerte, ya que la mala suerte es contagiosa.
Así es que, penetrado de dolor y abrumado de remordimientos, me apresuré a huir de El Cairo y de Egipto y a tomar el camino de Bagdad, la ciudad de paz.
Y he aquí que Alah me escribió la seguridad, y llegué a Bagdad sin contratiempos, pero en una situación muy triste, porque estaba sin dinero y de toda mi fortuna anterior me quedaba un dinar de oro justo en el fondo de mi cinturón. Y no bien fui al zoco de los cambistas, cambié mi dinar en monedas pequeñas, y para ganarme la vida compré una bandeja de mimbre y confituras, manzanas de olor, bálsamos, dulces secos y rosas. Y me puse a pregonar mi mercancía a la puerta de las tiendas, vendiendo todos los días y ganando para el sustento del día siguiente.
Y he aquí que este pequeño comercio me daba buen resultado, porque yo tenía una voz hermosa y no pregonaba mi mercancía como los mercaderes de Bagdad, sino cantando en vez de gritar. Y un día en que cantaba con una voz más clara aún que de costumbre, un venerable jeique, propietario de la tienda más hermosa del zoco, me llamó, escogió una manzana de olor de mi bandeja, y tras de aspirar su perfume repetidamente, mirándome con atención, me invitó a sentarme junto a él. Y me senté, y me hizo diversas preguntas, inquiriendo quién era y cómo me llamaba. Pero yo, muy apurado por sus preguntas, contesté: "¡Oh mi señor! relévame de hablar de cosas de que no puedo acordarme sin avivar heridas que el tiempo empieza a cerrar. ¡Porque el solo hecho de pronunciar mi propio nombre sería para mí un sufrimiento!" Y debí pronunciar estas palabras suspirando y con un acento tan triste, que el anciano no quiso ni apremiarme a ello. Al punto cambió de conversación, limitándose a preguntar sobre la venta y compra de mis confituras; luego, despidiéndose de mí, sacó de su bolsa diez dinares de oro, que me puso entre las manos con mucha delicadeza, y me abrazó como un padre abrazaría a su hijo...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 825ª noche

Ella dijo:
"... sacó de su bolsa diez dinares de oro, que me puso entre las manos con mucha delicadeza, y me abrazó como un padre abrazaría a su hijo.
Y he aquí que alabé con toda mi alma a aquel venerable jeique, cuya liberalidad resultaba para mí más preciosa dada mi penuria, y pensé en que los señores más dignos de consideración a quienes tenía yo costumbre de presentar mi bandeja de mimbre jamás me habían dado la centésima parte de lo que acababa de recibir de aquella mano, que no dejé de besar con respeto y gratitud. Y al día siguiente, aunque no estaba muy seguro de las intenciones de mi bienhechor de la víspera, no dejé tampoco de ir al zoco. Y en cuanto me advirtió él, me hizo seña de que me acercara, y cogió un poco de incienso de mi bandeja. Luego me hizo sentar muy cerca de él, y tras de algunas preguntas y respuestas, me invitó con tanto interés a contarle mi historia, que aquella vez no pude defenderme  sin que se enfadara. Le enteré, pues, de quién era y de todo lo que me había ocurrido, sin ocultarle nada. Y cuando le hube hecho esta confidencia, me dijo, con una gran emoción en la voz: "¡Oh hijo mío! en mí encontrarás un padre más rico que Abdelaziz (¡Alah esté satisfecho de él!) y que no sentirá por ti menos afecto. Como no tengo hijos ni esperanzas de tenerlos, te adopto. ¡Así, pues, ¡oh hijo mío! calma tu alma y refresca tus ojos, porque, si Alah quiere, vas a olvidar junto a mí tus pasados males!"
Y habiendo hablado así, me besó y me estrechó contra su corazón. Luego me obligó a tirar mi bandeja de mimbre con su contenido, cerró su tienda, y cogiéndome de la mano me condujo a su morada, donde me dijo: "Mañana partiremos para la ciudad de Bassra, que también es mi ciudad, y  donde quiero vivir contigo en adelante, ¡oh hijo mío!"
Y efectivamente, al otro día tomamos juntos el camino de Bassra, mi ciudad natal, adonde llegamos sin contratiempo, gracias a la seguridad de Alah. Y cuantos me encontraban y me reconocían se regocijaban de verme convertido en hijo adoptivo de un mercader tan rico.
En cuanto a mí, no tengo para qué decirte, señor, que puse toda mi inteligencia y todo mi saber en complacer al anciano. Y estaba él encantado de mis complacencias para con su persona, y me decía a menudo: "Abulcassem, ¡qué día tan bendito fué el de nuestro encuentro en Bagdad! ¡Cuán hermoso es mi destino, que te puso en mi camino, ¡oh hijo mío! ¡Y cuán digno eres de mi afecto, de mi confianza y de lo que he hecho por ti y pienso hacer para tu porvenir!" Y estaba yo tan conmovido por los sentimientos que me demostraba él, que, a pesar de la diferencia de edad, le quería verdaderamente y me adelantaba a todo lo que pudiera complacerle. Así, por ejemplo, en vez de ir a divertirme con los jóvenes de mi edad, le hacía compañía, sabiendo que le hubiera dado celos la menor cosa o el menor gesto que no tuviese destinado para él.
Y he aquí, que al cabo de un año, mi protector se sintió aquejado, por orden de Alah, de una enfermedad gravísima, hasta el punto de que todos los médicos desesperaron de curarle. Así es que se apresuró a llamarme a su lado, y me dijo: "Sea contigo la bendición, ¡oh hijo mío Abulcassem! Me has dado la felicidad en el transcurso de un año entero, mientras que la mayoría de los hombres apenas pueden contar con un día feliz en toda su vida. Hora es ya, pues, antes de que la Separadora venga a detenerse a mi cabecera, de que pague yo las muchas deudas que contraje contigo. Sabe, pues, hijo mío, que tengo que revelarte un secreto cuya posesión te hará más rico que todos los reyes de la tierra. Porque, si no tuviera yo por toda hacienda más que esta casa con las riquezas que contiene, me parecería que sólo te dejaba una fortuna exigua; pero todos los bienes que he amontonado en el curso de mi vida, aunque considerables para un mercader, no son nada en comparación del tesoro que quiero descubrirte. No te diré desde cuándo, por quién, ni de qué manera se encuentra en nuestra casa el tesoro, pues lo ignoro. Todo lo que sé es que es muy antiguo. ¡Mi abuelo, al morir, se lo descubrió a mi padre, quien también me hizo la misma confidencia pocos días antes de su muerte!"
Y tras de hablar así, el anciano se inclinó a mi oído, mientras lloraba yo al ver que se le escapaba la vida, y me enteró del sitio de la morada en que estaba el tesoro. Luego me aseguró que por muy grande que fuese la idea que pudiera yo formarme de las riquezas que encerraba, me parecerían más considerables todavía de lo que me figuraba. Y añadió: "Y hete aquí, ¡oh hijo mío! dueño absoluto de todo eso. Ten muy abierta la mano, sin temor a llegar nunca a agotar lo que no tiene fondo. ¡Sé dichoso! ¡Uassalam!" Y habiendo pronunciado estas últimas palabras, falleció en la paz. (¡Que Alah le tenga en Su misericordia y extienda a él Sus bendiciones!).
Y he aquí que, después de haber cumplido con él los últimos deberes, como único heredero, tomé posesión de todos sus bienes, y fui a ver al tesorero sin tardanza. Y deslumbrado, pude comprobar que mi difunto padre adoptivo no había exagerado su importancia; y me dispuse a hacer de ello el mejor uso posible.
En cuanto a todos los que me conocían y habían asistido a mi primera ruina, quedaron convencidos en seguida de que iba a arruinarme por segunda vez. Y se dijeron entre sí: "Aun cuando el pródigo Abulcassem tuviera todos los tesoros del Emir de los Creyentes, los disiparía sin vacilar". Así es que cuál no fué su asombro cuando, en lugar de ver en mis negocios el menor desorden, advirtieron que, por el contrario, eran más florecientes cada día. Y no llegaban a concebir cómo podía aumentar mi hacienda prodigándola, máxime cuando veían que cada vez hacía yo gastos más extraordinarios, y que tenía a mis expensas a todos los extranjeros de paso por Bassra, albergándolos como a reyes.
Así es que pronto corrió por la ciudad el rumor de que yo había encontrado un tesoro, y no fué preciso más para atraer sobre mí la codicia de las autoridades. En efecto, no tardó el jefe de policía en venir un día a buscarme, y después de recapacitar algún tiempo, me dijo "¡Señor Abulcassem, mis ojos ven y mis oídos oyen! Pero como ejerzo mis funciones para vivir, mientras que tantos otros viven para ejercer funciones, no vengo a pedirte cuenta de la vida fastuosa que llevas y a interrogarte por un tesoro que tanto interés tienes en guardar. Vengo a decirte sencillamente que si soy un hombre avisado se lo debo a Alah y no me enorgullezco de ello. Pero el pan está caro y nuestra vaca ya no da leche". Y comprendiendo yo el motivo del paso que daba, le dije: "¡Oh padre de los hombres de ingenio! ¿cuánto te hace falta para comprar pan a tu familia y reemplazar la leche que ya no da tu vaca?" El contestó: "Nada más que diez dinares de oro al día, ¡oh mi señor!" Yo dije: "Eso no es bastante, y quiero darte ciento al día. ¡Y a tal fin no tendrás más que venir aquí a primeros de cada mes, y mi tesorero te contará los tres mil dinares necesarios a tu subsistencia!" Al oírlo, quiso él besarme la mano, pero me defendí de ello, sin olvidar que todos los dones son un préstamo del Creador. Y se marchó, invocando sobre mí las bendiciones.
Y he aquí que, al otro día de la visita del jefe de policía, el kadí me hizo llamar a su casa y me dijo: "¡Oh joven! Alah es el dueño de los tesoros y le corresponde por derecho la quinta parte de ellos. ¡Paga, pues, la quinta parte de tu tesoro y serás el tranquilo poseedor de las otras cuatro partes!" Yo contesté: "No sé qué quiere significar nuestro amo el kadí a su servidor. Pero me comprometo a darle todos los días, para los pobres de Alah, mil dinares de oro, a condición de que me dejen en paz". Y el kadí aprobó mis palabras y aceptó mi proposición.
Pero, algunos días más tarde, vino un guardia a buscarme de parte del walí de Bassra. Y cuando estuve en su presencia, el walí, que me había acogido con una actitud benévola, me dijo: "¿Me crees lo bastante injusto para quitarte tu tesoro si me lo enseñaras?" Y yo contesté:
"¡Alah prolongue mil años los días de nuestro amo el walí! Pero, aunque me arranque la carne con tenazas al rojo, no descubriré el tesoro que está, efectivamente, en mi poder. Sin embargo, consiento en pagar cada día a nuestro amo el walí dos mil dinares de oro para los menesterosos que conozca". Y ante una oferta que le pareció tan considerable, el walí no vaciló en aceptar mi proposición, y me despidió después de colmarme de atenciones.
Y desde entonces pago fielmente a estos tres funcionarios el tributo diario que les he prometido. Y en cambio, me dejan ellos que lleve la vida de largueza y de generosidad para la cual he nacido. ¡Y ése es, ¡oh mi señor! el origen de una fortuna que ya veo que te asombra y cuya cuantía no conoce nadie más que tú!"
Cuando el joven Abulcassem hubo acabado de hablar, el califa, en el límite del deseo de ver al maravilloso tesoro, dijo a su huésped: "¡Oh generoso Abulcassem! ¿es realmente posible que haya en el mundo un tesoro que tu generosidad no sea capaz de agotar pronto? No, por Alah, no puedo creerlo, y si no fuera exigir demasiado de ti, te rogaría que me lo enseñaras, jurándote por los derechos sagrados de la hospitalidad, sobre mi cabeza y por cuanto pueda hacer inviolable un juramento, que no abusaré de tu confianza y que tarde o temprano sabré corresponder a este favor único".
Al oír estas palabras del califa, a Abulcassem se le cambió el color y se le demudó la fisonomía, y contestó con triste acento: "Mucho me aflige, señor, que tengas esa curiosidad, que no puedo satisfacer más que con condiciones muy desagradables, aunque tampoco puedo decidirme a dejarte partir de mi casa con un deseo reconcentrado y un anhelo sin satisfacer. Así, pues, será preciso que te vende los ojos y que te conduzca, tú sin armas y con la cabeza descubierta, y yo con la cimitarra en la mano, pronto a descargarla sobre ti si intentas violar las leyes de la hospitalidad. No obstante, bien sé que, aun obrando así, cometo una imprudencia grande y que no debería ceder a tu pretensión. ¡En fin, sea como está escrito para nosotros en este día bendito! ¿Estás dispuesto a aceptar mis condiciones?"
El califa contestó: "Estoy dispuesto a seguirte y acepto esas condiciones y otras mil semejantes. Y te juro por el Creador del cielo y de la tierra que no te arrepentirás de haber satisfecho mi curiosidad. ¡Por lo demás, apruebo tus precauciones y ni por asomo me ofendo por ellas!"
Inmediatamente Abulcassem le puso una venda en los ojos, y cogiéndole de la mano le hizo bajar por una escalera disimulada a un jardín de vasta extensión. Y allí, después de varias vueltas por las avenidas que se entrecruzaban, le hizo penetrar en un profundo y espacioso subterráneo cuya entrada tapaba una gran piedra a ras del suelo. Y pasaron a un largo corredor en cuesta, que se abría en una gran sala sonora. Y Abulcassem quitó la venda al califa, que vió maravillado aquella sala iluminada sólo con el resplandor de los carbunclos incrustados en todas las paredes, así como en el techo. Y en medio de aquella sala se veía un estanque de alabastro blanco de cien pies de circunferencia lleno de monedas de oro y de cuantas joyas pueda soñar el cerebro más exaltado. Y alrededor de aquel estanque brotaban, como flores que surgieran de un suelo milagroso, doce columnas de oro que sostenían otras tantas estatuas de gemas de doce colores.
Y Abulcassem condujo al califa al borde del estanque, y le dijo: "Ya ves este montón de dinares de oro y de joyas de todas formas y de todos colores. ¡Pues bien; todavía no ha bajado más que dos dedos, aunque la profundidad del estanque es insondable! ¡Pero no hemos terminado!" Y le condujo a una segunda sala, semejante a la primera por la refulgencia de las paredes, pero más vasta aún, con un estanque en medio lleno de piedras talladas y de piedras en cabujones, y sombreado por dos hileras de árboles análogos al que le había regalado. Y por la bóveda de aquella sala corría en letras brillantes esta inscripción:
"No tema el dueño de este tesoro agotarlo; no podría dar fin a él. ¡Mejor es que lo utilice para llevar una vida agradable y para adquirir amigos, porque la vida es una y no vuelve, y vida sin amigos no es vida!"
Tras de lo cual Abulcassem todavía hizo visitar a su huésped otras varias salas que en nada desmerecían de las anteriores; luego, al ver que ya estaba fatigado de contemplar tantas cosas deslumbradoras, le condujo fuera del subterráneo, tras de vendarle los ojos, empero.
Una vez que regresaron al palacio, el califa dijo a su guía: "¡Oh mi señor...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 826ª noche

Ella dijo:
... Una vez que regresaron al palacio, el califa dijo a su guía: "¡Oh mi señor! después de lo que acabo de ver, y a juzgar por la joven esclava y los dos amables muchachos que me has dado, entiendo que no solamente debes ser el hombre más rico de la tierra, sino indudablemente el hombre más dichoso. ¡Porque en tu palacio debes poseer las más hermosas hijas de Oriente y las jóvenes más hermosas de las islas del mar!" Y contestó tristemente el joven: "¡Cierto ¡oh mi señor! que en mi morada tengo esclavas de una belleza notable; pero ¿me es dado amarlas a mí, cuya memoria llena la querida desaparecida, la dulce, la encantadora, la que por causa mía fué precipitada en las aguas del Nilo? ¡Ah! ¡mejor quisiera no tener por toda fortuna más que la contenida en el cinturón de un mandadero de Bassra y poseer a Labiba, la sultana favorita, que vivir sin ella con todos mis tesoros y todo mi harén!" Y el califa admiró la constancia de sentimientos del hijo de Abdelaziz; pero le exhortó a esforzarse cuanto pudiera para sobreponerse a sus penas. Luego le dió gracias por el magnífico recibimiento que le había hecho, y se despidió de él para volverse a su khan, habiéndose asegurado de tal suerte por sí mismo de la verdad de los asertos de su visir Giafar, a quien había hecho arrojar a un calabozo. Y emprendió otra vez al día siguiente el camino de Bagdad con todos los servidores, la joven, los dos mozalbetes y todos los presentes que debía a la generosidad sin par de Abulcassem.
Y he aquí que, no bien estuvo de regreso en palacio, Al-Raschid se apresuró a poner de nuevo en libertad a su gran visir Giafar, y para demostrarle cuánto sentía el haberle castigado de manera preventiva, le dió de regalo a los dos mozalbetes y le devolvió toda su confianza. Luego, tras de contarle el resultado de su viaje, le dijo: "¡Y ahora, ¡oh Giafar! dime qué debo hacer para corresponder al buen comportamiento de Abulcassem! Ya sabes que el agradecimiento de los reyes debe superar al bien que se les haga. Si me limitara a enviar al magnífico Abulcassem lo más raro y más precioso que tengo en mi tesoro, sería poca cosa para él. ¿Cómo vencerle, pues, en generosidad?"
Y Giafar contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡el único medio de que dispones para pagar tu deuda de agradecimiento es nombrar a Abulcassem rey de Bassra!" Y Al-Raschid contestó: "Verdad, dices, ¡oh visir mío! Ese es el único medio de corresponder con Abulcassem. ¡Y en seguida vas a partir para Bassra y a entregarle las patentes de su nombramiento, conduciéndole aquí luego para que podamos festejarle en nuestro palacio!" Y Giafar contestó con el oído y la obediencia, y partió sin demora para Bassra. Y Al-Raschid fué a buscar a Sett Zobeida a su aposento, y le regaló la joven, el árbol y el pavo real, sin guardar para sí más que la copa. Y la joven le pareció a Zobeida tan encantadora, que dijo a su esposo, sonriendo, que la aceptaba con más gusto aún que los otros presentes. Luego hizo que le narrara los detalles de aquel viaje asombroso.
En cuanto a Giafar, no tardó en volver de Bassra con Abulcassem, a quien había tenido cuidado de poner al corriente de lo que había sucedido y de la identidad del huésped que había alojado en su morada.
Y cuando entró el joven en la sala del trono, el califa se levantó en honor suyo, avanzó hacia él, sonriendo, y le besó como a un hijo. Y quiso ir por sí mismo con él hasta el hammam, honor que todavía no había otorgado a nadie desde su advenimiento al trono. Y después del baño, mientras les servían sorbetes, helados de almendras y frutas, fué allí a cantar una esclava llegada al palacio recientemente. Pero no bien hubo mirado Abulcassem el rostro de la joven esclava, lanzó un gran grito y cayó desvanecido. Y Al-Raschid, acudiendo solícito a socorrerle, le tomó en sus brazos y le hizo recobrar el sentido poco a poco.
Y he aquí que la joven cantarina no era otra que la antigua favorita del sultán de El Cairo, a quien un pescador había sacado de las aguas del Nilo y se la había vendido a un mercader de esclavos. Y aquel mercader, después de tenerla escondida en su harén mucho tiempo, la había conducido a Bagdad y se la había vendido a la esposa del Emir de los Creyentes.
Así es como Abulcassem convertido en rey de Bassra, recuperó a su bienamada y pudo en lo sucesivo vivir con ella entre delicias hasta la llegada de la Destructora de placeres, ¡la Constructora inexorable de tumbas!

domingo, mayo 04, 2025

57 Las dos vidas del sultán Mahmud


57 Las dos vidas del sultán Mahmud




LAS DOS VIDAS DEL SULTAN MAHMUD

Schehrazada dijo al rey Schahriar:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el sultán Mahmud, que fué uno de los más cuerdos y de los más gloriosos entre los sultanes de Egipto, con frecuencia se sentaba solo en su palacio, presa de accesos de tristeza sin causa, durante los cuales el mundo entero se ennegrecía ante su rostro. Y en aquellos momentos la vida le parecía llena de insulsez y desprovista de toda significación. Y sin embargo, no le faltaba ninguna de las cosas que hacen la dicha de las criaturas; porque Alah le había otorgado sin tasa la salud, la juventud, el poderío y la gloria, y para capital de su imperio le había dado la ciudad más deliciosa del Universo, la cual, para regocijar el alma y los sentidos, tenía la hermosura de su tierra, la hermosura de su cielo y la hermosura de sus mujeres, doradas como las aguas del Nilo. Pero todo eso se borraba a los ojos de él durante sus reales tristezas; y envidiaba entonces la de los felahs encorvados sobre los surcos de la tierra, y la de los nómadas perdidos en los desiertos sin agua.
Un día en que, con los ojos anegados en la negrura de sus preocupaciones, se hallaba sumido en un abatimiento más acentuado que de ordinario, rehusando comer, beber y ocuparse de los asuntos del reino y sin desear más que morir, el gran visir entró en la estancia en que el soberano estaba echado con la cabeza entre las manos, y después de los homenajes debidos, le dijo: "¡Oh mi amo soberano! a la puerta se halla, en solicitud de audiencia, un viejo jeique venido de los países del extremo Occidente, del fondo del Maghreb lejano. Y a juzgar por la conversación que tuve con él y por las escasas palabras que de su boca oí, sin duda es el sabio más prodigioso, el médico más extraordinario y el mago más asombroso que ha vivido entre los hombres. ¡Y como sé que mi soberano es presa de la tristeza y del abatimiento, quisiera que ese jeique obtuviese permiso para entrar, con la esperanza de que su proximidad contribuya a ahuyentar los pensamientos que pesan sobre las visiones de nuestro rey".
El sultán Mahmud hizo con la cabeza una seña de asentimiento, y al punto el gran visir introdujo en la sala del trono al jeique extranjero ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.

Y cuando llegó la 820ª noche

Ella dijo:
... y al punto el gran visir introdujo en la sala del trono al jeique extranjero.
Y en verdad que el hombre que entró más bien era la sombra de un hombre que una criatura viva entre las criaturas. Y suponiendo que se le pudiese echar una edad, habría que calcularla por centenares de años. Por todo vestido flotaba sobre su grave desnudez una barba prodigiosa, mientras un ancho cinturón de cuero blando ceñía su cintura apergaminada. Y se le habría tomado por algún antiquísimo cuerpo semejante a los que a veces extraen de las sepulturas graníticas los labradores de Egipto, si no le ardiesen en la faz, por debajo de sus cejas terribles, dos ojos en que vivía la inteligencia.
Y el puro anciano, sin inclinarse ante el sultán, dijo con una voz sorda que nada tenía de voz de la tierra: "¡La paz sea contigo, sultán Mahmud! Me envían a ti mis hermanos los santones del extremo Occidente. ¡Vengo a que te des cuenta de los beneficios del Retribuidor sobre tu cabeza!" Y sin hacer un gesto, avanzó hacia el rey con un paso solemne, y cogiéndole de la mano lo obligó a levantarse y a acompañarle hasta una de las ventanas de las salas del trono.
Aquella sala del trono tenía ventanas, y cada una de las tales ventanas tenía distinta orientación. Y el viejo jeique dijo al sultán: "¡Abre la ventana!" Y el sultán obedeció como un niño, y abrió la primera ventana. Y el viejo jeique le dijo sencillamente: "¡Mira!"
Y el sultán Mahmud sacó la cabeza por la ventana y vió un inmenso ejército de jinetes que, con la espada desenvainada, se precipitaban a toda brida desde las alturas de la ciudadela del monte Makattam. Y las primeras columnas de aquel ejército, que ya había llegado al pie mismo del palacio, echaron pie a tierra y empezaron a escalar las murallas, lanzando clamores de guerra y de muerte. Y al ver aquello comprendió el sultán que sus tropas se habían amotinado e iban a destronarle. Y cambiando de color exclamó: "¡No hay más Dios que Alah! ¡Ha llegado la hora de mi destino!"
Al punto cerró el jeique la ventana, pero para abrirla de nuevo por sí mismo un instante después. Y había desaparecido todo el ejército. Y sólo la ciudadela se elevaba pacíficamente en lontananza, agujereando con sus minaretes el cielo de mediodía.
Entonces, sin dar al rey tiempo para reponerse de su profunda emoción, le condujo a la segunda ventana, desde la cual se avizoraba la ciudad inmensa, y le dijo: "¡Abre y mira!" Y el sultán Mahmud abrió la ventana, y el espectáculo que se ofreció a su vista le hizo retroceder con horror. Los cuatrocientos minaretes que dominaban las mezquitas, las cúpulas de las mezquitas, los domos de los palacios y las terrazas que se extendían por millares hasta los confines del horizonte, no eran más que un brasero humeante y llameante, del cual partían, para desplegarse en la región media del aire, nubes negras que cegaban el ojo del sol entre aullidos de espanto. Y un viento salvaje impulsaba llamas y cenizas hacia el propio palacio, que en seguida se encontró envuelto por un mar de fuego, del que no estaba separado más que por el fresco cendal de sus jardines. Y en el límite del dolor, al ver aniquilada su hermosa ciudad, el sultán dejó caer sus brazos, y exclamó: "¡Sólo Alah es grande! ¡Las cosas tienen su destino, como todas las criaturas! ¡Mañana el desierto se reunirá con el desierto a través de las llanuras sin nombre de una tierra que fué ilustre entre todas. ¡Gloria al único Viviente!" Y lloró por su ciudad y por sí mismo. Pero el jeique cerró al punto la ventana, y la abrió de nuevo al cabo de un instante. Y había desaparecido toda huella de incendio. Y la ciudad de El Cairo se extendía en su gloria intacta, en medio de sus vergeles y de sus palmeras, mientras las cuatrocientas voces de los muezines anunciaban a los creyentes la hora de la plegaria y se confundían en una misma ascensión hacia el Señor del Universo.
Y al punto el jeique, llevándose al rey, le condujo a la tercera ventana, que daba sobre el Nilo, y le hizo abrirla. Y el sultán Mahmud vió que el río se salía de cauce y sus olas invadían la ciudad, y anegando en seguida las terrazas más altas, iban a estrellarse con furia contra las murallas del palacio. Y una ola más fuerte que las anteriores derribó de una vez todos los obstáculos que se oponían a su paso y fué a meterse en el piso inferior del palacio. Y el edificio, desmoronándose como un terrón de azúcar en el agua, se hundió por un lado, y estaba ya casi derruido, cuando el jeique cerró de pronto la ventana y la abrió de nuevo. Y fue como si no hubiese habido la menor crecida. Y el hermoso río continuaba paseándose con majestad, como antes, entre los infinitos campos de pastos y durmiendo en su lecho.
Y el jeique hizo que abriera el rey la cuarta ventana, sin darle tiempo para reponerse de su sorpresa. Esta cuarta ventana tenía vistas a la admirable llanura verdeante que se extiende a las puertas de la ciudad hasta perderse de vista, llena de aguas corrientes y de sus rebaños lucidos; la que han cantado todos los poetas desde Omar; donde los plantíos de rosas, de albahacas, de narcisos y de jazmines alternaban con bosquecillos de naranjos; donde en los árboles habitan tórtolas y ruiseñores a los que sumen en delirio plantas amorosas; donde la tierra es tan fértil y está tan adornada como en los antiguos jardines del Iram-de-las-Columnas, y tan embalsamada como las praderas del Edén. Y en vez de prados y bosques de árboles frutales, el sultán Mahmud no vió más que un horrible desierto rojo y blanco, abrasado por un sol inexorable, un desierto pedregoso y arenoso, que servía de refugio a hienas y chacales y de campo de acción a serpientes y alimañas dañinas. Y aquella siniestra visión no tardó en borrarse, como las anteriores, cuando el jeique, con su propia mano, hubo cerrado y vuelto a abrir la ventana. Y de nuevo la llanura se hizo magnífica y sonrió el cielo con todas las flores de sus jardines.
Eso fue todo, y el sultán Mahmud no sabía si dormía, si velaba o si estaba bajo la acción de algún sortilegio o alguna alucinación. Pero el jeique, sin dejarle que se calmara después de todas las violentas impresiones que acababa de experimentar, de nuevo le cogió de la mano, sin que el otro pensara siquiera en oponer la menor resistencia, y le condujo junto a un pequeño estanque que refrescaba la sala con su murmullo de agua. Y le dijo: "¡Inclínate sobre el estanque y mira!" Y el sultán Mahmud inclinóse sobre el estanque para mirar, y he aquí que, con un movimiento brusco, el jeique le metió la cabeza por entero en el agua.
Y el sultán Mahmud se vió naufragando al pie de una montaña que dominaba el mar. Y todavía, como en tiempos de su esplendor, estaba revestido de sus atributos reales con su corona a la cabeza. Y no lejos de allí le miraban unos felahs como a un objeto raro, y se le señalaban unos a otros, riéndose mucho. Y al ver aquello, el sultán Mahmud sintió un furor sin límites, más aún contra el jeique que contra los felahs, y exclamó: "¡Ah! ¡maldito mago, causante de mi naufragio! ¡ojalá me llevase Alah a mi reino para que yo te castigara con arreglo a tu crimen! ¿Por qué me engañaste tan cobardemente?" Luego, en un rapto, se acercó a los felahs y les dijo con tono solemne: "¡Soy el sultán Mahmud! ¡Idos!" Pero ellos continuaron riéndose con las bocas abiertas hasta las orejas. ¡Ah, qué bocas! ¡eran grutas! ¡eran grutas! Y para evitar que le tragasen vivo, quiso huir; pero el que parecía jefe de los felahs se acercó a él, le quitó su corona y sus atributos y los arrojó al mar, diciendo: "¡Oh pobre! ¿para qué llevas encima tanto hierro? ¡Hace mucho calor para cubrirse de ese modo! Toma, ¡oh pobre! ¡Aquí tienes vestidos como los nuestros!" Y desnudándole, le puso un traje de cotonada azul, le metió los pies en un par de babuchas viejas, amarillas, con suela de cuero de hipopótamo, y le puso a la cabeza un gorrito de fieltro color castaño claro. Y le dijo: "¡Vamos, ¡oh pobre! ven a trabajar con nosotros, si no quieres morirte de hambre aquí donde trabaja todo el mundo!" Pero dijo el sultán Mahmud: "¡Yo no sé trabajar!" Y el felah le dijo: "¡En ese caso, nos servirás de mozo de carga y de burro a la vez...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.

Y cuando llegó la 821ª noche

Ella dijo:
"¡... nos servirás de mozo de carga y de burro a la vez!" Y como ya habían acabado su jornada de trabajo, les pareció muy bien cargar una espalda ajena con el peso de sus herramientas de labor. Y el sultán Mahmud, doblado bajo la carga de azadas, rastrillos, azadones y mielgas, y sin poder arrastrarse apenas, se vió obligado a seguir a los felahs. Y cansado y sin poder respirar casi, llegó con ellos al pueblo, donde fue víctima de las persecuciones de los chicos, que corrían desnudos detrás de él, haciéndole sufrir mil vejaciones. Y para que pasase la noche, le metieron en una cuadra abandonada, donde le echaron, para que comiera, un pan duro y una cebolla. Y al día siguiente se había convertido en burro de verdad, en burro con cola, cascos y orejas. Y le echaron una cuerda al pescuezo, y le pusieron una albarda al lomo y se lo llevaron al campo para que arrastrase el arado. Pero como se mostraba reacio, le confiaron al molinero del pueblo, que en seguida le hizo ponerse en razón, obligándole a dar vueltas a la rueda del molino después de vendarle los ojos. Y estuvo cinco años dando vueltas a la rueda del molino, sin descansar más que el tiempo preciso para comerse su ración de habas y beberse un cubo de agua. Y fueron cinco años de palos, de aguijonazos, de injurias humillantes y de privaciones. Y ya no le quedaba más consuelo y alivio que la serie de cuescos que desde por la mañana hasta por la noche soltaba en respuesta a las injurias, dando vueltas al molino. Y he aquí que de repente se derrumbó el molino, y de nuevo se vió él bajo su prístina forma de hombre y no de burro. Y se paseaba por lo zocos de una ciudad que no conocía; y no sabía adónde ir. Y como ya estaba cansado de andar, buscaba con la vista un sitio en que descansar, cuando un mercader viejo, que por su aspecto comprendió que era extranjero, le invitó cortésmente a entrar en su tienda. Y al ver que estaba fatigado, le hizo sentarse en un banco, y le dijo: "¡Oh extranjero! eres joven y no serás desgraciado en nuestra ciudad, donde los jóvenes son muy apreciados y muy buscados, sobre todo cuando son buenos mozos, como tú. Dime, pues, si estás dispuesto a habitar en nuestra ciudad, cuyas costumbres son muy favorables a los extranjeros que quieren establecerse en ella". Y contestó el sultán Mahmud: "¡Por Alah, que no pido nada mejor que vivir aquí, con tal de que encuentre otra cosa de comer que las habas con que me he alimentado durante cinco años!" Y el viejo mercader le dijo: "¿Qué hablas de habas, ¡oh pobre!? ¡Aquí te alimentarás con cosas exquisitas y reconfortantes para la tarea que tienes que cumplir! ¡Escúchame, pues, con atención, y sigue el consejo que voy a darte!"
Y añadió: "Date prisa a ir a apostarte a la puerta del hammam de la ciudad, que está ahí, a la vuelta de la calle. Y abordando a cada mujer que salga, le preguntarás si tiene marido. ¡Y la que te diga que no lo tiene será tu esposa en el momento, según la costumbre del país! ¡Y sobre todo, ten mucho cuidado de hacer la pregunta a todas las mujeres sin excepción que veas salir del hammam, pues de no hacerlo así correrías el peligro de que te expulsaran de nuestra ciudad!" Y el sultán Mahmud fué a apostarse a la puerta del hammam, y no llevaba mucho rato allí, cuando vió salir a una espléndida jovenzuela de trece años. Y al verla, pensó: "¡Por Alah, que con ésta me consolaría bien de todas mis desdichas!" Y la paró y le dijo: "¡Oh mi señora! ¿eres casada o soltera?" Ella contestó: "Soy casada desde el año pasado". Y he aquí que salía del hammam una vieja de fealdad espantosa. Y a su vista se estremeció de horror el sultán Mahmud, y pensó: "¡Ciertamente, prefiero  morir de hambre y volver a ser burro o mozo de carga antes que casarme con esa antigualla! ¡Pero ya que el viejo mercader me ha dicho que haga la pregunta a todas las mujeres, tendré que decidirme a interrogarla a la calamitosa!" Y la abordó y le dijo, volviendo la cabeza: "¿Eres casada o soltera?" Y la espantosa vieja contestó babeando: "Soy casada, ¡oh corazón mío!" ¡Ah! ¡qué peso se quitó él de encima! Y dijo: "Me alegro tanto, ¡oh tía mía!" Y pensó: "¡Alah tenga en Su misericordia al desgraciado extranjero que me ha precedido!" Y la vieja continuó su camino, y he aquí que salió del hammam una estantigua mucho más desagradable que la anterior y mucho más horrible. Y el sultán Mahmud se acercó a ella temblando, y le preguntó: "¿Eres casada o soltera?" Y  contestó ella, sonándose con los dedos: "Soy soltera, ¡oh ojos míos!" Y el sultán Mahmud exclamó: "¡Vaya, vaya! pues yo soy un burro, ¡oh tía mía! soy un burro. ¡Mírame las orejas, y la cola, y el zib! Son las orejas, y la cola, y el zib de un burro. ¡Las personas no se casan con los burros!"
Pero la horrible vieja se acercó a él y quiso besarle. Y el sultán Mahmud, en el límite de la repugnancia y del terror, se puso a gritar: "¡No, no, que soy un burro, ya setti, que soy un burro! ¡Por favor, no te cases conmigo, que soy un pobre burro de molino! ¡Ay, ay!" Y haciendo un esfuerzo sobrehumano, sacó la cabeza del estanque.
Y el sultán Mahmud se vió en medio de la sala del trono de su palacio, con su gran visir a la derecha y el jeique extranjero a la izquierda. Y una de sus favoritas le presentaba en una bandeja de oro una copa de sorbete que había pedido algunos instantes antes de la entrada del jeique. ¡Vaya, vaya! ¿conque seguía siendo sultán? ¿conque seguía siendo sultán? ¡Y no podía llegar a creer semejante prodigio! Y se puso a mirar a su alrededor, palpándose y restregándose los ojos. ¡Vaya, vaya! Era hermoso y era el sultán, el propio sultán Mahmud, y no el pobre náufrago, ni el mozo de carga, ni el burro del molino, ni el esposo de la formidable estantigua. ¡Ah! ¡por Alah, que era grato volver a encontrarse sultán después de aquellas tribulaciones! Y cuando abría la boca para pedir la explicación de fenómeno tan extraño, se elevó la voz sorda del puro anciano, que le decía:
"¡Sultán Mahmud, he venido a ti, enviado por mis hermanos los santones del extremo Occidente, para que te des cuenta de los beneficios que el Retribuidor ha hecho caer sobre tu cabeza!"
Y tras de hablar así, desapareció el jeique maghrebín, sin que se supiese si había salido por la puerta o si había volado por las ventanas. Y cuando se hubo calmado su emoción, el sultán Mahmud comprendió la lección que de su señor había recibido. Y comprendió que su vida era buena y que hubiese podido ser el más desgraciado de los hombres. Y comprendió que todas las desgracias que había entrevisto, bajo la mirada dominadora del anciano, hubiesen podido ser desgracias reales de su vida si el Destino lo hubiera querido. Y cayó de rodillas bañado en lágrimas. Y desde entonces ahuyentó de su corazón toda tristeza. Y viviendo en la dicha, repartió dicha en torno suyo. Y tal es la vida real del sultán Mahmud, y tal otra hubiese sido la vida que habría podido llevar a un sencillo cambio del Destino. ¡Porque Alah es el amo Todopoderoso!

viernes, mayo 02, 2025

56 Historia de sarta de perlas


56 Historia de la sarta de perlas           



HISTORIA DE SARTA-DE-PERLAS

En los anales de los sabios y los libros del pasado se cuenta que el Emir de los Creyentes Al-Motazid Bi'llah, decimosexto califa de la casa de Abbas, nieto de Al-Mota-wakkil, nieto de Harún Al-Raschid, era un príncipe dotado de alma superior, de corazón intrépido y de sentimientos elevados, lleno de distinción y de elegancia, de nobleza y de gracia, de bravura y de gallardía, de majestad y de inteligencia, igualando a los leones en fuerza y en valor, y además, con un ingenio tan fino, que estaba considerado como el poeta más grande de su tiempo. Y en Bagdad, su capital, tenía, para ayudarle a llevar los asuntos de su inmenso imperio, sesenta visires llenos de un celo infatigable, que velaban por los intereses del pueblo con la misma incansable actividad que su señor.  Con lo cual no permanecía oculto para él nada de cuanto pasaba en su reino, en los países que extendíanse desde el desierto de Scham hasta los confines del Maghreb, y desde las montañas del Khorassán y el mar occidental hasta los límites profundos de la India y del Afghanistán, ni siquiera el acontecimiento más fútil en apariencia.
Y he aquí que un día en que se paseaba con Ahmad Ibn-Hamdún el narrador, su íntimo y preferido compañero de copa, y el mismo a quien debemos la transmisión oral de tantas hermosas historias y poemas maravillosos de nuestros padres antiguos, llegó ante una morada de apariencia señorial, deliciosamente recatada entre jardines, y cuya armónica arquitectura pregonaba los gustos de su propietario con mucha más delicadeza de lo que hubiese hecho la lengua más elocuente. Porque para quien, como el califa, tenía los ojos sensibles y el alma atenta, aquella morada era la elocuencia misma.
Y estando ambos sentados en el banco de mármol que daba frente a la morada, y mientras descansaban allí de su paseo, respirando la suave brisa que llegaba embalsamada con el alma de los lirios y de los jazmines, vieron aparecer ante ellos, saliendo de lo umbrío del jardín, a dos jóvenes hermosos cual la luna en su decimocuarto día. Y charlaban los tales entre sí, sin advertir la presencia de los dos extranjeros sentados en el banco de mármol. Y uno de ellos decía a su interlocutor: "¡Haga el cielo ¡oh amigo mío! que en este día de esplendor vengan a visitar a nuestro amo huéspedes del azar! ¡Porque le entristece que haya llegado la hora de la comida sin que esté allí nadie para hacerle compañía, cuando, por lo general, tiene siempre a su lado amigos y extranjeros a quienes regala con delicias y a quienes alberga magníficamente!" Y contestó el otro joven: "Cierto que es la primera vez que sucede semejante cosa y se encuentra solo nuestro amo en la sala de los festines. Muy extraño es que, a pesar de la dulzura de este día de primavera, ningún paseante se haya fijado, para descansar, en nuestros jardines, tan hermosos, que de ordinario vienen a visitarlos desde el interior de las provincias.
Al oír estas palabras de los dos jóvenes, Al-Motazid quedó extremadamente asombrado de saber que no sólo existía en su capital un señor de alto rango, cuya morada le era desconocida, sino que aquel señor llevaba una vida tan singular y no le gustaba la soledad en las comidas. Y pensó: "¡Por Alah! ¡A mí, que soy el califa, a menudo me gusta estar a solas conmigo mismo, y moriría en el más breve plazo si tuviese que sentir a perpetuidad una vida extraña al lado de mí! ¡que tan inestimable es a veces la soledad!"
Luego dijo a su fiel comensal: "¡Oh Ibn-Hamdún! ¡oh narrador de lengua de miel! tú, que conoces todas las historias del pasado y nada ignoras de los acontecimientos contemporáneos, ¿sabías de la existencia del hombre propietario de este palacio? ¿Y no te parece que nos urge entablar conocimiento con uno de nuestros súbditos, cuya vida es tan diferente a la vida de los demás hombres, y tan asombrosa de fasto solitario? Y además, ¿no me dará eso ocasión de ejercer con uno de mis súbditos nobles una generosidad que yo quisiera fuese todavía más magnífica que aquella con la cual debe tratar él a sus huéspedes fortuitos?" Y contestó el narrador Ibn-Hamdún: "Sin duda que el Emir de los Creyentes no tendrá que arrepentirse de su visita a este señor desconocido para nosotros. ¡Voy, pues que tal es el deseo de mi señor, a llamar a esos dos encantadores jóvenes y a anunciarles nuestra visita al propietario de ese palacio!" Y se levantó del banco, así como Al-Motazid, que iba disfrazado de mercader, según su costumbre. Y apareció ante los dos buenos mozos, a los cuales dijo: "¡Por Alah sobre vosotros dos! id a prevenir a vuestro amo de que a su puerta hay dos mercaderes extranjeros que solicitan la entrada en su morada y reclaman el honor de presentarse entre sus manos".
Y en cuanto oyeron ambos jóvenes estas palabras, volaron, jubilosos, a la morada, en el umbral de la cual no tardó en aparecer el dueño del dominio en persona, y era un hombre de rostro claro, de facciones finas y delicadas, de aspecto elegante y de actitud llena de simpatía...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 815ª noche

Ella dijo:
...Y era un hombre de rostro claro, de facciones finas y delicadas, de aspecto elegante y de actitud llena de simpatía. E iba vestido con una túnica de seda de Nischabur, llevaba a los hombros un manto de terciopelo con franjas de oro, y en un dedo ostentaba un anillo de rubíes. Y se adelantó hacia ellos con una sonrisa de bienvenida en los labios y llevándose la mano izquierda al corazón, les dijo: "¡La zalema y la cordialidad para los señores benévolos que nos favorecen con el favor supremo de su llegada!"
Y entraron en la morada, y al ver los visitantes su maravillosa disposición, la creyeron un trozo del propio Paraíso, porque su hermosura interior superaba con mucho a su hermosura externa, y sin duda haría perder al enamorado torturado el recuerdo de su bienamada.
Y en la pila de alabastro de la sala de reunión, donde cantaba un surtidor de diamante, mirábase un jardinillo que era una delicia de frescura y un encanto. Porque aunque el jardín grande circundaba la morada con todas las flores y todas las frondas que adornan la tierra de Alah, y aunque por su esplendor era una locura de vegetación, el jardinillo era una cordura indudablemente. Y las plantas que lo componían eran cuatro flores, sí, sólo eran cuatro flores, en verdad, pero como no las habían contemplado ojos humanos más que en los primeros días de la tierra.
La primera flor era una rosa inclinada sobre el tallo y sola en absoluto, no la de los rosales, sino la rosa original, cuya hermana había florecido en el Edén antes de la bajada furiosa del ángel. Y era una llama de oro rojo encendida por sí misma, un fuego de alegría avivado desde dentro, una aurora magnífica, vivaz, encarnadina, aterciopelada, fresca, virginal, inmaculada, deslumbradora. Y contenía en su corola la púrpura necesaria para la túnica de un rey. En cuanto a su olor hacía entreabrirse en un latido los abanicos del corazón, y decía al alma: "¡Embriágate!", y prestaba alas al cuerpo, diciéndole: ¡ Vuela! "
Y la segunda flor era un tulipán erguido en su tallo y solo en absoluto, no un tulipán de cualquier parterre real, sino el tulipán antiguo, regado con sangre de dragones, aquel cuya especie, abolida, florecía en Iram-de-las-Columnas, y cuyo color decía a la copa de vino añejo: "¡Yo embriago sin que me toquen los labios!", y al tizón inflamado: "¡Yo quemo, pero no me consumo!"
Y la tercera flor era un jacinto erguido en su tallo y solo en absoluto, no el de los jardines, sino el jacinto padre de los lirios, el que tiene un blanco puro, el delicado, el oloroso, el frágil, el cándido jacinto que decía al cisne cuando salía del agua: "¡Soy más blanco que tú!"
Y la cuarta flor era un clavel inclinado sobre su tallo y solo en absoluto, no, ¡oh! no el clavel de las terrazas que riegan por la noche las jóvenes, sino un globo incandescente, una partícula del sol que se hunde por Poniente, un pomo de olor encerrando el alma volátil de la pimienta, el propio clavel cuyo hermano fué ofrecido por el rey de los genn a Soleimán para que con él adornara la cabellera de Balkis y prepararse el Elixir de larga vida, el Bálsamo espiritual, el Alcali real y la Triaca.
Y sólo con tocar estas cuatro flores, aunque no fuese más que en imagen, el agua de la pila tenía numerosos estremecimientos de emoción, incluso cuando se callaba el surtidor musical y cesaba la lluvia de diamante. Y como sabían que eran tan hermosas, las cuatro flores se inclinaban sonrientes sobre sus tallos y se miraban con atención.
Y excepto estas cuatro flores que había en aquella pila, nada adornaba aquella sala de mármol blanco y de frescura. Y descansaba allí satisfecha la mirada, sin pedir nada más.
Cuando el califa y su compañero se sentaron en el diván, cubierto con un tapiz de Khorassán, el huésped, tras de nuevos deseos de bienvenida, les invitó a compartir con él la comida, compuesta de cosas exquisitas que acababan de llevar en bandejas de oro los servidores y que colocaban en taburetes de bambú. Y la comida se celebró con la cordialidad de que usan los amigos para con sus amigos, y se animó con la entrada que, a una señal del huésped, hicieron cuatro jóvenes de rostro de luna, que eran la primera una tañedora de laúd, la segunda una tañedora de címbalos, la tercera una cantarina y la cuarta una danzarina. Y en tanto que con la música, el canto y la gracia de los movimientos completaban entre las cuatro la armonía de aquella sala y encantaban el aire, el huésped y sus dos invitados probaban los vinos en las copas y se endulzaban con las frutas cogidas en rama, tan hermosas, que sólo podrían proceder de árboles del Paraíso.
Y el narrador Ibn-Hamdún, aunque estaba habituado a que le tratase suntuosamente su señor, se sintió con el alma tan exaltada por los vinos generosos y por tantas lindezas reunidas, que se volvió hacia el califa con ojos inspirados, y con la copa en la mano recitó un poema que acababa de surgir en él al recuerdo de un joven amigo que poseía:
Y dijo con su hermosa voz rítmica:
¡Oh tú, cuya mejilla está modelada en la rosa silvestre y moldeada como la de un ídolo de la China!
¡Oh jovenzuelo de ojos de azabache, de formas de hurí! ¡abandona tus posturas perezosas, cíñete los riñones y haz reír en la copa este vino color de tulipán nuevo!
Porque hay horas para la prudencia y otras para la locura! ¡Échame de este vino hoy! ¡Pues ya sabes que me gusta la sangre extraída de la garganta de los barriles cuando es pura como tu corazón!
¡Y no me digas que este licor es pérfido! ¿Qué importa la embriaguez a quien nació ebrio? ¡Hoy mis anhelos son complicados al igual de tus bucles!
¡Y no me digas que para los poetas es funesto el vino! ¡Porque mientras sea, como hoy, azul la túnica del cielo y verde el traje de la tierra, querré beber hasta morir!
¡A fin de que los jóvenes de rostro hermoso que vayan a visitar mi tumba, al respirar el olor del vino, victorioso de la tierra, que exhalarán mis cenizas, se sientan ebrios ya por el solo efecto de este olor!
Y acabando de improvisar este poema, el narrador levantó los ojos hacia el califa para sorprender en su rostro el efecto producido por los versos. Pero en vez de la satisfacción que esperaba ver, notó tal expresión de contrariedad y de cólera reconcentrada, que dejó escapar de su mano la copa llena de vino. Y tembló con toda el alma, y se habría creído perdido sin remisión, si no hubiese notado también que el califa no parecía haber oído los versos recitados, y si no le hubiese visto con los ojos extraviados y como distraídos en la solución de un problema insondable. Y se dijo: "¡Por Alah, que hace un instante tenía el rostro satisfecho, y hele aquí ahora negro de contrariedad y tan tempestuoso como no lo he visto nunca! ¡Y sin embargo, por más que estoy acostumbrado a leer sus pensamientos en la expresión de sus facciones y a adivinar sus sentimientos, no sé a qué atribuir esta mudanza súbita! ¡Alah aleje el Maligno y nos preserve de sus maleficios!"
Y mientras él se torturaba de tal suerte el espíritu para llegar a penetrar el motivo de aquella cólera, el califa lanzó de pronto a su huésped una mirada cargada de desconfianza, y contrariando todas las  reglas de la hospitalidad, y a despecho de la costumbre que exige que jamás el huésped y el invitado se pregunten sus nombres y cualidades, preguntó al dueño del dominio con voz que intentaba reprimir: "¿Quién eres, ¡oh hombre!?"
El huésped, que al oír esta pregunta había cambiado de color y se sintió en extremo mortificado, no quiso, empero, negarse a contestar, y dijo: "Me llaman generalmente Abu'l Hassán Alí ben-Ahmad Al-Khorassani".
Y añadió el califa: "¿Y sabes quién soy?" Y contestó el huésped, más pálido aún: "No, por Alah, que no tengo ese honor, ¡oh mi señor!"
Entonces, advirtiendo cuán penosa se hacía la situación, Ibn-Hamdún se levantó, y dijo al joven: "¡Oh huésped nuestro! estás en presencia del Emir de los Creyentes, el califa Al-Motazid Bi'llah, nieto de Al-Motawakkil Ala'llah".
Al oír estas palabras, el dueño del dominio se levantó a su vez en el límite de la emoción, y besó la tierra: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡por las virtudes de tus generosos antecesores los beneméritos, te conjuro a que perdones a tu esclavo los errores en que sin duda alguna, por inadvertencia, haya podido incurrir para con tu augusta persona, o la falta de cortesía de que haya podido hacerse reo, o la falta de consideraciones, o la falta de generosidad!" Y contestó el califa: "¡Oh hombre! no tengo que reprocharte ninguna falta de ese género. Por el contrario, has dado prueba conmigo de una generosidad que te envidiarían los más munificentes entre los reyes. ¡Y si te he interrogado, por lo visto fué porque una causa muy grande me impulsó a ello de pronto, cuando yo no pensaba más que en darte las gracias por todo lo que de hermoso había visto en tu casa!"
Y dijo el huésped, azorado: "¡Oh mi señor soberano! ¡por favor, no hagas pesar tu cólera sobre tu esclavo sin haberle convencido de su crimen antes!" Y dijo el califa: "¡Al primer golpe de vista he notado ¡oh hombre! que en tu casa todo, desde los muebles hasta las mismas ropas que sobre ti llevas, ostenta el nombre de mi abuelo Al-Motawakkil Ala'llah! ¿Puedes explicarme circunstancia tan extraña? ¿Y no debo pensar en algún saqueo clandestino del palacio de mis santos abuelos? Habla sin reticencias, o te espera la muerte al instante".
Y en lugar de turbarse, el huésped recobró su aire afable y su sonrisa y con su voz más apacible dijo: "Sean contigo las gracias y la protección del Todopoderoso, ¡oh mi señor! ¡Ciertamente, hablaré Sin reticencias pues la verdad es tu ropa interior, la sinceridad tu traje exterior, y en tu presencia nadie podría expresarse de otro modo...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y cuando llegó la 816ª noche

Ella dijo:
"¡Ciertamente hablaré sin reticencias, pues la verdad es tu ropa interior, la sinceridad tu traje exterior, y en tu presencia nadie podría expresarse de otro modo!"
Y el califa le dijo: "¡En ese caso, siéntate y habla!"
"Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! (¡pluguiera a Alah prolongarte triunfos y favores!) que no soy, como pudiera suponerse, ni un hijo del rey, ni un cherif, ni un hijo de visir, ni nada que de cerca o de lejos tenga que ver con la nobleza de nacimiento. Pero mi historia es una historia tan extraña, que si se escribiese con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de enseñanza a quien la leyera con respeto y atención. Porque, aunque yo no sea noble, hijo de noble, ni de una familia noble, creo que puedo afirmar a mi señor, sin ánimo de mentir, que la tal historia le satisfará, si quiere prestarme oído, y aplacará su cólera acumulada contra el esclavo que le habla".
Y Abu'l Hassán dejó de hablar por un instante, coordinó sus recuerdos, los precisó en su pensamiento, y continuó de este modo:
"He nacido en Bagdad ¡oh Emir de los Creyentes! de un padre y una madre que sólo me tenían a mi por toda posteridad. Y mi padre era un simple mercader del zoco, si bien era el más rico entre los mercaderes y el más respetado. Y no era mercader en un zoco únicamente, sino que en cada zoco tenía una tienda que era la más hermosa, lo mismo en el zoco de los cambistas, que en el de los drogueros, que en el de los mercaderes de telas. Y en cada una de sus tiendas tenía un representante hábil para las operaciones de venta y de compra. Y en el piso de encima de cada trastienda poseía un cuarto reservado en que poder ponerse cómodo, al abrigo de las idas y venidas, y dormir la siesta en la época de los calores, mientras que, para refrescarse durante su sueño, un esclavo desempeñaba las funciones de hacerle aire con un abanico, abanicándole con respeto los testículos especialmente. Pues mi padre tenía los testículos sensibles al calor, y nada le hacía tanto bien como la brisa del abanico.
Como yo era su único hijo, me quería con ternura, no me privaba de nada y no perdonaba ningún dispendio para mi educación. Y además, de año en año se multiplicaban sus riquezas, gracias a la bendición, y resultaban difíciles de enumerar. Y entonces fué cuando, al llegar la hora de su Destino, murió (¡Plegue a Alah cubrirle con Su misericordia, admitirle en Su paz y alargar con los días que perdió el difunto la vida del Emir de los Creyentes!)
En cuanto a mí, habiendo heredado de mi padre bienes inmensos, continué haciendo marchar, como en vida suya, los negocios del zoco. Y por cierto que no me privaba de nada, comiendo, bebiendo y divirtiéndome en la medida de mis fuerzas con mis amigos predilectos. Y me pareció que la vida era excelente, y traté de hacérsela a los demás tan agradable como resultaba para mí. Por eso era mi dicha completa y sin amargura, y no deseaba yo nada mejor que mi vida de todos los días. Porque todo eso que los hombres llaman ambición, y que los vanidosos llaman gloria, y que los pobres de espíritu llaman renombre, y los honores y el ruido, eran un sentimiento insoportable para mí. Y me prefería yo a todo eso. Y a las satisfacciones de fuera prefería la tranquilidad de mi existencia, y a las falsas grandezas mi sencilla felicidad escondida entre mis amigos de rostro dulce.
Pero ¡oh mi señor! por muy sencilla y límpida que sea una vida, jamás está libre de complicaciones. Y yo mismo había de experimentarlo pronto como mis semejantes. Y fue bajo el aspecto más encantador como entró en mi vida la complicación. Pues Alah, ¿hay en la tierra encanto comparable al de la belleza cuando, para manifestarse, elige el rostro y las formas de una adolescente de catorce años? ¿Y hay ¡oh mi señor! adolescente más seductora que la que no se espera, cuando, para abrasarnos el corazón, tiene el rostro y las formas de una jovenzuela de catorce años? Porque bajo ese aspecto, y no bajo otro, fué como se me apareció ¡oh Emir de los Creyentes! la que para siempre había de sellarme la razón con el sello de su imperio.
En efecto, estaba un día yo sentado delante de mi tienda, y charlaba de unas cosas y de otras con mis amigos habituales, cuando vi detenerse frente a mí a una arrebatadora y sonriente joven, ataviada con dos ojos babilónicos, que me lanzó una mirada, una sola mirada, y nada más. Y como bajo la picadura de una flecha acerada, me estremecí en mi alma y en mi carne, y sentí que se conmovía todo mi ser como ante la llegada misma de mi dicha. Y al cabo de un instante avanzó hacia mí la joven, y me dijo: "¿Es aquí, por ventura, la tienda reservada del señor Abu'l Hassán Alí ben-Ahmad Al-Khorassani?" Y me preguntó esto ¡oh mi señor! con una voz de agua corriente; y se erguía ante mí, esbelta y flexible en su gracia; y bajo el velo de muselina, su boca de virgen niña era una corola de púrpura abriéndose sobre dos húmedas hileras de granizos. Y contesté, levantándome en honor suyo: "¡Sí, ¡oh mi señora! ésta es la tienda de tu esclavo!" Y mis amigos, por discreción, se levantaron todos y se marcharon.
Entonces la joven entró en la tienda, ¡oh Emir de los Creyentes! arrastrando mi razón tras su hermosura. Y se sentó en el diván como una reina, y me preguntó: "¿Y dónde está él?" Muy azorado y trabandoseme de emoción la lengua, contesté: "Soy yo mismo, ¡ya setti!" Y sonrió ella con la sonrisa de su boca, y me dijo: "Di entonces a ese dependiente tuyo que me cuente trescientos dinares de oro". Y al instante me encaré con mi primer contable, y le di orden de pesar trescientos dinares y entregárselos a aquella dama sobrenatural. Y tomó ella el saco de oro que le entregaba mi empleado, y levantándose se marchó, sin tener una palabra de agradecimiento ni un gesto de despedida. Y en verdad, ¡oh Emir de los Creyentes! que mi razón no pudo hacer otra cosa que continuar tras ella, atada a sus pies.
Y he aquí que, cuando la hermosa joven hubo desaparecido, mi dependiente me dijo respetuosamente: "¡Oh mi señor! ¿a nombre de quién debo inscribir la suma adelantada?" Yo contesté: "¡Ah! ¿lo sé yo acaso? ¿Y desde cuándo inscriben los humanos en sus libros de cuentas los nombres de las huríes? Si quieres, escribe: Adelantada la suma de trescientos dinares a la Abrasadora-de-Corazones".
Cuando mi primer contable oyó estas palabras, se dijo: "¡Por Alah! Mi amo, que de ordinario es tan mirado, no obra conmigo de un modo tan inconsecuente más que para poner a prueba mi sagacidad y mi deber. ¡Voy, pues, a echar a correr detrás de la desconocida y a preguntarle su nombre!" Y sin consultarme sobre el particular, salió de la tienda, lleno de celo, y echó a correr en pos de la joven, que ya se había perdido de vista. Y al cabo de cierto tiempo volvió a la tienda, pero con la mano en su ojo izquierdo y con el rostro bañado en lágrimas. Y se fué, cabizbajo, a ocupar su sitio en la caja, limpiándose las mejillas. Y le pregunté: "¿Qué te pasa?" Me contestó: "Alejado sea el Maligno,  ¡oh mi señor! Creí obrar bien siguiendo a la joven señora que estaba aquí, con intención de preguntarle su nombre. Pero en cuanto sintió que la seguían se volvió bruscamente hacia mí, y me asestó en el ojo izquierdo un puñetazo que por poco me parte la cabeza. Y aquí me tienes con un ojo aplastado por una mano más fuerte que la de un herrero".
¡Eso fué todo!
¡Loores a Alah, ¡oh mi señor! que esconde tanta fuerza en las manos de las gacelas y pone tanta prontitud en sus movimientos!
Y todo aquel día permanecí con el espíritu encadenado por el recuerdo de aquellos ojos de asesinato, y con el alma torturada a la par que refrescada por el paso de la que me arrebató la razón.
Y he aquí que al día siguiente a la misma hora, mientras yo me abismaba en su amor, vi de pie ante mi tienda a la encantadora, que me miraba sonriendo. Y a su vista estuvo a punto de huírseme de alegría la poca razón que me quedaba. Y cuando abría yo la boca para desearle la bienvenida, me dijo ella: "Sin duda, ya Abu'l Hassán, habrás dicho para tu ánima, pensando en mí: "¿Qué trapisonda no será, que ha cogido lo que ha cogido y se ha marchado tan tranquila?"
Pero yo contesté: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, ¡oh mi soberana! ¡No has hecho más que tomar lo que te pertenecía, pues aquí todo es de tu propiedad, el recipiente con el contenido! ¡En cuanto a tu esclavo, su alma ya no es de él desde que viniste, y está comprendida en el lote de objetos sin valor de esta tienda!" Y al oír aquello, la joven se levantó el velillo del rostro, y se inclinó como una rosa en el tallo de un lirio, y se sentó riendo, con un ruido de brazaletes y de sedas. Y entró con ella en la tienda el olor balsámico de todos los jardines.
Luego me dijo: "¡Sí así es, ya Abu'l Hassán, cuéntame quinientos dinares!" Y contesté: "¡Escucho y obedezco!" Y tras de hacer pesar los quinientos dinares, se los di. Y los tomó y se marchó. Y esto fué todo. Y como la víspera, continué sintiéndome prisionero de sus encantos y cautivo de su belleza. Y sin saber qué sortilegio era el que me había dejado sin pensamiento ni raciocinio, no pude determinarme a tomar un partido o a hacer un esfuerzo que me sacara del estado de embrutecimiento en que me hallaba sumido.
Pero al día siguiente, estando yo más pálido e inactivo que nunca, apareció ante mí ella, con sus largos cabellos de llama y de tinieblas y su sonrisa enloquecedora. Y sin pronunciar una palabra aquella vez, puso el dedo en un tapete de terciopelo del que pendían joyas inestimables, y se limitó a acentuar su sonrisa ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 817ª noche

Ella dijo:
... Sin pronunciar una palabra aquella vez, puso el dedo en un tapete de terciopelo del que pendían joyas inestimables, y se limitó a acentuar su sonrisa. Y al instante ¡oh Emir de los Creyentes! aparté el tapete de terciopelo, lo doblé con todo lo que contenía, y se lo entregué a la hechicera, que lo cogió y se marchó sin más ni más.
Pero al verla desaparecer aquella vez, no pude determinarme a seguir inmóvil, y sobreponiéndome a mi timidez, que me hacía temer una afrenta semejante a la que había sufrido mi contable, me levanté y seguí sus huellas. Y caminando de tal suerte tras ella, llegué a orillas del Tigris, donde la vi embarcarse en un barquito que, con remos rápidos, ganó el palacio de mármol del Emir de los Creyentes Al-Motawakkil, abuelo tuyo, ¡oh mi señor! Y al ver aquello, llegué al límite de la inquietud y pensé para mi ánima: "¡Hete aquí ahora, ya Abu'l Hassán, metido en aventuras y llevado en el molino de la complicación!"
Y a pesar mío, medité en esta frase del poeta:
¡Ten cuidado y examina bien el brazo blanco y dulce de la bienamada, el cual te parece más blando, para apoyar en él tu frente, que el plumón de los cisnes!
Y permanecí pensativo mucho rato, mirando sin verla el agua del río, y toda mi vida, pasada sin tropiezos y tan dulcemente monótona, desfiló ante mis ojos, siguiendo la corriente de aquella agua, en barcas sucesivas y semejantes todas. Y de pronto reapareció ante mis ojos la barca colgada de púrpura que la joven hubo de utilizar y que entonces estaba amarrada al pie de la escalera de mármol y sin remeros. Y exclamé: "¡Por Alah! ¿no te da vergüenza de tu vida somnolienta, ya Abu'l Hassán? ¿Y cómo te atreves a vacilar entre esa pobre vida y la vida ardiente que llevan los que no temen la complicación? Por lo visto, no conoces esta otra frase del poeta:
¡Levántate, amigo, y sacude tu modorra! ¡La rosa de la dicha no florece en el sueño! ¡No dejes pasar sin quemarlos los instantes de esta vida! ¡Siglos tendrás para dormir!
Y reconfortado con estos versos y con el recuerdo de la emocionante joven, entonces, que ya sabía donde habitaba, resolví no perdonar nada para llegar hasta ella. Y alimentando este proyecto, fui a casa y entré en el aposento de mi madre, que me quería con toda su ternura, y sin ocultarle nada le conté lo que acaecía en mi vida. Y mi madre, asustada, me estrechó contra su corazón y me dijo: "¡Alah te resguarde ¡oh hijo mío! y preserve tu alma de la complicación! ¡Ah! hijo mío Abu'l Hassán, único lazo que me une a la vida, ¿en dónde vas a comprometer tu reposo y el mío? Si esa joven habita en el palacio del Emir de los Creyentes, ¿cómo te obstinas en querer encontrártela de nuevo? ¿No ves el abismo a que corres al atreverte a dirigirte, aunque no sea más que con el pensamiento, a la morada de nuestro señor el califa? ¡Oh hijo mío! ¡por los nueve meses durante los cuales incubé tu vida, te suplico que abandones el proyecto de volver a ver a esa desconocida y no dejes que en tu corazón se imprima una pasión funesta!" Y contesté, procurando tranquilizarla: "¡Oh madre mía! apacigua tu alma cara y refresca tus ojos. No sucederá nada que no debe suceder. Y lo que está escrito ha de ocurrir. ¡Y Alah es el más grande!"
Y al día siguiente, que había ido yo a mi tienda del zoco de los joyeros recibí la visita del representante mío que estaba al frente de los negocios de mi tienda del zoco de los drogueros. Y era un hombre de edad, en quien mi difunto padre tenía una confianza ilimitada y a quien consultaba todos los asuntos difíciles o complicados. Y después de las zalemas y deseos de rigor, me dijo: "¡Ya sidi! ¿a qué obedece esa mudanza que veo en tu fisonomía y esa palidez y ese aire preocupado? ¡Alah nos preserve de malos negocios y de clientes de mala fe! ¡Pero sea cual sea la desgracia que haya podido sobrevenirte, no es irremediable, puesto que estás con buena salud!" Y le dije: "No, por Alah ¡oh venerable tío! que no tengo malos negocios ni soy víctima de la mala fe de otro. Pero mi vida ha cambiado por completo de rumbo. Y ha entrado en mí la complicación al pasar una jovenzuela de catorce años".
Y le conté lo que me había sucedido, sin olvidar un detalle. Y le describí, como si se encontrase allí ella, a la arrebatadora de mi corazón.
Y tras de haber reflexionado un momento, me dijo el venerable jeique: "Ciertamente, el asunto es complicado. Pero no está por encima de la experiencia de tu viejo esclavo, ¡oh mi señor! En efecto, entre mis conocimientos tengo a un hombre que se aloja en el propio palacio del califa Al-Motawakkil, pues se trata del sastre de los funcionarios y de los eunucos. Por tanto, voy a presentarte a él; y le encargarás algún trabajo, remunerándoselo espléndidamente. ¡Y te será él de gran utilidad entonces!" Y sin tardanza me condujo al palacio y entró conmigo a ver al sastre, que nos recibió con afabilidad. Y para inaugurar mis pedidos de ropa, le enseñé uno de mis bolsillos, que en el camino había tenido cuidado de descoser, y le rogué que me lo recosiera con urgencia. Y el sastre lo hizo de buen grado. Y para remunerar su trabajo, le deslicé en la mano diez dinares de oro, excusándome por lo poco que era y prometiéndole indemnizarle espléndidamente al segundo pedido. Y el sastre no supo qué pensar de mi manera de conducirme; pero mirándome con estupefacción, me dijo: "¡Oh mi señor! vistes como un mercader y estás lejos de tener sus modales. Por lo general, un mercader repara en gastos y no saca un dracma sin estar seguro de ganar diez. ¡Y tú, por una labor insignificante, me das el precio de un traje de emir!"
Luego añadió: "¡Sólo los enamorados son tan magníficos! ¡Por Alah sobre ti!, ¡oh mi señor! ¿acaso estás enamorado?" Yo contesté, bajando los ojos: "¿Cómo no estarlo después de haber visto lo que he visto?" El me preguntó: "¿Y quién es el objeto de tus tormentos? ¿Es un cervatillo o una gacela?" Yo contesté: "¡Una gacela!" El me dijo: "Está bien. ¡Aquí me tienes dispuesto, ¡oh mi señor! a servirte de guía, si su morada es este palacio, ya que se trata de una gacela, y aquí se encuentran las más hermosas variedades de esa especie!" Yo dije: "¡Sí, aquí es donde habita!" El dijo: "¿Y cuál es su nombre?" Yo dije: "¡Sólo Alah le conoce, y tú mismo quizá!" El dijo: "Descríbemela entonces". Y se la describí lo mejor que pude, y exclamó él: "¡Por Alah, que es nuestra señora Sarta-de-Perlas, la tañedora de laúd del Emir de los Creyentes Al-Motawakkil Ala'llah! Y añadió: "He aquí precisamente a su pequeño eunuco, que se dirige hacia nosotros. ¡No dejes escapar la ocasión de sobornarle ¡oh mi señor! para que te sirva de introductor ante su señora  Sarta-de-Perlas!"
Y, efectivamente, ¡oh Emir de los Creyentes! vi entrar en el taller del sastre a un esclavito blanco, tan hermoso como la luna del mes de Ramadán. Y después de saludarnos con amabilidad, dijo al sastre, indicándole una pequeña túnica de brocato: "¿Cuánto cuesta esta túnica de brocato, ¡oh jeique Alí!? ¡Precisamente tengo necesidad de ella para acompañar a mi ama Sarta-de-Perlas!" Y al punto descolgué yo la túnica del sitio en que estaba, y se la entregué, diciendo: "¡Está pagada, y te pertenece!"
El niño me miró sonriendo de soslayo, igual que su ama, y me dijo cogiéndome de la mano y llevándome aparte: "Sin duda alguna eres Abu'l Hassán Alí ben-Ahmad Al-Khorassani". Y en el límite del asombro, al ver yo tanta sagacidad en un niño y al oír que me llamaba por mi nombre, le puse en el dedo un anillo de precio, que hube de quitarme, y contesté: "Verdad dices, ¡oh encantador jovenzuelo! Pero ¿quién te ha revelado mi nombre?" El dijo: "Por Alah, ¿cómo no he de saberlo, cuando mi ama lo pronuncia tantas veces al día delante de mí todo el tiempo que lleva enamorada de Abu'l Hassán Alí el magnífico señor? ¡Por los méritos del Profeta (¡con El las gracias y las bendiciones!), que si estás tan enamorado de mi ama como ella lo está de ti, me encontrarás dispuesto a secundarte para llegar hasta ella!"
Entonces ¡oh Emir de los Creyentes! juré al niño, con los juramentos más sagrados, que estaba perdidamente enamorado de su señora, y que sin duda moriría como no la viera en seguida ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y  cuando llegó la 818ª noche

Ella dijo:
... Entonces ¡oh Emir de los Creyentes! juré al niño, con los juramentos más sagrados, que estaba perdidamente enamorado de su señora, y que sin duda moriría como no la viera en seguida. Y el niño eunuco me dijo: "Ya que así es, ¡oh mi señor Abu'l Hassán! te pertenezco en absoluto. ¡Y no quiero tardar más en ayudarte a tener una entrevista con mi señora!" Y me dejó, diciéndome: "¡Vuelvo al instante!"
Y en efecto, no tardó en volver a casa del sastre en busca mía. Y llevaba un paquete, que desenvolvió; e hizo salir de él una túnica de lino bordada de oro fino y un manto, que era uno de los mantos del propio califa, como pude observar por las señales que lo distinguían y por el nombre inscrito en la trama con letras de oro, y que era el nombre de Al-Motawakkil Ala'llah. Y me dijo el pequeño eunuco: "Te traigo ¡oh mi señor Abu'l Hassán, la ropa con que se viste el califa cuando va por la noche al harén!" Y me obligó a ponérmela, y me dijo: "Una vez que hayas llegado a la larga galería interior, en que están los aposentos reservados de las favoritas, tendrás mucho cuidado, al pasar, de ir cogiendo granos de almizcle del pomo que aquí ves, y de ir dejando uno a la puerta de cada aposento, pues el califa acostumbra a hacer eso todas las noches cuando atraviesa la galería del harén. ¡Y una vez que hayas llegado a la puerta que tiene el umbral de mármol azul, la abrirás sin llamar, y te encontrarás en los brazos de mi señora!" Luego añadió: "¡Respecto a tu salida de allí después de la entrevista, Alah proveerá!"
Tras de darme estas instrucciones, me dejó, deseándome buena suerte, y desapareció.
Entonces yo, ¡oh mi señor! aunque no estaba acostumbrado a aquella clase de aventuras y se trataba de mi entrada en la complicación, no vacilé en vestirme con la ropa del califa, y como si toda mi vida hubiese habitado en el palacio y hubiese nacido allí, me puse en marcha resueltamente, atravesando patios y columnatas, y llegué a la galería de los aposentos reservados para el harén. Y al punto saqué de mi bolsillo el pomo que contenía los granos de almizcle, y conforme a las instrucciones del eunuco, al llegar a la puerta de cada favorita no dejé de echar un grano de almizcle en el platillo de porcelana que estaba allí a ese efecto. Y de tal suerte llegué a la puerta que tenía el umbral de mármol azul. Y ya me disponía a empujarla para penetrar por fin en el aposento de la tan deseada, felicitándome de que hasta entonces no me hubiera reconocido nadie, cuando de pronto oí un rumor muy pronunciado, y en el mismo momento me sorprendió la claridad de gran número de antorchas. Y he aquí que llegaba el califa Al-Motawakkil en persona, rodeado de la muchedumbre de sus cortesanos y de su séquito habitual. Y sólo tuve tiempo para volver sobre mis pasos, sintiendo que el corazón se me sobresaltaba de emoción. Y mientras huía por la galería, oía las voces de las favoritas, que desde dentro lanzaban exclamaciones, diciendo: "¡Por Alah, qué cosa tan asombrosa! He aquí que el Emir de los Creyentes pasa hoy por la galería por segunda vez. El fue sin duda quien pasó hace un momento, echando en la salvilla de cada cual el grano de almizcle acostumbrado. ¡Y además le hemos reconocido por el perfume de su ropa!"
Y continué huyendo desatentadamente; pero hube de pararme, no pudiendo avanzar más por la galería sin peligro de descubrirme. Y oía siempre el rumor de la escolta, y veía acercarse las antorchas. Entonces, sin querer ser sorprendido en aquella situación y con aquel disfraz, empujé la primera puerta que se ofreció a mi mano, y me precipité dentro, olvidando que iba disfrazado de califa y todo lo consiguiente. Y me hallé en presencia de una joven de rasgados ojos asustados, que, levantándose sobresaltada de la alfombra en que estaba tendida, lanzó un grito estridente de terror y de confusión, y con rápido ademán se levantó la orla de su traje de muselina y se cubrió con ella el rostro y los cabellos.
Y ante ella me quedé muy embobado, muy perplejo y deseando con el alma, para escapar a aquella situación, que se abriese la tierra a mis pies y me tragase. ¡Ah! en verdad que lo deseaba ardientemente, y además maldecía la confianza inmoderada que tuve en aquel eunuco de perdición,  quien, a no dudar, iba a ser la causa de mi muerte por ahogo o por empalamiento. Y conteniendo la respiración, esperaba ver salir de labios de aquella joven espantada los gritos de alarma que harían de mí un motivo de lástima y un ejemplo del castigo reservado a los aficionados a las complicaciones.
Y he aquí que tras la orla de muselina se movieron los labios jóvenes, y la voz que salía de allí era encantadora, y me decía: "¡Bienvenido seas a mi aposento, ¡oh Abu'1 Hassán! ya que eres el que ama a mi hermana Sarta-de-Perlas y es amado por ella!" Y al oír estas palabras inesperadas, ¡oh mi señor! me eché de bruces en tierra entre las manos de la joven, y le besé el borde de sus vestiduras y me cubrí la cabeza con su velo protector. Y me dijo ella: "¡Bienvenida y larga vida a los hombres generosos, ya Abu'l Hassán! ¡Con tus procedimientos has superado a mi hermana Sarta-de-Perlas! ¡Y cuán ventajosamente saliste de las pruebas a que hubo de someterte ella! De modo que no cesa de hablarme de ti y de la pasión que has sabido inspirarle. Puedes, pues, bendecir tu destino, que te ha traído a mí, cuando hubiera podido conducirte a tu perdición, disfrazado como estás con esa ropa del califa. ¡Y puedes estar tranquilo a este respecto, porque voy a arreglarlo todo de manera que no suceda nada más que lo que está marcado con el sello de la prosperidad!"
Y sin saber cómo darle las gracias, continué besándole en silencio el borde de su túnica. Y añadió: ella: "Solamente, ya Abu'l Hassán, quisiera, antes de intervenir en interés tuyo, estar bien segura de tus intenciones con respecto a mi hermana. ¡Porque no conviene que haya equívocos acerca del particular!" Y contesté, alzando los brazos: "Alah te guarde y te conserve en el camino de la rectitud, ¡oh caritativa señora mía! ¡Por tu vida! ¿crees acaso que mis intenciones pudieran no ser puras y desinteresadas? No deseo, en efecto, más que una cosa, y es volver a ver a tu dichosa hermana Sarta-de-Perlas, sencillamente para que mis ojos se regocijen con su vista y mi lánguido corazón vuelva a la vida. ¡Sólo deseo eso y nada más! ¡Y pongo por testigo de mis palabras a Alah el Omnividente, que nada ignora de mis pensamientos!"
Entonces me dijo ella: "¡En ese caso, ya Abu'l Hassán, nada perdonaré para hacerte lograr el móvil lícito de tus deseos!"
Y tras de hablar así, dió una palmada, y dijo a una pequeña esclava que acudió a aquella señal: "Ve en busca de tu ama Sarta-de-Perlas, y dile: «Tu hermana Pasta-de-Almendras te envía la zalema y te ruega que vayas a verla sin tardanza, pues se siente esta noche con el pecho oprimido, y sólo tu presencia podrá dilatárselo. ¡Y además, entre tú y ella hay un secreto! "
Y la esclava salió inmediatamente a ejecutar la orden.
A los pocos momentos ¡oh mi señor! la vi entrar con su belleza, en la plenitud de su gracia. E iba envuelta en un velo grande de seda azul por todo vestido; y tenía los pies descalzos y los cabellos sueltos.
Y he aquí que en un principio no me vió, y dijo a su hermana Pasta-de-Almendras: "Aquí me tienes, querida mía. Salgo del hammam y todavía no he podido vestirme. ¡Pero dime pronto qué secreto hay entre tú y yo!"
Y por toda respuesta mi protectora me mostró con el dedo a Sarta-de-Perlas, haciéndome seña de que me aproximara. Y salí de la sombra en que permanecía.
Al verme, mi bienamada no manifestó vergüenza ni azoramiento, sino que fué a mí, blanca y temblorosa, y se arrojó en mis brazos como un niño en los brazos de su madre. Y creí tener contra mi corazón a todas las huríes del Paraíso. Y no sabía ¡oh mi señor! si era ella un rollo de manteca o una pasta de almendras, de tan tierna y frágil como la sentía por doquiera. ¡Bendito sea Quien la ha formado! Mis brazos no osaban oprimir aquel cuerpo infantil. Y al besarla entró en mí una nueva vida de cien años.
Y así permanecimos enlazados no sé cuánto tiempo. Pues creo que debí caer en el éxtasis o en algo parecido . . .
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 819ª noche

Ella dijo:
... Y así permanecimos enlazados no sé cuánto tiempo. Pues creo que debí caer en el éxtasis o en algo parecido.
Pero cuando volví a la realidad un poco, iba a contarle todo lo que había sufrido, y he aquí que oímos en la galería un rumor creciente. Y era el propio califa, que iba a ver a su favorita Pasta-de-Almendras, hermana de Sarta-de-Perlas. Y sólo tuve tiempo para levantarme y meterme en un cofre grande, que cerraron ellas encima de mí como si no hubiese pasado nada.
Y tu abuelo el califa Al-Motawakkil ¡oh mi señor! entró en el aposento de su favorita, y advirtiendo a Sarta-de-Perlas, le dijo:
"Por vida mía, ¡oh Sarta-de-Perlas! que me alegro de encontrarte hoy con tu hermana Pasta-de-Almendras. ¿Dónde estabas estos últimos días, que no te veía yo por ninguna parte en el palacio ni oía tu voz que tanto me gusta?" Y añadió, sin aguardar respuesta: "¡Coge ya el laúd que tienes abandonado y cántame una cosa apasionada, acompañándote con él!"
Y a Sarta-de-Perlas, que sabía que el califa estaba en extremo enamorado de una joven esclava llamada Benga, no le costó trabajo dar con la canción requerida; porque, como ella misma estaba enamorada, dejóse llevar sencillamente de sus sentimientos, y afinando su laúd, se inclinó ante el califa y cantó:
¡El bienamado a quien amo -¡ah! ¡ah!
Con su mejilla aterciopelada- ¡oh noche!
Supera en dulzura -¡oh los ojos!
A la mejilla lavada de las rosas!- ¡oh noche!
¡El bienamado a quien amo -¡ah! ¡ah!
Es un lozano jovenzuelo -¡oh noche!
Cuya amorosa mirada ¡ah! ¡ah!
Habría hechizado- ¡oh los ojos!
A los reyes de Babilonia! -¡oh noche!
¡Y tal es- ¡ah! ¡ah!
El bienamado a quien amo!

Cuando el califa Al-Motawakkil hubo oído este canto, quedó extremadamente emocionado, y encarándose con Sarta-de-Perlas, le dijo: "¡Oh joven bendita! ¡oh boca de ruiseñor! para darte una prueba de mi satisfacción, quiero que me formules un deseo. ¡Y por los merecimientos de mis gloriosos antecesores, los beneméritos, te juro que aun la mitad de mi reino te concederé!"
Sarta-de-Perlas contestó, bajando los ojos: "¡Alah prolongue la vida de nuestro señor! ¡pero no deseo nada más que la continuación de la gracia del Emir de los Creyentes sobre mi cabeza y la de mi hermana Pasta-de-Almendras!" Y dijo el califa: "¡Es preciso, Sarta-de-Perlas, que me pidas algo!" Entonces ella dijo: "¡Puesto que me lo ordena nuestro amo, he de pedirle que me liberte y me deje, por toda hacienda, los muebles de este aposento y cuanto contiene este aposento!" Y le dijo el califa: "Dueña de ello eres, ¡oh Sarta-de-Perlas! Y tu hermana Pasta-de-Almendras tendrá por aposento en lo sucesivo el pabellón más hermoso de palacio. ¡Y como eres libre, puedes quedarte o marcharte!" Y levantándose, salió del cuarto de su favorita para ir en busca de la joven Benga, favorita del momento.
En cuanto se marchó él, mi amiga mandó a su eunuco que avisase a los mandaderos y cargadores, e hizo transportar a mi casa todos los muebles del aposento, las tapicerías, los cofres y las alfombras. Y el cofre en que yo estaba encerrado salió el primero, a hombros de los mozos, y gracias a la Seguridad, llegó sin contratiempos a mi casa. Y aquel mismo día ¡oh Emir de los Creyentes! me casé ante Alah con Sarta-de-Perlas, en presencia del kadí y de los testigos. ¡Y lo demás pertenece al misterio de la fe musulmana!
¡Y tal es ¡oh mi señor! la historia de estos muebles, de estas tapicerías y de estas ropas marcadas con el nombre de tu glorioso abuelo el califa Al-Motawakkil Ala'llah. Y -¡lo juro por mi cabeza!- no he añadido a esta historia una sílaba, ni la he disminuido en una sílaba. ¡Y el Emir de los Creyentes es la fuente de toda generosidad y la mina de todos los beneficios!"
Y tras de hablar así Abu'l Hassán se calló. Y el califa Al-Motazid Bi'llah exclamó: "¡Tu lengua ha segregado la elocuencia ¡oh huésped nuestro! y tu historia es una historia maravillosa! ¡Así, pues, para demostrarte la alegría que experimento, te ruego que me traigas un cálamo y una hoja de papel!" Y cuando Abu'l Hassán llevó el cálamo y el papel, el califa se los entregó al narrador Ibn-Hamdún, y le dijo: "¡Escribe lo que yo te dicte!"
Y le dictó: "¡En el nombre de Alah el Clemente, el Misericordioso! Por este firmán, firmado de nuestro puño y sellado con nuestro sello, eximimos de impuestos durante toda su vida a nuestro fiel súbdito Abu'l Hassán Alí ben-Ahmad Al-Khorassani. ¡Y le nombramos nuestro principal chambelán!" Y después de sellar el firmán, se lo entregó, y añadió: "¡Y desearé verte en mi palacio como fiel comensal y amigo mío!"
Y desde entonces Abu'l Hassán fué el compañero inseparable del califa Al-Motazid Bi'llah. Y vivieron todos entre delicias, hasta la inevitable separación que hace habitar las tumbas a los mismos que habitaban los palacios más hermosos. ¡Gloria al Altísimo que habita un palacio por encima de todos los niveles!

Las historias completas del podcast de las mil noches y una noche.

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